XVI
Luego de ordenar las despensas, hacer sitio en el refrigerador para congelar el pavo, y apilar las latas de conserva, Bianca se había dedicado a leer el libro que la bibliotecaria le regaló. No pudo encontrar nada relevante para su investigación, sin embargo, conoció muchos rituales y conjuros que no conocía en lo más mínimo y no dudaba que en algún momento le fueran de utilidad. Decidió guardar el libro junto con las anotaciones, y tomarse un poco de descanso. La noche anterior había tenido una larga conversación con Ellis, luego de haber hecho el amor, y él volvió a sugerirle tomarse un poco de reposo al menos los siguientes meses festivos. En un principio, Bianca se había mostrado un tanto recelosa de la idea, pero Ellis terminó por convencerla, como siempre lo hacía. A fin de cuentas, él tenía razón al decirle que si lo que estaba buscando eran respuestas, esas respuestas no se irían a ningún lado por mucho que ella se afanara.
Lo último que leyó, sin embargo, fue sobre la extraña sensación que había tenido en la biblioteca, al tocar la tapa del grimorio. Descubrió que aquello se trataba de una variante de la Criptoscopía*. Se le generó la pregunta inevitable de hasta donde llegaría su habilidad, en caso de continuar expandiéndose de aquella forma tan rápida, ¿qué más podría hacer en un futuro?
Tomó una pequeña barrita de chocolate negro, la colocó en una olla y la situó en el fuego para derretir. Mientras tanto, caminó hasta la habitación a colocarse la chaqueta más gruesa que tenía, y al volver de nuevo a la cocina, esperó unos minutos para verter el chocolate en una taza de leche caliente. Salió al porche de la cabaña, con la taza en sus manos, y se apoyó en la barandilla de madera. En el patio había leña partida, pero ni rastro de Ellis. Bebió su chocolate caliente de forma pausada y tranquila, mirando hacia las copas de los árboles. Si bien estaban cubiertos de una gruesa capa de nieve, en aquel momento no caía ningún copo del cielo, aunque suponía que no tardaría en nevar otra vez.
En la distancia, Ellis apareció por entre los árboles, con un saco a cuestas cargado de piñas. Bajo su otro brazo cargaba un montón de ramitas finas y hojarasca para encender más rápido el fuego. Se acercó gradualmente hacia la puerta y Bianca lo esperó, con la taza en alto y una sonrisa. Al llegar a su lado, ella le abrió la puerta y Ellis soltó su carga a un lado de la estufa, con un resoplido. Entonces aceptó la taza de chocolate que Bianca le ofrecía, y dio un largo sorbo. Luego se la devolvió.
—¿Sabes? Estoy emocionada —dijo ella—, será una blanca navidad, y me gustaría que hagamos un hombrecito de nieve en el patio.
—Pues me encantaría la idea, cariño —respondió, y luego pregunto: —¿Cómo vas con tu lectura nueva?
—Es interesante, no te voy a mentir. Y ya averigüé sobre la sensación tan extraña que tuve en la biblioteca.
—¿Ah sí?
—Es otro tipo de clarividencia, mi habilidad crece cada vez más rápido.
—Vaya, no sé si decirte lo genial que me parece, o lo peligroso que resultaría —comentó Ellis.
—Yo pienso lo mismo, temo porque quizá se me escape de las manos y ya no pueda controlarlo, como le paso a Carrie, ¿recuerdas ese libro?
—Jamás lo he leído, pero vi su película.
—Bah, no le llega ni a los talones.
—¿Y qué piensas hacer? —preguntó él, retomando el ángulo de la conversación.
—Por el momento, este breve descanso por las festividades no me vendría nada mal. Necesito darme un respiro, como tú dices.
—Creo que es lo mejor que puedes hacer.
Bianca lo miró de repente, soñadora, casi como si estuviera completamente distraída. Lo vio por un instante con más cabello, algunos hilos plateados cerca de su frente, la barba más crecida. En sus brazos sostenía un niño, y jugaban juntos. Ellis lo correteaba por el patio, se escondía tras los árboles y le salía por sorpresa, hasta que se tropezaba con la raíz saliente de un árbol, cayendo de rodillas. Una sensación de espanto se le anudó en la boca del estómago, y en medio del llanto de aquel niño, Ellis le examinaba la raspadura. Sin embargo, el niño la miró, y extendiendo sus manos hacia ella, le exclamaba "¡Mamá, levántame!"
—¿Cariño? —preguntó Ellis, tocándole el brazo. Bianca parpadeó un instante, y dio un suspiro sintiendo como las lágrimas en sus ojos ardían.
—Mi habilidad crece, como pronto crecerá mi vientre.
—¿Pero de qué...?
—Seremos padres, algún día. Lo he visto, y no imaginas las esperanzas que eso me da.
Ellis no dijo absolutamente nada. Solo le quitó la taza de chocolate de las manos, la dejó encima de la baranda de madera del porche, y la envolvió en sus brazos, apretándola contra sí como si temiera que un vendaval se la llevase volando. Bianca era su mundo, su sueño cumplido.
*Dícese de la capacidad de percibir extrasensorialmente el contenido del interior de cualquier objeto cerrado (maletas, habitaciones, libros, etc.)
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Durante más de una semana, Friedrich y Lorenz se dedicaron a recorrer cada biblioteca de la ciudad, desde la más pequeña hasta la más grande. A pesar de todo, no tuvieron el mínimo acierto. Cuando preguntaban por Bianca, dando su descripción física, nadie aseguraba haberla visto. Sin embargo, ambos eran asesinos de paciencia, de constancia, y no se dejarían derrotar por aquello. Tenían todo el tiempo del mundo para encontrarla, y si recorrían todas las bibliotecas de la ciudad sin resultados favorables, intentarían en cadenas de supermercados, tiendas de ropa, cualquier comercio donde ella pudiera abastecerse.
Aquella mañana habían recorrido al menos unas seis bibliotecas cerca de uno de los barrios comerciales más grandes, sin éxito. Antes de detenerse para almorzar, decidieron revisar las últimas dos que Lorenz tenía en su lista. Una de ellas era mucho más grande a comparación de la otra, así que decidieron intentar primero en esa. No se hallaba demasiado lejos de su ubicación, solo a unos diez minutos por la avenida principal, y al llegar, estacionaron el coche de alquiler a un lado de la calle.
Ambos hombres bajaron del vehículo y subieron la pequeña escalinata de entrada. Friedrich abrió la puerta, girando el picaporte de bronce, y la campanilla tintineó alegremente. La bibliotecaria levantó la vista de su computadora y los miró con cierto recelo.
—¿Puedo ayudarlos en algo, caballeros? —preguntó.
Ambos hombres se acercaron al mostrador, y abriendo las solapas de su traje negro, sacaron el carné de identificación.
—Agente Clarke Robinson —dijo Friedrich, luego señaló a Lorenz con un gesto de cabeza—, mi compañero es el agente Daniel Clifford. Realizamos una investigación en la ciudad, y quizá pueda brindarnos información.
—¿Cómo qué tipo de información? —preguntó la mujer. Friedrich tuvo que hacer un esfuerzo por contener su arrogancia. Aquella mujer de gafas puntiagudas y no más de cincuenta lamentables kilos, parecía verdaderamente intimidada por su presencia. Sus ojos no cesaban de saltar de su rostro hacia el de Lorenz, que la observaba con el ceño fruncido y sin parpadear siquiera.
—Buscamos una mujer, su nombre es Bianca Connor —dijo Friedrich, con parsimonia—. Aproximadamente metro setenta y cinco, unos setenta kilos de peso, cabello cobrizo, ojos azules y cutis blanco, entre treinta y treinta y cinco años. Es una peligrosa asesina ritualista, creemos que pertenece a una especie de culto.
—Vaya por Dios...
—¿La ha visto?
—Pues no lo recuerdo, es posible... yo... —tartamudeó la mujer. Los clientes de la biblioteca habían levantado los ojos de sus libros, y todos miraban la escena en completo silencio.
—Trate de recordar mejor, señora —dijo Lorenz, apoyando las manos encima del mostrador y acercando su rostro hacia el de la bibliotecaria. Ella le miró a los ojos, quizá impresionada por tener uno de cada color, y sintió que temblaba de pies a cabeza.
—Bueno, hace poco más de una semana vino una chica aquí con esas características. Pedía libros muy extraños, relacionados con brujería, sectas e incluso bosques —dijo la mujer—. Se comportaba muy extraño, le voy a decir.
—¿Sabe dónde poder encontrarla? ¿No le dejó una dirección o un teléfono? —preguntó Friedrich. —¿Estaba sola?
—Siempre venia sola, pero luego un hombre la venia a buscar. No dejaba ningún dato de contacto, lo siento.
—¿Sabe cuándo vendrá de nuevo? —preguntó Lorenz. La mujer realmente se hallaba abrumada de tantas preguntas. Aunque peor le resultaba la mirada de aquel individuo, que parecía atravesarla como filosos cuchillos. La cicatriz del rostro se le balanceaba cada vez que hablaba, y ella sintió que no podía dejar de mirársela.
—No lo sé, estoy diciéndoles todo lo que recuerdo... —respondió ella, con incomodidad.
—De acuerdo señora, de todas formas, ha sido de ayuda —asintió Friedrich, mirando todo el entorno de la biblioteca con ojos curiosos, como si quisiera encontrar algún pasadizo secreto, o buscara el rostro de Bianca, camuflada entre algunas de las personas que estaban allí—. ¿Podría ser tan amable de recomendarnos un hotel cerca de aquí?
—El Concorde, a dos calles.
—Perfecto, si la ve de nuevo o viene aquí, llame a la recepción de ese hotel y contáctenos. Vendremos enseguida.
—¿No es mejor que llame al FBI directamente? —preguntó la mujer.
Lorenz volvió a acercarse a ella, mucho más cerca que la vez anterior, a tal punto que la bibliotecaria tuvo que retroceder un pequeño paso.
—Llame a la recepción del hotel, nada de FBI —insistió.
Friedrich le apoyó una mano en el hombro.
—Agente Clifford, no es necesario alterarse. Imagino que la dama ha entendido perfectamente lo que debe hacer —dijo, en tono amigable y condescendiente. Luego miró a la bibliotecaria—, ¿no es verdad?
—Sí, señor.
—Gracias por su tiempo, recuerde mantenernos al tanto.
Se retiraron tan rápido como llegaron a la biblioteca, y una vez en la calle, ambos hombres se miraron con una sonrisa triunfal.
—Es nuestra —dijo Friedrich.
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