SEXTA PARTE - FIN DE LA LINEA
Stuttgart era una ciudad muy hermosa, a juzgar por Bianca. La plaza del Castillo era increíblemente grande y pintoresca, y la maravillaba aquel paisaje. Sus fuentes iluminadas, los castillos de la era medieval que se alzaban como vigilantes de granito a lo alto de las colinas, eran sencillamente espectaculares. Hacía mucho tiempo que no viajaba a Alemania, desde que había dejado GreatLife. La última vez que había visitado el país, por cuestiones de trabajo, había pasado por Berlín, Hamburgo y Düsseldorf. Sin embargo, no conocía Stuttgart, y aunque la tensión reinaba en su interior, se dejó deleitar por la belleza pintoresca del lugar. Después de todo, no sabía si aquella sería la última vez que la vería.
Bianca había olvidado lo largo que era el viaje, de aproximadamente nueve horas y media, y al cruzar el espacio aéreo del Atlántico experimentaron unas leves turbulencias. Turbulencias que se repitieron al cruzar por encima del Reino Unido y parte de Irlanda, junto con tormentas que aparecían y desaparecían en algunas millas. Esto no hacía más que acrecentar el nerviosismo de Bianca, mientras que Alpha dormía plácidamente en su asiento, a su lado.
Finalmente, cuando llegaron a destino sin más problemas, Bianca sentía las piernas entumecidas y los primeros pasos le dolieron, sintiendo que miles de agujas le pinchaban en todos los musculos. Al salir del aeropuerto pidieron un taxi, y luego se dirigieron a la plaza del Castillo, para almorzar. Bianca pidió carne de ternera y una cerveza artesanal, y Alpha se limitó a un café sin azúcar con un pastelillo de crema.
—¿Cuánto tiempo permaneceremos aquí? —preguntó ella, cortando un trozo de carne.
—No demasiado. Iremos a las afueras de la ciudad, en cuanto terminemos el almuerzo, para reportarnos ante el consejo del Poder Superior. Y déjame recordarte que aún no te has puesto la insignia.
Era verdad, se dijo. Había estado alargando el momento en que tuviera que colgarse al cuello el emblema del Poder Superior, pero ya no podía evitarlo más. Una parte de sí misma se preguntó qué sentirían sus padres si la vieran con aquel collar, luego de que hubiesen dejado todo por acabar con la secta. Se sentía como una traidora de baja calaña, como una infame desertora de su propio legado. Todo lo que significaba la memoria de sus padres, su lucha, su historia y su honor, se fracturaba en aquel momento.
Metió la mano en el bolsillo, y sacó el collar. Lo sujetó por la cadena de plata y lo miró, bamboleándose como un péndulo en su mano y centelleando cuando los rayos de sol que se filtraban por la ventana del restaurante, lo iluminaban. Odió su forma, aquella vara, las serpientes entrelazadas, el gorro frigio. Odió todo lo que aquello representaba, pero cerrando los ojos, se obligó a levantar sus manos y colgarse al cuello aquella porquería maldita.
—Bien, ya está —dijo. Se sentía extraña, como ajena a sí misma.
—Has hecho algo muy difícil, se lo que significa esto para ti.
—Solo espero que esto funcione.
—Lo hará, tiene que funcionar como sea. De nosotros depende acabar con estos malditos. Aunque si me permites, hay algunas cosas que quisiera aconsejarte antes de ir allá —respondió él.
—Hable.
—Lo mejor que puedes hacer es adoptar la misma personalidad de Constanze, o al menos lo mejor que puedas. Charlaba poco con ella, pero hasta donde sé, era una chica muy liberal. Era amante de Friedrich, pero él ya está muerto, sin embargo, algunas pocas veces se acostaba con quien quisiera, tanto hombres como mujeres. No espero que hagas lo mismo—dijo Alpha, al observar el gesto de pocos amigos que Bianca le expresaba—, pero ten cuidado si vas a inventarte una excusa. Aquí hay algunas personas que conocían muy bien a Constanze, la ventaja que tú tienes es que ella se había marchado a Estados Unidos hace mucho tiempo tras tu pista, de modo que con toda seguridad podrás justificar tus cambios de apariencia, y con suerte no encontrarás a nadie que se acuerde a la perfección de ella.
—Suena algo arriesgado.
—Lo sé, pero no tenemos otro camino. Mantén el perfil bajo, buscaré que te asignen una habitación junto a la mía para estar comunicados en caso de que las cosas resulten mal.
—De acuerdo.
—Ella te odiaba, a ti y a tus padres, a todo tu linaje. Habla mal de ti misma siempre que puedas, ¿comprendes lo que te digo?
—Lo comprendo.
—No actúes con miedo, lo notarán. Cuando hables con los Ilmagrentha no los mires directamente a los ojos a no ser que ellos te lo digan, o serás ejecutada en el acto. Siempre que estés ante su presencia baja la cabeza, ponte el dedo índice y medio de la mano derecha en la frente, así—Alpha se hizo el gesto, para que Bianca pudiera verlo—. Recuerda siempre cubrirte la zona del tercer ojo, y refiérete a ellos como gran maestro.
—¿Por qué el tercer ojo?
—Cada Ilmagrentha gobierna un demonio, y necesita tanto del demonio para sus fines que constantemente lo lleva sujeto a su espalda. El demonio claramente no puede ser visto de forma convencional, pero sí con el tercer ojo. Si alguien ve directamente a esos demonios, el Ilmagrenta que lo transporta perdería el favor de su servicio y el demonio se marcharía al bajo infierno de donde lo han invocado. Por lo tanto, los Ilmagrentha consideran una señal de respeto bajar la cabeza y cubrirse el tercer ojo. Quien no lo haga, si es descubierto, es asesinado al instante por el sacerdote negro que acompaña a cada Ilmagrentha
—Entiendo —dijo ella.
—Lo demás te será revelado cuando lleguemos.
—¿Lo demás? ¿Acaso hay más que deba saber? —preguntó Bianca, con cierta desconfianza.
—Cuando atacaste la cabaña donde Bianca se escondía—comenzó a explicar él—, todos murieron menos tú, Constanze. El Consejo querrá saber qué fue lo que pasó, y si has podido recabar indicios del paradero de Bianca antes de venir aquí. Nos instalaremos en la sede del Poder Superior durante una semana, festejaremos el día de Ananel y luego nos iremos a Kirchlengern.
Bianca comenzó a imaginarse lo que sobrevendría en los días siguientes, aquella fiesta que tendría que soportar. Conocía el nombre del demonio, lo había visto en el grimorio que la bibliotecaria le había dado, era quien había enseñado a los hombres a pecar. Pensar en el simple hecho de tener que rendirle tributo a un demonio, rodeada de asesinos que odiaba con toda su alma, le revolvió el estómago. Apartó su plato y se levantó de la mesa.
—Necesito un poco de aire fresco, si no le importa —dijo.
Caminó hacia el patio de entrada del restaurante, y se sentó en uno de los pequeños bancos de madera que había cerca de la fuente ornamental. Extrajo el paquete de cigarrillos del bolsillo de su chaqueta, tomó uno y lo encendió. Lo único que esperaba, era ser lo suficientemente fuerte para resistir aquello que se le venía encima. Cerró los ojos y levantó el rostro, mientras soltaba el humo, pidiendo ayuda a sus padres, a Dios, o a quien sea que la estuviese escuchando allí arriba. Diez minutos después, Alpha salió al patio y se paró firme a su lado, con las maletas de ambos a un costado. Metió la mano dentro de su chaqueta y le extendió una pequeña bolsita de cuero marrón.
—¿Qué es eso? —preguntó ella, mirándole la mano.
—Es la moneda de la elite. Esto es más que suficiente para empezar, cuando lleguemos a Heiliger Tempel tendrás mucho más dinero que esto.
Bianca tomó la bolsita de su mano, la abrió y dentro vio varias monedas de oro grabadas con un pentaculo y una frase en latín a su alrededor. Volvió a cerrarla y se la ofreció.
—No me interesa su dinero —dijo.
—No me interesa que no te interese, Bianca. Esto es lo que vas a necesitar si quieres comprar armas, o pagar cualquier cosa dentro de la hermandad. El dinero tradicional no sirve con estas personas, ¿recuerdas la barbería que te mencioné en Missouri?
—La recuerdo.
—Los clientes que son del Poder Superior pagan su corte de cabello con dos monedas de estas, por ejemplo. Es su forma de identificarse, de generar un comercio favorable para el beneficio de la hermandad—explicó Alpha—. Te recomiendo que no hagas caso omiso de ello, o quedarás en evidencia tú misma.
Bianca no respondió nada, se guardó la bolsita en un compartimiento de su equipaje y aplastó la colilla de su cigarrillo en el suelo.
—Vámonos cuanto antes —dijo.
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Luego de que Alpha alquilase un coche en una concesionaria, ambos emprendieron el viaje rumbo a Heiliger Tempel, el castillo sede del Poder Superior. Ubicado a 140km de las afueras de la ciudad, sus poseedores eran los más altos jerarcas de los Ilmagrentha, hombres que, por línea parental con los grandes condes y reyes del siglo XIX, conservaban los títulos de propiedad originales del enorme castillo.
Durante todo el trayecto, Bianca no dijo una sola palabra, solamente se limitó a fumar un cigarrillo tras otro con la ventanilla a medio abrir, observando el paisaje mientras el viento le despeinaba el cabello. Los campos cultivados con árboles frutales, los inmensos viñedos y las penillanuras cubiertas de pequeños y frondosos bosquecillos, hacían de todo aquello una vista increíblemente hermosa. A medida que el Volkswagen avanzaba por la carretera, Bianca imaginaba si en algún lado de aquella tierra, la versión infantil de su madre correría por doquier, con el cabello al viento y un vestido suelto. Una pequeña Angelika inocente, con una risa ancha y la piel suave como seda.
Sin embargo, los paisajes fueron cambiando a medida que se adentraban cada vez más en las afueras de Stuttgart, y finalmente, Alpha se desvió por un camino a la derecha que no tenía ningún tipo de señalización. Condujo en velocidad media por diez minutos, hasta que llegó a una inmensa portería de hierro negro. Se detuvo frente a ella y apagó las luces de larga distancia, mientras Bianca miraba hacia adelante por el cristal del parabrisas, inclinándose en su asiento. Al menos a un kilómetro de distancia, quizá más, las puntas de los torreones se asomaban por entre las copas de los árboles. Era increíblemente enorme aún a esa distancia.
—No mires demasiado, parece como si nunca lo hubieras visto —dijo él. La portería se abrió y se acercaron al coche dos hombres vestidos con largos sacos negros.
—Buenos días, ¿en qué podemos ayudarlos? —dijo uno de ellos.
—Soy Alpha, ella es mi compañera Constanze. Venimos a reportarnos ante el Consejo, hemos tenido un largo viaje y nos gustaría descansar antes de viajar a Kirchlengern.
—¿Podrían ser tan amables de mostrarnos sus identificaciones, por favor?
Alpha miró a Bianca, y asintió con la cabeza. Ella metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y le extendió la tarjeta hacia el sujeto que tenía al lado de su ventanilla. Alpha hizo lo mismo. Revisaron que todo estuviera en orden durante unos instantes que a Bianca le parecían desesperadamente largos, hasta que al fin le devolvieron las identificaciones a cada uno, con una sonrisa.
—Bienvenidos sean, adelante.
Se hicieron a un lado y Alpha aceleró paulatinamente el coche alquilado. Bianca miró por el espejo retrovisor como aquellos hombres se volteaban para mirarlos alejarse. Entonces resopló, soltando el aire que contenía en su pecho. Las manos le temblaban.
—Esto es una puta locura... una maldita locura... —murmuró, una y otra vez.
—Bianca...
—Esto es un error, hemos caído en la boca del lobo. Se darán cuenta y me asesinaran —dijo ella.
—¡Bianca, necesito que te calmes! —exclamó Alpha—. Ya estamos aquí, es muy tarde para volver y más vale que te acostumbres a esto. Vas a tener que ser una buena actriz hasta que todo acabe.
—Lo sé, tiene razón.
Continuaron avanzando en total silencio, por el camino de tierra que accedía a la entrada al castillo y al llegar, Bianca se sintió maravillada con la estructura. Su fachada era imponente, las piedras con las que estaba construidas las paredes, los torreones, las escalinatas y las columnas, parecían tener miles de años de antigüedad. El estilo de arquitectura inglesa neogótica podía verse en cada rincón de la construcción, desde los blasones laureados que decoraban los dinteles de las puertas hasta el labrado rustico de las columnas.
Estacionaron en el gran patio central, donde dos hombres los esperaban a los pies de la escalinata de acceso. Llevaban el mismo saco negro y largo que los de la portería, y tenían las manos a la espalda. Alpha apagó el motor, bajó del vehículo y abriendo la puerta trasera, sacó su equipaje. Bianca le imitó a su vez.
—Buenos días, caballeros —saludó Alpha, afablemente.
—Imagino que el viaje ha sido largo, señor —dijo uno de los hombres. Se acercó a él y le extendió su mano hacia la maleta del equipaje—. ¿Me permite que la cargue por usted?
Alpha lo dejó hacer, y el otro hombre ayudó a Bianca con la suya.
—Nunca termino de acostumbrarme a estar sentado tantas horas dentro de un avión, pero que se le va a hacer, supongo que son cosas de la edad —dijo Alpha, sonriendo.
—Por aquí, pasen.
Los hombres los guiaron hasta la cumbre de la escalinata. Arriba, Bianca pudo notar que había una puerta sellada por seguridad automática, muy moderna, que contrastaba con la arquitectura antigua del propio castillo como un pino en el medio del desierto. Al terminar de subir los peldaños de granito, el primero en acercarse a la puerta fue Alpha. Con la identificación en su mano, se acercó hacia un lector con luz verde, similar al receptor de los cajeros automáticos, y metió la tarjeta dentro. Bianca pudo observar como un haz de luz recorría la identificación y luego de un momento, un pitido breve. La máquina expulsó la tarjeta al mismo tiempo que el cerrojo automático de la puerta blindada se abrió, con un chasquido.
—Bienvenido, señor —dijo el que le sostenía la maleta.
Alpha recogió su tarjeta y cruzó el umbral, girándose para esperar a Bianca. Una parte de sí misma estaba aterrorizada, pero se obligó a avanzar a pesar que sentía sus pies como dos enormes bolas de plomo, y sin pensarlo dos veces metió su tarjeta en el lector. Expectante, con el corazón encendido a mil revoluciones, observó como el haz de luz verde escaneaba, y contuvo la respiración. Finalmente, el mismo pitido volvió a escucharse y la puerta se abrió, al mismo tiempo que la maquina soltaba la identificación.
—Bienvenida, señorita —dijo el otro hombre, mirándola fijamente. La miró por más tiempo del que Bianca podía tolerar, inclusive, y se preguntó si no sospecharía algo. Asintió con la cabeza y cruzó la puerta.
—Muchas gracias —respondió ella, al caminar.
Alpha la esperaba, ella lo miró y asintió con la cabeza en silencio. El pasillo que conducía a la puerta interior era un poco húmedo, con olor a roca mohosa, y encierro, pero pronto salieron al otro lado y el sol los volvió a iluminar. La segunda puerta, la original del castillo, era increíblemente majestuosa. Tenía el blasón tallado en la madera, enorme y poderoso, con grecas a su alrededor. Los bordes estaban decorados con arabescos y detalles bañados en plata y oro, y Bianca se sintió fascinada por aquella esplendorosa visión. Quiso tocar la puerta, acariciar sus relieves y admirarla mejor, pero se vería muy raro, de modo que se contuvo las ansias. De todas formas, viviese o no, aquella puerta sería un recuerdo indeleble en su memoria.
Los hombres que cargaban el equipaje de cada uno se adelantaron a ellos, y abrieron. La madera crujió con pesadez, y ante Bianca se extendió un mundo diferente, casi como un viaje en el tiempo a las pomposas antigüedades de caballeros medievales, de un mundo dorado cubierto por la elegancia de viejos reyes, y grandes lores de antaño. El salón era de una enormidad desproporcionadamente inmensa, algo que jamás había visto ni siquiera en los mejores hoteles que había visitado, siendo ejecutiva en GreatLife. Tres arañas de cristal blanco con más de trescientas luminarias pendían del techo, las paredes y el techo estaban tapizadas del más fino armiño heráldico, el mobiliario era original de la época y los cuadros también. Se podían ver reinas en enormes vestidos, reyes, príncipes y caballeros. Mas al fondo, en medio de dos escaleras confeccionadas con mármol negro, había un enorme altar de piedra Magnetita. Sobre el altar y cubriendo toda la pared, un enorme oleo de Luttemberger, de aproximadamente seis metros de ancho por diez de alto. Bianca podía saber que se trataba de él con tan solo mirarlo, y recordar los documentos de sus padres. Portaba un enorme manto negro, las facciones duras e inexpresivas del rectilíneo rostro, como de costumbre, y un enorme cetro con una serpiente de plata en su empuñadura. Atemorizaba verlo allí, tan enorme, tan poderoso e implacable.
—¿Dónde quieren su equipaje? —preguntó uno de los acompañantes, distrayéndola de sus pensamientos.
—En nuestras habitaciones estaría bien, gracias —respondió Alpha.
Los hombres asintieron con la cabeza y se perdieron entre los caseros y empleadas de limpieza que andaban de aquí para allá. Subieron las escaleras de mármol negro, y se perdieron mucho más arriba. Bianca se acercó a una de las nueve armaduras que decoraban los laterales de la sala. Tocó con la punta de sus dedos la pechera de acero negro, luego palpó la textura de su capa roja, un poco desteñida y oscurecida por el paso de los siglos, y admiró la espada a su lado.
—Es bellísima —dijo, cuando Alpha se paró a su lado.
—Lo sé. Recuerda lo que te he dicho, no puedes ponernos en riesgo a ambos.
—¿Por qué me lo dice? —preguntó ella, en el mismo tono susurrante en que él le había hablado.
—Se acercan dos sacerdotes.
Bianca se giró al mismo tiempo que Alpha. Efectivamente, dos hombres vestidos con una enorme bata negra se acercaban rápidamente. Cuando llegaron a ella, cada uno la saludó con un beso en cada mejilla. Bianca trató de contener como fuese posible la repulsión que la dominaba, y luego que la saludaron a ella, continuaron con Alpha.
—Nos alegra que puedas estar aquí, Constanze. Perder a Friedrich y a Lorenz fue una tragedia para todos nosotros, a pesar de que Friedrich era un rebelde destituido —dijo uno de ellos. Bianca se sintió tentada por el hecho de averiguar el motivo por la destitución de ese maldito asesino, pero luego pensó que quizá Constanze ya sabría aquello, y seria arriesgado simular olvido.
—Lo sé —bajó la cabeza y recordó que Alpha le había dicho que ellos eran amantes—. Yo le quería.
—Imagino que sí —dijo uno de los sacerdotes.
—Sin embargo —intervino el más anciano de los dos—, supongo que vendrás con noticias sobre la hija de los Connor.
—Así es.
—El consejo se realizará mañana a primera hora. Te sugiero que descanses.
—Yo mismo la llevaré a su habitación, señor.
Alpha le apoyó una mano en la espalda y la empujó levemente para que caminara hacia una de las escaleras. Mientras subían, Bianca respiró hondo.
—Fingir es más difícil de lo que creía —le susurró.
—Y esto apenas comienza —mientras subían, Alpha le indicó con un gesto de la cabeza—. Por el pasillo que ves allí accedes a los torreones principales, la segunda escalera a la izquierda conduce a uno de los cuatro patios internos, la primera a la derecha es la armería, la última del pasillo es la sala de ceremonias y sacrificios. Hacia la derecha de esta escalera se acceden a las habitaciones superiores y el ala oeste del castillo. Eso es todo lo que el Poder Superior utiliza, el resto de las cuatrocientas setenta habitaciones prácticamente están abandonadas por cuestiones de ahorro energético. Así que, por ende, trata de no deambular demasiado por ahí, es muy fácil perderte.
Terminaron de subir y Alpha se dirigió directamente hacia el pasillo de la derecha. Un montón de accesos, puertas y subsuelos se dejaron ver, y Bianca admiraba la capacidad que tenía de caminar por todos esos lugares, atravesar cada puerta y acceder a cada escalera como si fuera su casa de veraneo con total naturalidad. Atravesaron tres puertas más, accedieron a un patio interno, cruzaron un rosedal, una fuente decorativa y luego un salón de té. Finalmente, lograron acceder a un pasillo que lejos de estar decorado como el resto del castillo, más se parecía a un hotel. La alfombra era cotidiana, el empapelado también. Recostados a una de las paredes, un hombre de no más de treinta y cinco años se besaba muy acaloradamente con una rubia.
—¡Vaya! —exclamó Bianca, por lo bajo, al toparse con la escena y notar que la chica le acariciaba el miembro erecto por fuera del pantalón, como si fuera lo más normal del mundo y sin ningún tipo de pudor.
—Shhh... —murmuró Alpha. Al pasar por su lado, caminando tranquilamente, saludó: —Buenas, Krugmer.
—Alpha, es bueno verte en casa —respondió el hombre, separándose de la mujer. Luego miró a Bianca—. ¿Qué tal el viaje, Constanze? Ven, únete. Hay suficiente para ambos.
Bianca observó que le apartaba un poco la camiseta a la chica, tomaba uno de sus pechos en la mano y le pellizcaba el pezón. El collar de plata que llevaba se bamboleó a un lado. El asco la invadió de forma repulsiva, pero se obligó a sonreír.
—Quizá en otra ocasión, ahora mismo estoy agotada —dijo.
—Bueno, más para mí —respondió él, y volvió a besar a la mujer.
Bianca continúo caminando un tanto por delante de Alpha, y cuando luego de un momento él se detuvo frente a una puerta de madera lustrada, se giró y lo miró como si estuviera ofendida.
—¿Qué demonios fue eso? ¡Explíquese!
—La gente del Poder Superior sigue la doctrina satanista, por ende, son hombres y mujeres libres. Aquí hay compromisos, pero cada quien puede estar con quien quiera, siempre y cuando ambas personas muestren interés sexual. No hay leyes dentro de estas paredes, ni tampoco pudor. Si te horroriza el hecho de caminar por los pasillos y encontrar personas fornicando por los rincones, te recomiendo que replantees tu pensamiento.
—A mí me parece una perversión.
—Quizá en el mundo exterior, pero aquí las cosas funcionan distintas. Hazme un favor, y respóndeme algo —Alpha la miró, interrogante—. Cuando tú vivías en pareja con este chico, ¿nunca has estado haciendo tus quehaceres, y has terminado de repente y sin saber cómo, haciendo el amor?
—Sí, muchas veces... —respondió ella, ruborizándose.
—Pues imagina esa misma situación, pero a gran escala y sin pudor. Así es como funciona aquí. No tienes por qué hacer lo mismo, solo no te asombres cuando lo veas, y ya. Constanze era bastante afín al sexo grupal y casual.
Bianca miró la puerta que tenía frente a sí, buscando cambiar de tema.
—¿Esta es mi habitación? —preguntó.
—Sí.
Bianca tomó el pomo de bronce, sintiendo el frio en la palma de su mano. Su mente tuvo un leve destello de la vida que antaño llevaba, y jamás se había imaginado que iba a estar ingresando a una habitación dentro de la sede mundial del Poder Superior. Sin embargo, giró y empujó hacia adentro.
La habitación era increíblemente hermosa. Era antigua, eso estaba a la vista debido al empapelado de las paredes, los arabescos y tallados del techo, la madera de pino que recubría el suelo y el mobiliario. La cama, confeccionada en madera de ébano, con arabescos y una gran heráldica en su cabecera, estaba cubierta por un altísimo colchón de espuma y una manta de seda bordó. Como objetos modernos, la habitación contaba con un refrigerador de media altura en un rincón, una biblioteca que cubría toda la pared lateral, un minibar, un armario de tres puertas y un enorme televisor de pantalla plana colgando de la pared. Había una puerta dentro de la habitación, sin embargo, que ella dedujo podría pertenecer al baño privado.
Bianca observó todo con una satisfacción mezclada con incertidumbre. La habitación era muy lujosa, pero no tanto quizá como el resto del castillo. Sin embargo, se sentía muy a gusto allí, como cuando vivía en la pomposa suite ejecutiva. Por otro lado, tanta majestuosidad le parecía un tanto extraña, como si no quisieran atemorizarla, para en el momento menos pensado enviarla al matadero.
—¿Te gusta? —preguntó Alpha, interrumpiendo sus pensamientos. Bianca parpadeó, antes de responder.
—Es preciosa, sí —dijo.
—El refrigerador tiene despensas como refrescos, y alimentos lácteos. En el minibar tienes diversas bebidas alcohólicas, y un compartimiento con alimentos secos como galletas, panes, frutos secos y snacks salados. La televisión tiene todos los canales, y el teléfono está conectado con los servicios del castillo como la cocina, el servicio de limpieza y los diversos salones.
—¿Cuándo me llevará a ver los documentos que me prometió? —dijo ella, levantando una ceja mientras preguntaba. Tanta comodidad le aturdía.
—Pronto. Los secretos de la secta están dentro de las criptas negras, en Kirchlengern. Por el momento, solo preocúpate por descansar, y no pierdas bajo ningún concepto tu identificación. Pueden pedírtela en cualquier momento.
Alpha asintió con la cabeza y se retiró por el pasillo hasta la siguiente puerta, donde estaba su habitación. Abrió, girando el pomo, y luego cerró tras de sí al entrar. Bianca lo observó un instante, en medio del silencio que parecía reinar en todo el pasillo, y entró a su habitación, cerrando la puerta con llave.
Lo primero que hizo al estar a solas dentro del cuarto, fue inspeccionar con la mirada cada rincón del techo en busca de cámaras que pudieran estar vigilándola, pero no encontró absolutamente nada. De forma casi desesperada, revisó cada mueble con sus respectivos cajones, tras ellos y por debajo, pero tampoco encontró micrófonos. Abrió las puertas del armario de par en par, y dentro vio diversas perchas con ropa negra, algunos vestidos cotidianos y otros de ceremonias que dudaba mucho si quería experimentar. Revisó cada una de las perchas arrojándolas a la cama, pero tampoco encontró nada.
Comenzó a guardar cada vestido con su percha nuevamente dentro del armario, preguntándose si Alpha en verdad no le había mentido. ¿Todo era tan fácil como parecía? La verdad era que no, no era fácil en absoluto. Tenía que estar vigilando sus espaldas, fingiendo continuamente ser una persona que no es, y aquello era lo más difícil de todo. En cuanto terminó de guardar cada prenda de ropa en su lugar, revisó el minibar en busca de un cenicero. Como no encontró lo que buscaba, se conformó con una copa de cristal. Encendió un cigarrillo y aspirando el humo lentamente, se recostó en la cama. Dudaba muchísimo poder dormirse debido a la enorme tensión que la dominaba, pero en cuanto se acabó su cigarrillo y relajó los músculos de su cuerpo, lo tiró dentro de su copa encima de la mesita de noche, y cerró los ojos.
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