XV
Luego de aterrizar en el aeropuerto de Buchanan, cerca de la ciudad de Concord, Lorenz y Friedrich alquilaron un coche y emprendieron el largo viaje hasta Clayton, por Clayton Road, la carretera que atravesaba ambas ciudades vecinas. La idea de Friedrich no era hacer ningún tipo de parada durante todo el viaje hasta haber llegado a destino, y casi a las nueve de la noche, los accesos lumínicos de la ciudad comenzaban a divisarse.
Se alojaron en un hotel de cuatro estrellas, situado en la localidad más occidental de la ciudad, y una vez hubieron abonado el hospedaje de esa noche por adelantado, subieron a las habitaciones. Antes de abrir la puerta de su habitación, Friedrich le indicó con un gesto de la cabeza que entrara con él.
La habitación, de empapelado japonés con rosas bordadas en hilo de seda, estaba pulcramente aromatizada a flores. La cama, de dos plazas, se encontraba tendida sin la mínima arruga en su colcha, dos toallas a los pies de la misma, y una pequeña pastilla de jabón. Friedrich dejó su maleta a un lado del escritorio donde estaba el teléfono, y luego que Lorenz entró, cerró la puerta tras de sí.
—Muy bien, dame el mío —dijo.
Lorenz abrió su maleta y bajo el montón de ropa, sacó dos carnés de identidad con el logo del FBI en su solapa de cuero. Abrió uno y comprobó que era el de Friedrich, así que se lo entregó en las manos. Friedrich lo abrió, y pudo ver su rostro en la fotografía, junto con un nombre y datos personales falsos. Sonrió, y se lo guardó en el bolsillo interno de su chaqueta.
—Has sido muy eficiente con esto —dijo—. ¿Alguien preguntó algo?
—En absoluto, señor.
—¿Cuánto te ha costado?
—Tres hombres —respondió Lorenz—. Los de la base de datos no habían presentado ningún problema, pero el chico que realiza la falsificación de la marca de agua en el plastificado del carné, no quería ayudarme porque sabe que trabajo con usted e iba a reportarme con su superior, así que tuve que asesinarlo. Por si acaso, maté a los otros dos también. No quería que hablaran.
—¿Limpiaste la escena?
—Sí, señor —respondió Lorenz—. Cargué los cuerpos en mi coche y los quemé en un lugar donde nadie encontrará los restos —su expresión en el rostro era completamente nula, como si no sintiera nada en absoluto al contar aquello.
—Perfecto.
—¿Hay algo más que pueda hacer por usted?
—Intenta llamar a la residencia que conseguiste, y pregunta si nuestras armas ya están en las despensas. Partimos mañana, luego del desayuno.
—Sí, señor —asintió Lorenz. Giró de cara hacia la puerta, pero Friedrich lo detuvo.
—Una cosa más.
—Dígame.
—Trata de descansar, tu trabajo ha sido excelente. Tómate una copa, invoca a Dahut* y que te llene de lujuria, si así lo deseas. Pero te mereces un respiro antes de continuar.
—Gracias, señor —sonrió Lorenz, torciendo la cicatriz de su rostro aún más. Asintió con la cabeza y abriendo la puerta, salió al pasillo cerrando tras de sí.
Una vez a solas, Friedrich se puso ropa más cómoda, se recostó en la cama y tomando el control a distancia, encendió el televisor. Colocó los brazos detrás de su cabeza, y sonrió complacido. Podía casi degustar el aroma de la sangre de Bianca correr, lo deseaba fervientemente. No le interesaba que pasaba después con él, si los Ilmagrentha ordenaban su captura por desobediencia o venia el mismo Lucifer en persona para arrancarle la vida, pero tenía que asesinarla como fuese posible. No se le volvería a escapar una vez más.
Finalmente debido a las horas de vuelo, de conducción, y la comodidad de una cama tan mullida, Friedrich se durmió aun con una leve sonrisa en su rostro, solo por imaginar el cadáver de Bianca en un charco de sangre.
*Dahut es el nombre de una mujer súcubo hija del rey Gradlon, de Gran Bretaña, que se conocía en la edad media como "La amante insaciable".
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A la mañana siguiente, emprendieron el viaje rumbo a la residencia que Lorenz había conseguido como base de operaciones. El viaje, en comparación con el día anterior, fue mucho menor, y llegaron poco antes de la una de la tarde. El lugar, ubicado en la zona más céntrica de la ciudad de Clayton, era un precioso chalet de una planta, lo suficientemente grande como para ambos, pero que no llamaba demasiado la atención con respecto a las casas de los demás habitantes. El jardín tenía macetas de cerámica con distintas clases de plantas, una cochera con cerrojo automático, y una barbacoa muy sencilla. Al llegar, el casero estaba quitando con una pala la nieve de la entrada. Estacionaron el coche frente a la puerta del garaje, y descendieron del Subaru alquilado con sus respectivos equipajes.
—Buenos días —saludo Friedrich. El casero se giró, y miró a los dos hombres.
—Oh, buenos días. No imaginé que llegarían tan pronto —dijo.
—Desde luego, queríamos descansar cuanto antes.
—Lo imagino.
—¿Todo está en orden? —preguntó, señalando hacia adentro.
—Por supuesto que sí, señor. Todo llegó hace masomenos una semana, como le comuniqué ayer por teléfono al señor Lorenz —dijo—. He realizado un inventario, y no hay ni siquiera una bala menos, todo ha llegado en su justa medida.
—Bien, perfecto.
—¿Se le ofrece algo más a los señores?
—No, ya puedes retirarte. Gracias —asintió Friedrich.
El casero asintió con la cabeza, dejó la pala quitanieves a un costado de la puerta y se alejó en silencio, silbando por lo bajo. Una vez que estuvieron completamente solos, ingresaron a la casa, y cerraron la puerta tras de sí. El living era espacioso, con pisos flotantes de madera de Pinotea barnizada. El amoblamiento era estilo barroco, las paredes no estaban empapeladas, sino que estaban pintadas de blanco y tenían cuadros de barcos, paisajes y estructuras de Inglaterra. La chimenea era espaciosa, confeccionada en ladrillo rojo revestido, y todo el ambiente olía a un exquisito aromatizante de suave fragancia floral.
Avanzaron hacia las habitaciones con rapidez, haciendo eco de sus pasos sobre el suelo de madera. Ni bien entrar, Friedrich dejó el equipaje encima de la cama y abrió uno de los dos roperos de ébano. Allí estaba todo el armamento que le habían enviado, como bien había dicho el casero, no faltaba absolutamente nada.
—¿Cuándo comenzamos, señor? —preguntó Lorenz.
—Esta misma tarde. Comenzaremos con las bibliotecas de la zona, y luego nos iremos extendiendo por la ciudad.
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