El ritual de los Musgrave
Una anomalía en el carácter de mi amigo Sherlock Holmes que siempre me sorprendió era que, a pesar de que en su razonamiento se mostraba el más preciso y metódico de los mortales y vestía con cierto remilgo, en cuanto a sus hábitos personales era uno de los hombres más desordenados del mundo, capaz de volver loco a cualquiera que compartiera con él su casa. Y no es que yo sea demasiado convencional a ese respecto, pues mi desorganizado trabajo en Afganistán, unido a una tendencia natural por lo bohemio, han hecho de mí un ser bastante más descuidado de lo que corresponde a alguien que ejerce la medicina. Pero yo tengo un límite, y, cuando tropiezo con una persona que guarda los puros en el cubo del carbón, el tabaco en las babuchas persas y clava la correspondencia sin contestar con un cuchillo en la repisa de madera de la chimenea, comienzo a darme ciertos aires. Siempre he mantenido, además, que practicar con el revólver debía ser, claramente, un deporte exterior; de modo que, cuando Holmes, en uno de sus extraños estados de humor, se sentaba en una butaca, empuñaba su revólver y con un centenar de cartuchos Boxer se dedicaba a agujerear la pared de enfrente con un patriótico «V. R.» a modo de decoración, no podía menos de pensar que ni la atmósfera ni el aspecto de nuestro cuarto salían beneficiados.
Nuestras habitaciones estaban siempre atestadas de productos químicos y reliquias criminales, que solían extraviarse y aparecer en la mantequera o en lugares aún menos deseables. Pero mi mayor cruz la constituían sus papeles. Le horrorizaba destruir documentos, en especial aquellos que guardaban relación con casos pasados y, sin embargo, raro era que encontrara la suficiente energía como para ponerse a ordenarlos más de una vez cada dos años, pues, como ya he mencionado anteriormente en estas desordenadas crónicas, a los ataques de tremenda energía durante los que realizaba las asombrosas hazañas a las que va vinculado su nombre, seguían periodos de letargo durante los cuales se entretenía con sus libros y su violín, casi inmóvil salvo para ir del sofá a la mesa. Así, mes tras mes, sus papeles se iban amontonando, hasta que cada esquina de la habitación estaba abarrotada de haces de manuscritos, que en modo alguno se podían quemar y que nadie salvo su dueño podía guardar.
Cierta noche de invierno, en que nos encontrábamos sentados junto a la chimenea, me atreví a sugerirle que, dado que había terminado de clasificar unos recortes, quizá pudiera emplear las dos horas siguientes en asear nuestro cuarto y hacerlo así más habitable. No podía negar la justicia de mi petición, de forma que con el rostro un tanto sombrío marchó hacia su dormitorio y regresó tirando de una gran caja de hojalata. La colocó en el centro de la habitación y, sentándose en un taburete, procedió a levantar la tapa. Pude ver que estaba casi llena de papeles, empaquetados en distintos montones y atados con una cuerda roja.
—Aquí hay suficientes casos, Watson —dijo, mirándome con una picara sonrisa—. Creo que si supiera usted todo lo que hay en esta caja, me pediría que sacara algunos en lugar de meter más.
—¿Son estos, pues, sus primeros trabajos? —pregunté—. Siempre he deseado tener notas acerca de ellos.
—Sí, señor. Son trabajos hechos prematuramente, antes de que llegara mi biógrafo y me diera la fama —y con ternura, casi acariciándolos, levantó montón tras montón—. No todos son éxitos, Watson —dijo—, pero están incluidos algunos casos muy bonitos. Aquí están las notas del asesinato de Tarleton y el caso de Vamberry, el comerciante de vinos, y la aventura de la mujer rusa, y el curioso asunto de la muleta de aluminio, además del relato completo del zopo Ricoletti y su abominable mujer. Y aquí..., bueno, este sí que es realmente un poco recherché.
Hundió el brazo hasta el fondo del baúl y extrajo una pequeña caja de madera con tapa corredera, como las que utilizan los niños para guardar los juguetes. De ella sacó un papel arrugado, una llave antigua de latón, una pinza de madera a la cual estaba atada una pelotita de cuerda y tres discos de metal oxidados.
—Bien, muchacho, ¿qué piensa de todo esto? —preguntó sonriendo al ver la expresión de mi rostro.
—Es una curiosa colección.
—Muy curiosa, y la historia que la rodea lo es aún más.
—Entonces ¿estas reliquias tienen historia?
—Tanto es así que son historia.
—¿Qué quiere decir?
Sherlock Holmes las cogió de una en una y las colocó al borde de la mesa. Se arrellanó luego en la silla y las observó con mirada satisfecha.
—Esto —dijo— es todo lo que me queda como recuerdo del Ritual de los Musgrave.
En más de una ocasión le había oído mencionar el caso, pero nunca había conseguido reunir los detalles.
—Me gustaría que me lo explicara —dije.
—¿Y dejar todos estos papeles tirados? —exclamó con aire malicioso—. Bueno, Watson, supongo que podrá soportar el desorden unos días más. Me gustaría que añadiera este caso a sus anales, pues contiene puntos que lo convierten en único en los archivos policiales de este e incluso de cualquier otro país. Una colección de mis insignificantes logros no estaría completa si no contara con el relato de este asunto tan particular.
Recordará usted cómo el asunto del Gloria Scott y mi conversación con aquel pobre hombre cuyo sino le relaté me encaminaron hacia la profesión que se convirtió en mi trabajo diario. Usted me ve ahora, cuando todo el mundo conoce mi nombre y cuando tanto el público como las fuerzas oficiales me consideran una especie de tribunal último al que recurren cuando se trata de casos dudosos. Incluso cuando usted me conoció por primera vez, con motivo del asunto que ha rememorado en Estudio en escarlata, yo ya gozaba de buenas, si no lucrativas, conexiones. No puede usted saber, pues, lo difícil que me resultó al principio, y lo mucho que hube de esperar hasta abrirme paso.
Cuando vine a Londres por primera vez, me alojaba en Montague Street, a la vuelta del Museo Británico, y allí esperaba, ocupando mis interminables horas de ocio en estudiar todas aquellas ramas de la ciencia que podían contribuir a hacerme más eficaz. De cuando en cuando me llegaba algún caso, principalmente a través de antiguos compañeros de carrera, pues durante mis últimos años en la Universidad se habló allí mucho de mí y de mis métodos. El tercero de estos casos fue el del Ritual de los Musgrave. Al interés que despertó aquella singular cadena de acontecimientos y los enormes problemas que estaban en juego, debo mis primeros pasos hacia la posición que ahora ostento.
Reginald Musgrave era compañero mío y yo le conocía un poco. No era demasiado popular entre los estudiantes, si bien yo siempre consideré que lo que se tomaba por orgullo era en realidad un intento de ocultar una naturaleza tímida. Tenía un aspecto tremendamente aristocrático, delgado, de nariz aguileña, y ojos grandes y modales lánguidos pero elegantes. De hecho era el vástago de una de las más rancias familias del reino, aunque su rama era la segundona y se había separado de los Musgraves del norte en el siglo XVI. Se había establecido en el oeste de Sussex, donde su casa de Hurlstone es quizá el edificio del condado habitado desde hace más años. Parecía rodearle algo del lugar en que nació y yo nunca le pude mirar sin que su pálido y afilado rostro o el ángulo de su cabeza me recordara las grisáceas arcadas, las ventanas con parteluz y todos los venerables vestigios de una fortaleza feudal. Hablábamos de vez en cuando y recuerdo que en más de una ocasión se interesó vivamente por mis métodos de observación y deducción.
Hacía cuatro años que no le había visto, cuando una mañana se personó en mi habitación de Montague Street. Había cambiado poco, vestía a la moda (siempre fue un dandi), y conservaba los mismos modos tranquilos y suaves que siempre le habían caracterizado.
—¿Cómo le han ido las cosas, Musgrave? —pregunté, después de que nos hubimos saludado cordialmente.
—Supongo —dijo— que sabrá que mi padre murió hace cosa de dos años. Desde entonces he tenido que hacerme cargo de la hacienda Musgrave y, como también soy miembro del Parlamento por el distrito, he llevado una vida muy ocupada. Tengo entendido, Holmes, que está dedicando a fines prácticos aquellos poderes con los que solía asombrarnos.
—Así es —respondí—. Me dedico a vivir de mi ingenio.
—Me alegra saberlo, pues en este momento su consejo me sería muy valioso. Han pasado cosas muy extrañas en Hurlstone, y la policía no ha conseguido aportar ninguna luz al asunto. Es realmente un caso raro, extraordinario e inexplicable por demás.
Puede imaginarse, Watson, con qué interés le escuché, pues parecía haber llegado la oportunidad que llevaba esperando durante tantos meses de inactividad. En el fondo de mi corazón creía que podía tener éxito donde otros no lo consiguieron y aquí tenía la oportunidad de ponerme a prueba.
—Le ruego me dé los detalles —exclamé.
Reginald Musgrave se sentó frente a mí y encendió el cigarrillo que le ofrecí.
—Debe usted saber —dijo—, que, aunque estoy soltero, he de tener un considerable número de criados en Hurlstone, pues es un antiguo caserón destartalado, que necesita muchos cuidados. También tengo un coto y, durante los meses del faisán, suelo dar alguna fiesta, de modo que no puedo ir corto de servicio. En total hay ocho doncellas, un cocinero, el mayordomo, dos criados y un muchacho. El jardín y los establos tienen, por supuesto, un personal diferente.
»De todos ellos el que más tiempo llevaba a nuestro servicio era Brunton, el mayordomo. Mi padre lo tomó cuando era un joven maestro sin trabajo, pero era una persona enérgica, de mucho carácter, y pronto se hizo indispensable en la casa. Era un hombre alto, apuesto, con la frente despejada y, aunque lleva con nosotros veinte años, no tendrá ahora más de cuarenta. Dadas sus cualidades personales y dotes extraordinarias, pues habla varios idiomas y toca casi todos los instrumentos, es maravilloso que durante tanto tiempo se haya sentido satisfecho en su puesto, pero imagino que se encontraba cómodo y que carecía de energía para cambiar. El mayordomo de Hurlstone es algo que todo el que va allí recuerda.
»Pero este dechado de virtudes tiene un defecto. Es un poco donjuán y, como puede imaginarse, para un hombre como él tal papel no resulta difícil en un tranquilo distrito rural. Cuando estaba casado no había problema, pero desde que se ha quedado viudo hemos tenido un sinfín de ellos. Hace unos meses abrigamos la esperanza de que se casara de nuevo, pues se comprometió con Rachel Howells, la segunda doncella, pero la ha dejado por Janet Tregellis, la hija del guardabosques jefe. Rachel, que es una buena chica pero con un vivo temperamento gales, sufrió un agudo ataque de fiebre y deambula por la casa (o al menos es lo que hacía hasta ayer) como una sombra ojerosa. Ese fue el primer drama en Hurlstone, pero quedó desplazado por un segundo drama, precedido por la deshonra y destitución del mayordomo Brunton.
»Verá lo que ocurrió. Ya he dicho que el hombre era inteligente, y esta misma inteligencia ha ocasionado su ruina, pues parece haberle llevado a una curiosidad insaciable por cosas que no le concernían en absoluto. Yo no tenía ni la menor idea de hasta dónde podía llevarle, hasta que un accidente de lo más trivial me abrió los ojos.
»Ya he dicho que la casa es un poco destartalada. Una noche de la semana pasada, el jueves para ser exacto, no podía dormir, pues tontamente me había tomado una taza de café noir después de la cena. Después de intentarlo hasta las dos de la madrugada me di cuenta de que era inútil, de modo que me levanté y encendí una vela con la intención de seguir con la novela que estaba leyendo. Pero tenía el libro en el cuarto del billar, así que me puse el batín y me fui a buscarlo.
»Para llegar al cuarto del billar tuve que bajar un tramo de escaleras y luego cruzar el pasillo que conduce hasta la biblioteca y el cuarto de armas. Se puede imaginar mi sorpresa cuando al fondo del pasillo vi una ranura de luz que provenía de la biblioteca. Yo mismo había apagado todas las lámparas antes de irme a la cama. Como es natural, lo primero que pensé fue en que eran ladrones. Los pasillos de Hurlstone tienen la mayoría de las paredes decoradas con trofeos de armas antiguas. Cogí un hacha y, dejando la vela, fui de puntillas por el pasillo y me asomé por la puerta entreabierta.
»Brunton, el mayordomo, estaba en la biblioteca. Estaba sentado en una cómoda butaca, completamente vestido. Sobre las rodillas tenía un papel con aspecto de mapa y hundía la cabeza entre las manos como sumido en profundos pensamientos. Mudo de asombro, me quedé mirándole desde la oscuridad. Una pequeña vela sobre la mesa daba una mortecina luz, que me bastó para ver que estaba vestido. De pronto, mientras le observaba, se levantó de la butaca y caminó hacia un escritorio, lo abrió y tiró de uno de los cajones. Sacó un papel y, volviendo a su asiento, lo extendió junto a la vela encima de la mesa y comenzó a estudiarlo detenidamente. Tal fue mi indignación ante aquel tranquilo examen de los documentos familiares, que di un paso adelante, y Brunton, levantando la vista, me vio en el umbral de la puerta. Se puso en pie de un salto, la cara demudada por el miedo, y escondió en la pechera el papel, parecido a un mapa, que estaba estudiando antes.
»—¿De modo que así es como nos paga la confianza que hemos puesto en usted? —dije—. Mañana dejará usted su puesto.
»Con el aspecto de alguien totalmente hundido, hizo una pequeña reverencia y salió sin decir una palabra. La vela seguía encima de la mesa y a su luz miré el papel que Brunton había sacado del escritorio. Con sorpresa vi que no era nada importante, sino sencillamente una copia de las preguntas y respuestas del curioso ritual antiguo denominado el Ritual de los Musgrave. Es una especie de ceremonia, peculiar de nuestra familia, por la cual ha pasado todo Musgrave desde hace siglos al cumplir la mayoría de edad; algo de interés privado, que incluye nuestros cargos y nombramientos, pero carente de uso práctico, excepto quizá como curiosidad para un arqueólogo.
—Luego volveremos al papel —le dije.
—Bueno, si lo cree realmente necesario —contestó dubitativamente—. Pues, continuando mi relato, volví a cerrar el escritorio con la llave que Brunton había dejado y estaba a punto de marcharme, cuando me sorprendió ver que el mayordomo había vuelto y estaba de pie ante mí.
»—Señor Musgrave —exclamó con la voz ronca de emoción—, no soporto esta deshonra, señor. Siempre he sido más orgulloso de lo que mi situación aconsejaba y la deshonra me mataría. Sobre su cabeza caerá mi sangre, se lo aseguro, señor, si me aboca a la desesperación. Si después de lo ocurrido no quiere que me quede, por el amor de Dios, déjeme que sea yo el que me despida y me marche dentro de un mes, como si fuera propia voluntad. Eso lo podría soportar, señor, pero no el que todos los que conozco sepan que me han despedido.
»—No merece tanta consideración, Brunton —le respondí—. Su conducta ha sido de lo más infame. Sin embargo, ya que lleva tanto tiempo con nosotros, no quiero deshonrarle públicamente. Pero un mes es demasiado. Márchese antes de una semana y alegue el motivo que quiera para hacerlo.
»—¿Solo una semana, señor? —gritó con tono de desesperación—. Quince días, diga al menos quince días.
»—Una semana —repetí—. Y considérese tratado con benevolencia.
»Se fue encogido, la cabeza hundida en el pecho como un hombre destrozado, y yo apagué la vela y regresé a mi dormitorio.
«Durante los días siguientes Brunton atendió a sus obligaciones con gran solicitud. Yo no hice referencia alguna a lo ocurrido y esperaba con cierta curiosidad ver cómo saldría del paso. Pero a la tercera mañana no apareció después de desayunar a recibir como de costumbre mis órdenes para el día. Cuando salía del comedor, me encontré con Rachel Howells, la doncella. Ya le he dicho que se acababa de reponer de una enfermedad y tenía un aspecto tan desangelado que la regañé por estar trabajando.
»—Debería estar en la cama —dije—. Ya volverá a sus obligaciones cuando esté más restablecida.
»Me miró con una expresión tan extraña que comencé a pensar que estaba algo trastornada.
»—Ya estoy bien, señor Musgrave —dijo.
»—Veremos lo que dice el médico —respondí—. Ahora váyase a la cama, y, cuando baje, dígale a Brunton que quiero verle.
»—El mayordomo se ha marchado —contestó.
»—¿Que se ha marchado? ¿Dónde se ha marchado?
»—Se ha marchado. Nadie lo ha visto. No está en su cuarto. Sí, sí, se ha ido.
»Y al decir esto se apoyó en la pared profiriendo gritos y risotadas, mientras yo, horrorizado ante aquel ataque de histeria, corrí en busca de ayuda. La llevaron a su habitación, gritando y sollozando, y yo intenté averiguar algo acerca de Brunton. No había ninguna duda de que había desaparecido. Su cama no estaba deshecha, nadie le había visto desde que se retirara a su habitación la noche anterior. Sin embargo era difícil entender cómo había abandonado la casa, pues tanto ventanas como puertas estaban cerradas por la mañana. En su habitación estaban sus ropas, su reloj e incluso el dinero, y solo faltaba el traje negro que solía ponerse. Tampoco estaban las zapatillas, aunque sí las botas. ¿Dónde, pues, se había marchado Brunton durante la noche y dónde se encontraba ahora?
«Registramos la casa desde el desván hasta las bodegas, pero no había ni rastro de él. Como ya he dicho, la casa es un laberinto, sobre todo el ala original, que ahora está completamente deshabitada, pero examinamos cada habitación y cada ático sin descubrir la menor señal del hombre desaparecido. Me resultaba increíble que se hubiera marchado sin llevarse sus cosas, pero ¿dónde podía estar? Llamé a la policía local, pero no tuvieron éxito. Había llovido la noche anterior y examinamos los caminos circundantes y el césped de la casa, pero todo en vano. Así estaban las cosas cuando un nuevo incidente desvió nuestra atención de este misterio.
»Rachel Howells llevaba dos días tan enferma, a ratos delirando y a ratos presa de histeria, que habíamos llamado a una enfermera para que estuviera con ella por la noche. La tercera noche después de la desaparición de Brunton, la enfermera vio que la paciente dormía tranquilamente y se echó un sueñecito en la butaca. Cuando despertó por la mañana, encontró la cama vacía, la ventana abierta y ni rastro de la enferma. Me levantaron al momento y con los criados fuimos en busca de la chica. No fue difícil ver la dirección que había tomado, pues, partiendo de su ventana, sus huellas cruzaban el césped hasta el borde del lago, donde desaparecían cerca del camino de gravilla que conduce fuera de la hacienda. El lago en ese punto tiene una profundidad de ocho pies, y se puede figurar lo que pensamos al ver que el rastro de la demente acababa allí.
»Lo dragamos para rescatar el cadáver, pero no lo encontramos. Por el contrario, salió a la superficie un objeto de lo más inesperado. Era una bolsa de lino que contenía un montón de metal descolorido y oxidado y varios trozos de un cristal o una piedra opaca. Este extraño hallazgo es lo único que nos proporcionó el lago y, aunque ayer se buscó y preguntó por doquier, hasta el momento no se sabe nada ni de Rachel Howells ni de Richard Brunton. La policía del condado anda desconcertada y yo he recurrido a usted como último recurso.
Ya puede usted suponer, Watson, el interés con que seguí esta extraordinaria secuencia de sucesos, e intenté ordenarlos y encajarlos para encontrar algo en común que los hilvanara.
El mayordomo se había ido, la doncella se había ido. La doncella estaba enamorada del mayordomo, pero después tuvo motivos para odiarle. Era galesa, apasionada y temperamental. Se encontraba muy excitada tras la desaparición de Brunton. Había tirado al agua una bolsa llena de contenidos curiosos. Estos eran los factores que considerar y sin embargo ninguno parecía llegar muy al fondo de la cuestión. ¿Cuál era el punto de arranque de esta cadena? Porque este era el final de la enmarañada madeja.
—Musgrave —dije—, tengo que ver ese papel que su mayordomo creyó interesante examinar, incluso arriesgándose a perder su empleo.
—Este Ritual nuestro es algo bastante absurdo —respondió—, pero al menos, y a modo de gracia redentora, tiene la excusa de su antigüedad. Tengo aquí una copia de las preguntas y respuestas si quiere verlas.
Me dio este mismo papel que tengo aquí, Watson, y este es el extraño catecismo al que se debía someter todo Musgrave cuando llegaba a su mayoría de edad. Le leeré las preguntas y las respuestas tal y como vienen:
«—¿A quién pertenecía?
—AI que se ha ido.
—¿Quién la tendrá?
—El que venga.
—¿Cuál era el mes?
—El sexto desde el principio.
—¿Dónde estaba el sol?
—Sobre el roble.
—¿Dónde estaba la sombra?
—Bajo el olmo.
—¿Dónde estaba colocada?
—Al norte diez y diez, al este cinco y cinco, al sur dos y dos, al este uno y uno, y luego debajo.
—¿Qué daremos por ella?
—Todo lo que es nuestro.
—¿Por qué deberíamos hacerlo?
—Para custodiarla».
—El original no tiene fecha —comentó Musgrave—, pero la ortografía es del siglo XVII. Me temo que no le servirá gran cosa para resolver este misterio.
—Al menos nos proporciona otro misterio, incluso más interesante que el primero. Puede que la solución del uno sea la solución del otro. Me disculpará, Musgrave, si le digo que su mayordomo me parece un hombre muy inteligente y que tiene más lucidez que diez generaciones de amos.
—Apenas le entiendo —dijo Musgrave—, y no me parece que el papel tenga ninguna utilidad práctica.
—Pues a mí me parece enormemente práctico y pienso que Brunton opinó lo mismo. Probablemente lo había visto antes de la noche en que usted le sorprendió.
—Es muy probable. No nos molestábamos en esconderlo.
—Creo que en esa última ocasión simplemente quería refrescarse la memoria. Si he entendido bien, cuando usted apareció tenía en la mano un mapa o algo así que procedió a esconder, ¿no?
—Es cierto. ¿Pero qué tenía él que ver con nuestras antiguas costumbres familiares y qué significado tiene toda esa palabrería?
—No creo que tengamos grandes dificultades en determinarlo —dije—. Con su permiso, tomaremos el primer tren a Sussex y entraremos más de lleno en el asunto allí mismo.
Aquella misma tarde estábamos los dos en Hurlstone. Posiblemente haya visto usted dibujos y leído descripciones del famoso edificio, de modo que limitaré mi relato a decirle que está construido en forma de L, siendo el brazo largo la parte más moderna y el más corto el núcleo antiguo, al cual se le añadió el otro. Sobre el dintel de la achatada puerta, en el centro de esta parte antigua, está cincelada la fecha 1607, pero los expertos coinciden en afirmar que las vigas y las sillerías son muy anteriores. Los gruesos muros y pequeñas ventanas habían forzado a la familia, el siglo pasado, a construir el ala moderna, y la antigua se utilizaba ahora como almacén y bodega. La casa estaba rodeada por un parque espléndido, con buenos árboles, y el lago al que se había referido mi cliente estaba junto a la avenida, a unas doscientas yardas del edificio.
Yo ya estaba muy convencido, Watson, de que aquí no había tres misterios aislados, sino uno solo, y creía firmemente que, si interpretaba bien el Ritual de los Musgrave, tendría en mis manos la pista que me conduciría a la verdad respecto al mayordomo Brunton y a la doncella Howells. Así pues, enfoqué todas mis energías en esa dirección. ¿Por qué iba este criado a tener tanto interés en dominar aquella antigua fórmula? Evidentemente porque vio en ella algo que se les había escapado a todas las generaciones de terratenientes rurales y de la cual esperaba sacar provecho propio. ¿Qué era, pues, y cómo había influido en su destino?
Me resultaba evidente, al leer el Ritual, que las medidas debían de referirse a algún lugar al que aludía el resto del documento, y que si encontrábamos ese lugar iríamos bien encaminados hacia conocer cuál era el secreto que los viejos Musgraves habían creído necesario embalsamar de modo tan curioso. Se nos daban dos pistas para empezar, un roble y un olmo. En cuanto al roble no había duda. Justo enfrente de la casa, a la derecha de la avenida, se alzaba un roble patriarcal, uno de los árboles más magníficos que jamás he visto.
—¿Estaba ahí cuando se escribió su ritual? —dije al pasar delante de él.
—Estaba ahí ya con la conquista normanda, seguramente —respondió—. Tiene una circunferencia de más de veintitrés pies.
Uno de mis puntos quedaba asegurado.
—¿Tiene algún olmo antiguo? —pregunté.
—Solía haber uno muy antiguo allí, pero hace diez años le cayó un rayo y cortamos el tocón.
—¿Puede verse aún dónde estaba?
—Sí.
—¿Y no hay más olmos?
—Antiguos no, aunque hay numerosas hayas.
—Me gustaría ver dónde se levantaba.
Habíamos llegado hasta la casa en un carruaje y, sin entrar, mi cliente me condujo al lugar del césped donde se había alzado el árbol. Estaba a medio camino entre el roble y la casa. Mi investigación parecía progresar.
—Supongo que será imposible saber la altura que tenía, ¿no?
—Se la puedo dar ahora mismo. Sesenta y cuatro pies.
—¿Cómo lo sabe? —pregunté asombrado.
—Cuando de pequeño mi tutor me ponía ejercicios de trigonometría, siempre eran a base de medir alturas, y así me sé la de cada edificio y árbol de la hacienda.
Era este un golpe de suerte inesperado. Mis datos me llegaban más deprisa de lo que hubiera podido esperar.
—Dígame —pregunté—, ¿no le haría el mayordomo en alguna ocasión la misma pregunta?
Reginald Musgrave me miró sorprendido.
—Ahora que lo menciona —respondió—, Brunton me preguntó por la altura de ese árbol hace unos meses, a propósito de una pequeña discusión que había tenido, al parecer, con el mozo de la cuadra.
Esto me animó muchísimo, Watson, pues me demostró que estaba en el buen camino. Miré hacia el sol. Estaba muy bajo y calculé que en menos de una hora estaría justo encima de las ramas más altas del viejo roble. Una de las condiciones mencionadas en el ritual se cumpliría entonces. Y lo de la sombra del olmo debía referirse al final de la sombra, de lo contrario se habría escogido el tronco como guía. Solo me restaba averiguar dónde caería el final de la sombra cuando el sol acabara de pasar el roble.
—Eso debió de ser difícil, Holmes, pues el olmo ya no estaba allí.
—Bueno, al menos sabía que, si Brunton lo había podido hacer, yo también podría. Además, tampoco hubo tanta dificultad. Fui con Musgrave a su despacho y localicé esta estaca, a la cual até este cordel, en el que hice un nudo cada yarda.
Luego cogí dos largos de una caña de pescar, que hacían justo seis pies, y volví con mi cliente donde había estado el olmo. El sol rozaba la copa del roble. Sujeté la caña, marqué la dirección de la sombra y la medí. La sombra que proyectaba era de nueve pies. A partir de ahí el cálculo fue muy sencillo. Si una caña que medía seis pies arrojaba una sombra de nueve pies, un árbol de sesenta y cuatro pies daría una de noventa y seis pies, y la línea del uno sería, por descontado, la línea del otro. Medí la distancia, que me llevó hasta casi el muro de la casa, y hundí un palo en el sitio que me indicaba. Puede figurarse mi excitación, Watson, cuando, a dos pulgadas de mi palo, vi una depresión cónica en el terreno. Supe que era la marca que Brunton había hecho como resultado de sus medidas, y que yo seguía su pista.
Desde este punto comencé a caminar, habiendo comprobado los puntos cardinales con una brújula. Diez pasos dados con cada pie me llevaron paralelamente al muro de la casa y de nuevo marqué el lugar con un palo. Luego di cinco pasos al este y dos al sur. Me llevaron al mismo umbral de la puerta. Ahora dos al oeste significaba que debía dar dos pasos pasillo abajo y este sería el lugar indicado por el Ritual.
Jamás he experimentado una sensación de frustración tan grande, Watson; por un momento me pareció que debía haber un error radical en mis cálculos. El sol poniente caía de lleno sobre el suelo del pasillo y pude ver que las desgastadas y grisáceas piedras de que estaba pavimentado estaban firmemente adosadas con cemento y que no se habían movido en muchos años. Brunton no había estado trabajando allí, pues. Golpeé el suelo pero sonaba igual por todas partes, y no había ninguna ranura. Pero afortunadamente Musgrave, que había comenzado a apreciar el significado de mi proceder y que se hallaba ahora tan emocionado como yo mismo, sacó el manuscrito para comprobar mis cálculos.
—¡Y debajo! —exclamó—. Ha omitido el «y debajo».
Yo había interpretado el «y debajo» como que teníamos que excavar, pero de pronto comprendí mi equivocación.
—¿Hay, pues, una bodega aquí debajo? —exclamé.
—Sí, y tan antigua como la casa. Es por ahí, por esa puerta.
Bajamos por una escalera de caracol de piedra, y mi acompañante prendió una cerilla para encender la lámpara que había sobre un barril en una esquina. Al instante nos dimos cuenta de que por fin llegábamos al sitio correcto y de que no éramos los únicos que habían visitado el lugar recientemente.
Se había utilizado para almacenar madera, pero las astillas que evidentemente habían cubierto el suelo se habían ido apartando para dejar un espacio libre en el centro. Allí había una loseta grande, con una anilla oxidada en el centro, a la que había atada una recia bufanda de cuadros.
—¡Por Júpiter! —exclamó mi cliente—. Es la bufanda de Brunton. Se la he visto puesta, puedo jurarlo. ¿Qué ha estado haciendo aquí ese rufián?
A instancias mías, llamamos a un par de policías del condado para que presenciaran la escena y entonces intenté levantar la piedra tirando de la bufanda. La pude mover un poco, y solo conseguí apartarla con la ayuda de uno de los policías. Un agujero negro se abrió a nuestros pies. Todos nos inclinamos para mirar, y Musgrave, de rodillas, introdujo en él la lámpara.
Era una pequeña habitación, de unos siete pies de profundidad y cuatro pies cuadrados de superficie. A un lado se veía una caja de madera, con tachuelas de latón, la tapa levantada y esta anticuada llave en la cerradura. Estaba cubierta de una espesa capa de polvo, y la humedad y los gusanos habían atacado la madera de modo que el interior estaba lleno de hongos. Varios discos de metal, aparentemente antiguas monedas, como las que tengo aquí, cubrían el fondo de la caja, pero no había más.
Sin embargo, en ese momento no pudimos pensar mucho en el viejo cofre, pues teníamos los ojos fijos en lo que estaba agazapado junto a él. Era la figura de un hombre, vestido de negro, que estaba sentado en cuclillas; su cabeza reposaba sobre el borde de la caja y tenía los brazos extendidos a ambos lados de esta. La postura había hecho que le subiera la sangre y nadie hubiera reconocido aquel rostro distorsionado. Pero la altura, el traje y el pelo bastaron para que, cuando hubimos subido el cadáver, mi cliente reconociera a su mayordomo desaparecido. Llevaba algunos días muerto, pero no había heridas o magulladuras en su cuerpo que demostraran cómo había encontrado su trágico fin. Cuando sacaron el cadáver de la bodega, seguíamos encontrándonos con un problema casi tan mayúsculo como aquel con el que habíamos comenzado.
Confieso, Watson, que hasta el momento me sentía desilusionado de mi investigación. Había contado con solucionar el asunto una vez hubiera encontrado el lugar al cual se refería el Ritual. Pero ahora ya estaba allí y, sin embargo, seguía encontrándome igual de lejos que al principio en cuanto a saber qué era lo que la familia había escondido con tan elaboradas precauciones. Cierto que había desvelado el misterio de Brunton, pero ahora debía esclarecer cómo le había llegado la muerte y qué papel jugaba en todo esto la mujer que había desaparecido. Me senté en un barrilete y repasé de nuevo todo el asunto.
Ya conoce usted mis métodos en estos casos, Watson: me pongo en el lugar de la persona y, tras haber calibrado su inteligencia, intento imaginarme cómo hubiera actuado yo bajo las mismas circunstancias. En este caso el asunto se simplificaba al ser la inteligencia de Brunton de primer orden, de modo que era innecesario hacer concesiones a la ecuación personal, como dicen los astrónomos. Él sabía que algo de valor estaba escondido, había encontrado el lugar y descubierto que la piedra que lo tapaba era demasiado pesada para que la levantara un hombre solo. ¿Qué haría entonces? No podía pedir ayuda del exterior, incluso aunque tuviera alguien de confianza, sin forzar alguna puerta, con el correspondiente riesgo de que le descubrieran. Era mejor que su cómplice perteneciera a la casa. Pero ¿a quién recurrir?
La chica siempre le había querido. A un hombre siempre le resulta difícil reconocer que, por muy mal que la haya tratado, una mujer ha dejado de estar enamorada de él. Podía intentar ser un poco amable con la chica y hacer las paces con ella y, así, conseguirla como cómplice. Juntos irían una noche a la bodega y uniendo fuerzas conseguirían levantar la piedra. Hasta ahí podía seguir sus pasos como si realmente los estuviese viendo.
Pero, siendo uno de los dos una mujer, debió de ser muy difícil mover la piedra. A un fornido policía de Sussex y a mí no nos resultó tarea fácil. ¿Qué podían hacer? Seguramente lo mismo que yo hubiera hecho. Me levanté y examiné minuciosamente las distintas astillas esparcidas por el suelo. Casi al instante encontré lo que buscaba. Una, de unos tres pies de larga, tenía una profunda muesca en la punta y varias de las otras estaban aplastadas por los lados, como si un gran peso las hubiera oprimido. Evidentemente, así que habían ido subiendo la piedra, habían ido metiendo las maderas entre la ranura, hasta que finalmente, cuando la abertura fue lo suficientemente grande para que por ella cupiera una persona, la mantuvieron abierta mediante una madera colocada a lo largo. Era lógico que esta estuviera mellada por una punta, ya que sobre ella descansaba todo el peso de la piedra y la aplastaba contra el borde de la siguiente loseta. Hasta ahí iba bien.
Y ahora, ¿cómo continuar en la reconstrucción de este drama nocturno? Claramente, solo uno podría entrar por el agujero, y ése era Brunton. La chica debió de esperar arriba. Entonces Brunton abrió el cofre y suponemos que le dio a ella el contenido del mismo, puesto que lo encontramos vacío. ¿Y luego? ¿Qué pasó luego?
¿Qué rescoldos de venganza no se inflamarían en el alma de aquella apasionada mujer celta al ver que tenía en su poder al hombre que había abusado de ella, quizá más de lo que podamos sospechar? ¿Fue casualidad que la madera cediera y que cayera la losa, cerrando lo que iba a ser la sepultura de Brunton? ¿Acaso ella era solo culpable de guardar silencio en cuanto a la muerte del mayordomo? ¿O fue un manotazo repentino lo que derribó el soporte e hizo que la piedra volviera a su sitio? Fuera como fuere, me pareció ver el rostro de la mujer, agarrando su tesoro y corriendo escalera arriba, oyendo a sus espaldas los gritos soterrados y los frenéticos puñetazos sobre una losa que poco a poco iba acabando con la vida de su amante infiel.
Aquí estaba el secreto de su rostro pálido, de sus nervios y de su risa histérica la mañana siguiente. ¿Pero qué había encerrado en la caja? ¿Qué había hecho con ello? Forzosamente debía ser el viejo metal y aquellas piedras que mi cliente había encontrado en el lago. Lo había arrojado allí a la primera oportunidad, con el fin de borrar el último rastro de su crimen.
Llevaba pensando el asunto veinte minutos, inmóvil. Musgrave seguía en pie, pálido, mirando el agujero y balanceando la lámpara de un lado a otro.
—Estas son monedas de Carlos I —dijo, dándome las pocas que habían quedado en la caja—. Ya ve, estábamos en lo cierto al fechar nuestro Ritual.
—Quizá encontremos algo más de Carlos I —exclamé así que se me ocurrió de pronto el probable significado de las dos primeras preguntas del Ritual—. Déjeme ver el contenido de la bolsa que se sacó del lago.
Subimos a su despacho y extendió ante mí aquellos débris. Al verlo comprendí que él no le diera ninguna importancia, pues el metal estaba casi negro y las piedras opacas. Pero froté una de ellas en mi manga y brilló como una estrella en la oscura palma de mi mano. La montura era en forma de un doble anillo, pero estaba abollado y deformado y había perdido su forma original.
—Debe tener presente que los partidarios del Rey seguían actuando en Inglaterra incluso tras la muerte de este y que, cuando finalmente huyeron, seguramente esconderían muchas de sus más preciadas posesiones, con la intención de recuperarlas en tiempos más pacíficos —dije.
—Sir Ralph Musgrave, mi antecesor, fue un destacado partidario del Rey y el brazo derecho de Carlos II en sus andanzas —dijo mi amigo.
—¡Ah! —exclamé—. Creo que eso debiera darnos el último eslabón que precisábamos. Debo felicitarle por la adquisición, si bien de forma trágica, de una reliquia, de gran valor intrínseco, pero de mayor importancia aún como curiosidad histórica.
—¿Qué es? —preguntó asombrado.
—Nada menos que la antigua corona de los reyes de Inglaterra.
—¡La corona!
—Exactamente. Considere lo que dice el Ritual. ¿Cómo era? «¿A quién pertenecía?». «Al que se ha ido». Eso era después de la ejecución de Carlos. Luego venía: «¿Quién la tendrá?». «El que venga». Se refiere a Carlos II, cuya restauración ya se preveía. Creo que no hay duda de que esta informe y abollada diadema en una ocasión ciñó la frente de los Estuardos.
—¿Y cómo llegó al lago?
—Esa es una pregunta que llevará tiempo contestar.
Y con eso le narré la larga sucesión de hipótesis y pruebas que había reconstruido. Había anochecido y la luna brillaba en el firmamento cuando concluí mi relato.
—Entonces ¿cómo es que Carlos no recuperó su corona al regresar? —preguntó Musgrave volviendo a meter la reliquia en la bolsa.
—Ahí pone usted el dedo sobre el único problema que probablemente jamás llegaremos a esclarecer. Es probable que el Musgrave que guardaba el secreto muriera en el intervalo y dejara esta guía a su descendiente sin explicarle el significado. De entonces hasta ahora se ha ido transmitiendo de padres a hijos hasta que llegó a manos de un hombre que le arrancó el secreto y perdió la vida en el intento.
Y esa, Watson, es la historia del Ritual de los Musgrave. Tienen la corona en Hurlstone, aunque tuvieron contratiempos legales y hubieron de pagar una considerable suma de dinero antes de que les permitieran quedarse con ella. Estoy seguro de que si usted les menciona mi nombre, se la enseñarán gustosos. De la mujer, nunca más se supo nada y parece probable que saliera de Inglaterra, llevándose consigo a algún país lejano el recuerdo de su crimen.
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