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VI


Ellis despertó con un rayo de sol directamente en su ojo izquierdo. Si bien el sillón de la habitación era cómodo, haber dormido toda la noche en la misma posición, sumando la golpiza que había recibido, hacía que toda su espalda le doliese como si tuviera cientos de cristales incrustados en todas sus vertebras. Se estiró lo más que pudo abriendo los brazos y las piernas, se frotó los ojos y miró a su alrededor.

La camilla de Bianca estaba vacía.

Se puso de pie, y caminó hasta el baño, pero en el momento en que iba a llamar con los nudillos a la puerta, vio que la misma estaba abierta. Entonces la abrió por completo y observó dentro. La cartera de Bianca estaba vacía, tampoco estaba su ropa, y a él le faltaba su chaqueta. Juraría por Dios que la había colgado del respaldo del sillón, antes de dormirse.

—Oh, mierda... —murmuró.

Corrió hasta la puerta y salió al pasillo. En ese instante, Lisey y Rob salían del ascensor charlando entre sí. Ellis corrió hacia ellos rápidamente.

—¡Díganme que está con ustedes! —exclamó. Ambos lo miraron sin comprender nada en absoluto.

—¿Qué esta quién? —preguntó Lisey. Le miró su rostro, y notó sus heridas. —¿Qué te ha pasado?

—¡No importa lo que me ha pasado! ¡Bianca no está, ha desaparecido!

—¿Qué? —dijo Rob, casi gritando.

Ellis no contestó nada, solamente corrió hacia las escaleras y bajó los escalones de tres en tres, hasta la planta principal. Lisey y Rob le seguían detrás, tan rápido como sus piernas les permitían. Al llegar, Ellis corrió directamente hacia el mostrador de recepción. Se apoyó de él y miró furioso a la chica tras la computadora.

—¿Dónde está? —preguntó.

—¿Dónde está quien, señor?

—¡Donde está Bianca Connor, la paciente del treinta y dos, segunda planta! ¡Quiero una respuesta, y la quiero ya! —gritó, dando un puñetazo encima de la mesa. La gente que había allí lo miraba alarmado y cuchicheaba entre sí.

—Señor, cálmese, por favor...

—¡No me digan que me calme! —exclamó Ellis. —¿Le dieron un traslado? ¡Hable!

Un enfermero de al menos un metro ochenta se acercó a él, y le apoyó una mano en el hombro con firmeza.

—Señor, le voy a pedir que se calme o tendré que sacarlo con la seguridad del hospital.

—Haga lo que tenga que hacer, bastardo. Solamente quiero que me expliquen donde mierda ha ido la paciente Connor, ustedes saben algo, están implicados en esto y también saben quién es el hombre que anoche intentó entrar a su habitación.

—Ellis, ¿qué estás diciendo? —preguntó Lisey, sin comprender, e interponiéndose entre ambos hombres por temor a una riña. Él no respondió, solamente miró hacia todas partes, con exasperación, y de pronto reparó en las cámaras de seguridad que había por casi todas partes del establecimiento.

—¡Allí, quiero que me muestren las cámaras!

El enorme enfermero miró impaciente a la recepcionista, y la chica se encogió de hombros. Entonces le señaló un mostrador, a la derecha.

—Pase por aquí.

Ambos caminaron hasta el monitor de las cámaras, seguidos de Lisey y Rob, muy de cerca. Al llegar, el enfermero preguntó:

—¿Qué hora quiere revisar?

Ellis hizo memoria de la hora en la que había pillado aquel hombre a punto de entrar en la habitación de Bianca, y luego respondió:

—De las once y media de la noche, en adelante.

El enfermero tecleó un par de comandos, y las cámaras comenzaron a reproducir la filmación de la noche anterior. Ellis, Lisey y Rob miraban atentos, hasta que finalmente, casi una hora y media después, veían la silueta de Bianca, con la inconfundible chaqueta de Ellis, esconderse furtivamente entre la penumbra del hospital.

—¡Ahí, ahí está ella! —exclamó Lisey, señalando con un dedo.

—Veamos que hace... —respondió Ellis. —Al menos ahora sabemos que nadie se la ha llevado —añadió, con alivio.

La vieron escaparse por la puerta de emergencia contra incendios, y luego caminar sigilosamente por la calle, hasta salir del enfoque de la cámara.

—¿Hay cámaras en la acera? —preguntó Ellis, rápidamente.

—Sí, espere... —el enfermero volvió a teclear un comando, y en la pantalla apareció una imagen de la calle, a oscuras a esa hora de la noche, con un solo foco iluminando pobremente la acera. En la imagen, Bianca cruzaba hacia una parada cerca de la esquina, y allí se sentaba en el banquillo. Continuaron mirando la filmación, hasta ver como subía a un solitario autobús. Ellis pidió que pausara la imagen, y trató de visualizar el letrero del autobús, para saber adónde se dirigía, pero la cinta estaba tan oscura por la noche que le resultaba ilegible. Sin embargo, anotó en un stick de notas que encontró encima del escritorio, la compañía de transporte y la hora que había registrado la cinta.

—Cielo santo, no puedo creerlo... —murmuró, exasperado. —Una paciente se les ha escapado en la puta cara, y ni siquiera lo habían notado.

—Señor, permítame... —había comenzado a decir el enfermero, pero Ellis no lo dejó terminar de hablar.

—¡No, permítame usted, imbécil! —exclamó, señalándolo con el índice al rostro. —¡Si algo le llega a pasar a esa mujer, juro por Dios que demandaré el hospital, y haré que se ponga a limpiar inodoros el resto de su vida!

Lisey y Rob se interpusieron entre el enfermero y Ellis como mediadores, creyendo que lo golpearía en cualquier momento. Jamás lo habían visto de aquella forma. Sin embargo, Ellis se retiró, soltando maldiciones y vituperios a todo el mundo. Abrió la puerta de entrada y salió a la calle, rebuscando en los bolsillos del pantalón las llaves de su coche y el teléfono celular. Lisey y Rob lo siguieron detrás.

—¡Ellis, espera! —exclamó Rob, rápidamente. —¿Qué vas a hacer? ¿Qué ha pasado anoche?

—Estaba en la sala de espera, cuando fui al baño a orinar. Al salir, vi a un hombre muy sospechoso mirando a través de la puerta de la habitación de Bianca. Le dije que se detuviera, pero comenzó a huir, lo perseguí hasta dos calles de aquí, y otro sujeto que lo acompañaba me emboscó. Me dio unos cuantos golpes hasta que le preguntó al otro tipo si me mataba, sacó una pistola y me apuntó —explicó Ellis.

—Dios mío...

—Al final, solamente me golpeó. Volví al hospital, Bianca me ayudó a lavarme la sangre del rostro, me acosté en el sillón y me dormí. Hasta ese momento ella estaba conmigo.

—Son ellos, no hay duda... —dijo Lisey.

—¿Ellos quienes, Lis? ¿Qué demonios está pasando? —preguntó Ellis, con exasperación.

Sin darle tiempo a Lisey de responder, Ellis marcó el numero de la operadora. Una chica le atendió del otro lado.

—Operadora, dígame en que puedo ayudar.

—Quiero que me comunique con la compañía de autobuses RIMCO, por favor —respondió Ellis.

—Aguarde en línea.

Escuchó el pitido de transferencia de llamada, y luego el tono de espera. Luego de un rato, alguien respondió.

—Autobuses RIMCO, buenos días.

—Quiero saber adónde se dirige el autobús de la una y treinta y cinco de la madrugada, que pasa por la puerta del hospital Saint Pierre.

—Un momento... —Ellis escuchó, impaciente, como el telefonista que le había atendido revolvía unos cuantos papeles. —Esa es la penúltima parada, señor, la del hospital. La última parada se encuentra a diez kilómetros antes de Arcadia, en la carretera setenta.

—Gracias —respondió, y colgó. Tanto Lisey como Rob, lo miraban impacientes.

—¿Y bien? —preguntó ella.

—El autobús hace su última parada diez kilómetros antes de un pueblucho de mierda, por la carretera setenta —respondió Ellis, corriendo hacia el estacionamiento del hospital—. ¡Iré a buscarla, no debe estar lejos!

Ellis entró al estacionamiento sin esperar una respuesta de Lisey o de Rob, con la respiración agitada, y corrió hacia su Toyota Cruiser. Le quitó la alarma, y abrió la puerta del conductor, prácticamente zambulléndose dentro. Metió la llave en el contacto mientras cerraba de un portazo, y encendió el motor. Dio un manotazo a la palanca de cambios y aceleró bruscamente, haciendo chirriar los neumáticos de la camioneta.

Salió a la calle y dobló a la izquierda dando un volantazo, pisando el acelerador a fondo en cuanto se alineó con la carretera, dejando una nube de polvo detrás. Le hubiese gustado llamarla, pero no tenía su teléfono, y no tenía forma de saber dónde podía estar. Solamente deseaba poder verla en algún lado de la carretera, caminando bajo el sol muerta de sed, o quizá hasta durmiendo al refugio de la sombra de algún árbol, pero sana y salva. Más temprano que tarde, se dio cuenta que temía por ella, que realmente tenía miedo de que algo malo le hubiese pasado. No podía permitirse perder a una mujer como ella, se dijo. Si el destino le concedía el favor de encontrarla, no se volviera a apartar de su lado nunca más, aunque ella lo rechazara mil y una veces. Ni tampoco volvería a permitir que le diera un último abrazo, como en la noche anterior.



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Bianca salió de la farmacia con el vendaje nuevo en su hombro. Tuvo que comprar un frasquito de alcohol fisiológico para limpiarse la sutura, aplicarse un poco de gasa y por último el vendaje limpio. Todo aquello lo hizo en una estación de servicio que encontró en aquel pueblo rural. Arcadia era un lugar con muy pocos habitantes, cabañas de madera, establos de ganados y varios sembradíos de hortalizas. Sin embargo, la gente parecía amable y servicial a pesar de su austeridad.

Luego de refrescarse la cara, limpiar sus heridas, lavarse un poco el polvo de la carretera y cambiar los vendajes, no sabía cuál era el siguiente paso. Se detuvo bajo la sombra de un árbol, en una solitaria acera, y volvió a contar el dinero que llevaba. Tenía en su haber ciento cincuenta dólares y unos pocos centavos, no podía ir a un aeropuerto con tan poco dinero, y mucho menos con tan lamentable apariencia, se dijo. Sin embargo, tenía aún sus tarjetas de crédito, quizá podía reservar una habitación en alguna posada hasta curar sus heridas por completo, y luego comprar un billete de avión al lugar más recóndito que pudiese encontrar. Sin duda esa sería una buena idea.

Volvió a desandar el camino hasta la farmacia donde había comprado los vendajes y el alcohol, de todas formas, tampoco quedaba demasiado lejos, nada más que a cuatro calles de la estación de servicio. Entró al pequeño comercio, y la dependienta la miró, un poco recelosa.

—¿Se ha olvidado de algo, señorita?

—No, está bien —respondió Bianca—. ¿Podría decirme donde está el aeropuerto más cercano?

—Pues el único aeropuerto que tenemos por aquí, es en la ciudad de Billingslake, a sesenta y dos kilómetros. Si quiere puedo decirle a mi hermano que la lleve lo más cerca que su vieja Ford le permita...

—No, descuide, tomaré el autobús. Gracias —asintió Bianca.

—La parada está a cinco calles de aquí, la verá enseguida, nada más pasando el criadero de pollos.

Bianca asintió con la cabeza, y volvió a salir al radiante sol de la calle. Comenzó a caminar lentamente hacia la parada del autobús, y tuvo que esperar cuarenta minutos hasta que el vehículo llegó, con su lento y pesado andar. Se subió a él, pagando el billete, y se sentó en los asientos de más adelante, para poder ver hacia la carretera y controlar no pasarse de parada. Sin embargo, sesenta y dos kilómetros era una buena distancia, y el calor la hizo dormitarse varias veces, con sueños intranquilos e intermitentes.

Finalmente, luego de un tiempo más que considerable, llegó a su destino. El aeropuerto era enorme teniendo en cuenta que la ciudad no era demasiado importante. Dentro, la gente la miraba al pasar con cierto rechazo, y Bianca comprendía aquella actitud. Seguramente pensaban que era una indigente, lastimada, con una enorme camisa de hombre y la ropa sucia, algo que en aquella pequeña ciudad tal vez no estaban acostumbrados a ver. Avanzó por el aeropuerto iluminado, impecable y poblado de gente, sin saber en particular hacia donde iba. Encontró una plaza de comidas, y se sentó en una mesa para pedir un café con donuts.

Aunque tardaron en traerle el pedido, Bianca pagó por adelantado a la camarera y luego se dedicó a degustar su taza de café con suavidad. Estaba desesperada por beber un poco de cafeína, se dijo, y la saboreó con lentitud, observando hacia todos lados. Los carteles de viajes, destinos, precios de pasajes, promociones y empresas de vuelo estaban por doquier, pero finalmente uno le llamó la atención, particularmente. Mostraba un paisaje de las tierras altas de Islandia, y nada más verlo ya le encantaba. Sin duda allí no tendrían forma de encontrarla, pensó.

—Islandia, allá es adonde iré... —murmuró.



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Ellis condujo a más de ciento cuarenta durante al menos una hora, vigilando a cada lado de la carretera por si veía algún paraje o cabaña donde Bianca pudiese haber pedido hospedaje o ayuda. Sin embargo, todo allí parecía completamente desolado, y las bolas de hierba seca rodaban de un lado al otro transportadas por el viento. A la distancia, pudo divisar una parada de comida rápida, y piso aún más el acelerador. No tenía la seguridad de que así fuese, pero deducía que Bianca no tuvo más remedio que haber pasado por allí, en algún momento. Quizá había sentido hambre y se había detenido a comer algo, o quizá la hubiesen visto pasar, al menos. Al llegar, estacionó cerca de unos enormes camiones madereros, apagó el motor y descendió del vehículo.

Empujó la puerta y las campanillas que pendían tintinearon con repentina brusquedad, al entrar se dirigió directamente hacia el mostrador donde una obesa dependienta le miraba mascando chicle. Su mirada iba alternada entre Ellis y el reloj de pared, parecía apresurada por irse.

—¿Qué va a comer, señor? —le preguntó, en cuanto se acercó.

—¿Ha pasado por aquí una joven, hace unas horas? Cabello cobrizo, chaqueta de hombre, un poco lastimada —preguntó Ellis, impaciente—. Cutis blanco, ojos azules.

La dependienta pareció esforzarse por recordar, unos instantes que a Ellis le parecieron eternos, y luego su rechoncha cara sonrió ampliamente.

—¡Ah, ya la recuerdo! ¿Sabe lo que ordenó? Creps de manzana, vaya loca... —dijo. —Comió una hamburguesa y se fue, parecía bastante desorientada.

—¿Le dijo a dónde fue? ¿Algo?

—Me preguntó por una farmacia, y le dije que la más cercana de aquí estaba en Arcadia, a diez kilómetros —hizo un ademán señalando la carretera hacia adelante—. Agradeció y se fue, nada más.

—Gracias —dijo Ellis, y tan rápido como había llegado, volvió a salir. Corrió hasta su camioneta, subió y encendió el motor rápidamente, dando una vuelta en U y enfilando de nuevo la carretera hacia el pueblo. Suponía que no debía ser un sitio demasiado grande, sin duda Bianca debía estar cada vez más cerca. El teléfono celular en su bolsillo sonó, y apartando una mano del volante, contestó.

—Hola.

—¿Pudiste encontrarla? —era Lisey.

—Aún no, pero tengo una pista, vengo siguiéndole las huellas.

—Avísame en cuanto tengas alguna novedad, por favor.

Ellis asintió y colgó, dejó el celular encima del asiento del acompañante y sujetando el volante con las dos manos, pisó acelerador a fondo para llegar cuanto antes. No tardó demasiado, el pueblo parecía más desolado de lo que se había imaginado. La farmacia, que a juzgar por su aspecto debía ser la única del pueblo, estaba ubicada ni bien ingresar a él. Estacionó con descuido a un lado de la acera, sin apagar el motor, y descendió de la misma, corriendo hasta el local.

Al entrar, una señora cuarentona lo miró con una sonrisa amable.

—Buenos días —lo saludó—. ¿Puedo ayudarlo?

—Espero que sí. ¿No ha visto pasar por aquí una joven de cabello cobrizo, algo lastimada, con una chaqueta de hombre, ojos azules y aspecto desvaído?

—No, creo que no... —dijo la mujer. —¿A qué hora podría haber pasado?

—Supongo que, a primera hora de la mañana, o un poco más tarde, realmente no lo sé.

—Pues a esa hora es mi hija quien atiende aquí, así que, si la vio o no, no sabría decirle... —la señora se encogió de hombros. ­—Lo siento mucho.

Ellis se pasó la mano por el cabello y miró hacia todas partes en gesto exasperado.

—Maldición... —murmuró. —Gracias, de todas maneras.

Salió de la farmacia abatido y frustrado, la cabeza comenzaba a palpitarle con un dolor sordo, y a esa hora de la mañana comenzaba a hacer bastante calor. Miró hacia todas partes, el pueblo estaba desolado, las cabañas de sus habitantes parecían vacías, con sus puertas y ventanas cerradas. No parecía haber actividad de ningún tipo, y aquello le recordó a cuando era niño, y los domingos por la tarde todo su barrio parecía tomar una siesta al mismo tiempo. En aquel momento se podía percibir el vuelo de una mosca a la distancia, hasta el mismo aire parecía estar horriblemente aquietado.

Aquel pueblo era peor, con su recalcitrante sol golpeándole en todas partes, sin un solo vecino fuera de su casa para preguntarle algo sobre Bianca. Sin saber que hacer, apagó el motor de su camioneta, y luego comenzó a caminar sin rumbo fijo. Se colocó las manos haciendo forma de campana en las comisuras de sus labios y gritó, a pleno pulmón:

—¡Bianca!

Pero no obtuvo respuesta alguna. Intentó de nuevo, esta vez alargando más las A y gritando más fuerte.

—¡Bianca! —tomó aire. —¡Bianca!

Nadie respondía, ni el mínimo ruido había en aquel pueblo vacío. Un golpe de rabia le invadió de repente, ¿cuántas personas vivían allí, que nadie se asomaba para ver quién era el loco que gritaba? ¿Acaso no eran más de cincuenta o sesenta? Se preguntó. De pronto se le ocurrió una idea. Volvió corriendo de nuevo a la farmacia, y la mujer le sonrió con la misma naturalidad que antes, como si fuera la primera vez que entraba a su comercio. Aquel pueblo comenzaba a crisparle los nervios más de lo que ya estaban.

—¿Puedo ayudarlo? —le preguntó.

—Usted mencionó que su hija era quien estaba aquí cuando mi amiga paso, ¿no es cierto?

—Así es.

—¿Puede decirme donde vive su hija, o puede llamarla por teléfono? Necesito saber si habló con ella, si le preguntó por alguna dirección, o le dijo donde iría después. Es una emergencia.

—Puedo llamarla, deme un momento por favor... —la señora sacó de un estante bajo el mostrador, un grueso teléfono a rueda. Ellis se quedó mirándolo atónito, como si aquello fuera un chiste, alguna especie de cámara oculta para un macabro reality show. Esperó a que la señora marcara número a número girando la rueda, mientras tamborileaba con los dedos sobre el mostrador.

—Hola, Amy. Escucha, tengo un cliente que está buscando una chica, y es posible que la hayas atendido tú, te pasaré con él...

La mujer le extendió el tubo del teléfono a Ellis, y éste lo cogió en su mano rápidamente.

—Hola —dijo.

—¿Sí? —respondió una voz mucho más joven, del otro lado. La comunicación, o el aparato, eran malísimos. Se escuchaba pésimo, con una estática muy notoria.

—Estoy buscando una chica que seguramente haya visitado la farmacia cuando estaba usted —explicó Ellis—. Es de cabello cobrizo, cutis muy blanco, ojos azules, tenía una venda en su tabique nasal y llevaba una chaqueta de hombre, ¿la recuerda?

—¿Cómo a qué hora dice usted que vino a mi negocio?

—No lo sé, quizá a primera hora de la mañana o un poco después —Ellis comenzaba a impacientarse, sentía que cada minuto perdido era tiempo muy valioso, casi de vida o muerte—. Es una emergencia, realmente cualquier dato que pueda darme sobre ella, me sería de gran ayuda.

—Pues, parecía desorientada... solo compró alcohol y vendas, así que creo que estaba lastimada.

—¿Le dijo si iba a algún lado? ¿Le preguntó por alguna dirección?

—Ahora que lo menciona, sí. Se fue luego de comprar las cosas, y volvió al rato para preguntarme donde estaba el aeropuerto más cercano.

—¿Puede indicarme donde es? —Ellis sintió que el corazón le daba un vuelco en el pecho. Si Bianca se había tomado un avión, vaya uno a saber adónde, jamás volvería a encontrarla.

—En Billingslake, a sesenta y dos kilómetros por la carretera que atraviesa el pueblo.

Ellis agradeció y colgó el precario teléfono, rebuscó en su billetera un par de billetes de un dólar, por la llamada. Los arrojó encima del cristal del mostrador y salió de la farmacia corriendo tan rápido como podía. Subió a su Toyota y encendió el motor, dando un manotazo a la palanca de cambios y acelerando con brusquedad, derrapando en la tierra y coleteando. Se mordió el labio inferior con desesperación, mientras rogaba a Dios poder llegar a tiempo, o jamás se lo perdonaría.

Condujo en línea recta durante varios minutos, sin quitar el pie del acelerador. La aguja del velocímetro oscilaba entre los ciento veinte y los ciento cuarenta kilómetros por hora, y sabía que podía encontrarse con algún oficial de la patrulla vial, pero poco y nada le importaba aquello. Poco a poco, la desolada carretera comenzó a dar paso a viviendas cada vez más modernas, a medida que se adentraba en la ciudad de Billingslake. Sin embargo, llegar al aeropuerto minutos después, le produjo una sensación muy amarga, porque lejos de sentir un poco más de tranquilidad, ahora le invadía un nerviosismo absoluto. No sabía si ella aún estaba allí o se había marchado, tampoco sabía si volvería con él en cuanto lo viese, o seguiría huyendo. ¿Y si lo ignoraba por completo? Se preguntaba una y otra vez. No sucedió una historia de amor entre ellos, no había pasado tiempo suficiente entre ambos para el romanticismo, pero él sabía reconocer que estaba profundamente enamorado de Bianca. Tenía que alcanzarla a tiempo, o jamás podría olvidar una mujer como aquella, distante y fría, pero cálida al mismo tiempo. Un amor casi hasta platónico, que nunca había sentido hasta el momento en que la conoció por primera vez.

Dejó la camioneta estacionada a un lado de la calle, apagó el motor y descendió del vehículo, mirando el edificio a su alrededor. Para ser un aeropuerto en medio de la nada, era relativamente enorme, y le costaría mucho trabajo ubicar a Bianca, si es que aún no se había marchado.

Ingresó al hall principal y sus ojos trataron de inspeccionar a cada persona que se cruzaba a su alrededor, todo en un segundo. El lugar no parecía atiborrado de gente, pero quizá sus emociones le brindaban una percepción de la realidad completamente distorsionada. El ruido de los altavoces anunciando salidas, la gente que iba y venía de un lado al otro con sus maletas y conversando entre sí, algún que otro niño llorando, todo era un cumulo de ruidos que no le interesaban y le aturdían las ideas. Miró de un lado al otro, las filas de personas que esperaban en las diferentes compañías para adquirir sus billetes de avión, pero Bianca no estaba allí.

Comenzó a sentir un miedo cada vez más intenso. Ella se había ido, con toda seguridad ya la había perdido. Desesperado, comenzó a correr hacia cualquier lado, esquivando gente que iba y venía, y con desespero, la llamó a los gritos.

—¡Bianca! ¿Dónde estás? —intentó. —¡Bianca!

Algunas personas le abrían paso y lo miraban sin comprender, como si Ellis fuera alguna clase de chiflado. Continuó gritando y avanzando mientras miraba en todas direcciones, en segundos que se le volvieron espantosamente infinitos, hasta que al final, en una de las escaleras mecánicas que conducía al segundo piso donde estaban los cajeros automáticos, una mujer se volteó.

Era ella, sin ninguna duda.

Ellis sintió que las piernas le hormigueaban repentinamente, y justo cuando iba a llamarla por su nombre de nuevo, Bianca se echó a correr subiendo por la escalera rápidamente, tratando de esquivar la gente como podía. Sin dudarlo, Ellis también corrió hacia la escalera. Se tropezó con la maleta a rueditas de una señora, y rodó por el suelo, pero tan rápido como cayó se volvió a levantar, reanudando la persecución. Abordó la escalera mecánica y comenzó a subir de dos en dos a los escalones, apartando gente a su paso. Al llegar al segundo piso miró en todas direcciones, la había perdido de vista.

La visualizó varios metros más adelante, su cabello cobrizo se sacudía al correr entre las personas, y Ellis emprendió la carrera nuevamente.

—¡Bianca, no te vayas! ­—gritaba, mientras corría.

La vio doblar a la derecha, cerca de la tienda de dulces y bocadillos, y Ellis cortó camino en diagonal rodeando una tienda de Burger King. Esto hizo que ganara valiosísimos metros de ventaja, y para cuando rodeó el local de comida rápida, Bianca se lo topó de frente, de modo que no tenía forma de escapar. Ella lo miró sorprendida, intentando de forma inútil frenarse a tiempo en el lustroso suelo blanco, y Ellis la rodeó en sus brazos.

—¡Bianca, espera! —le dijo. Ella entonces comenzó a forcejear con él y a intentar asestarle puñetazos en el pecho, bajo la atónita mirada de las personas que contemplaban la escena.

—¡Suéltame, debes dejarme ir! —exclamó Bianca.

—Bianca, escúchame por favor, ya todo ha terminado... —Ellis intentó calmarla, aun a pesar de que Bianca se revolvía en sus brazos como una fiera desbocada. Pudo liberar el brazo derecho, abrió la mano y le soltó un bofetón que dio vuelta el rostro de Ellis, pero el golpe de adrenalina era tal, que ni siquiera lo sintió. Por el contrario, la volvió a estrujar contra sí mismo. Al comprender que no podría escapar de los fuertes brazos que la sujetaban, dejó de luchar, y sin embargo se apoyó en su pecho, agotada.

—No quiero que nada malo le pase a nadie... —susurró. —Por el bien de todos, déjame ir.

Ellis la separó de sí un momento, solo para mirarla directamente.

—Me he vuelto loco cuando no te encontré en la habitación del hospital, no puedo dejarte marchar, Bian —dijo—. ¿Quiénes son esos hombres? ¿Estás en peligro de muerte?

—Sí.

—¿Y adonde tenías pensado irte?

—A Islandia, allí hay pocos habitantes y es un país bastante remoto.

—¡Islandia, santo cielo! —exclamó él, incrédulo. —Entonces iremos juntos.

Bianca lo miró con los ojos muy abiertos, mientras se secaba las mejillas con la palma de las manos.

—¿Qué? ¡No, de ninguna manera! ¡Tú no vendrás conmigo! Tu carrera...

—¡A la mierda mi carrera! —la interrumpió. Ante la asombrada mirada de Bianca, Ellis le tomó las manos. —Renunciaré, si es necesario, y no volveré a competir jamás, pero no te dejaré ir. Y si lo haces, me iré contigo adonde quieras marcharte.

—Ellis, no...

—No entiendes lo que te digo, ni siquiera me estás escuchando —insistió él—. Te quiero Bian, esa es la realidad. Te quiero con locura, me enamoré a primera vista desde el momento en que entraste a la casa de Lisey, y si te vas ya no tendré ninguna motivación en mi vida, ni siquiera para competir. No sé quiénes sean estos tipos o porque te persiguen, pero solo estoy seguro de una cosa. No puedes tú sola contra esto, y quiero protegerte, como sea y de lo que sea. Pero no me dejes sin ti, por favor...

Bianca había comenzado a llorar, pero esta vez no de tristeza, sino de emoción, o quizá hasta de alegría. No sabía definirlo con exactitud. Sabía que Ellis la consideraba atractiva, él mismo se lo había dicho hace tiempo mientras compartían aquella cena, pero lo que acababa de decirle iba más allá de todo. Estaba confesándole su amor, estaba diciéndole, lisa y llanamente, que renunciaría a toda su vida por ella si acaso era necesario. Y lo que era aún más noble, no la dejaría sola en ningún momento. Ni siquiera imaginaba el peligro que corría estando a su lado, pero a Ellis no le importaba, solo quería amarla y protegerla.

—Yo... no sé qué decirte...

—No necesitas irte a un lugar que no conoces para estar a salvo, tengo una cabaña en las afueras de Pittsburg que uso para mis vacaciones, con agua potable y luz eléctrica por generador. Podemos ir allí, nadie nos encontrará, te lo juro —Ellis la miró directo a los ojos—. No quiero propasarme contigo ni obligarte a nada, solo te lo doy como una opción. No me molestaría tener que dormir en el sillón por ti, solo quiero que estés a salvo, nada más.

Bianca sintió que se quebraba por dentro en mil pedazos, cuando volvió a nombrarle el sillón. Su mente recordó un fugaz destello de lo sucedido en su casa, como ella lo había echado a punta de pistola, su mirada de confusión y miedo. Ahora esa mirada se volvía a repetir, pero con expresión de súplica, su rostro irradiaba ternura y congoja al mismo tiempo, por no saber cuál iba a ser su respuesta.

Sin embargo, ella sabía bien lo que sentía. Creía que se había enamorado de aquel miserable aprovechador de Edward. Pero estaba muy equivocada, el verdadero amor era completamente desinteresado, honesto, y leal. Era todo lo que Ellis representaba hacia ella, y ya no podía ignorarlo por más tiempo.

Repentinamente, se aferró a su cuello con fuerza y lo besó, un beso salado por las lágrimas, pero en contrapunto el beso más dulce que había experimentado en su vida. A Ellis lo tomó por sorpresa, pero en un segundo cerró los ojos, igual que ella, y la abrazó por la cintura, entregándose al enorme océano de emociones que sentían. La gente a su alrededor, los que hacía varios minutos miraba la escena, hicieron una exclamación de ternura y aplaudieron, para luego volver poco a poco a su marcha por el aeropuerto, pero ninguno de los dos había oído nada. Bianca creyó por un instante, que volvería a invadirla aquel pánico absoluto al recordar su traumático pasado, pero para su sorpresa sentía que flotaba, muy liviana, y podía pasarse la vida entera embriagada por aquel beso tan fragante, y tal vez hasta deseado. Le acarició la nuca, metiendo los dedos entre los mechones del cabello oscuro de Ellis, y profundizó aún más su beso. Luego lo soltó un instante, y le acarició una mejilla. Había causado sentimientos en ella que no se imaginaba en lo absoluto.

—No me dejes sola, por favor... —le susurró.

—Jamás lo haré, te lo juro— respondió. Apoyó su frente en la de ella y le acarició los labios con la yema del pulgar. —Vámonos a casa.

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