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IX


A la mañana siguiente, la primera en despertar fue Bianca. Se estiró en la cama y su brazo derecho se topó con el cuerpo de Ellis, aun en boxers, pero dormido profundamente, boca abajo. Ella lo miró, con una sonrisa, y le acarició la espalda, dándole un beso entre los omoplatos. Luego se levantó de la cama, sin hacer ruido, y se metió a la ducha. Ellis era un hombre fornido y, como la mayoría de los hombres, parecía que su temperatura corporal siempre estaba diez grados más por encima del promedio normal, de modo que había transpirado muerta de calor toda la noche.

Para cuando terminó de ducharse, él ya estaba despierto. Bianca salió envuelta en la toalla, cuando él se hallaba cepillándose los dientes. Esta vez fue ella quien lo llevó por delante.

—Oh, lo siento —se disculpó. Ellis le hizo un gesto despreocupado con la cabeza, y continuó a lo suyo.

Luego de que Ellis se duchó, ambos se vistieron, recogieron su equipaje, y bajaron a desayunar. Luego del desayuno, Ellis pagó el alojamiento, volvieron a cargar las maletas de ambos a la camioneta, y retomaron la marcha. El día estaba muy húmedo, corría una brisa caliente y espesa cada vez que el viento soplaba, y a lo lejos podía verse una espesa franja de nubes violáceas, como una oscura manta, que se acercaba gradualmente hacia ellos.

Ellis dirigió la Toyota hasta los accesos de la autopista veinticuatro, giró en la rotonda y en minutos ya estaban en Tennessee. Ellis miró de reojo a Bianca, la cual parecía meditabunda al extremo, y estiró un brazo para encender la radio. La música de los ochenta que transmitía era alegre y pegadiza, sin embargo, Bianca no se inmutó en lo absoluto. Confuso, apagó la radio.

—¿Has dormido bien? —le preguntó, buscando un tema de conversación. Solo entonces ella apartó su mirada del paisaje que se extendía al costado, y se giró a verle.

—Sí —asintió, con una sonrisa—. ¿Y tú?

—De maravilla —Ellis la miró un instante, esperando algún comentario, pero Bianca no dijo nada más, así que decidió abordar la cuestión—. ¿Tú estás bien? Te noto pensativa —dijo.

—Me siento terrible por lo de anoche, para ser sincera —respondió, viéndolo fijamente, con reflejos de pena en sus ojos azules—. No es justo que tú pagues por las malas acciones de los demás.

—Para seguir con tu línea de sinceridad ­—acotó él—, me imaginaba que algo sucedía, por el malentendido de aquella noche en que te lleve a tú casa. Al día siguiente me apuntaste con esa pistola, como si te hubiese atacado. Creo que allí fue cuando comencé a sospechar que algo no iba bien contigo, aunque nunca te lo dije, o abriría más la brecha entre nosotros.

Aquello solamente hizo que Bianca se sintiera más avergonzada.

—De verdad, siento mucho todo esto... —respondió. —Supongo que, si no puedo hacer ciertas cosas como toda pareja normal, deberé quedarme sola.

—Pero, ¿qué dices? ­—Ellis alternaba miradas entre ella y la carretera por delante. —Te lo dije anoche y te lo vuelvo a repetir, que me he enamorado de ti y eso es todo lo que me importa.

—Lo sé.

—Pues entonces no deberías sentirte mal, ni mucho menos. He dormido muy cómodo y feliz contigo, ¿y tú?

—Yo también, por supuesto. Hacía mucho tiempo que no dormía con alguien.

—Entonces creo que no deberías seguir dándole vueltas al asunto, y relajarte —aseguró Ellis—. A veces la intimidad no consiste solamente en tener sexo con alguien. Que simplemente durmamos, o que nos contemos nuestras inquietudes, o que emprendamos este viaje juntos, son ejemplos de intimidad como tantos otros que aún no hemos vivido. Si confías en mí, entonces tenemos la suficiente intimidad como para continuar. De lo contrario, aún estas a tiempo de volver, si no te sientes a gusto.

—No me separaré de ti, te quiero y lo sabes —respondió Bianca.

—Entonces deja de martirizarte por cosas que no importan.

Ella asintió con la cabeza, y suspiró. Era increíble como cada palabra que Ellis decía parecía ser la indicada para calmar sus sentimientos.

—Ojalá te hubiera encontrado mucho antes —dijo.

—¿Tú crees? —preguntó él. ­—Yo creo que en realidad el hecho de que hayamos congeniado justamente ahora, ha sido de gran utilidad. Para que tú confíes en los hombres nuevamente, y para que yo pueda demostrarte que no te haré ningún mal, porque soy alguien diferente.

Bianca lo miró un segundo, tan concentrado en el camino, con las manos sobre el volante de la Toyota, su camiseta que marcaba sus brazos de atleta, destilando fortaleza y virilidad con toda una briosa juventud y una brillante carrera por delante. Y ahí estaba, dejando todo atrás por ayudarla, conteniendo sus miedos y apoyándola hasta en cosas que ningún otro hombre entendería. Sintió una oleada de ternura y amor que creía extinguida, hace mucho tiempo, y sonrió.

—¿Cómo lo haces?

—¿Cómo hago que cosa? ­—preguntó, mirándola confundido un instante.

—Siempre sabes que decirme, es como si me conocieras de toda la vida.

—En realidad no te conozco de nada.

—¿Y entonces? —preguntó ella, cada vez más intrigada.

—Es que primero aprendí a conocerme a mí mismo, antes de conocer a los demás —respondió Ellis—. Entonces solamente trato a los demás de la misma forma que me gustaría me tratasen a mí.

—Deberías ser budista, en vez de corredor. No ganarías mucho, pero por lo que veo, alcanzarías la iluminación en una semana —bromeó Bianca.

Ambos rieron, y ella descubrió que le hacía bien reírse junto a Ellis, a pesar de todas las cosas. Su compañía, y el hecho de volver a enamorarse, le resultaba muy gratificante. Aún con la sonrisa bailando en su rostro, se arrellanó en su asiento mirando hacia la carretera que se extendía por delante.

De pronto, sin saber cómo ocurrió ni porque motivo, se vio a sí misma en un enorme castillo de la época gótica. Todos los colores se habían marchado, todo el tiempo a su alrededor parecía una masa gelatinosa que se movía demasiado lento y amorfo. Había un montón de hombres con túnicas completamente negras que, reunidos en círculo, parecían hablar entre sí. No podía escuchar completamente nada, solo sentía un ruido blanco en sus oídos, como quien escucha el sonido del viento dentro de una caracola de mar. Luego, más tarde, comprendió que en realidad estaban practicando una especie de rezo o culto en algún idioma que ella no conocía. Aquellos hombres, suspendiendo sus movimientos los cuales eran torcidos y desacompasados, se giraban para mirarla.

Sintió una enorme presión en el pecho, como si la empujaran hacia algún lado, y repentinamente cayó de espaldas en la tierra fresca, húmeda y cubierta de hojas secas. A su alrededor había un frondoso bosque, y aunque no había colores en aquella visión funesta, miró a su alrededor esperando ubicar donde se encontraba. Sin embargo, el pánico la dominó por completo. Todo comenzó a ennegrecerse con prisa, como si una gran mancha devorase todo a su paso haciéndole perder la visión, segundo a segundo.

Bianca sintió un miedo atroz, al saber que en ese lugar había algo muy oscuro y maldito, algo que enfermaba los animales y pudría las plantas, y consumía la vida de los incautos turistas y jóvenes expedicionarios, que se atrevían a aventurarse más allá de los carteles de advertencia. Una voz comenzó a escucharse de repente, primero un susurro, luego un siseo, como el viento.


Bianca... Bianca...


El absoluto horror la poseyó por completo, se levantó del suelo y corrió, lo más rápido que pudo, lejos de toda aquella espesa arboleda. En un abrir y cerrar de ojos, se hallaba en los brazos de Ellis. Estaba en el suelo, sobre el césped, a un lado de la carretera. A su izquierda, estacionada a un costado, se hallaba la Toyota con la puerta del acompañante abierta, y la guantera revuelta. Suponía que Ellis había buscado algún tipo de medicamento.

—¡Bian, cariño, dime que estás bien! —exclamó él, preocupado.

—Sí, tranquilo —asintió ella, mientras se ponía de pie con lentitud. Una película de sudor frio le recubría el rostro y le perlaba la frente.

—¿Qué ha sido eso? ­

—Tuve una visión.

—¿Cómo? —preguntó, asombrado. —¿Sobre qué?

—Vi un montón de personas, no lo sé. Parecían estar llevando a cabo un rito. Luego vi un bosque, y la voz de un hombre que me llamaba.

—Quizás fui yo, te nombré un par de veces.

—No —aseguró ella—, no tenía tu voz en absoluto. Me dio muchísimo miedo.

—Lo imagino, no es para menos.

—Lo que me da aún más miedo es no controlar lo que me ha pasado.

—Ven, no pienses en eso ahora. Vamos a continuar el viaje, y en el primer lugar que veamos nos detendremos a tomar un bocadillo —dijo Ellis, sujetándole por la cintura.

—De acuerdo, gracias por detenerte.

—En cuanto vi que pusiste los ojos en blanco, me asusté muchísimo, todo fue muy repentino. Solo atiné a detenerme a un lado y sacarte de la camioneta, creí que tenías un ataque. Solo balbuceabas en alemán y te movías de forma extraña.

—Vaya, que extraño todo...

Ellis se dio cuenta de que Bianca estaba tratando de mostrarse desinteresada, como si el tema realmente no importase demasiado, y aquello le dio muy mala espina. No por el hecho de que ella aun le ocultara lo que estaba sucediendo, sino porque temía que fuera algo imposible de controlar.

—Vamos, hay que continuar —dijo.

Ambos subieron a la camioneta de nuevo, y Ellis retomó el camino a una buena velocidad. Cada algunos cientos de metros apartaba sus ojos del camino para mirar a Bianca, de reojo, pero ella estaba inmutable, mirando distraída por su ventana. Le encantaría saber en lo que estaba pensando, y poder quizá ayudarla un poco más, pero sabía que Bianca era una mujer demasiado reservada cuando se lo proponía.

Continuaron la marcha hasta pasada la una y media de la tarde, donde por fin, cerca de Nashville, pudieron visualizar una cadena de comida Wendi's.

Ellis dejó la camioneta en el aparcamiento, e ingresaron al local en cuanto los primeros vientos de la tormenta comenzaron a soplar. Dentro, la calefacción era tibia y agradable. Se sentaron en una mesa cerca de la puerta, y cada uno eligió un menú con refresco de naranja.

Bianca, sin embargo, se limitó a devorar su carne en completo silencio. Ellis la miró, dejó el tenedor a un lado, y le tomó su copa de jugo para beberle un sorbo. Ella levantó la mirada y le hizo un gesto de enojo.

—¡Ey, como te atreves! —bromeó.

—Vaya, creí que nada te llamaría la atención —opinó él, devolviéndole la copa—. ¿Tan horrible ha sido lo que viste?

—Supongo que no, pero si me ha dejado pensando.

—De eso no me cabe la menor duda, basta con observarte. Parece como si te hubiesen quemado los circuitos del cerebro y fueras una autómata.

—Tonto —comentó ella, haciendo el gesto de aventarle con la rebanada de pan.

—¿Y en qué piensas? —preguntó Ellis.

—No lo sé, en todo esto, supongo. Trato de descubrir que mensaje hay en lo que vi hoy, saber por qué precisamente esas imágenes.

—Podemos comenzar a investigar por nuestra cuenta, quizá solamente no sea nada, como quizá puede ser algo muy importante —dijo él, mirándola fijamente. Luego suspiró, y la tomó de una mano. —Me gustaría poder ayudarte de otra forma, o comprender un poco más todo este mundo esotérico que tú ves.

—Me estas ayudando mucho más de lo que crees —Bianca dio otro bocado a su carne, y luego continuó hablando—. Cambiando abruptamente de tema, la siguiente parada que hagamos será en un banco. Necesito sacar todos mis ahorros e incluso la herencia de mis padres, antes de que lleguemos a Pittsburg.

—¿Y eso por qué?

—Si hay personas siguiendo mis pisadas, no me conviene hacer movimientos bancarios cerca del lugar donde estaré refugiada. No se caga donde se come, cariño. Y en algún momento mi dinero en efectivo acabará gastándose.

—Pero tú no necesitas gastar un solo centavo. Te invité de buena fe a mi cabaña de vacaciones, no necesitas pagar absolutamente nada.

—Lo sé, pero me sentiré mal si no lo hago. ¿Cuánto tiempo nos quedaremos allí? ¿Seis meses? ¿Dos años? Los gastos no correrán solo por tu cuenta —insistió ella—, así que no hay nada más que decir.

Ellis resopló.

—Vaya porfiada estás hecha —dijo.

—Solo intento ayudarte, en la medida de lo que puedo. No es fácil para mi acostumbrarme a vivir con alguien que mantenga todos mis gastos, es algo que jamás hice en mi vida.

—Como prefieras, cariño —consintió él.

Continuaron con su almuerzo en silencio, solamente mirando por la ventana hacia la calle, donde las primeras gotas de lluvia comenzaban a caer apenas, suave al principio, en chaparrón después. Ellis pensó que aquello no vendría mal para refrescar el cálido clima y además lavar su camioneta. Las carreteras eran cada vez más polvorientas y su Toyota lucía bastante descuidada.

Al terminar de comer, él pidió un postre de chocolate para ambos, y aunque Bianca se lo intentó negar varias veces, no le hizo el menor de los casos y lo ordenó de todas formas. Aunque le costase admitirlo, la verdad era que su compañía le hacía muchísimo bien. Ella siempre había sido una mujer muy independiente, desde temprana edad de la adolescencia, y había tenido novios, como todo el mundo, pero siempre demostraba que no necesitaba a nadie para ser feliz, y que el hecho de una relación amorosa era una simple elección de su parte.

Sin embargo, esto no ocurría entre Ellis y ella. Por más que aquel vinculo era muy reciente, no se había dado cuenta de todo lo que había necesitado una relación así. No solamente por él, como hombre, ya que a fin de cuentas aún no habían tenido sexo. Pero sí, en cambio, por el simple hecho de sentirse protegida, de saber que no estaba sola y que podía confiar en alguien honesto, que se preocupara por su seguridad y sus sentimientos.

Luego de pagar, salieron del restaurante corriendo hacia la Toyota para subir cuanto antes, ya que la lluvia ahora caía con fuerza y viento.

—Buf, vaya clima ­—dijo él, encendiendo el motor—. No lograré conducir durante mucho más si la lluvia empeora y el día sigue oscureciendo. Sería peligroso.

—Quizá nos convenga buscar un hotel donde alojarnos —comentó Bianca

—Sí, será lo mejor, de todas formas, no me vendría mal un descanso y los hoteles abundan aquí. Continuaré un poco más, quizá hasta la siguiente localidad. Cuanto más podamos avanzar, tanto mejor.

—Espero que en la siguiente parada haya un banco cerca, para retirar el dinero.

Ellis la miró de reojo negando con la cabeza, y sonrió. Antes de que le dijera absolutamente nada, Bianca encendió la radio del coche, y buscó en el dial, hasta que de repente encontró una canción de The Cure. Se detuvo allí y mirándolo divertida, comenzó a cantar mientras le pellizcaba el brazo derecho. Ellis puso los ojos en blanco, y comenzó a cantar con ella, luego ambos rieron en cuanto la canción terminó, y Bianca se arrebujó en su asiento, mirando distraída por la ventanilla de su lado, que comenzaba a empañarse. Le dibujó al cristal un rostro sonriente con la punta del índice, mientras hablaba.

—¿Sabes una cosa? He dejado de fumar.

—Vaya, eso sí es una buena noticia —opinó Ellis—. ¿Y cuándo ha pasado esa maravilla?

—Cuando llenamos el tanque, en la gasolinera.

—¿Y por qué lo has hecho?

—No necesito agregar más complicaciones a mi vida, ni quiero que tú me cuides cuando el cigarrillo me enferme. Si todo esto se resuelve, y nuestra relación continúa por buen futuro, entonces quiero estar bien de salud, para disfrutar todo lo bueno que nos suceda.

Ellis permaneció meditabundo un instante, y luego asintió con la cabeza, mientras la sombra de los limpiacristales le acariciaba el rostro de un lado a otro sistemáticamente.

—Vaya, eso es algo que nunca me hubiese esperado —dijo, al fin—. Y te agradezco.

Continuaron la marcha durante al menos, cuatro horas más, hasta llegar a Jackson. Allí, acordaron detenerse a descansar por el resto del día, hasta la mañana siguiente. Ellis estacionó en un hotel de calidad decente, abonó una noche de estadía, y en un instante, ambos estaban disfrutando de la comodidad de una habitación limpia con aroma a lavanda. Para su fortuna, el hotel contaba con una cafetería donde cenaron una deliciosa porción de tarta con vegetales y refresco. Al terminar de cenar en el comedor del establecimiento, volvieron a su habitación, y cada uno se duchó por separado, luego de que Ellis ayudase a Bianca a cambiarse el vendaje del hombro.

A eso de las nueve de la noche ya estaban en la cama, mirando televisión. Bianca con su cabeza apoyada en el pecho de Ellis, mientras él le acariciaba la espalda y parte del cabello. La MTV transmitía un reality de adolescentes bastante mediocre, a decir verdad, y ella miraba el programa con la mente absorta por completo. Le hubiera gustado muchísimo que él hubiera hecho algún comentario más, acerca de su decisión para dejar de fumar. Sin embargo, había permanecido pensativo, con una sonrisa soñadora que Bianca no comprendía, al menos por el momento.

¿Le habría parecido un detalle menor, o sin importancia? Se preguntó, un tanto dolida. Hasta el momento, Ellis se había mostrado como un hombre muy atento, delicado y además hasta increíblemente comprensivo, por lo cual le parecía muy extraño su accionar. Dudosa, decidió preguntarle directamente.

—Ellis, necesito que me respondas algo.

—Dime.

—¿Te ha parecido poca cosa el hecho de que haya dejado de fumar por ti? —dijo.

—En absoluto —aseguró él—. ¿Por qué lo preguntas?

—Bueno, pues apenas si has reaccionado... —respondió Bianca, un tanto confundida.

—Es que solo pensaba algo sobre mí, que no sabía si contarte o no.

—Bueno, dime.

—¿Recuerdas que hace bastante tiempo atrás, te conté una historia sobre una mujer, y como la visualizaba en la meta esperándome?

—Sí, lo recuerdo —respondió Bianca.

—Pues desde que te conocí, la mujer que me gusta imaginar esperándome al final, eres tú.

Bianca permaneció un momento en silencio, luego se irguió en la cama, apoyándose con los codos, y lo miró fijamente.

—¿Lo dices en serio?

—Claro que sí —aseguró, y comenzó a narrar—. En la última competencia tenía un tiempo horrible, muy por debajo del promedio normal de mi velocidad. En un ascenso tuve un desperfecto con mi bicicleta, supongo que Robbie te habrá contado sobre ello, y tuve que detenerme a repararla a mitad de la etapa, antes de continuar. Recuerdo que esa noche no pude dormir pensando que, si estuvieras allí, viéndome competir de forma tan mediocre, sentirías mucha decepción. A la mañana siguiente salí y di lo mejor de mí, incluso rompí mi propia marca en el descenso y ascendí ocho posiciones en la tabla, porque todo el tiempo solo tenía en mi mente tu rostro, mirándome llegar a la recta final. Así fue como conseguí el primer lugar.

—No puedo creerlo... —murmuró ella.

—Quizá sea una tontería, pero me gustaba pensar que estabas allí, dándome animo a que mejorara mi propia marca.

—No es una tontería, es hermoso —Bianca hizo una pausa, para acariciarle una mejilla mientras hablaba—. Es francamente hermoso.

Le dio un beso largo y una oleada de fresca ternura la invadió por completo, entremezclada con el suspiro placentero de Ellis. La rodeó por la cintura con ambos brazos y la estrechó contra su cuerpo. Bianca realmente había desarrollado un fuerte deseo sexual por Ellis, pero el miedo a fracasar de nuevo era imperante, y ella sentía que él no se merecía un nuevo desprecio carnal. Se separó controlando su propio fuego, y Ellis no reprochó absolutamente nada. Solo la miró en silencio, con una sonrisa y la respiración agitada.

—Me alegra que signifique mucho para ti —dijo.

—Claro que sí —aseguró ella—, nadie había sentido por mi nada semejante. Y siento lastima por todo, me he vuelto una mujer a medias.

—No pienses en eso ahora, Bian. Procura descansar, mañana nos espera un viaje demasiado largo.

Ellis la besó un instante, y luego se abrazaron, acomodándose mutuamente para dormir.




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Friedrich, sentado en uno de los sillones de la residencia donde se alojaba, limpiaba con un pequeño cepillo largo la boquilla del fusil de asalto, desarmado por completo encima de la mesa. Lorenz, a su lado, clasificaba los cargadores de munición. Sintieron que alguien llamaba a la puerta con dos golpes suaves, y Friedrich se puso de pie. Observó por la mirilla y luego abrió la puerta, haciéndose a un lado. Tres hombres con traje negro ingresaron al living.

—Bienvenidos —dijo, como un formalismo—. ¿Les apetece un trago?

—Gracias, pero solo estamos de paso —respondió uno de ellos. Se abrió su saco para extraer un papel del bolsillo interno, y Friedrich vio como el collar con el símbolo de los Ilmagrentha se meneó levemente de un lado al otro—. El comunicado llegó desde Alemania, anoche.

Aquel hombre le extendió el papel y Friedrich lo tomó, leyendo rápidamente. Sus ojos se abrieron de par en par.

—¿Destituido? ¿Cómo que destituido del Poder Superior? —preguntó, incrédulo.

—Has desobedecido nuestra orden de capturarla viva, y has perseguido a la hija de los Connor con el fin de matarla, sin contar que has asesinado a tres de nuestros mejores hombres. Casi pones a la policía tras nosotros, y un acto de desobediencia se paga con la muerte. Sin embargo, hay quienes intercedieron por ti, deberías agradecer.

—¿Y que esperaban que hiciera? —preguntó Friedrich. —¡Esa maldita se burló de todos nosotros al escaparse de su secuestro, mató a uno de mis hombres, y ahora también escapó del hospital donde la había encontrado!

Los hombres se dieron la vuelta, dándole la espalda, y avanzaron hasta la puerta de entrada.

—La orden ya está firmada, te conviene cumplirla. Olvídate de este asunto, y déjanos trabajar a nosotros.

Friedrich los observó mientras salían de nuevo a la calle, cerrando la puerta tras de sí, y con paso lento volvió de nuevo a su sillón. Arrugó el papel y lo arrojó a un costado, para volver a cepillar la boquilla de su fusil. Lorenz, que parecía no inmutarse por la escena, lo miró de reojo.

—¿Qué haremos, señor?

—Continuaremos adelante, por supuesto. Aún tenemos contactos que pueden ayudarnos, deberemos encontrarla antes que los Ilmagrentha.

—Si le preocupan los Ilmagrentha, ¿por qué no mató a estos dos?

—¿Para qué? —preguntó Friedrich— ¿Para tener mañana a cien hombres tras nosotros? Es preferible esperar.

—¿Cuál es el siguiente paso, entonces? —preguntó Lorenz.

—Si escapó del hospital donde la había encontrado, no creo que lo haya hecho sola. Y si lo hizo, tuvo que haber necesitado dinero. Quiero que hagas un par de llamadas, y averigües si hay alguna transacción a su nombre en las últimas noventa y seis horas.

—Sí, señor.

Lorenz se puso de pie, caminando hasta el teléfono colgado en la pared de la sala. Friedrich lo miró, y desde su punto de vista sentado en el sillón, aquel hombre parecía un verdadero gigante, más enorme aun de lo que ya era de por sí. La silueta de Friedrich se recortaba en la pared, pero la sombra de Lorenz era mucho más ancha e imponente.

—Lorenz —lo llamó.

—¿Sí, señor? —respondió, girando sobre sus talones para mirarlo.

—Se me ha escapado dos veces, pero no lo hará una tercera —aseguró Friedrich—. Esa puta es nuestra, de nadie más.

Lorenz sonrió, mientras asentía con la cabeza. Su ojo azul pareció resplandecer un instante, y su sonrisa era tan tétrica que congelaba la sangre hasta al más cruel de los asesinos.

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