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IV


Bianca se quedó en casa de su madre hasta el domingo a media tarde. Antes de partir aprovechó a telefonear a Edward para preguntarle si estaba en su casa, pero al ver que no contestaba ni al teléfono de su departamento ni al del gimnasio, lo llamó al teléfono celular pero muy a su pesar, también estaba apagado. Angelika salió al patio en el mismo momento en que Bianca echaba una rotunda maldición.

—¿Sucede algo, querida? —le preguntó, mirándola con curiosidad.

—Ed no atiende a ninguno de los teléfonos. ¿Creés que deba pasar por su casa?

Angelika meditó un segundo la respuesta, pensativa, y luego negó con la cabeza mirando hacia la nada en particular.

—No está en su casa.

—¿Cómo lo sabes?

—Simplemente lo deduzco, si no atiende el teléfono de su casa es porque no está allí —respondió. Luego negó con la cabeza—. Que lastima...

—No importa, tal vez pase por su gimnasio mañana, luego que salga de la empresa —comentó Bianca, como para quitarle un poco de importancia al asunto, y principalmente para liberarse a sí misma de la pésima sensación que comenzaba a sentir, sin saber a cuenta exacta por qué.

—¿Qué harás al llegar a tu departamento?

—Aún no lo sé, es más, ni siquiera sé si iré a mi departamento. Seguramente baje a la playa un rato, la tarde está agradable —respondió Bianca.

—De acuerdo, Bian —Angelika la abrazó con fuerza—. Gracias por la visita, pero no voy a ponderar tu falso pastel de manzana. Ni siquiera le has sacado la etiqueta de compra.

—Ojalá te caiga mal —sonrió Bianca. Angelika se adelantó para abrirle la portería mientras que ella subía a su coche y encendía el motor. Al avanzar poco a poco hasta el portón, descendió el cristal del lado del conductor—. Te amo, mamá.

—Y yo a ti, querida.

Bianca aceleró gradualmente saliendo a la calle, y luego avanzó por la avenida mientras su madre cerraba la cerca tras de sí. Una vez en el tráfico, su mente comenzó de nuevo a meditar sobre todas las cosas que se estaban sucediendo a su alrededor. Seguía, por alguna razón, dándole vueltas al asunto de la charla que había tenido con Edward, lo misteriosa que se había puesto su madre aquel fin de semana con varias cuestiones sobre la vida, sobre el pasado, sobre lo que vendría. Y la conocía perfectamente bien, sabía que cuando se ponía de aquella forma era porque algo sabia o algo había visto, por muy tonta que pareciese la idea. Y, además, haberle llamado y que no contestara en ninguno de los teléfonos era muy raro, o al menos eso le parecía. Estaban juntos hace bastante tiempo, obviamente no desconfiaba de él ni mucho menos, porque en eso se basaba una relación amorosa según su criterio. Su mente pensó la respuesta más obvia, evidentemente estaba en su casa y quizá descansaba, tal vez hubiese visto una película hasta quedar dormido, o quizá estaba despierto, pero justo le llamó en el momento que estaba en el baño. Y con respecto al gimnasio, tampoco estaba allí porque evidentemente era domingo y los domingos permanecía cerrado, excepto cuando realizaba alguna reparación en sus equipos de entrenamiento.

De todas formas, no todo era malo, su trabajo crecía a niveles gigantescos, y estaba ansiosa por cobrar el primer cheque de sus ganancias por el contrato para depositarlos en una cuenta de ahorro fijo. No necesitaba estar alquilando un departamento de lujo, cuando perfectamente podría ser propietaria de uno, y fue una idea que le había comentado a su madre aquella mañana, idea que por cierto Angelika apoyaba vehemente.

Llegó a la playa en no más de diez minutos, la residencia de Angelika no quedaba muy lejos de la misma y menos para la rapidez de su coche. Estacionó en el primer lugar libre que encontró, apagó el motor colocándole la alarma, subió los cristales y bajó del coche. Aquel día, los atletas que trotaban y los muchachos en sus bicicletas deportivas iban de un lado al otro, y la costa parecía bastante concurrida. Casi nadie nadaba, ya que aun a pesar del clima agradable aquella tarde estaba un poco fresca. Sin embargo, los paseadores de perros, los pescadores y los padres con sus niños, poblaban toda la ensenada de fina arena blanca hasta más allá de donde la vista se podía extender.

Caminó hasta la escalinata de acceso a la arena, se quitó las zapatillas deportivas y avanzó hasta el agua a paso lento, jugueteando con las llaves de su coche en el bolsillo. El agua estaba bastante fría, pero la sensación de frialdad le confortó, viendo como la espuma del océano se colaba por entre sus tobillos. Sus ojos se dispersaron por el eterno horizonte que se extendía, a lo lejos, y su mente se imaginó que sentiría si fuese un pez, nadando de aquí para allá en las profundidades, sintiendo el mismo frio que sentía ahora en sus pies, pero por todo el cuerpo. Era increíble, ¿verdad?, como podía divagar la mente humana cuando buscaba alguna especie de escape a los problemas cotidianos.

Pero, ¿a qué problemas se refería? Se preguntó. Caminó por toda la orilla sin rumbo alguno, a paso lento, sin sentido, mientras miraba a la gente que había en la costa. A los quince minutos de caminata decidió salir del agua, y sentarse en un pequeño montículo de arena que había cerca de unas palmeras, abrazada a sus rodillas mientras el viento salado le mecía el pelo con suavidad.

Su tipo de vida era el anhelo de cualquier persona común y corriente, era el sueño americano hecho realidad. Coche de lujo, departamento costoso, alto cargo ejecutivo en una empresa importante que crecía día a día, usaba las mejores ropas y la mejor tecnología, tenía un hombre sumamente atractivo y atento como pareja, pero su rutina era de lo más estresante. No tenía un poco de tiempo para ella, salvo los fines de semana que visitaba a su madre, y aun así de lo único que solían charlar en profundidad era de su trabajo, y si no estaba hablando de ello, estaba pensando lo que debía hacer en la oficina al siguiente lunes.

Por lo tanto, ¿era una mujer feliz? Se preguntó. Y la respuesta era una negativa rotunda. Dio un suspiro y negó con la cabeza, mirando a la arena bajo sus pies. Últimamente, la única meta que tenía en su vida era desear que terminara el año lo más rápido posible, para irse de vacaciones a cualquier lugar del mundo, y olvidar todo al menos unas dos semanas. La última licencia había pasado en Venecia, y cuando estaba por tomar el avión de vuelta a Florida, estuvo a punto de ponerse a llorar allí mismo. Nunca se lo había dicho a nadie, ni a Edward, ni tan siquiera a su madre, quizá tampoco lo diría jamás, pero ahí estaba aquel recuerdo, como una aguja punzante en su memoria diaria.

—¿Qué harás con tu vida, Bian? —se dijo a sí misma, en un suave murmullo. ¡Deseaba tanto que su padre estuviera vivo! Para pedirle consejo, o al menos quizá hablar con él un rato de cualquier cosa, reírse como se reía con su madre o quizá hasta un poco más. Alex siempre había sido un tipo duro, quizá hasta peligroso cuando se enfadaba, pero lo que tenía de impulsivo también lo compensaba con un enorme sentido de protección y afecto a las personas que amaba, y si había una cualidad que amaba de su padre realmente, era el hecho de que siempre tenía la respuesta justa para las cosas que a ella le inquietaban.

Siempre recordaba con cariño las épocas de su adolescencia. Un día volvió de la secundaria con mala cara, y Alex le preguntó que le sucedía que tenía esa expresión de tristeza. Ella le había preguntado cómo lo sabía, y Alex simplemente respondió que la conocía, y que su saludo al llegar no había sido el mismo. Bianca entonces le contó que el chico al que ella se le había declarado no le había correspondido lo mismo, directamente ni siquiera le había prestado el mínimo de atención. Cuando ella insistió en su declaración, él había respondido que no le gustaban las chicas con pecas en el rostro, se había dado media vuelta y se había ido sin decirle nada más. Recordaba que al contarle aquello, se había puesto a llorar, y su padre la había contenido en su pecho. Cuando acabó de desahogarse, Alex le dijo que olvidara a ese muchacho, y que pusiera sus ojos en alguien más. Bianca le preguntó quién podía fijarse en ella, ya que no le gustaba nadie más. Hay un chico castaño, que usa brackets y siempre pasa leyendo comics sentado en un rincón del patio, le dijo Alex, pero que en realidad no lee nada, solamente usa las revistas para espiarte con disimulo. Le encantas y está perdidamente enamorado de ti, aseguró.

Al día siguiente, Bianca le habló a quien su padre decía, y confirmó lo que Alex le había asegurado. Tuvieron una bella relación durante todos los años de secundaria, y al completar bachillerato tuvieron que separarse, ella para estudiar administración de empresas y él para viajar a Europa con su familia, por cuestiones laborales. No era quien le gustaba en un principio, pero con el tiempo realmente se había enamorado de aquel chico y hasta incluso lo había amado sinceramente, porque fue él quien le rompió las cadenas de sus estereotipos, y fue el consejo de su padre quien le enseñó a no solamente mirar lo estético de alguien, sino su buen corazón y su sincero interés.

Un pensamiento le cruzó raudo la mente, entonces. Tal vez estaba cometiendo el mismo error con Edward, tal vez solo había mirado su ancha espalda, sus fuertes brazos, su estatura y el morbo de saber que el hombre a quien todas las mujeres deseaban, era quien le hacia el amor. Bah, tonterías, se dijo. No estaba con él desde hace dos meses, sino más de dos años, y sin duda le amaba igual que Edward la amaba a ella, más allá del físico de ambos, porque Bianca también era una mujer bastante deseable por el sexo masculino.

Se puso de pie, obligándose a pensar que debía dejar de suponer estupideces, que era una mujer muy racional y aquello no cabía dentro de sus facultades mentales, además tenía cosas que hacer. Debía revisar su bandeja de correos electrónicos, por si le había llegado algo de la oficina, debía de alimentar a Itzi y también debía elegir la ropa con la que iría a trabajar, preparar la cena y además darse una ducha.

Caminó hasta donde había dejado su coche estacionado, y subió a él pensando que también debía detenerse en el supermercado a comprar algunas cosas, así que encendió el coche y arranco veloz, sin mirar atrás. Siempre había sido una mujer que cuando necesitaba desconectarse del mundo y analizar sus pensamientos, recurría a la característica magia de la playa. Y casi siempre le daba buenos resultados.



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Al llegar al departamento, dejó las bolsas de la compra encima de la mesa de la cocina, guardó la carne en el refrigerador, las verduras y la botella de vino. Le cambió la arena del sanitario a Itzi y le sirvió un tazón de comida.

Por inercia, tomó el teléfono celular y llamó a Edward, sin obtener una respuesta. Dio una nueva maldición, y se encogió de hombros, dejando el aparato encima de la mesada. Se dedicó entonces a quitar del empaque la pizza precocinada que había comprado, abrir una lata de aceitunas cortadas en rodajas, y luego de quitarles el aceite distribuirlas por encima de la pizza, cubriendo todo con abundante queso muzzarella, como tanto le encantaba. La colocó en un recipiente adecuado y la introdujo a horno leve, solamente para darle el calor necesario para fundir el queso, y mientras su cena se preparaba, marchó a su habitación para cambiarse de ropa y ponerse algo más cómodo.

Luego de colocarse una camiseta de lycra, quitarse el sostén, y ponerse el pijama más holgado que encontró, volvió al living a encender la televisión. Mientras caminaba descalza se dio cuenta, con pesar, que debía retocarse el esmalte de las uñas de sus pies. Bianca era una chica demasiado minuciosa con su aspecto personal, y tenía unos pies bonitos, que al igual que sus manos eran delicados, con dedos finos y de cutis muy blanco, y le gustaba resaltarlos con una pintura de color suave y prolijamente aplicada.

En la televisión no había nada interesante para mirar, solamente había programas de cocina, realitys de adolescentes y las mismas películas que la conexión por cable le había mostrado más de una vez en los últimos seis meses. Así que resignada, esperó unos minutos y sacó su pizza del horno, la cortó en ocho triángulos grandes, y con una bandeja en las manos avanzó con ella hasta uno de los sillones, y en el momento en que se disponía cómodamente a morder con apetito un trozo de pizza, el teléfono sonó encima de la mesada de la cocina, donde lo había dejado antes.

Con un gesto de exasperación se puso de pie, apartando la bandeja de su regazo, y caminó hasta el aparato. Lo tomó en sus manos y miró la pantalla, era Edward.

—Vaya... —murmuró. Atendió la llamada con extrañeza. —Hola, Ed.

—¡Bian, mi amor! —la saludó él. —¿Cómo estás?

—Pues que coincidencia, yo te iba a preguntar exactamente lo mismo, ¿sabías? —aseguró ella. —Te he llamado durante todo el día, y tenías todos los teléfonos apagados.

—Lo sé, perdona mi torpeza.

—¿Qué hacías? —Bianca hizo una pausa y escuchó con atención. De fondo se oía algún tipo de música que ella no podía definir. —¿Y esa música?

—Es que estoy en el gimnasio, reparando las poleas de algunas pesas, y tuve que cortar la electricidad un momento por precaución, por eso te daba el teléfono como fuera de línea. Lo siento Bian, perdona mi torpeza —volvió a repetir.

—Ya, no te preocupes. Tampoco entendí porque tenías apagado el celular, pero bueno, quizá se te había quedado sin batería o algo así, supongo.

—¿Estás celosa? —le preguntó Edward, del otro lado. —¿Estás celosa por algún motivo?

—¿Acaso debería estarlo?

—No, claro que no —Edward hizo una pausa—. ¿Tienes algo que hacer mañana? Luego que salgas de la oficina.

—Pues a decir verdad tal vez sí, tenía pensado ir a comer con Richard y Stu. Íbamos a salir este fin de semana para festejar el nuevo contrato y tomar unas copas, pero como he ido a la casa de mi madre, les he cancelado la propuesta. Así que ahora les propondré yo unas copas.

—¿Saldrás a tomar con ellos?

—Así es —aseguró Bianca. Volvió a sentarse de nuevo en uno de los sillones, tomando el trozo de pizza que aún no había mordido para darle un generoso bocado—. ¿Algún problema? —le preguntó, con la boca llena.

—Pues, sí. Son dos hombres.

Aquello acabó por hacer estallar los interruptores mentales de Bianca, de un segundo al otro. No entendía con qué clase de derecho Edward le recriminaba esto a ella, cuando él había tenido los teléfonos apagados durante todo el fin de semana, argumentando que estaba reparando algunas cosas del gimnasio. Aquello ya era el colmo.

—¿Y eso qué? —casi le gritó. —¿O sea que, según tu teoría, si tú sales a festejar algo importante con una mujer, automáticamente debo suponer que van a terminar teniendo sexo? Ya veo lo mucho que confías en mí, Ed. Además, agradece que no voy a apagar mi teléfono, aunque debería.

—Oye, creo que has malinterpretado lo que he dicho...

—¿De verdad? —preguntó Bianca, con una sonrisa sarcástica, aunque él no podía verla. —Escucha, Ed. Estoy cenando y quiero descansar cuanto antes. Si no te molesta, mañana seguiremos charlando.

—Está bien, como prefieras Bian.

—Adiós —dijo ella, y colgó, sin esperar respuesta.

Dejó el celular encima de la mesita central del living, y dio un resoplido de inconformidad. Jamás Edward había dudado de ella, y tenía que reconocerlo, jamás ella había dudado de él tampoco, pero le parecía sumamente extraño el hecho de que había mantenido los teléfonos apagados solamente por estar haciendo reparaciones en su gimnasio. Había hecho diversos arreglos anteriormente y nunca había apagado nada, incluso hasta ella misma lo había acompañado tratando de ayudarlo en lo que pudiese.

Sin embargo, esta vez había sido diferente, y como si fuera un pensamiento recurrente, apareció dentro de sí misma la voz de su madre diciéndole que no confiara en nadie, que sin duda aquello era lo mejor que podía hacer. Sin embargo, ¿Se refería a Edward, o se refería a alguien más? A veces odiaba profundamente el misticismo por el cual se gobernaba su madre, y una parte de sí le gustaría ser como ella, en algunos momentos donde muy convenientemente podría necesitar un don como aquel.

Sin embargo, no podía preocuparse más de lo que ya lo hacía, de modo que sin pensar en seguirle dando vueltas a todo aquello, se dedicó el resto de la noche a terminar de comer su cena, para acostarse a dormir cuanto antes.



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Al día siguiente, luego de haber desayunado y de cumplir con los quehaceres de su mascota y de la casa, Bianca se encaminó rumbo a la oficina. No había demasiado trabajo que hacer, para su suerte, ya que había respondido a todos los correos que tenía pendiente en su casilla, y además los registros de ingresos y el balance de cuentas ya lo había hecho Stuart la semana anterior.

Sin embargo, no olvidó en absoluto el festejo pendiente que tenía con sus colegas, y tanto Richard como Stuart estuvieron muy contentos con el hecho de poder ir aquella misma noche, a sentarse en una mesa de un buen bar para beberse unas copas, tal y como Bianca proponía.

Al salir de la oficina, sus compañeros fueron en sus coches rumbo al Golden Night, un club que no estaba demasiado lejos de GreatLife y que, además, según a criterio de Bianca, era un lugar excelente para un momento ameno. Y a fin de cuentas tenía toda la razón. La música pop que había en el ambiente era suave, a un volumen medio. La mayoría de la gente se hallaba sentada alrededor de mesas que estaban confeccionadas con barriles de cerveza decorados. Bianca había llegado un poco más tarde, sin embargo, ya que había pasado por su casa un momento para cambiarse de ropa: un vestido de fiesta negro, con un volado que le llegaba poco más encima de las rodillas, un moño en el cabello con dos cintas grises y unas sandalias de cuero negro con strass. Al visualizar la mesa donde ambos hombres vestidos de etiqueta la esperaban bebiendo sus Martini, caminó hacia ellos y se sentó en la silla libre. Stuart fue quien la miró, con una candente sonrisa.

—¡Pero bueno, si estás bellísima! —comentó.

—Lo sé, no creías que vendría a festejar con la ropa de la oficina puesta, me supongo —le hizo un giño, alisando un poquito su vestido en la cintura, que combinaba perfectamente con su cabello cobrizo, en un contraste único y muy bien logrado.

—A veces no sé porque eres tú la cara visible de la empresa, Stu. Sin duda debería ser ella —comentó Richard, bromistamente, mientras mecía su copa de un lado al otro, y señalaba con un dedo a su colega.

—Déjate de decir tonterías, apenas tengo tiempo para mí, como para encima ser la portada de GreatLife —opinó Bianca.

En aquel momento un muchacho joven se acercó a la mesa, a dejar una carta de tragos para la recién llegada.

—Si me permite, señorita —le dijo. Bianca observó que su mirada le recorrió desde los ojos hasta su escote. Como ella estaba sentada, aquel mesero tenía una espléndida vista desde arriba. Le sonrió, un poco incomoda, y asintió con la cabeza.

—Gracias.

En cuanto el muchacho se retiró, fue Richard quien le habló, mientras ella abría la carta de tragos y observaba por encima.

—Vaya, te ha desnudado con la mirada —dijo—. ¿Cómo puedes soportar eso?

—De todas formas, no es nada peor a lo que debo soportar todos los días trabajando contigo, Richard —le dijo ella, mirándole por encima del borde de su carta—. No sé de qué te asombras.

—Vaya, eso me ha dolido hasta a mi —opinó Stuart, dando un resoplido, y los tres rieron al unísono. Bianca leyó rápidamente la carta en menos de cinco minutos, hizo un gesto, y el mismo mesero que le había llevado la carta se acercó a paso rápido de nuevo a su mesa.

—¿Está lista para ordenar, señorita? —le preguntó.

—Quisiera una copa de vino blanco, y unos mariscos al vinagre, si es tan amable.

—Claro, lo que usted me ordene.

Luego de anotar el pedido, Richard puso los ojos bizcos y movió la cabeza de un lado al otro.

—Lo que usted me ordene, señorita —se burló, con cierto tono de voz infantil—. Vaya tipejo.

—Tú hablas de envidia, en cuanto venga a traerme el pedido le haré un guiño.

—No creo que seas capaz —bromeó Richard.

—Pongámonos serios un momento —dijo Stu, y ambos lo miraron atentos—. Estuve hablando con los ingenieros y programadores de GreatLife, en una semana tendrán listo el software para Kramper, y nos llegará nuestro primer cheque.

—Bueno, eso es excelente —dijo Bianca.

—Según mis cálculos, nuestros ingresos aumentarán un trescientos por ciento.

—¿Hablas de la empresa? —preguntó Richard.

—Hablo de nuestros salarios. Eso significa aproximadamente unos doscientos mil más de lo habitual a partir del mes entrante.

—¿Estás de broma? —preguntó Bianca, sin poder creer lo que estaba escuchando.

—Pues no —aseguró Stu—. Hablando extraoficialmente, es la mejor oportunidad de cumplir cada una de nuestras metas.

—Y ya lo creo —asintió Richard—. ¿Qué tienen pensado hacer con los nuevos ingresos? Yo quiero un pequeño yate, mi esposa sueña con viajar por el mar, y creo que ahora sí estoy en condiciones de cumplir con ello.

—Yo quizá invierta en una empresa unipersonal de automóviles —dijo Stu. Ambos miraron a Bianca, y fue Richard quien lo preguntó.

—¿Y tú?

—No lo sé —dijo ella, meditando en la respuesta—. Creo que lo ahorraré en el banco, y lo dejaré allí generando buenos intereses. Uno nunca sabe cuándo se puede agotar la buena suerte, y si algún día las malas rachas me alcanzan, quiero tener una buena y sustentable base económica, por si acaso.

—Te preparas para futuros desastres —dijo Richard—. Haces bien.

—Claro, uno nunca sabe cuándo se puede ir todo a la mierda —opinó Stuart.

A lo lejos, el mesero se acercó a ellos con la copa de Bianca y los camarones que había pedido. En cuanto dejó todo en la mesa, el teléfono de ella sonó en su cartera. Lo sacó y miró la pantalla, pero luego de pensarlo un instante, lo colocó en silencio y lo volvió a guardar.

—Contesta, quizá sea algo importante —dijo Stuart.

—No te preocupes, era Ed.

—¿Y eso no es importante? —preguntó. —Si me disculpas la indiscreción...

Bianca pensó en todo el fin de semana en que él no se había comunicado con ella, en cómo había apagado sus teléfonos, y negó con la cabeza.

—Pues ahora mismo no tanto —dijo—. Además, estamos pasando una velada agradable, nos debemos este festejo y él lo sabe, no tengo tiempo para contestar un teléfono.

Richard se puso de pie, retirando su silla hacia atrás, y le extendió una mano.

—Entonces, siendo así creo que no te molestará bailar conmigo un rato.

Bianca rio, le dio un sorbo a su copa de vino y se puso de pie, a su vez.

—He traído mis peores sandalias para esto, y tú has aprovechado la peor ocasión para invitarme a bailar, pero vamos, solo es una noche.

Ambos se alejaron tomados de la mano a la pista de baile, entre risas, perdiéndose en la gente que disfrutaba la música. Stuart se dedicó a beber mientras se perdía en sus propios pensamientos, sin darles más interés. Richard le había confesado anteriormente que más allá de sus bromas y su camaradería con Bianca, ella le atraía muchísimo, y que, si tenía la mínima oportunidad de llevarla a la cama, lo haría sin dudar. Stuart, sin embargo, había sido un poco más diplomático y cuidadoso que Richard, diciéndole que no debía ser iluso con ella y principalmente, que sea cauto a la hora de tratarla. Después de todo, debía pensar en el beneficio de ambos, y no quería poner en peligro ni sospecha todo lo que ambos estaban generando mutuamente, para la empresa y sus propias vidas.

Luego de unas cuantas canciones, ambos volvieron a la mesa, entre risas y con las respiraciones agitadas. Stuart, saliendo de sus pensamientos de forma repentina, los aplaudió.

—¡Hacia mucho tiempo que no me movía de esa manera! —rio Bianca, bebiendo un sorbo de su vino, que no había perdido su frescor.

—Ni yo —aseguró Richard—. Bailar le hace muy bien al cuerpo.

Bianca levantó su copa de vino hacia sus colegas, los cuales le siguieron.

—Mis amigos, me alegra estar festejando nuestros logros, y me alegra que GreatLife cada día progrese más —dijo, sonriendo—. Por nosotros.

—Por nosotros —dijeron ambos, entrechocando sus copas, y bebiendo.

En aquel momento, uno de los porteros del local se acercó a la mesa donde los tres festejaban, y miró a Bianca.

—Disculpe, ¿es usted la dueña del Audi estacionado afuera? —le preguntó.

—Así es —dijo ella—. ¿Qué ocurre?

—Pues, creo que se ha detenido en el lugar de minusválidos, y la grúa está frente a él a punto de engancharlo.

Bianca dio un suspiro de resignación.

—¿Es en serio? ¿Allí había una señal de minusválidos? —preguntó, bastante confundida. —Cielo santo, ni lo he notado, ¡y tampoco he probado siquiera mis camarones!

—¿Quieres que vayamos contigo? —preguntó Stu.

—No, no se preocupen, les agradezco —Bianca abrió su cartera rápidamente y dejo dos billetes de cien encima de la mesa—. Terminen los camarones por mí, creo que ya me marcharé a mi departamento, si no les molesta.

—Descuida, lamentamos que no puedas quedarte un poco más, acabas de llegar —dijo Richard, con cierta congoja en su voz.

—No me extrañen —Bianca se puso de pie, agradeciendo al portero que le había avisado del problema, y luego miró a sus compañeros—. Hasta mañana, chicos.

Richard y Stuart le contestaron ambos con una sonrisa y de forma condescendiente, viéndola alejarse rumbo a la puerta con su balanceo de cintura al caminar, y el volado de su vestido ondeando de un lado al otro, con cada paso.

—¿Un doscientos por ciento extra como ingreso mensual? —preguntó Richard.

—Solo por este mes —respondió Stuart—. Luego será aún más, tú ya lo sabes. Cien para cada uno.

Richard negó con la cabeza.

—Escucha, sé que es una tontería, pero en verdad algo de mi respeta y quizá hasta tiene algún sentimiento platónico por esa mujer —dijo—. Debemos ser honestos, no hubiéramos sido capaces de firmar ese contrato con Kramper si no fuera por ella.

Stuart le posó una mano en el hombro, y le miró fijamente.

—Richie, amigo mío, tú ya sabes cómo funciona el mundo de los negocios empresariales. Ninguna compañía logra alcanzar la cima comercial, sin antes haber aplastado la cabeza de sus pares —miró de reojo la copa de vino blanco que Bianca había dejado encima de la mesa, a medio beber. La tomó entre sus dedos por el fino pie de cristal, observó la marca donde ella había bebido, y tomó un sorbo apoyando sus labios en el mismo sitio—. En el mundo de las finanzas solo sobreviven los más fuertes, o en nuestro caso, los más astutos —acercó su copa hacia adelante, y le miró—. Por nosotros.

Richard sonrió, a su vez.

—Salud —y chocó su copa.



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Al salir, Bianca observó la escena. El operario de la grúa, un hombre de barba desprolija, cabello largo hasta la mitad de la espalda, un mameluco de trabajo azul lleno de grasa de motor y gruesos guantes de cuero, estaba enganchando el tren delantero del Audi para poder remolcarlo.

—¡Eh, espere! ¿Qué está haciendo? —gritó ella, cruzando la avenida.

—Lo siento, señorita, está mal estacionado y debo quitarlo de aquí —le respondió aquel hombre, sin levantar la cabeza para mirarla, y con una lentitud en el tono de su voz, que de solamente escucharlo podía a uno causarle un sueño brutal.

—Pero si ya estoy aquí, solo déjeme subir a mi coche y me largaré cuanto antes de su preciosa señal de minusválidos que jamás he visto.

—Lo siento, señorita, tengo órdenes y debo cumplirlas.

—¿Ordenes de quién? ¡Exijo hablar con su superior directo! —exclamó Bianca. Una vez que el operario conectó la grúa con la misma lentitud serena que usaba para hablar, accionó una palanca y automáticamente el pequeño camión equipado comenzó a levantar la trompa del vehículo, para apoyarlo únicamente en las ruedas traseras. Con la misma parsimonia con la que venía trabajando hasta el momento, se dirigió a la cabina del camión, rellenó una forma y arrancó la pequeña hoja del talonario, extendiéndole la boleta.

—Claro, con gusto podrá hablar con mi encargado en su oficina. Pase mañana, y luego de pagar la multa podrá retirar su coche del depósito —le dijo. Luego añadió, mientras se giraba hacia la puerta del conductor: —Que tenga buenas noches.

—¡Seguramente tendré buenas noches, cretino! —le insultó.

Observó impotente cómo subía a la cabina de la grúa, y aceleraba gradualmente llevándose su querido coche enganchado tras de sí. Observó el papel con expresión incrédula, donde estaba anotada la marca de su coche junto con su matrícula, la infracción que había cometido y la firma del operario municipal.

Resignada, lo guardó en su cartera con descuido y comenzó a caminar por la acera, tratando de buscar un taxi o esperar a que alguno circulara libre por la avenida, para poder volver a su departamento. Sin duda aquel no había sido uno de sus mejores días, comenzaba a palpitarle la cabeza en una repentina jaqueca la que sospechó iría en aumento más tarde, y una parte de si hubiera deseado muchísimo haber bebido su copa de vino de un solo trago.

Bah, que más daba, se dijo. Tampoco todo había sido un caos, le habían confirmado la fecha de paga, lo cual era importante, y estaba feliz por ello.

Caminaba apresuradamente y ensimismada en sus propios pensamientos, mirando por detrás suyo cada pocos metros buscando visualizar un taxi, hasta que se tropezó con un transeúnte que caminaba por allí, frente a ella. Tan fuerte fue el impacto, que estuvo a punto de soltar su cartera al suelo. Parpadeó un tanto sorprendida, y se disculpó rápidamente.

—¡Oh, vaya, que tonta soy! Discúlpeme, de verdad que no lo he visto.

—No se preocupe, señorita, fue un accidente —aquel hombre de mediana edad y considerable estatura, la miró sorprendido, con los ojos muy abiertos, y luego pareció sonreír levemente—. Yo tampoco la había visto.

Bianca observó que, con el golpe, del interior de la camisa de aquel hombre había saltado fuera un collar de plata. Llevaba el bastón propio de la medicina, con una serpiente entrelazada de cada lado, y encima una especie de gorro o sombrero. Lo observó curiosa durante una fracción de segundo, pensando que tal vez aquel hombre era un médico importante, y luego se apartó, mirando hacia el suelo. Una cosa era mirar con curiosidad por la rareza del adorno, pero otra cosa muy diferente era ser indiscreta o descortés. Suficiente era ya, con aquella situación tan incomoda.

—Lo siento, que tenga buenas noches —dijo, y prosiguió su camino calle abajo.

—Igual para usted —murmuró aquel hombre.

Sin embargo, permaneció allí de pie, viendo como Bianca caminaba alejándose rápidamente. Metió una mano a su bolsillo, y tomando su teléfono celular, marcó un número y esperó.

—Avisa a los demás que vayan al gran salón —dijo. Luego hizo una breve pausa, y añadió: —He encontrado a la hija.

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