La corbeta "Gloria Scott"
—Tengo aquí unos papeles, Watson —dijo mi amigo Sherlock Holmes una noche de invierno en que nos encontrábamos sentados al lado de la chimenea—, que realmente me parece que valdría la pena que les echase una ojeada. Son los documentos del extraordinario caso del Gloria Scott, y este es el mensaje que dejó al juez Trevor muerto de terror cuando lo leyó.
Sacó de un cajón un pequeño cilindro, que había perdido el brillo, y, abriéndolo, me entregó una cuartilla de papel grisáceo en la cual estaba garabateado el siguiente mensaje:
La negociación de caza con Londres terminó. El guardabosques Hudson ha recibido lo necesario y ha pagado al contado moscas y todo lo que vuela. Es importante para que podamos salvar con cotos la tan codiciada vida de faisanes.
Cuando alcé la vista tras leer esta nota enigmática vi a Holmes riéndose de la expresión que mi rostro reflejaba.
—Le veo un poco desconcertado —dijo.
—No entiendo cómo un mensaje como este pudiera inspirar terror. Me parece grotesco más que otra cosa.
—Probablemente. Y sin embargo el hecho es que al lector, un hombre fornido y muy entero, le tiró de espaldas, como si del culatazo de una pistola se tratara.
—Despierta usted mi curiosidad —dije—. Pero, ¿por qué dijo hace un momento que había razones muy especiales para que estudiara este caso?
—Porque es el primero del que me ocupé.
A menudo había intentado que mi amigo me dijera qué era lo que le había encaminado hacia la investigación criminal, pero nunca antes le había encontrado en talante comunicativo para ello. Ahora se sentó en el borde de la butaca y extendió los documentos sobre las rodillas. Luego encendió la pipa y permaneció un rato fumando y dándole vueltas.
—¿No me ha oído nunca hablar de Víctor Trevor? —preguntó—. Fue el único amigo que hice durante mis dos años en la Universidad. Nunca fuí un tipo muy sociable, Watson; siempre preferí encerrarme en mi habitación e ingeniarme mis propios métodos de pensar, de modo que nunca frecuenté demasiado a los jóvenes de mi curso. A excepción de la esgrima y el boxeo no tenía aficiones atléticas y, por otro lado, mi modo de estudiar difería mucho del de los otros muchachos, de manera que teníamos pocos puntos en común. Trevor fue el único que conocí y eso gracias al accidente con su terrier, que me agarró del tobillo una mañana en que bajaba a la capilla.
Fué un modo muy prosaico de entablar amistad, pero eficaz. Estuve inmovilizado diez días y Trevor solía venir a ver qué tal iba. Al principio sólo hablábamos unos minutos, pero pronto sus visitas comenzaron a alargarse y antes de fin de curso éramos íntimos amigos. Era un tipo alegre, lleno de vida y energía, impulsivo, justo lo contrario de mí en casi todos los aspectos. Pero encontramos que teníamos algunos intereses en común y el hecho de que estuviera tan solo como yo fue otro vínculo de unión. Finalmente me invitó a la casa de su padre en Donnithorpe, en el condado de Norfolk, y yo acepté su hospitalidad durante un mes en verano.
El viejo Trevor, un hombre adinerado que gozaba de gran consideración, era Juez de Paz y terrateniente. Donnithorpe es una pequeña aldea justo al norte de Langmere, en los Broads.
La casa era una antigua y amplia edificación de ladrillo con vigas de madera de roble y una hermosa avenida de tilos. En los pantanos se cazaban patos salvajes, había mucha pesca, una pequeña pero selecta biblioteca, comprada, según tengo entendido, a un ocupante anterior, y una aceptable cocinera, así que había que ser muy quisquilloso para no pasar allí un mes muy agradable.
El viejo Trevor era viudo, y mi amigo hijo único. Supe que había tenido una hija que murió de difteria en una visita a Birmingham. El padre me interesaba sumamente. Era un hombre de escasa cultura, pero con una buena dosis de fuerza bruta, tanto física como mentalmente. Apenas había leído un libro, pero había viajado mucho, conocía el mundo y recordaba todo lo que había aprendido. Era un hombre de aspecto corpulento, con un mechón de pelo gris, rostro curtido y moreno, y ojos azules y penetrantes hasta rayar casi en la fiereza. Sin embargo, entre la vecindad tenía fama de ser amable y bondadoso, y destacaba por la tolerancia de sus sentencias.
Una noche, poco después de mi llegada, estábamos tomando una copa de oporto después de la cena, cuando el joven Trevor comenzó a hablar de los hábitos de observación y deducción que yo había sistematizado, aunque aún no apreciaba el papel tan importante que iban a desempeñar en mi vida. El padre evidentemente pensó que su hijo exageraba al narrar una o dos pequeñas proezas que yo había realizado.
—Vamos, señor Holmes —dijo riendo con humor—. Soy un excelente tema. A ver si deduce algo sobre mí.
—Me temo que no hay mucho —respondí—. Podría sugerir, sin embargo, que durante los últimos doce meses ha vivido temiendo un ataque personal.
La sonrisa se le heló en los labios y me miró sorprendido.
—Eso es muy cierto —respondió—. ¿Sabes, Víctor? —dijo dirigiéndose a su hijo—. Cuando desarticulamos aquella banda de cazadores ilegales, juraron que nos apuñalarían, y a Sir Edward Hoby le han atacado. Siempre he estado en guardia desde entonces, pero no sé cómo lo ha descubierto usted.
—Lleva usted un bastón muy hermoso —respondí—. Por la inscripción observé que no hará un año que lo tiene. Pero se ha molestado en perforar el mango y echar plomo fundido en el agujero, convirtiéndolo así en un formidable instrumento. Supuse que no se habría tomado esas molestias de no tener nada que temer.
—¿Alguna otra cosa? —preguntó sonriendo.
—Ha boxeado mucho en su juventud.
—De nuevo tiene razón. ¿Cómo lo ha sabido? ¿Tengo la nariz torcida, acaso?
—No —respondí—. Son sus orejas. Tienen la hinchazón y aplanamiento característicos del boxeador.
—¿Algo más?
—Ha cavado usted mucho, tiene callos.
—Hice todo mi dinero en las minas de oro.
—Ha estado en Nueva Zelanda.
—Vuelve a acertar.
—Ha visitado Japón.
—Muy cierto.
—Y ha estado asociado íntimamente con alguien cuyas iniciales eran J. A. y a quien después ha querido olvidar por completo.
Muy despacio el señor Trevor se levantó, clavó sus ojos azules en mí con una mirada extraña y enloquecida y se cayó de bruces sobre las cascaras de nueces que había encima del mantel.
Ya se imaginará, Watson, lo asombrados que nos quedamos su hijo y yo. El ataque no le duró mucho, pues, en cuanto le desabrochamos el cuello y salpicamos la cara con agua de uno de los vasos, jadeó un poco y se incorporó.
—Chicos —dijo intentando esbozar una sonrisa—, espero no haberos asustado. Aunque parezco fuerte, tengo un punto débil en el corazón y con poca cosa me altero. No sé cómo lo consigue, señor Holmes, pero me da la impresión de que todos los detectives de hecho y de ficción son niños a su lado. Por ahí tiene que orientar su vida, y se lo dice un hombre que ha visto algo de mundo.
Y ese consejo, unido a la exageración de mis habilidades con que lo había prologado, fue, si me quiere creer, Watson, lo primero que me hizo pensar que podía convertir en profesión lo que hasta entonces solo había supuesto para mí un mero entretenimiento.
Pero en ese momento estaba demasiado preocupado por la repentina enfermedad de mi anfitrión para pensar en nada más.
—Espero no haber dicho nada que le resulte doloroso —dije.
—Bueno, lo cierto es que ha tocado usted un punto bastante débil. ¿Puedo preguntarle cómo lo sabe y cuánto sabe? —hablaba ahora en tono jocoso, pero seguía habiendo un atisbo de terror en el fondo de sus ojos.
—Es muy sencillo —dije—. Cuando se descubrió el brazo para meter aquel pez en la barca vi que llevaba tatuadas las letras J. A. junto al codo. Aún eran legibles, pero por su aspecto borroso estaba muy claro que se había esforzado por hacerlas desaparecer. Era, pues, evidente, que en otro tiempo esas iniciales le habían sido muy familiares y que más tarde quiso olvidarlas.
—¡Qué vista tiene! —dijo con un suspiro de alivio—. Es tal y como dice. Pero no hablemos de ello. De entre todos los fantasmas, los peores son los de nuestros antiguos amores. Vayamos al cuarto del billar a fumarnos un cigarro tranquilamente.
A partir de ese día, a pesar de toda su cordialidad, la actitud del señor Trevor hacia mí estuvo siempre teñida de sospecha. Hasta su hijo se dio cuenta:
—Le has dado un susto tan grande al viejo, que nunca más estará seguro de lo que sabes o no sabes —decía.
Estoy seguro de que no era su intención demostrarlo, pero lo tenía tan grabado, que se delataba a cada paso. Finalmente me convencí de que estaba ocasionando cierta intranquilidad y decidí dar por concluida mi visita. Pero, justo el día anterior a mi partida, sucedió algo que luego resultó ser de importancia.
Estábamos los tres sentados en unas hamacas en el césped, tomando el sol y admirando la vista, cuando salió la criada para comunicarnos que había un hombre en la puerta que quería ver al señor Trevor.
—¿Cuál es su nombre? —preguntó mi anfitrión.
—No quiso dármelo.
—Entonces ¿qué quiere?
—Dice que usted le conoce y que solo le entretendrá un momento.
—Hágale pasar aquí.
Instantes después apareció un hombrecillo enjuto, de ademanes apocados y andar rastrero. Vestía una chaqueta abierta con una mancha de brea en la manga, camisa de cuadros rojos y negros, bombachos y recias botas desgastadas. Tenía el rostro delgado y astuto, lucía una perpetua sonrisa que dejaba ver una fila irregular de dientes amarillentos, y mantenía las arrugadas manos en la posición medio cerrada tan típica de los marineros. A medida que avanzaba, encorvado, por el césped, oí que el señor Trevor profería una especie de hipido y de repente se levantó de un salto y corrió hasta la casa. Volvió al momento, y al pasar por delante de mí pude comprobar que olía fuertemente a coñac.
—Bien, buen hombre —dijo—. ¿Qué puedo hacer por usted?
El marinero permaneció de pie, mirándole, los ojos fruncidos y la misma sonrisa en los labios.
—¿No me conoce? —preguntó.
—¡Pero, cielo santo, si es Hudson! —dijo el señor Trevor en tono sorprendido.
—El mismo, señor —dijo el marinero—. Hace más de treinta años que no le veía. Y aquí está usted en su casa y yo sigo sacándome la carne salada del barril.
—Bueno, comprobarás que no he olvidado los viejos tiempos —exclamó el señor Trevor y, caminando hacia el marinero, le susurró algo al oído.
—Ve a la cocina —continuó en voz alta—, te darán de comer y beber.
—Gracias, señor —dijo el marinero tocándose la frente—. Acabo de desembarcar, tras pasar dos años en un barco que hacía ocho nudos y con escasa tripulación, y necesito un descanso. Pensé que lo encontraría con usted o con el señor Beddoes.
—¿Sabes dónde está el señor Beddoes?
—Dios le bendiga, señor. Sé dónde encontrar a todos mis viejos amigos —dijo el hombrecillo con una sonrisa siniestra, y con desgana se dirigió tras la criada en dirección a la cocina.
El señor Trevor farfulló algo acerca de que habían sido compañeros de tripulación cuando en una ocasión él regresaba a buscar oro, y después nos dejó y entró en la casa. Cuando una hora más tarde entramos en la casa, le encontramos tendido en el sofá del comedor, borracho como una cuba. El incidente me dio muy mala impresión y no sentí dejar Donnithorpe al día siguiente, pues suponía que mi presencia resultaría embarazosa a mi amigo.
Todo esto sucedió durante el primer mes de las vacaciones de verano. Regresé a mis habitaciones en Londres, donde pasé siete semanas haciendo algunos experimentos de química orgánica. Pero un día, ya muy entrado el otoño y próximas las vacaciones a su fin, recibí un telegrama de mi amigo, suplicándome que fuera a Donnithorpe y diciendo que necesitaba ayuda y mi consejo con urgencia. Por supuesto que lo dejé todo y partí para el norte de nuevo.
Me estaba esperando en la estación con una calesa, y a primera vista comprobé que los últimos dos meses habían sido muy duros para él. Había adelgazado, estaba muy apesadumbrado y ya no tenía la clásica alegría que siempre le había caracterizado.
—El viejo se está muriendo —fueron sus primeras palabras.
—¡Es imposible! —exclamé—. ¿Qué sucede?
—Apoplejía. Un ataque de nervios. Lleva todo el día al borde de la muerte. Dudo que le encontremos vivo.
Como puede imaginarse, Watson, me quedé horrorizado ante estas inesperadas noticias.
—¿Cuál es la causa? —pregunté.
—Ahí, ahí. Sube y te lo contaré mientras vamos. ¿Recuerdas aquel tipo que llegó la noche antes de que te fueras?
—Perfectamente.
—¿Sabes a quién hospedamos aquel día en casa?
—No tengo ni idea.
—¡Al mismísimo diablo, Holmes! —gritó.
Le miré estupefacto.
—Sí. Era el mismísimo diablo. No hemos vivido una hora de paz desde entonces, ni una sola. El viejo no ha levantado cabeza desde aquella noche, y ahora le arrebatan la vida y le rompen el corazón. Todo por este maldito Hudson.
—¿Qué poder ejerce, sobre él, entonces?
—Eso es justamente lo que no sé y daría cualquier cosa por saber. ¡Mi pobre viejo, tan cariñoso y bueno! ¿Cómo pudo haber caído en manos de semejante rufián? Pero estoy muy contento de que hayas venido, Holmes. Confío mucho en tu buen juicio y discreción, y sé que me aconsejarás bien.
Íbamos de prisa por la blanca y llana carretera rural; los Broads, que se extendían ante nosotros, centelleaban a la luz rojiza del sol poniente.
Desde un bosquecillo a nuestra izquierda divisé las altas chimeneas y el asta que señalaba la vivienda del terrateniente.
—Mi padre le empleó de jardinero —dijo mi compañero—, y cuando eso no le satisfizo, le ascendió a mayordomo. La casa parecía estar en sus manos, y hacía en ella todo lo que se le antojaba. Las criadas se quejaban de sus borracheras y de su lenguaje soez. Mi padre les subió a todos el sueldo para compensarles las molestias. El tipo se cogía la barca de mi padre y la mejor escopeta y se regalaba con pequeñas cacerías. Y todo ello con una actitud tan despectiva y una expresión tan insolente, que de haber sido un hombre de mi edad le hubiera tumbado veinte veces. Te aseguro, Holmes, que me he tenido que controlar muchísimo todo este tiempo. Ahora me pregunto si no hubiera sido mejor no aguardar tanto.
»Bueno, la cosa fue de mal en peor, y ese animal de Hudson se volvía cada vez más impertinente, hasta que por fin un día contestó a mi padre de forma muy insolente en presencia mía. Le cogí por el hombro y le hice salir del cuarto. Se marchó encogido, con el rostro lívido, los ojos como dos puntos venenosos que proferían más amenazas de las que pudiera articular lengua alguna. No sé lo que ocurrió entre mi padre y él después de eso, pero al día siguiente vino mi padre y me preguntó si me importaría disculparme con Hudson. Como puedes imaginar, me negué a ello inquiriendo cómo podía tolerar que semejante basura se tomara las libertades que se tomaba con él y con la servidumbre.
»—Ay, hijo mío, todo eso está muy bien, pero no sabes la situación en que me encuentro. Pero lo sabrás, Víctor, lo sabrás. Yo me encargaré de ello, pase lo que pase. No creerás nada malo de tu pobre padre, ¿verdad, hijo?
»Estaba muy conmovido y pasó todo el día encerrado en el despacho, donde a través de la ventana le vi escribiendo afanosamente.
»Esa noche aconteció lo que parecía una gran liberación, pues Hudson nos comunicó que nos dejaba. Entró en el comedor donde nos encontrábamos tras acabar de cenar y nos anunció su intención con la ronca voz de un hombre medio borracho.
»—Me he cansado de Norfolk —dijo—. Me iré a Hampshire a casa del señor Beddoes. Me atrevo a decir que estará tan contento como usted de verme.
»—Espero, Hudson, que no se marchará usted enfadado —dijo mi padre con una docilidad que me hacía bullir la sangre.
»—Aún no se han disculpado conmigo —dijo en tono gruñón y lanzándome una mirada.
»—Víctor, reconoce que has abusado un poco de este buen hombre —dijo mi padre volviéndose hacia mí.
»—Por el contrario, creo que ambos hemos tenido con él una paciencia inusitada —respondí.
»—¿Ah, sí? —aulló—. Pues muy bien, amigo. ¡Ya lo veremos!
»Salió de la habitación y media hora más tarde abandonó la casa, dejando a mi padre en un estado de nervios lamentable. Noche tras noche le oía pasear por su habitación y justo cuando empezaba a recobrar la confianza vino el mazazo.
—¿Cómo fue? —pregunté con ansiedad.
—De la manera más extraña. Llegó una carta ayer por la noche con el matasellos de Fordingbridge. Mi padre la leyó, se echó las manos a la cabeza y empezó a dar vueltas por el cuarto como quien se ha vuelto loco. Cuando conseguí por fin tenderle sobre el sofá tenía la boca y los ojos torcidos hacia un lado y vi que le había dado un ataque. El doctor Fordham vino de inmediato y le metimos en la cama. Pero la parálisis se ha extendido, no da muestras de recobrar el conocimiento y apenas abrigo esperanzas de encontrarle vivo.
—¡Trevor, me dejas espantado! —exclamé—. ¿Qué contenía la carta para provocar tan terrible resultado?
—Nada. Ahí está lo más inexplicable. La nota era de lo más absurdo y trivial. ¡Dios mío, si ya me lo temía yo!
Mientras pronunciaba estas palabras tomábamos una curva que había en la avenida, y a la tenue luz del atardecer vimos que todas las persianas de la casa estaban echadas. Al parar ante la puerta mi amigo, con el rostro transido de dolor, salía un caballero vestido de negro.
—¿Cuándo ocurrió, doctor?
—Casi inmediatamente después de que usted se fuera.
—¿Recobró el conocimiento?
—Solo por un instante al final.
—¿Dijo algo para mí?
—Solo que los papeles estaban en el cajón del fondo del bargueño japonés.
Mi amigo subió con el médico a la estancia mortuoria, mientras yo me quedaba en el despacho, dándole vueltas al asunto, sintiéndome más sombrío que nunca en mi vida. ¿Cuál era el pasado de este Trevor, púgil, viajante y buscador de oro? ¿Cómo había caído en poder de aquel marinero de semblante agrio? ¿Por qué le había impresionado tanto mi referencia a unas borrosas iniciales tatuadas en el brazo, y por qué murió de temor al recibir una nota desde Fordingbridge? Entonces me acordé de que Fordingbridge estaba en Hampshire y que el señor Beddoes, a quien había ido a visitar el marinero, seguramente con el propósito de chantajearle, vivía en Hampshire. La carta, pues, podía ser del marinero Hudson, comunicando que había desvelado el acusador secreto que parecía existir, o bien podía ser de Beddoes, avisando a un viejo compañero de que tal traición era inminente. Hasta aquí parecía bastante claro. Pero entonces, ¿cómo podía ser que la carta fuera tan trivial y grotesca como la había descrito el hijo? No debía de haberla leído bien, a no ser que fuera una de esas ingeniosas claves secretas que significan una cosa distinta de lo que parece. Tenía que ver esa carta. Si ocultaba una significación secreta confiaba en poder descifrarla. Durante una hora permanecí en la oscuridad, repensando todo el asunto, hasta que finalmente la criada entró llorando a traer una lámpara, seguida de cerca por mi amigo Trevor, que estaba pálido, pero sereno. Traía en la mano estos mismos papeles que tengo sobre las rodillas. Se sentó frente a mí, acercó la lámpara al borde de la mesa y me pasó una nota, escrita con precipitación en esta cuartilla gris que ve aquí. Decía así:
La negociación de caza con Londres terminó. El guardabosques Hudson ha recibido lo necesario y ha pagado al contado moscas y todo lo que vuela. Es importante para que podamos salvar con cotos la tan codiciada vida de faisanes.
Supongo que, cuando leí este mensaje por primera vez, mi rostro reflejaría el mismo asombro que el suyo hace un rato. Lo volví a leer con detenimiento. Evidentemente tenía que ser lo que había supuesto, y un segundo significado debía esconderse en aquella extraña combinación de palabras, o quizá ciertas palabras como «moscas» y «faisanes» tuvieran un significado preestablecido. En tal caso sería imposible deducirlo. Sin embargo me sentía reacio a pensar que fuera así, y la inclusión de la palabra Hudson parecía indicar que el tema de la nota era lo que yo había imaginado y que la había escrito Beddoes y no el marinero. Intenté comenzar a leerla por el final, pero la combinación «faisanes de vida» no prometía mucho. Traté luego de leerla saltándome una palabra, pero ni «la de con» ni «negociación caza Londres el Hudson» me indicaba nada. Y de repente tuve la clave en mis manos y vi que, empezando por la primera, y tomando cada tercera palabra, salía un mensaje que justificaba ampliamente la desesperación del viejo Trevor.
El mensaje que leí a mi amigo era breve y contundente:
La caza terminó. Hudson lo ha contado todo. Vuela para salvar la vida.
Víctor Trevor hundió la cabeza entre sus manos temblorosas.
—Eso debe de ser —dijo—. Esto es peor que la muerte, pues además significa la deshonra. Pero ¿qué significan estos «guardabosques» y «faisanes»?
—No significa nada con respecto al mensaje, pero hubieran querido decir mucho de no haber tenido otras posibilidades para saber quién lo enviaba. Ya ves que empezó escribiendo «La... caza... terminó» y demás. Después tuvo que rellenar con dos palabras cualesquiera los espacios, para seguir el acuerdo preestablecido. Lógicamente empleó las primeras palabras que se le ocurrieron y, dado que hay tantas sobre la caza, podemos estar bastante seguros de que era un apasionado de este deporte. ¿Sabes algo de ese Beddoes?
—Pues ahora que lo mencionas —dijo—, recuerdo que mi pobre padre solía recibir cada otoño una invitación para cazar en sus cotos.
—Entonces es indudable que la nota la envió él —dije yo—. Solo nos resta descubrir el secreto que hacía que estos dos hombres acaudalados y respetados estuvieran a merced del marinero Hudson.
—¡Me temo, Holmes que será un secreto feo y vergonzoso! —exclamó mi amigo—. Pero no quiero tener secretos contigo. Aquí está el escrito que redactó mi padre cuando el peligro era inminente. Lo encontré, tal y como él le indicó al médico, en el bargueño japonés. Léelo tú, pues yo no tengo fuerzas ni valor.
—Y estos son aquellos mismos papeles, Watson. Se los leeré a usted del mismo modo que se los leí a él aquella noche en el despacho. Como ve, delante llevan una inscripción: «Algunos detalles del viaje del barco Gloria Scott desde que salió de Falmouth, el 8 de octubre de 1855, hasta que fue destruido a 15°20' latitud norte y 25°14' longitud oeste el 6 de noviembre». Tienen forma epistolar y dicen así:
Mi queridísimo hijo: Ahora que la deshonra amenaza con enturbiar los últimos días de mi vida, puedo escribir con toda sinceridad y honradez que no es el miedo a la ley, ni la pérdida de mi posición en el condado, ni mi caída ante los ojos de todos quienes me han conocido lo que me duele, sino el pensar que tú pudieras sonrojarte por mi causa, tú que me quieres y que, al menos así confío que sea, no has tenido jamás razón alguna para no respetarme. Pero si llega a caer el golpe que desde hace tiempo pende sobre mí, entonces quisiera que leyeras esto, para que sepas por mí directamente hasta qué punto soy culpable. De salir todo bien (¡Dios lo quiera!), y de no haber sido destruido este papel antes, si cayera en tus manos, te ruego por lo más sagrado, por la memoria de tu querida madre, y por el cariño que ha existido entre tú y yo, que lo arrojes al fuego y que no vuelvas a pensar nunca en él.
Si continúas leyendo, es que entonces ya habré sido delatado y obligado a abandonar mi casa, o, lo que es más probable, la muerte habrá sellado mi boca para siempre. En ambos casos, atrás queda ya el tiempo del silencio y cada palabra que escribo es la cruda realidad; lo juro en el mismo momento en que estoy aguardando la clemencia.
Mi nombre, hijo mío, no es Trevor. En mi juventud fuí James Armitage. Puedes comprender ahora el susto que me llevé el otro día cuando tu compañero de facultad se dirigió a mí con palabras que parecían indicar que había descubierto mi secreto. Como Armitage entré en una banda de Londres y como Armitage me castigaron por violar las leyes de mi país, y me deportaron. No pienses excesivamente mal de mí, hijo. Era una especie de deuda de honor la que debía pagar y para ello utilicé un dinero que no me pertenecía, con la convicción de que podría reponerlo antes de que se acusara la falta. Pero me persiguió la mala suerte. El dinero con el que había contado nunca llegó a tiempo y un anticipado ajuste del balance arrojó mi déficit. El caso se podía haber juzgado con más tolerancia, pero hace treinta años la aplicación de la ley era bastante más severa que ahora. Tenía veintitrés años cuando me encontré encadenado como un villano, junto a otros treinta y siete condenados, en la segunda cubierta del barco Gloria Scott, rumbo a Australia.
Era el año 55, durante el apogeo de la guerra de Crimea, y los antiguos barcos utilizados para transportar a los cautivos se habían llevado al Mar Negro para servir de cargueros. El Gobierno, pues, se vio obligado a emplear navíos más pequeños y menos adecuados para deportar a sus condenados. El Gloria Scott se había utilizado en el comercio de té con China, pero era un buque anticuado, pesado y anchote, y los clíper más modernos lo habían desplazado. Era un navío de 500 toneladas y, aparte de los treinta y ocho prisioneros, llevaba una tripulación de veintiséis hombres, dieciocho soldados, un capitán, tres oficiales, un médico, un capellán y cuatro vigilantes. Contándonos a todos, éramos casi cien cuando zarpamos de Falmouth.
Las separaciones entre las celdas de los presos, en lugar de ser de grueso doble, como es lo normal en los barcos de cautiverio, eran frágiles laminitas. El que estaba a mi lado por la popa era uno en quien había reparado especialmente cuando bajamos por el muelle. Era un joven de rostro limpio y afeitado, nariz larga y afilada, y fuerte mandíbula. Llevaba la cabeza muy erguida, andaba con despreocupación y en especial destacaba por su enorme estatura. No creo que ninguno de nosotros le llegáramos al hombro, y estoy seguro de que sobrepasaba el metro noventa. Hacía raro ver, entre tantos rostros apenados y cansados, uno lleno de energía y resolución, y a mí me dio la impresión de un fuego en medio de una tempestad de nieve. Me alegré, por tanto, de descubrir que era mi vecino, y aún más cuando a medianoche escuché un susurro junto al oído y descubrí que había conseguido hacer un agujero en la madera que nos separaba.
—¡Hola, compi! —dijo—. ¿Cómo te llamas y por qué estás aquí?
Le respondí y pregunté a mi vez con quién hablaba.
—Soy Jack Prendergast —dijo—, y juro que aprenderás a bendecir mi nombre antes de que esto acabe.
Recuerdo que había oído algo sobre su caso, pues había causado sensación en todo el país poco antes de mi propio arresto. Era un hombre de buena familia y gran talento, pero con vicios incurables, que, mediante un ingenioso sistema de fraude, conseguía inmensas sumas de dinero de los principales comerciantes de Londres.
—Así que ¿recuerdas mi caso?
—Lo recuerdo muy bien.
—Entonces quizá recuerdes que hubo algo raro, ¿no?
—No.
—Yo tenía cerca del cuarto de millón, ¿verdad?
—Eso es lo que se dijo.
—Pero no se recobró nada, ¿no?
—No.
—Y ¿dónde crees que está? —preguntó.
—No tengo la menor idea —respondí.
—Justo entre mi índice y mi pulgar —exclamó—. Por todos los santos, tengo más libras a mi nombre que pelos tienes en la cabeza. Y si tienes dinero, hijo, y sabes manejarlo y repartirlo, ¡puedes hacer cualquier cosa! No creerás que un hombre, pudiendo hacer lo que quiera, se va a desgastar los pantalones sentado en este inmundo ataúd de costero chino, plagado de ratas y cucarachas, ¿no? No, señor. Un hombre así vela por sus cosas y por las de sus compinches. ¡Puedes estar seguro! Agárrate fuerte a él y, ¡por la Biblia!, ya verás cómo te saca de esta.
Este era su modo de hablar, y al principio creí que no significaba nada pero poco tiempo después, tras haberme sondeado y haberme hecho jurar por lo más solemne, me dio a entender que verdaderamente había un plan para hacerse con el barco. Una docena de los prisioneros lo tenían ya todo pensado antes de subir a bordo; Prendergast era el cabecilla, y su dinero era el motor.
—Yo tenía un socio —dijo—. Un hombre bueno y fiel como un perro. Él tiene la pasta, y ¿sabes dónde se encuentra en estos instantes? ¡Es el capellán de este barco! ¡Nada menos que el capellán! Subió a bordo vestido de negro y con los papeles en regla y suficiente dinero para comprarlos a todos de proa a popa. La tripulación es suya, en cuerpo y alma. Los compró incluso antes de que se alistaran. Tiene a dos de los vigilantes y a Mercer, el segundo oficial, y tendría al mismísimo capitán si creyera que merece la pena.
—¿Qué tenemos que hacer, pues?
—¿Tú qué crees? —dijo—. A estos soldados les vamos a poner las chaquetas más rojas de lo que las tienen.
—Pero van armados —dijo.
—Nosotros también lo estaremos. Hay una ristra de pistolas para cada hijo de madre, y si no podemos con el barco, con la tripulación de nuestro lado, es hora de que nos manden a un internado de señoritas. Tú habla con el de tu izquierda y mira a ver si es de fiar.
Así lo hice. Mi vecino era un joven en situación muy parecida a la mía, cuyo delito era la falsificación. Se llamaba Evans, pero después cambió de nombre igual que yo y es ahora un acaudalado y próspero señor que vive en el sur de Inglaterra. Estaba bien dispuesto a unirse a la conspiración como el único medio de salvarnos, y antes de que cruzáramos el Golfo solo quedaban dos prisioneros que no estuvieran al corriente del secreto. Uno de ellos era débil mental y no nos atrevimos a confiar en él y el otro padecía ictericia y no podía sernos útil.
Desde un principio no hubo nada que nos impidiera tomar el barco. La tripulación era un atajo de rufianes, seleccionados especialmente para aquel fin. El falso capellán venía a nuestras celdas a exhortarnos y traía una bolsa negra que se suponía estaba llena de breviarios. Y tan a menudo venía, que al tercer día cada uno teníamos escondidos al pie de nuestras camas una lima, varias pistolas, una libra de pólvora y veinte balas. Dos de los vigilantes eran hombres de Prendergast y el segundo oficial era su brazo derecho. No teníamos enfrente más que al capitán, dos oficiales, dos vigilantes, al teniente Martin y sus dieciocho soldados y al médico. Sin embargo, por mucha seguridad que tuviéramos, queríamos tomar las precauciones posibles, y decidimos atacar de noche por sorpresa. Pese a todo, las cosas se precipitaron del siguiente modo:
Una noche, unas tres semanas después de zarpar, el médico había bajado a ver a uno de los prisioneros, que estaba enfermo, y al poner la mano sobre los pies de la cama notó las pistolas. De haberse callado quizá hubiera dado al traste con todo el plan, pero era un tipo nervioso, y lanzó tal grito de sorpresa y se puso tan pálido, que el prisionero supo al instante lo que pasaba y se echó sobre él. Le amordazó antes de que pudiera dar la alarma y le ató a la cama. Como había abierto la puerta que daba a la cubierta, la traspasamos en un santiamén. Disparamos contra los dos centinelas y contra un cabo que bajó a ver lo que ocurría. Había otros dos soldados a la puerta del camarote y sus mosquetes no debían de estar cargados, pues no dispararon contra nosotros y les disparamos mientras intentaban calar las bayonetas. Entramos en el camarote del capitán, pero así que abrimos la puerta oímos una explosión desde el interior, y allí yacía, con la cabeza sobre el mapa del Atlántico, que estaba encima de la mesa; junto a él el capellán sostenía en la mano una pistola que aún humeaba. La tripulación había capturado a los dos oficiales y todo parecía haber terminado.
El camarote principal estaba al lado del capitán y todos nos hacinamos allí, tirándonos por los sofás y hablando a la vez, pues estábamos como enloquecidos ante la idea de ser libres de nuevo. Estaba lleno de armarios, y Wilson, el falso capellán, forzó uno de ellos y sacó una docena de botellas de jerez. Les rompimos el cuello, las vaciamos en los vasos y estábamos a punto de beber, cuando de repente, sin previo aviso, nos llegó el rugido de los mosquetes y el camarote se llenó de tanto humo que no veíamos el otro lado de la mesa. Cuando se disipó, aquello era una ruina. Wilson y ocho más yacían en el suelo, amontonados unos encima de otros y la mezcla de jerez y sangre sobre aquella mesa aún ahora me produce náuseas. Aquello nos sobrecogió tanto, que de no ser por Prendergast creo que nos hubiéramos entregado allí mismo. Pero él, bramando como un toro, corrió hacia la puerta, arrastrando tras él a los que aún estábamos con vida. Salimos y allí en la popa estaba el teniente con diez hombres. Las claraboyas del camarote, que se encontraban justo encima de la mesa, estaban un poco abiertas y nos habían disparado por ellas. Nos echamos encima antes de que pudieran cargar de nuevo, y aunque se defendieron como hombres, nosotros teníamos la delantera, y a los cinco minutos todo había terminado. ¡Santo cielo! ¡Jamás habrá existido un matadero semejante! Prendergast parecía un demonio enloquecido; cogía a los soldados como si fueran niños y los echaba por la borda, vivos o muertos. Había un sargento muy malherido que siguió nadando un montón de tiempo, hasta que alguien se apiadó y le voló la tapa de los sesos. Cuando acabó la lucha, no quedaban más enemigos que los vigilantes, los oficiales y el médico.
Fue por ellos por los que surgió la gran disputa. Muchos de nosotros ya estábamos más que satisfechos con haber recobrado la libertad, y no queríamos tener un asesinato sobre nuestras conciencias. Una cosa era matar a un soldado con un mosquetón en la mano, y otra muy distinta ver cómo se asesinaba a sangre fría. Ocho de nosotros, cinco prisioneros y tres marineros, dijimos que no queríamos verlo. Pero no había forma de convencer a Prendergast y a los que estaban con él. La única certeza de tener una seguridad total era, según él, acabar con todos, y no estaba dispuesto a dejar una sola lengua capaz de charlar ante un jurado. A punto estuvimos de tener que compartir la suerte de los prisioneros, pero finalmente dijo que podíamos coger un bote y marcharnos. Le cogimos la palabra, pues ya estábamos asqueados de sucesos tan sangrientos y sospechábamos que aún habría más. A cada uno nos dieron un juego de atuendos marineros, un barril de agua, una caja de carne salada, una de galletas y un compás. Prendergast nos tiró un mapa, nos dijo que éramos náufragos cuyo barco se había hundido a 15° de latitud norte y a 25° de longitud oeste, cortó las amarras y nos dejó ir.
Y ahora, querido hijo, llego a la parte más sorprendente de la historia. Durante el levantamiento, los marineros habían halado el trinquete, pero así que empezamos a alejarnos de ellos, lo cuadraron de nuevo y, puesto que soplaba un ligero viento del norte y del este, el barco comenzó a separarse lentamente de nosotros. Nuestra barca se mecía entre las suaves olas y Evans y yo que éramos los más cultos del grupo, estábamos sentados en la escota intentando averiguar nuestra posición y hacia qué costa debíamos poner rumbo. Era una buena pregunta, pues las islas de Cabo Verde quedaban a unas quinientas millas al norte y la costa de África a unas setecientas millas al este. En definitiva, como el viento parecía querer cambiar hacia el norte, pensamos que Sierra Leona sería mejor y maniobramos en esa dirección; el barco se encontraba a estribor. De pronto, vimos que surgía de él una densa nube de humo negro que se quedó suspendida en el cielo como un monstruoso árbol. Segundos más tarde un rugido nos ensordeció y, cuando se fue aclarando el humo, no quedaba rastro del Gloria Scott. Rápidamente maniobramos y nos dirigimos, remando con todas nuestras fuerzas, hacia el punto donde un círculo de espuma sobre las aguas señalaba el lugar de la catástrofe.
Tardamos una hora en llegar y al principio temimos que sería ya demasiado tarde para salvar a nadie. Un bote destrozado y diversos maderos y cajas flotando en la superficie indicaban dónde el barco había hecho agua, pero no había señales de vida, y ya nos marchábamos, cuando oímos un grito de socorro y vimos a cierta distancia un hombre agarrado a un madero. Cuando le metimos en la barca, resultó ser un joven marinero, llamado Hudson, que se encontraba tan exhausto y tenía tantas quemaduras que no pudo contarnos lo ocurrido hasta la mañana siguiente.
Parece ser que cuando nos hubimos marchado, Prendergast y su banda dieron muerte a los cinco prisioneros restantes; habían acribillado a los dos vigilantes y los habían echado por la borda e igualmente habían actuado con el tercer oficial. Prendergast bajó entonces a la segunda cubierta y con sus propias manos cortó el cuello al desdichado médico.
Solo quedaba ya el primer oficial, hombre valeroso y enérgico. Cuando vio que se le acercaba el prisionero, cuchillo ensangrentado en mano, se deshizo de las ligaduras, que de algún modo había conseguido aflojar, y corrió por la cubierta hasta la bodega.
Una docena de convictos, que bajaron armados en su busca, le encontraron con una caja de cerillas en la mano sentado junto a un barril de pólvora, uno de los cien que iban a bordo, y jurando que haría saltar todo si de alguna forma se le molestaba. La explosión sobrevino un segundo más tarde, aunque Hudson pensaba que la había producido una bala desviada de uno de los prisioneros, y no la cerilla del oficial. Fuera cual fuese la causa, fue el fin del Gloria Scott y de la chusma que lo pilotaba.
Esta es, hijo, en pocas palabras, la historia de este asunto terrible en el que me encontré metido. Al día siguiente nos recogió el Hotspur, que iba rumbo a Australia, y cuyo capitán no tuvo dificultad en creernos los supervivientes de un barco de pasajeros que se había hundido. El almirantazgo dio al Gloria Scott por desaparecido en alta mar y nada se supo jamás de su verdadero fin. Tras un excelente viaje, el Hotspur nos desembarcó en Sydney; allí, Evans y yo nos cambiamos el nombre y nos encaminamos hacia donde multitud de gentes de otros países cavaban en busca de oro, entre los que no tardamos en perder nuestras anteriores identidades.
El resto no hace falta que te lo cuente. Prosperamos, viajamos, volvimos a Inglaterra como ricos colonos y compramos nuestras haciendas. Durante más de veinte años hemos llevado una vida tranquila y útil y esperábamos que nuestro pasado estuviera enterrado para siempre. Imagínate, pues, lo que sentí cuando reconocí en el marinero que llegó a nuestra casa al hombre que habíamos salvado del naufragio. De alguna forma había conseguido dar con nosotros y se había propuesto vivir a costa de nuestro miedo. Ahora comprenderás por qué me esforzaba en mantener la paz con él, y de alguna manera te condolerás conmigo por los temores que siento al ver que, con amenazas, se dirige hacia su otra víctima.
Debajo, escrito con letra tan temblorosa que apenas se podía entender, decía:
Beddoes escribe en cifra que H. lo ha contado todo. ¡Señor, ten piedad de nuestras almas!
—Esa fue la narración que leí al joven Trevor aquella noche, y pienso, Watson, que, dadas las circunstancias, era dramática. El pobre muchacho se quedó desconsolado y partió para las plantaciones de té de Terai, donde tengo entendido que las cosas le van bien. En cuanto al marinero y a Beddoes, nunca más se volvió a saber de ellos después del día en que se escribió la carta de aviso. Ambos desaparecieron completa y absolutamente. La policía no tuvo noticias de nada, de modo que Beddoes confundió una amenaza con un hecho real. A Hudson se le había visto merodear por los alrededores, y la policía creyó que había huido tras matar a Beddoes. Yo personalmente pienso que la verdad era justo al contrario. Pienso que es harto probable que Beddoes, desesperado y creyéndose traicionado, se vengó de Hudson y huyó del país con cuanto dinero pudo conseguir. Esos son los hechos, doctor, y si le pueden ser de utilidad para su archivo los pongo a su servicio con mucho gusto.
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