III
Despertó en el momento en que, bajo la marea profunda de sus sueños, escuchaba unos suaves golpes de puerta. Su adormilada mente recordó entonces que había encargado que le trajesen el arma a su habitación, y como si aquello activara todos sus sensores de peligro, abrió los ojos y saltó de la cama como si tuviera un resorte.
—¡Un momento, abriré enseguida! —exclamó, mientras buscaba ropa con la cual vestirse. Una vez estuvo en condiciones más decentes, caminó hasta la puerta, aún descalza, y le quitó la llave a la cerradura. En el pasillo, el dependiente mismo de la armería estaba de pie, con una pequeña valija metálica en sus manos.
—Buenas noches, señorita Constanze —la saludó.
—¿Noches? —preguntó ella, confundida.
—Sí, siento haberme retrasado. Tuve unos asuntos que atender y recién he podido librarme de ellos hace menos de media hora.
—Oh, no se preocupe —se excusó Bianca—. Había tomado una siesta y creo que he perdido la cuenta de lo que he dormido. Le traeré las monedas enseguida, puede dejar la caja encima de la cama.
En silencio, el hombre ingresó a la habitación y dejó la valija de metal encima de las mantas desordenadas. Bianca, mientras tanto, saco cincuenta monedas del pequeño baúl que tenía bajo la cama. Antes de entregarle el pago, abrió la valija metálica y comprobó que dentro estaba el arma tal y como la había elegido, con los dos cargadores repletos de balas.
—Como puede comprobar, todo está en orden.
—Gracias. No pretendo ofenderlo, solo soy precavida.
El hombre le sonrió, y asintió con la cabeza.
—Y comprendo perfectamente su decisión —dijo—. Ahora, como puede comprobar, he sido muy discreto. ¿Va a darme mi recompensa? —le preguntó. Bianca observó que sus manos habían comenzado a desabrocharse la bragueta del pantalón. Más de lo mismo, pensó, con cierto fastidio.
—Escuche, solo era una afirmación retórica. No tengo ánimos para ponerme a pelear con nadie más por el día de hoy, así que le agradeceré si toma las monedas y se retira con rapidez, antes de que decida estrenar el arma con usted —respondió ella.
—No puede matarme, señorita Constanze. Soy uno de los proveedores de armas más importante dentro del Poder Superior. Se meterá en un grave problema.
Bianca caminó hacia la caja, tomó el arma del estuche y le colocó un cargador en la recamara con total lentitud.
—Quizá sí, quizá no, ¿quién sabe? —preguntó ella, y luego lo apuntó directamente a la zona genital—. Podríamos comprobar si lo que dice es cierto, ¿qué le parece?
La expresión del rostro de aquel hombre se puso serio de repente, tragó saliva mientras miraba fijamente el arma en las manos de Bianca, se volvió a subir la cremallera del pantalón, tomó las monedas sin decir nada, se giró sobre sus talones y caminó hacia la puerta nuevamente. Bianca lo acompañó sin dejar de apuntarle, y cerró la puerta una vez que salió. Dio dos vueltas de llave, y una vez a solas, caminó hacia la cama. Con el arma en sus manos, comprobó el punto de mira y le puso el seguro con un chasquido. Comprobó el punto de mira una segunda vez, y dejó el arma bajo su almohada, bien escondida. Por último, sacó el cargador sobrante de la caja, y lo escondió bajo la segunda almohada. Cerró la caja metálica y la ocultó en el espacio que había entre la pared y la parte trasera del armario de ropa.
La hora de la cena estaba cerca, y suponía que Alpha no tardaría en pasar a recogerla a su habitación. Aprovecharía el momento para robar un paquete de sal, ya sea de las mesas directamente o de la propia cocina, en cualquier descuido que pudiese estar lejos de quien sea que estuviese husmeando por allí. No tenía una idea clara de cuanto sería necesario para llevar a cabo con éxito el ritual, pero creía que con un puñado bien esparcido por encima de los huesos sería más que suficiente para detener por fin aquel espectro maldito.
Sus especulaciones no estaban en absoluto erradas, ya que luego de haberse cambiado de ropa y peinado el cabello, unos suaves golpes se hicieron escuchar del otro lado de la puerta. Bianca no pudo evitar sentirse cohibida de nuevo, como si hubiera cometido algún delito y la hubieran pillado in fraganti. Dio una rápida mirada por la habitación para asegurarse que no había nada fuera de lugar, y luego preguntó:
—¿Quién es?
—Alpha.
Bianca se alisó la ropa, acomodó sus sabanas volviendo a dejar mullida la almohada donde había escondido la pistola, y caminó hacia la puerta a paso rápido. En cuanto abrió, vio que Alpha estaba de pie frente a su puerta, vestido por completo con una larga túnica negra, que llegaba hasta sus pies. Por fuera, el collar sobresalía en su pecho como una refulgente medalla honorifica.
—¿Qué sucede? —preguntó ella. No le gustaba para nada su aspecto, y algo le había encendido todas las alarmas de su cerebro al mismo tiempo.
—Es posible que Günther tome represalias contra ti, y puede jodernos los planes. Hablé con el consejo, y los convencí de partir a Kirchlengern antes de lo previsto, esta misma noche.
—¿Y por qué va vestido así?
—Kirchlengern es tierra protegida para el Poder Superior, es donde residen los Ilmagrentha y donde descansan los restos de Luttemberger. No se puede entrar si no llevas vestimentas adecuadas, así que haré guardia aquí mientras te cambias de ropa. Luego de que hayamos cenado, partiremos.
—De acuerdo —asintió ella, y volvió a cerrar la puerta dándole dos vueltas de llave.
Mientras abría el ropero y rebuscaba entre sus perchas, el pánico la invadió por un instante. Si tenía que ponerse una túnica como la de él, no tendría ningún lugar disponible donde poder ocultar la pistola, por muy pequeña que fuese. Sin embargo, algo tenía que hacer, era imperioso que estuviera protegida ante aquellas personas. Sacó todas las perchas del armario y colgada de una de ellas, había un vestido de ceremonia. La tela era preciosa, y tenía una cinta de seda que rodeaba la cintura. Aquello le dio una idea que quizá fuera la única opción que podía elegir, así que le quitó la cinta y la dejó bajo la almohada, al lado de la pistola. Volvió a guardar todo lo demás, salvo una túnica femenina que dejó encima de la cama.
—¿Te falta mucho? —le preguntó, tras la puerta.
—¡Voy enseguida! —exclamó ella, mientras se quitaba la ropa común. Tomó el vestido, lo sacó de la percha y se lo colocó por encima de la cabeza deslizándolo por su cuerpo. Antes de acomodarse la ropa, puso un pie descalzo encima de las colchas de la cama, y descubriendo su tobillo derecho, comprobó si podía atarse la pistola con la cinta de seda. El largo era el suficiente, y sonrió aliviada. Podría ocultarla de aquella forma, no tenía otra idea mejor.
Volvió a dejar la almohada como estaba, cubriendo perfectamente el arma, y luego de calzarse volvió a caminar hacia la puerta. Le quitó la llave, abrió y salió al pasillo.
—No he tenido tiempo de hacer mi equipaje —dijo.
—Ya lo harás después, antes que nos vayamos.
En silencio, caminaron uno junto al otro por los distintos pasillos y corredores hasta llegar, minutos después, al comedor. A medida que los minutos pasaban, Bianca se sentía cada vez más incómoda. Le parecía que todo el mundo la miraba de forma distinta, desde el servicio de limpieza hasta los cocineros, y los distintos miembros de la secta con los que se iban cruzando al caminar. Además, sentía que las energías del ambiente estaban revueltas, como el oleaje del océano después de una tormenta tropical. Por debajo de las paredes del castillo podía percibir formas y sombras moviéndose en los planos espectrales, cuerpos y rostros de entidades que no le gustaban en lo más mínimo, y que eligió ignorar durante todo el camino, evitando llamar la atención. Tomaron asiento en una de las mesas y lo primero que Bianca buscó fue el salero, pero allí no estaba. Observó las mesas aledañas, y tampoco había ninguno.
Uno de los cocineros se acercó, con una porción de estofado de pollo para cada uno. Alpha agradeció, con un silencioso asentimiento de cabeza, y tomando una cuchara comenzó a comer. Bianca miró su plato humeante, tenía buen olor y color. Dio una probada y vio que estaba bueno, pero aun así hizo un gesto de disgusto, intentando no sobreactuar demasiado.
—Cielos, le falta un poco de sal —dijo—. Iré a pedir un poco a la cocina.
Alpha asintió con la cabeza, y no dijo nada. Bianca se puso de pie, y caminó hacia la puerta de la cocina. Al llegar, miró por encima de su hombro un instante para asegurarse que Alpha no estaba viendo, abrió y entró directamente, intentando hacer el menor ruido posible. Podía haber pedido el salero en el gran pasaplatos de madera que oficiaba de mostrador, pero creyó que seguramente sonaría muy sospechoso, así que lo mejor era tomar uno sin ser descubierta. Dentro de la cocina, había una cámara frigorífica con puerta de sellado automático, varias cocinas industriales, extractores de vapores, y estanterías metálicas con alimentos envasados de todo tipo. El bullicio era grande, gente conversando entre sí, sonidos a utensilios de cocina, batidoras, ollas y platos. Rebuscó con la mirada donde podía estar la sal, cuando de repente sintió que una mano le sujetaba el antebrazo. Dio un respingo sobresaltado, y estuvo a punto de gritar.
—¡Eh! —exclamó alguien, detrás suyo. —¿Qué haces aquí?
Bianca se giró rápidamente, presa del miedo. Un cocinero de casi setenta años la miraba de forma acusadora.
—Lo siento, solo estaba buscando un poco de sal —respondió.
—Espera aquí.
El hombre caminó tras una estantería y volvió al instante con un salero lleno en la mano. Se lo ofreció casi con brusquedad.
—La próxima vez, pídelo allí —dijo, señalando el pasaplatos con su huesuda mano—. En la cocina solo se permiten los cocineros, nadie más. ¿Tu estadía en Norteamérica te hizo olvidar las reglas?
—Lo siento, muchas gracias.
El hombre se giró sobre sus talones y se dirigió nuevamente hacia las grandes mesadas repletas de comestibles, murmurando un "¡Bah!" malhumorado. Bianca giró hacia la puerta, y mientras caminaba, miró por detrás suyo. Al notar que nadie la estaba vigilando, dio un medio giro a su tapa cerrando los orificios del salero y lo escondió dentro de su escote, en la hendidura de sus pechos. Abrió la puerta y salió nuevamente al comedor, volviendo a la mesa donde Alpha daba buena cuenta de su porción.
—¿Qué pasó? —le preguntó, al ver que había vuelto con las manos vacías.
—Nada, no tenían.
—Qué raro, nunca había pasado antes. ¿Quieres que vaya a buscar al depósito? —le preguntó.
—Olvídelo, de todas formas, no tengo hambre —respondió Bianca, empujando levemente su plato hacia adelante.
—Te recomiendo que comas, allí no preparan tan buen estofado.
—Lo podré soportar, gracias —dijo ella.
Alpha se encogió de hombros y continúo terminando su porción. Diez minutos después terminó, se limpió los labios con una servilleta de papel que luego estrujó y depositó dentro del mismo plato vacío, y encogiéndose de hombros, la miró.
—Bueno, creo que es momento de partir —se levantó de la mesa, y agregó, luego de un suspiro—, es hora de hacer las maletas.
En silencio, ambos caminaron de nuevo hacia las habitaciones de cada uno. Al llegar, Alpha le apoyó una mano en el hombro. Y la miró directamente con aquellos ojos acuosos y celestes, como si quisiera obnubilar su alma.
—Partiremos en una hora —le dijo—. Durante el camino seguirás siendo Constanze, cuando lleguemos allí tampoco dejarás de ser Constanze. No harás preguntas, tampoco charlaremos sobre Bianca Connor a no ser que los Ilmagrentha lo pregunten.
—¿Y cuando lleguemos allí, que pasará? —le preguntó.
—Te mostraré todo lo que necesitas.
Luego de decir aquello, Alpha abrió la puerta y se metió a su habitación, cerrando tras de sí, y dejándola sola en el pasillo. Bianca no quiso perder un solo minuto más de tiempo, así que abrió la puerta de su cuarto y entró con rapidez, cerrando con llave. Tomó su equipaje y comenzó a guardar su ropa sin detenerse a doblarla de forma meticulosa, como lo hubiera hecho quizás en algún otro momento de su vida. Antes de guardar dentro de ella el último pantalón, metió la mano en su escote y extrajo el salero que había robado. Lo abrió y se volcó unos pocos granos en la palma de la mano, para probar con la punta de la lengua si era realmente sal, y no la habían timado. Asintió con la cabeza y tiró el resto, lo volvió a cerrar y lo guardó a un costado, bajo unas prendas de ropa pequeñas, junto con el teléfono celular de Ellis y el cargador extra del arma.
Cerró las cremalleras de la maleta, bajó el equipaje de la cama, y apartando la almohada comprobó que la pistola aún seguía estando allí, con el listón de seda negro. Se sentó en el borde de la cama y levantándose la túnica negra para descubrir el tobillo, se ató el arma a un lado de la pierna, con un nudo no demasiado leve pero tampoco muy apretado, para asegurarse que no se le cayera al caminar, pero que tampoco fuera difícil extraerla en caso de peligro.
Una vez todo estuvo en orden, Bianca miró a su alrededor. Se sentía extraña al percibir el frio de la pistola en su piel, y suspiró hondamente mientras miraba todo a su alrededor. Abrió entonces el cajón de la mesita de noche, y sacó su paquete de Marlboro, el que había comprado en aquel salón de fiestas del hotel antes de abandonar su país. Algunos cigarrillos habían tomado un poco de humedad, algo propio del castillo, pero la mayoría se conservaban en buen estado. Se sentó al borde de la cama, extrajo uno, y colocándoselo entre los labios, lo encendió y aspiró. Tosió un par de veces, pero luego de una segunda pitada, el sabor ya no le sabía tan rancio.
Sonrió al pensar que, con toda seguridad, sería la hora más larga de su vida.
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