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VI


Bianca estaba tirada en el suelo blanco de algún lugar que no lograba distinguir de que se trataba. Lo último que recordaba era el olor de aquella entidad, posada encima de su cuerpo. Recordaba cómo había entrado dentro de sí, invadiendo cada uno de los rincones de su cuerpo como si fuera un saco relleno de arena. Y luego había sido desplazada fuera de sí misma y del tiempo, hacia ningún lugar. Algo la había pateado tan lejos que ya ni siquiera le importaba lo que pasaría después.

En su rango de visión vio entonces una mano, y seguido a esa mano un rostro que conocía muy bien. Ellis estaba allí, le ofrecía su ayuda para levantarse. Ella aceptó la mano y se puso de pie con una facilidad increíble, como si fuera tan liviana como una pluma. Entonces miró a su alrededor, confundida. Hasta donde podía ver, todo era blanco, resplandeciente y uniforme. No había prados verdes, no había nubes, tampoco había un cielo o un infierno, solo estaban allí de pie en aquel sitio de un blanco perfecto, como si fuera una especie de singularidad temporal. Ellis vestía de blanco, y a su lado también estaban sus padres y su tío. Alex, con el cabello tan negro como la noche y sus ojos chispeando vitalidad. Angelika, con el cabello tan rojizo como en su juventud y la piel suave como una niña. Su tío, de mejillas anchas y rechonchas, también sonreía. Ella, sin darse cuenta, también había comenzado a sonreír. No sentía miedo, tampoco tristeza. Todo allí era calma, quietud, felicidad y por sobre todo muchísima paz.

—¿Dónde estoy? —preguntó. —¿He muerto?

—No, cariño. No estás muerta —respondió Angelika—, solo estás en un estado límbico.

—Hice todo mal, les he fallado. Ellos jugaron conmigo y ganaron, de verdad que lo siento muchísimo. Jamás seré como ustedes.

—No, no serás como nosotros —intervino Alex, tomándole de las manos—. Serás mucho mejor. Pero ahora tú debes decidir cuál será tu destino.

—¿Decidir?

—Puedes venir y quedarte con nosotros, por la eternidad, en la paz de los banquetes celestiales. O puedes volver allí, y cumplir con tu misión.

Bianca suspiró, realmente era una decisión difícil, ya que quería ambas cosas al mismo tiempo. Miró a sus padres, tan radiantes y llenos de esplendor, a Ellis mirándola con el mismo romance y amor en sus ojos, tal y como siempre la había mirado en vida.

—Hazle caso a un tonto, Bian —intervino Tommy—. No hagas como yo, y traiciones tus principios, ve y cumple con tu misión. Por desgracia no he podido conocerte en tu nacimiento, ni te he visto crecer, pero te aseguro que tu tiempo no es ahora, ni tu lugar es aquí. Tus padres y el cielo entero esperan por tu victoria. Todos estamos contigo.

—Es que no sé lo que quiero —respondió ella, bajando la mirada, con tristeza—. Realmente quiero acabar con el Poder Superior, pero aquí ya no volveré a tener miedo, ni a sufrir. Ya no habrá dolor ni nadie que me persiga, y los he extrañado tanto que creí que no podría soportarlo —se acercó a Ellis y lo abrazó. Al sentirlo cerca suyo, no pudo evitar el llanto. Detrás suyo, Alex rodeó los hombros de Angelika, enternecido al ver la escena—. Te he soñado tantas noches... Me has hecho muchísima falta para darme coraje, y ahora estás aquí, conmigo.

Ellis entonces se separó levemente de ella, y sujetándole la barbilla con suavidad, hizo que lo mirase. Una lagrima se resbaló por el rostro de Bianca y cayó, desvaneciéndose en la nada.

—Debes volver allí, y cumplir con tu tarea. He muerto para protegerte, y lo volvería a hacer las veces que sean necesarias, pero no hagas que sea en vano —dijo—. Yo siempre estoy contigo, siempre te amo.

Bianca entonces se volvió a abrazar a él con una sonrisa de felicidad, luego se abrazó con cada uno de sus padres y con su tío. Al terminar de despedirse, asintió con la cabeza.

—Estoy preparada —dijo.

Alex le hizo un gesto y Bianca miró hacia un punto en la luz, aún más brillante que el propio blanco del entorno. Desde allí, apareció caminando un hombre con el pelo tan blanco como la nieve, portando una espada tan cegadoramente blanca, que a Bianca le era imposible mirarla por más de dos segundos.

—Él es el ángel Miguel. Me ha ayudado muchas veces antes, ahora te ayudará a ti, Bian —dijo.

—Los amo, y espero volver a verlos —respondió ella.

—Y nosotros a ti también, mi niña —sonrió Angelika—. Y nos verás, pero cuando sea el tiempo.

El ángel, al llegar frente a ella, la miró con una sonrisa, y asintió con la cabeza. Bianca le miró al rostro, de facciones perfectas y delicadas, en el instante en que blandió su espada y de un golpe seco atravesó le atravesó por el vientre, sin titubear.



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En la noche cerrada del bosque, Luttemberger caminaba con la mirada fija rumbo a la espesura del monte, donde decenas de kilómetros más adelante estaba la ciudad de Schlangen. A su paso, el césped se quemaba dejando huellas calcinadas, y la flora se pudría a su alrededor. De repente, se detuvo en seco, dando un alarido ronco y áspero de dolor, y cayó de rodillas, sujetándose el vientre. La túnica negra que cubría el cuerpo de Bianca se quemó entonces como si algo la hubiera atravesado, dejando un agujero en la tela tanto en el vientre como en la espalda.

Se retorció de dolor e intentó ponerse de pie, pero nuevamente cayó al suelo, entre gritos y maldiciones en alemán, latín e idioma infernal. Segundos después, un espeso y hediondo ectoplasma negro comenzó a manar de los oídos, la nariz, los lagrimales y la boca de Bianca, mientras convulsionaba como si tuviera arcadas y estuviese vomitando. Aquel liquido negro goteó de su barbilla hasta la última molécula, y luego se absorbió por el suelo rápidamente.

Cuando aquel fenómeno cesó, Bianca miró a su alrededor y se palpó el vientre con las manos temblorosas. En el lugar donde el ángel le había apuñalado con su espada, solo había un agujero quemado en la tela, pero ni rastro de alguna herida en su propio cuerpo. Volvía por fin a tener pleno uso de sus facultades mentales, y además todos estaban muertos, así que podría quemar los restos de Luttemberger con toda tranquilidad. Sin embargo, ¿Quién más sabia de los planes de Alpha?, ¿Y si los demás miembros del Poder Superior descubrían que todo había salido mal, y venían a por ella a matarla de una vez? Se preguntó. Debía actuar rápido, no podía ignorar aquellas suposiciones.

Se dio media vuelta y corrió de nuevo hacia la casa, sumida en el más completo silencio. Entró a la sala principal, dando pequeños brincos para esquivar los cadáveres que estaban desparramados por el suelo, y continuó por el pasillo hasta las habitaciones. Al llegar a la suya, entró y levantando el colchón, sacó la llave de la catacumba. Luego revisó en su equipaje, y comprobando que la sal aún seguía en su lugar, cargó todo y volvió a correr hacia la puerta. Antes de cruzar, se detuvo en seco, como si tuviera una idea repentina, y sonrió. Ya no estaba obligada a llevar al cuello aquel horrible collar, se dijo. Lo sujetó en la mano que tenía la llave, y dando un fuerte tirón, lo arrancó rompiendo su cadena de plata. Sin mirar atrás, lo dejó caer al suelo, y salió de la habitación.

A medida que corría por el pasillo, recordó el libro donde estaban registrados los miembros de la secta. Volvió sobre sus pasos y luego de equivocarse varias veces de camino, pudo encontrar la sala donde los documentos se guardaban bajo protección. Ver aquella acta en la mesa central de la habitación sin ningún tipo de vigilancia, le daba una satisfacción indescriptible. Caminó hasta allí, y cargando el libro bajo el brazo, salió de nuevo hacia el pasillo trotando lo más rápido que podía.

Al llegar a la sala principal aminoró sus pasos mirando a todas partes, para intentar buscar algún portallaves, o algún sitio donde pudiera encontrar las llaves de la camioneta en la que la habían traído a Kirchlengern. Luego de unos minutos, entre la veintena de cadáveres que había, pudo reconocer el cuerpo del Ilmagrentha que había oficiado de chofer. Dejó su equipaje con el libro a un costado en el suelo, en uno de los poquísimos sitios que no estaba sucio de sangre, y caminando hacia el cuerpo, se acuclilló a su lado. Rápidamente comenzó a registrarle todos los bolsillos, hasta que pudo encontrar las llaves de la 4x4. También revisó el cadáver de Alpha, hasta encontrar la pistola que le había quitado. Volvió hacia el libro mientras que comprobaba el cargador, recogió todo del suelo y salió nuevamente al frescor de la noche.

A un lado del rancho, y cerca de la caballeriza donde dormían los sacerdotes negros, la camioneta todoterreno estaba estacionada, igual que el día anterior. Bianca corrió hacia ella, y abriendo el maletero con la llave, dejó su carga a un lado, para quitar la rueda de repuesto dejándola caer al suelo. Metió el libro en el compartimiento vacío, luego cargó como pudo la rueda, ya que era muy pesada para ella, y se la colocó encima para cubrir el acta. Con la respiración agitada, cerró el maletero de un golpe y miró hacia la caballeriza. Su mente razonó que si aún a pleno día, en las catacumbas reinaba la oscuridad total, en noche cerrada seria aun peor, de modo que debía procurar encontrarse cualquier tipo de iluminación que le fuera útil. Los sacerdotes negros, si dormían en un sitio que no tenía conexión eléctrica, deberían tener medios propios con los cuales alumbrarse y recordaba haber visto que tenían faroles. Pero la puerta estaba cerrada, y no sabía dónde estaba la llave.

De forma determinante, quitó la llave de la camioneta de la puerta del maletero y corriendo hacia el lado del conductor, abrió la puerta y subió. Guardó la pistola en la guantera y el equipaje en el asiento del acompañante, metió la llave en el contacto y dándole un medio giro, el motor encendió, obediente. Dio un giro en U hasta situarse frente a la puerta de la caballeriza, y acelerando en línea recta, embistió la puerta con tanto ímpetu que una de las hojas se arrancó de sus bisagras y cayó a un lado. Bianca frenó la camioneta, y bajó del vehículo apagando el motor un instante. Tal vez podía haber usado su propia fuerza mental para arrancar las puertas, pero no quería perder el mínimo tiempo. Miró a todas direcciones, y su deducción no estaba errada, al lado de algunas camas había un farol a gas-oíl. Rápidamente, corrió de cama en cama revisando cual de todos ellos estaba más lleno en comparación a los demás.

Eligió un farol que estaba repleto, al lado de una de las camas que más al fondo estaba, y salió fuera rápidamente, rodeando la casa rumbo a la entrada de la cripta luego de tomar el salero de su equipaje. Al llegar frente a ella, metió la llave que había robado en la cerradura, y dando dos vueltas a la izquierda, un chasquido sordo se logró oír en el momento en que la cerradura cedió. Empujó la portería de hierro con esfuerzo, ya que el óxido había unido las bisagras con el paso de las décadas, y antes de comenzar el descenso por las escaleras de piedra, encendió el farol. Al principio, la luz que irradiaba la mantilla era débil, pero a medida que el farol comenzó a calentar de forma progresiva, la luz se hizo más potente.

Descendió las escaleras con precaución, levantando la mano que llevaba el salero a la par de la que cargaba con el farol, para equilibrarse. Los escalones de piedra estaban húmedos y mohosos y parecía ser una caída demasiado larga en caso de que llegara a resbalarse. Poco a poco, el aire comenzó a hacerse cada vez más frio, a medida que se internaba bajo tierra, y el sonido de los animales nocturnos se disipó paso a paso, para dar lugar a un silencio que hasta casi parecía palpable y le hizo poner la piel de gallina. Una parte de sí misma casi no podía creer que estuviese entrando a la tan buscada cripta de Luttemberger, pero allí estaba, una mujer que se había pulido a fuerza de dolor, y que estaba decidida a ponerle un fin a tan horrible mal, a costa de cualquier precio.

Las paredes de la cripta, a medida que descendía, eran un aquelarre de decoraciones. Algunas de las rocas habían estado talladas en algún momento, otras tenían picos y ondulaciones que sobresalían, como si las hubieran recortado del dintel de alguna puerta, o de algún torreón. Era como si algún demente hubiera hecho un puzzle con la mansión derrumbada de Luttemberger, para luego volver a armar las piezas sin respetar el orden primordial.

Luego de al menos cinco minutos bajando, Bianca sintió que pisaba tierra firme. Frente a sus ojos se extendía un pasillo de piedra que iba más allá de donde podía ver, con su techo en forma de arco confeccionado también en roca sólida. Las paredes estaban húmedas, de algunos sitios del techo caían gotas de agua que formaban charcos en el suelo de tierra, quizá debido a las tuberías de agua de la finca que tenía encima de su cabeza, o por propia absorción del terreno. Finas raíces, similares a venas marrones y resecas, cubrían algunos tramos de pared, colándose estos vegetales por pequeñas hendiduras tanto en la misma piedra como en las uniones de los bloques graníticos, dándole un aspecto aun peor de lo que representaba.

Caminó, mientras observaba que a cada diez metros de pared había un soporte de hierro con una antorcha, que antaño habría sido la única fuente de iluminación en un lugar así. Se acercó a una de ellas y palpó la punta, pero el paño estaba humedecido por el ambiente y se dijo que quizá no encendiese. Sin embargo, se acercó los dedos a la nariz y sintió olor a azufre. Tal vez sería posible encenderla, pensó.

Sacó la antorcha de su soporte de hierro, y mirando hacia el suelo, buscó dos piedras de relativo tamaño. Cuando las halló, dejó a un costado el farol, el salero y la antorcha, y frotando piedra con piedra intentó hacer chispa suficiente para encenderla. No tenía práctica, jamás había encendido fuego de aquella forma, pero si los supervivientes en documentales de televisión podían hacerlo, ella también, pensó, mientras que sonreía por el paralelismo de aquella situación a la suya propia. Tardó sus buenos veinte minutos y comenzó a impacientarse cada vez más, al punto de que las frotadas que les daba a las piedras más parecían golpes una contra la otra, y su rostro estaba perlado de sudor a pesar de que allí abajo hacia frio. Al fin, y tras muchas chispas que habían impactado contra el paño de la antorcha, una logró encenderla, y con un "fuoosh" repentino, el fuego ardió.

Sonriendo con gesto triunfante Bianca apagó el farol, tomándolo del suelo por su fina asa junto con el salero, y con la mano libre tomó el extremo de la antorcha. Comenzó a caminar nuevamente hacia adelante, aunque no sabía de forma precisa donde estaba la tumba de Luttemberger. El humo que desprendía la llama de la antorcha acariciaba el techo de piedra, y el fuego dejaba sombras temblorosas en las paredes. A la distancia, Bianca escuchó un sonido grave, como si una gruesa y profunda voz hubiera dicho alguna palabra que ella no pudo entender a esa distancia. Entonces, con el corazón latiéndole a mil revoluciones, se dio cuenta que no estaba sola en aquella cripta, y que las fuerzas que allí gobernaban estaban al acecho, ante la amenaza que representaba su presencia para ellos.

Sin embargo, Bianca se sentía extrañamente poderosa, como si sus energías estuvieran renovadas. Sabía que estaba a punto de terminar con todo el mal que había condenado a sus padres, que le había arrebatado a Ellis, y su vida misma. Recordó al ángel que la había devuelto al mundo terrenal, con la espada resplandeciente en sus manos, casi se sentía como él. Entonces, una idea se le cruzó rápida por su mente, como una flecha guiada por la voz de su padre.


"Es el ángel Miguel, querida. Me ha ayudado muchas veces en mi vida, y ahora te ayudará a ti."


El suelo vibraba de alguna forma bajo sus pies, podía notarlo en cada paso que daba. Allí se acercaba algo más que ese sonido ahogado y grave, lo percibía en la densidad que el aire había adquirido de repente. Sin embargo, no le importó, aunque la luz que irradiaba el fuego de su antorcha encendida cada vez fuera menor, como si algo lo estuviera mitigando. Respiró hondo y elevando el brazo derecho junto con la antorcha, gritó:

—¡La luz de Miguel me protege en mis horas oscuras, y por medio de ella limpiaré las tinieblas de este lugar infecto!

Repentinamente, la llama de su antorcha se incrementó y de forma espontánea, todas las antorchas que estaban en las paredes se encendieron a la vez. La luz del fuego se hizo entonces homogénea, a tal punto que Bianca tuvo que entrecerrar los ojos, acostumbrados a la penumbra. En aquel instante, se hicieron visibles al menos unas nueve entidades absolutamente negras, sombras que no tocaban el suelo bajo sus pies y que, al ser iluminadas de lleno por las antorchas, gritaron con un chillido ensordecedor, un sonido que estaba lejos de considerarse humano o animal. Revolotearon como asustadas, reptaron por el suelo y se hundieron en la tierra dejando un olor putrefacto en el ambiente, que hizo retorcer las tripas de Bianca. Se apoyó contra una de las paredes, y doblándose sobre su vientre, contuvo las náuseas lo mejor que pudo.

En cuanto se hubo recuperado continuó su camino, esta vez casi corriendo, con la sal y el farol en una mano, balanceándose en cada paso que daba, y el fuego en su antorcha flameando hacia atrás. Tenía la certeza de que aquella no sería la única manifestación demoníaca que vería, y tendría que apresurarse si esperaba salir con vida. A medida que se adentraba metro a metro en la cripta, notó que algunos huesos humanos estaban desperdigados por el suelo, y algunos rincones. Aquellos huesos eran cada vez más numerosos mientras avanzaba, al punto de que sus zapatos crujían al pisar, quebrándolos en cada zancada.

Al llegar al final del pasillo, vio una estancia enorme, confeccionada en una bóveda circular. Debía tener al menos unos ochenta metros de diámetro como mínimo, y al menos unos diez de altura. El techo estaba sostenido por columnas de roca y huesos, y en el centro de aquel inmenso anfiteatro de piedra había un rectángulo de granito, quizá para llevar rituales a cabo, con una inscripción tallada al frente. El suelo tenía miles de huesos desperdigados por todas partes, y bajo la luz de la antorcha aquello era aún más horroroso de lo que pudiera uno imaginar. Con paso rápido, se acercó a la mesa de piedra y leyó la inscripción, escrita en alemán:


ULRIK LUTTEMBERGER

1899 – 1948

"Mi alma perdura en el poder de Lucifer"


Ansiosa, inspeccionó la roca sin atreverse a tocarla. Comprendió entonces que no era una mesa ceremonial, como había pensado en un principio, sino que se trataba de una especie de sarcófago. Su tapa, la cual estaba confeccionada en el mismo granito, no estaba pegada al resto de la estructura, sino que estaba apoyada encima, de modo que podría removerla. El único inconveniente, sin embargo, era que parecía ser demasiado pesada para ella. Aun a pesar de todas las expectativas, clavó la punta de su antorcha en el suelo de tierra, dejó a un lado el farol y el salero, y apoyándose firme en los dos pies colocó las palmas de sus manos en el borde de la roca y empujó. Aunque usó todo el peso de su cuerpo en deslizar la tapa de piedra, apenas había podido moverla solo un par de centímetros y con un esfuerzo considerable.

Se apartó de ella, respirando agitadamente, y la observó. Debía pesar como mínimo, una tonelada o incluso poco más. Resultaría imposible para la pobre Bianca, de no más de setenta lamentables kilos (setenta en su mejor época, ahora quizá fuesen mucho menos), mover esa gigantesca piedra. Resoplando dio un paso atrás, no iba a dejar de intentarlo, pensó. Aunque tuviera que empujarla cien veces, poco a poco iría moviéndola hasta que cayese a un lado, o ella muriese agotada allí mismo. Apoyó las manos en el borde de la piedra, y apretando los dientes, empujó nuevamente con todas sus fuerzas. Empujó hasta que los brazos le temblaron por el esfuerzo, empujó hasta que gritó, y cuando comenzaba a marearse, desistió.

Se sentía la mujer más frustrada del mundo, vio la tumba y dio un golpe de puño encima de la tapa de piedra, mientras dejaba caer las lágrimas por su rostro. Haber perdido tantas cosas, haber luchado con tanta fiereza, para no ser capaz de levantar la roca e incinerar el cuerpo, pensó. No era justo, no era para nada justo. Ellis había muerto por su causa, sus padres habían muerto por su causa, una gran parte de la mujer que había sido Bianca alguna vez, también había muerto en el proceso de sobrevivir. Y todo eso ahora resultaba en vano.

Su agotada mente comenzó a revivir cada uno de los momentos más importantes que había vivido a lo largo del camino, mientras miraba con expresión absorta el enorme ataúd de piedra. Recordaba el libro en el cual había descubierto y perfeccionado sus habilidades, como había visto parte de su contenido sin siquiera abrirlo, tan solo poniendo una mano encima de su tapa. Recordaba la risa de Ellis, el maullido de su gata cuando tenía hambre o quería echarse en sus piernas, recordaba la sensación amortiguada en sus dedos cuando tecleaba en su computadora, el perfume al aromatizante de la oficina, el cuero que tocaba en el volante cuando conducía su Audi, el sonido de las balas impactando en la madera de la cabaña, la tibia sangre que manaba de la herida mortal de Ellis y le bañaba sus manos, la taza de café que había podido derramar en el pantalón de aquel tipo, el día que había conocido a Alpha por primera vez.

La taza de café, eso es. Ahí estaba la solución, se dijo. Claramente, la tapa de la sepultura era millones de veces más pesada que una simple taza de café, pero con intentarlo no perdería absolutamente nada. Sabía que sus fuerzas físicas no eran en absoluto suficientes para mover la piedra, ¿Pero y si sus fuerzas mentales lo hacían? Se preguntó.

Se paró firme sobre sus pies, un poco separados entre sí, y observó fijamente la enorme tapa de piedra. Observó cada uno de sus bordes, cada uno de sus poros en la roca, viendo como la sombra de las llamas que desprendía la antorcha dibujaba en ella siluetas y contraluces. Se concentró en su respiración, en el pesado silencio de la cripta, y se imaginó a sí misma sosteniendo esa enorme roca plana. Se imaginó levantándola, empujándola hacia adelante hasta que cayera al suelo y quizá hasta se partiese. Sin embargo, su mente no iba más allá, quizá fuese por el cansancio acumulado, o por el ambiente tan negativo que la rodeaba. Pero la verdad, era que sentía como si su psiquis estuviera aprisionada bajo los efectos de una roca tan aplastante como la que veía.

No podía desistir, pensó. Se repitió mentalmente la imagen de la piedra levantándose, cayendo a un lado. Se la repitió tantas veces que parecía como si todas sus neuronas le doliesen a la vez, si eso fuera biológicamente posible. A pesar de que el aire bajo tierra estaba helado y salía vapor de su boca, Bianca estaba sudando, mientras no dejaba de mirar la tumba.

—Vamos, por favor... —murmuró, apenas audiblemente.

Vio que la roca entonces se movió poco más que cuando había intentado moverla con su propia fuerza física, pero de todas formas no era suficiente, sentía como si el cerebro le pesara miles de kilos, y hasta el simple acto de concentración fuera algo imposible. Se inclinó hacia adelante como si quisiera mirarla más de cerca, empujando mentalmente, y la roca se movió unos centímetros más. Luego, la inmovilidad absoluta.

En un gesto desesperado, comenzó a levantar sus manos de forma progresiva con las palmas hacia arriba, como si quisiera cargar una caja invisible que pesaba demasiado. La cabeza le dolía en una migraña espantosa, y ambas fosas nasales comenzaron a gotear sangre, pero sonrió satisfecha cuando vio que la piedra de granito comenzaba a levitar. Un par de centímetros primero, luego cinco, luego diez, y motivada por esta visión se concentró aún más fuerte para empujarla hacia adelante. La roca, como si estuviera apoyada en una superficie de mantequilla, resbaló en el aire como si le hubieran dado un empujón, y cayó dos metros más adelante, quebrándose en tres partes y haciendo retumbar el suelo de tierra.

Bianca bajó las manos y se tambaleó hacia ambos lados hasta caer sentada hacia atrás. Cerró los ojos como si tuviera un dolor atroz y se tomó el costado de las sienes con ambas manos, dando un quejido leve. Con el dorso de la mano se enjugó la nariz sangrante, y respirando de forma agitada, permaneció sentada unos minutos hasta que sintió el mareo remitir poco a poco. Cuando estuvo en condiciones, se puso de pie, tomó la antorcha y caminó hacia la tumba.

Al observar hacia adentro, se cubrió la boca y la nariz con las manos, creyendo que vomitaría allí mismo. El cuerpo de Luttemberger aún estaba allí, vestido con sus ropas ceremoniales, sumamente enflaquecido. Ella esperaba encontrar quizá solo un montón de huesos casi hechos polvo por el paso del tiempo y las condiciones de humedad, pero no fue así. El cadáver estaba jugoso, asombrosamente, como si se conservara en un estado de putrefacción muy ralentizada. La mayoría de lugares del cuerpo estaba cubierto de pequeños gusanos blancos que, en conjunto, parecían una masa viscosa y latente. La expresión del rostro estaba torcida, como si se hubiera puesto a gritar aun después de sepultado. Le faltaban algunos dientes y tenía unas pocas hebras de cabello tan fino como una telaraña aun pegados a la roca.

Se giró sobre sus talones y apoyando la antorcha en el suelo, desarmó el farol y abriéndole el depósito de gasoil lo roció encima del cuerpo, volcándolo todo desde la cabeza a los pies. En aquel momento, un movimiento le llamó la atención. Desde las paredes y el suelo habían comenzado a aflorar diversas entidades metafísicas, todas se materializaron a partir de un ectoplasma tan negro como el petróleo, y Bianca miró a su alrededor. Eran cientos, manando por todas partes. No sabía si eran demonios, no sabía si eran espectros comunes, o los miles de muertos con los cuales estaba regado el suelo, solo sabía que venían a por ella, y debía darse prisa. Sus formas eran amorfas, parecían gruñir o emitir algún sonido difícil de clasificar por algo conocido, y se movían de forma grotesca y aterradora.

Cuando terminó de verter hasta la última gota de combustible encima del cuerpo, tomó el salero y quitándole la tapa, espolvoreó todo el frasquito.

—En el nombre del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo yo te condeno a la muerte más allá de la muerte —recitó —. Por el poder que Dios me ha conferido, te ordeno que te consumas en el infierno de donde nunca debiste salir.

Una vez vacío, lo arrojó a un costado para tomar la antorcha. En ese momento, un espectro la alcanzó por la espalda y la derrumbó, sujetándole por el tobillo y arrastrándola hacia atrás. Bianca dio un grito, y luchó por soltar su pie, entonces vio que estaba rodeada por decenas de ellos. En el momento en que un segundo espectro se abalanzaba encima de ella, Bianca levantó la palma de su mano con el brazo extendido hacia adelante.

—¡Alto, emisario del mal! —ordenó—. ¡No puedes hacerme daño, porque la luz divina está conmigo!

De su mano afloró una radiante y blanca luz, exactamente igual al episodio que había vivido en el castillo del Poder Superior. Aquello fue suficiente para hacerlos retroceder, dando unos chillidos agudos. Sin dudarlo un solo instante, Bianca se giró y corriendo con el tiempo justo para tomar la antorcha del suelo, se detuvo al lado de la tumba y miró hacia adentro una última vez.

—Muere al fin, hijo de puta —dijo. Y dejó caer la antorcha dentro.

Las llamas brotaron de un fogonazo al contacto con el gasoil. Verdosas primero, rojas después, mientras que el hedor a azufre inundó el lugar. Los espectros que se habían manifestado allí se desvanecieron de forma casi instantánea, y de pronto toda la cripta comenzó a temblar como si de un terremoto se tratase. Las llamas entonces se elevaron hacia el techo, y Bianca se cubrió los ojos con la mano, mientras retrocedía sobre sus pasos. El temblor se intensificó gradualmente, y allí fue cuando no esperó un instante más, se dio media vuelta y comenzó a correr a toda la velocidad que sus piernas le permitían, por el pasillo hacia la salida.

Corrió en lo que le parecía una eternidad, mientras las llamas se acrecentaron a tal punto que, tras ella, la sala de la tumba ardía por completo, como si el fuego estuviese alimentado por una fuerza que iba más allá de todo razonamiento y comprensión humana. Sin aliento, corrió durante cientos de metros hasta que divisó las escaleras, finalmente, y a duras penas apuró su carrera. Sintió un enorme estallido que casi la derriba al suelo, pero logró mantener el equilibro mientras miraba hacia atrás por encima del hombro. El fuego se devoraba el pasillo a una velocidad increíblemente rápida.

Aterrada, comenzó a subir las escaleras de tres en tres tan rápido como podía, sintiendo como el calor se hacía cada vez más y más intenso, y cuando llegó a la portería de hierro, empujó con ambas manos saltando hacia afuera y rodando por el césped. Una enorme lengua de fuego salió de la entrada iluminando la noche, y el contraste del frescor nocturno fue inmediato en la sudorosa piel de Bianca. Desde el suelo, levantó la cabeza y miró. El rancho encima de la cripta emanó un rugiente fuego como si la hubieran incendiado desde adentro, y Bianca recordó que en la caballeriza estaba la camioneta con el libro de los miembros, dentro del maletero. Además, era su única vía de escape, no podía dejar que se quemase también.

Impulsada por nuevas energías, se levantó rápidamente del suelo y corrió hacia la caballeriza, cubriéndose el rostro con el brazo izquierdo. Aún a pesar de estar a la intemperie, el calor de las llamas que despedía la casa era impresionante, y trató de apurar su carrera lo más que podía. Llegó a la camioneta en el momento justo en que veía, con ojos asombrados, que las paredes de la caballeriza parecían hacer una especie de combustión espontanea. Llamaradas de fuego manaban por ellas, y se deslizaban devorando toda la maldad a su paso. De un rápido movimiento, abrió la puerta del conductor y subió, dándole medio giro de llave al arranque. El resplandor del fuego le iluminaba el rostro casi encegueciéndola, hasta que el motor encendió.

Puso reversa y se alejó lo más rápido que pudo, dando un giro en U derrapando en el césped mojado por el rocío nocturno. De un manotazo hacia adelante, puso segunda y pisando el acelerador al tiempo que arrojaba tierra hacia atrás, comenzó a alejarse del lugar, mientras miraba por el espejo retrovisor con una sonrisa. Le parecía un sueño magnifico, saber que, aunque creía todo completamente perdido, había podido quemar los restos del maldito nigromante, de una vez. Las llamas consumían toda la casa y la cripta, reflejándose por su espejo retrovisor a medida que conducía.

Tomó por el camino de acceso al bosque, el mismo que habían transitado cuando llegaron allí con Alpha. La luz larga de los faros recortaba los árboles que se erguían a los lados del sendero, y parecían deslizarse como fantasmas veloces. Sin embargo, ya nada podría aterrarla otra vez. En cuanto le revelara al mundo los nombres que el acta de miembros escondía en su interior, desataría el caos, y seria libre al fin del Poder Superior. Ya no tendría que vivir huyendo, recluida de todos y sin familia. Quizá hasta podría trabajar en alguna empresa, se dijo, mientras conducía con una sonrisa. Nunca era tarde para empezar una vida nueva.

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