Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

III


Dieciocho horas después, Bianca estaba sentada en una sala poco iluminada, con unas pequeñas ventanas que daban, según suponía por el ruido cercano, de cara a la calle. El día era frio, la nieve no había cesado de caer en toda la noche, y dentro de la habitación era aún peor. Sin embargo, aquello a ella no le importaba en lo más mínimo. No le importaba la escasa luminosidad, la humedad de las paredes, el frio que convertía en vapor las exhalaciones de su nariz, ni tampoco los dos policías que estaban sentados frente a ella. Solamente observaba hacia un rincón de la sala con la mirada completamente perdida, en blanco. No pensaba en nada, tampoco sentía frio o calor, el ojo que tenía morado apenas podía abrirlo, y la hinchazón de su boca no había remitido. El vaso de agua que le habían servido al llegar estaba intacto encima de la mesa.

—Volvamos a repasar lo que ha sucedido, ¿de acuerdo? —dijo uno de los policías—. Ustedes habían comenzado a preparar la cena, pero vieron movimientos en el patio de la cabaña, y cuando querían darse cuenta de lo que pasaba a su alrededor, abrieron fuego contra las paredes.

—Sin embargo, el calibre del armamento que utilizaron demuestra que no eran asaltantes comunes. Y por el inventario que hicieron los agentes no hay nada que falte en la casa, así que tampoco se llevaron valores —intervino el otro agente—. No creo que nos esté diciendo la verdad, señorita.

Esperaron un tiempo prudencial esperando alguna respuesta de Bianca, sin embargo, eso no ocurrió. Ella seguía mirando hacia un punto fijo, sin decir una sola palabra. En su cabeza solamente pasaban las imágenes de los últimos momentos vividos con Ellis, interrumpidos por la imagen de su rostro mirándola fijamente al mismo tiempo que se moría, como si con sus ojos estuviera pidiéndole ayuda en silencio. Uno de los policías se levantó de su asiento, el más alto de los dos, y caminó con las manos a la espalda.

—Ustedes vivían en una cabaña en medio de la nada, nadie en su sano juicio viajaría hasta allí para asaltarlos —dijo—. Encontramos identificaciones en dos de los tres hombres, y pudimos comprobar que pertenecían a una especie de logia o agrupación que nuestro gobierno estuvo investigando hace mucho más de cincuenta años. Una logia que tiene relación con sus padres, señorita Connor.

—¿Puede decirnos algo al respecto? —intervino el otro.

Bianca seguía sin responder absolutamente nada, solo pensaba en que de alguna manera buscaría la forma de ponerle un punto final a todo lo que estaba sucediendo. En su cabeza aún seguía apareciendo la imagen de Ellis desangrándose, el sonido de las balas impactando en las paredes, el clic del gatillazo al intentar volarse la cabeza. Los agentes se miraron el uno al otro.

—Señorita, si no nos ayuda no tendremos más remedio que retenerla aquí hasta que todo esto se aclare de alguna forma. En esa cabaña limpiamos cuatro cadáveres y usted no ha dicho una sola palabra desde que llegó.

Bianca los miró con su ojo sano, una mezcla de tremendo cansancio emocional con desprecio invadía su expresión.

—¿Y qué quieren que les diga? De todas formas, no van a creerme absolutamente nada.

—Pruébenos —dijo uno de ellos—. Compruebe su inocencia, señorita. Porque hasta el momento, lo único que tenemos son dos hombres y una mujer asesinados en su casa, con un rifle que era de su padre, y un arma sin registrar que quizá también sea de su propiedad.

—Lo es —respondió ella—. Compré esa pistola hace mucho.

—¿Y puede explicarnos porque tiene limado el número de serie?

—Sí, pero no quiero hacerlo.

—¡Aquí no se trata de lo que usted quiera! —dijo uno de los oficiales, dando un palmetazo en la mesa con la mano abierta —¡Tiene que hacernos una declaración por los muertos de su propiedad!

Bianca lo miró, sonrió encogiéndose de hombros y volvió a mirar un rincón de la sala. Luego suspiró.

—Esos hombres ingresaron a mi casa, intentaron matarme, y me defendí. En su lugar mataron a Ellis, el único hombre que realmente me amó, aunque a ustedes no les importe en lo más mínimo —respondió, mientras que se ponía de pie—. Si tienen alguna prueba contundente contra mí, entonces pónganla en un juzgado y envíenme al peor agujero que se les ocurra. Mientras tanto, supongo que no estoy detenida.

—Señorita... —dijo uno de los oficiales. Sin embargo, Bianca no lo dejó continuar.

—El único motivo por el cual llamé a la policía, es porque quiero darle cristiana sepultura a Ellis —dijo, señalándolo con un dedo—. Si no, hubiera quemado los cadáveres y nadie se hubiera percatado de lo que sucedió. ¿Van a arrestarme?

—No, me temo que no —respondió uno de ellos, circunspecto—. Pero continuaremos investigando.

—Bien, investiguen lo que quieran.

—Claro que sí, venga con nosotros.

La condujeron del brazo fuera de la habitación, hacia un pasillo mucho más iluminado en comparación, donde al final, había una serie de archivadores y registros. Le tomaron las huellas digitales de cada uno de sus dedos en una especie de plantilla, luego anotaron sus datos personales, le pidieron que firmara la declaración que había hecho, y encarpetaron todo en un fichero para futuras pericias.

—Y bien, ¿van a arrestarme? —volvió a preguntar. El agente que le había tomado las huellas hizo un gesto de negación con la cabeza.

—No, solamente tendrá que pagar una fianza por posesión de armas no registradas, y dejar la cabaña deshabitada por las próximas semanas, para que podamos investigar con balística y peritos la tentativa de homicidio.

Bianca sintió que sonreía mentalmente. Ahí se terminaba todo, de una forma u otra, tenia pensado irse de allí para seguir sus propios planes. Se miró las manos, manchadas con tinta negra, y extendiendo las palmas hacia adelante, se las mostró al agente.

—¿Podría darme un pañuelo, o algo?

El oficial busco entre los papeles, hasta que encontró una hoja de algún expediente olvidado. Se la ofreció a Bianca, y sin más remedio, ella la aceptó. Comenzó a refregarse los dedos en el papel, como si fuera una servilleta, pero la hoja era poco absorbente y lo único que hizo fue desparramarse la tinta aún más. Resignada, hizo una bola con el papel y se la metió a un bolsillo de la chaqueta.

—Puede irse, si quiere —sentenció el oficial.

Bianca se dio media vuelta, sin pronunciar una sola palabra, y atravesó todo el establecimiento policial bajo la mirada de los agentes que allí se encontraban, algunos refugiados de la nevada y un par de borrachos detenidos. Al salir a la calle se dio cuenta que su rostro estaba recubierto por una fina película de sudor, y el frio la invadió por completo, haciéndola estremecerse un instante. Metió las manos en los bolsillos, tirando la mísera bola de papel en la acera, y esperó a ver si algún taxi o vehículo pasaba. Sin embargo, aquello no ocurrió, y Bianca tuvo que optar por pedir ayuda al hombre que conducía la pala quitanieves.

El viaje fue muchísimo más lento que en coche, y apenas expresó algún tipo de charla durante todo el camino. El hombre tras el volante, un fornido cuarentón llamado Steve, observó en las manchas de sangre reseca que había por la ropa y el cabello de Bianca, su rostro golpeado y amoratado, e intentó hacer un par de preguntas. Ella solamente había respondido que la habían asaltado y que la sangre no era suya. Al darse cuenta de la evasiva respuesta, decidió no preguntar nada más.

La quitanieves dejó a Bianca en una ladera, y tuvo que subir el resto de la colina a pie. Al principio sintió frio y un extremo agotamiento, pero al poco rato de caminar cuesta arriba, entró en calor y sus energías se renovaron. Cuando llegó a la cabaña, varios minutos después, había comenzado a nevar mucho más fuerte. Había una cinta amarilla bordeando toda la casa, y la puerta del living estaba abierta. Ni siquiera se molestaron en cerrar la puerta de entrada, los oficiales sabían bien que no había vecinos en varios kilómetros a la redonda.

Bianca levantó la cinta y pasó por debajo, inclinándose un poco. Dentro de la sala principal aún flotaba el olor a cobre de la sangre, a pesar de que habían retirado hacia horas los cuerpos del lugar. Sus pies crujieron al aplastar trozos de cristales rotos, y las lágrimas ardieron en sus ojos. Se detuvo en el medio del living, donde la mesa central aún estaba tirada de costado, en medio de un revuelo de papeles.

—Dios mío... —murmuró, respirando hondo. Se tomó la cara con las manos y lloró en silencio. Se sentía tan culpable por la muerte de Ellis como si ella misma hubiera efectuado la puñalada mortal.

Sin embargo, sabía perfectamente lo que debía hacer. Caminó hasta la habitación y se dirigió directamente hacia el armario del calzado. Rebuscó en sus zapatos arrojándolos a un lado, hasta encontrar uno en particular. Metió la mano dentro y para su alivio, sacó el carnet de identificación que le había robado a Constanze, y el collar de plata. Los observó un momento en la palma de su mano derecha, y los dejó encima de la mesita de noche, a un lado de la cama.

Observó todo a su alrededor y suspiró, queriendo hacer muchas cosas a la vez y al mismo tiempo sin saber por dónde empezar. Se sentía como ese paciente psiquiátrico que ha estado drogado durante la mayor parte del día, y al fin abre los ojos de forma consciente para apreciar el mundo a su alrededor de forma completamente lúcida. Recordó el celular de Ellis, con el cual había llamado a la policía utilizando los últimos despojos de batería que aun guardaba. Abrió el cajón de la mesa de noche, lo tomó en sus manos y lo enchufó a una toma de corriente. Luego salió nuevamente al patio, bordeando la cabaña, y con gran esfuerzo ya que el motor estaba demasiado frio, encendió el generador a gasolina.

Volvió al interior, ingresó al cuarto, se sentó al borde de la cama y contempló como se volvía a encender el teléfono a su vez, volviendo a la vida de una forma que le parecía completamente surreal a toda la situación anterior. Casi deseó por un momento poder conectar a Ellis en algún lado, como ese maldito teléfono celular. Aquel pensamiento solo avivó aún más el deseo de darse un disparo en medio de la sien, pero ya no tenía armas porque la policía se las había llevado a todas, así que volvió a llorar con un dolor tan hondo y desgarrante que por un instante creyó colapsar ahí mismo, en aquella cama que aún conservaba su perfume y en la cual habían hecho el amor tantas veces.

Volvió a ponerse de pie, luego de unos minutos. Se sentía por completo sin fuerzas ni esperanzas de ningún tipo, pero Bianca siempre había sido una mujer fuerte, siempre había continuado su camino, y lo haría otra vez. Caminó hasta el baño y se miró de frente en el espejo. Su ropa, cabello y parte del rostro estaba sucio de sangre. El labio inferior estaba hinchadísimo, el ojo derecho ya era imposible de abrir, su frente estaba surcada por dos arañazos de una profundidad considerable, y abrió la boca para examinar su dentadura. Tenía dos premolares y el canino quebrados por la mitad, debido al puñetazo que había recibido en la lucha, pero le daba igual. Si no sonreía demasiado, nadie notaria aquello. De todas formas, dudaba que fuera capaz de volver a sonreír alguna vez.

Abrió el grifo del agua y se lavó las manos y la cara, para quitarse las manchas de sangre reseca, tierra y polvo. Aun no sabía qué hacer, ni cómo actuar en todo aquel derrotero. Había pensado en llamar a Rob y Lisey para darles la noticia, pero suponía que iba a ser demasiado impactante hacerlo por teléfono. Sin embargo, tampoco consideraba justo hacerles tomar un vuelo de avión hasta allí. Sintió que iba a llorar de nuevo, así que se arrojó aún más agua helada al rostro, para intentar reprimirse. Y cuando ya estaba lo suficientemente congelada, se secó y abrió el botiquín de medicamentos.

Tomó de un pequeño tubito azul dos pastillas para dormir, se las metió a la boca y las mordisqueó con lentitud, sintiendo el amargor del compuesto químico. El sabor no le importaba, nada era más amargo que todo lo que estaba pasando en su vida. Salió del baño y se dirigió directamente a la habitación, sin molestarse en cerrar la puerta de entrada de la cabaña. Se quitó la ropa, se metió a las sabanas y se acomodó en posición fetal abrazándose a la almohada donde Ellis dormía. Acercó la nariz a ella, respiró hondo, y lloró hasta que los somníferos hicieron su efecto.



_________________________________________________________




Cuando despertó, no sabía qué hora era. Le dolía fuertemente la cabeza, todo estaba oscuro y además por el pasillo que conectaba con la sala principal, corría un fuerte viento helado. Salió de la habitación sin vestirse, tiritando por el frio, y se metió a la ducha caliente lo más rápido que pudo. Permaneció allí casi cuarenta minutos hasta que el dolor de cabeza remitió por completo. Al terminar de ducharse, corrió aun desnuda hasta el cuarto para secarse y vestirse.

Cuando ya estaba vestida y abrigada, observó el celular de Ellis que había dejado cargando horas atrás. Al tocar la pantalla y encenderlo, comprobó que había dormido casi veinte horas. Lo desconectó y al mismo tiempo que buscaba la maleta más grande que hubiese, comenzó a llamar a Lisey. Su corazón golpeteó en su pecho, al escuchar el tono de comunicación, y aun mucho más cuando ella respondió del otro lado.

—¡Hola, Ellis! Qué bueno recibir tu llamada —dijo. Bianca sintió que aquello era una bofetada al corazón.

—Hola Lis, soy yo, lo siento.

—Hola Bian, ¿qué tal estas?

—Yo... —titubeó un instante. —llamaba para decirte que esta misma noche tomaré un vuelo hacia allí. Necesito verte, a ti y a Rob.

—De acuerdo, nosotros encantados —Lisey comenzaba a darse cuenta de que algo no andaba bien, podía notarlo en el tono de su voz y en la forma que respondía, aunque no pudiera verla.

—Gracias Lis, no me quedaré. Solo estoy de paso.

—¿Ha sucedido algo? ¿Ustedes están bien? Él me había dicho que no se comunicaría jamás con su teléfono.

—Hablaremos cuando llegue...

—Oh por Dios... —murmuró Lisey, del otro lado. —Bian, por favor...

—Adiós Lis, voy de salida.

Bianca colgó antes de que ya no resistiera más la presión emocional y terminara diciéndole todo allí mismo, aunque supiera que no era lo correcto. Dejó el teléfono encima de la cama y abrió una de las maletas más grandes que tenía. Primero, en el fondo, metió todos sus ahorros y el dinero que le habían heredado sus padres. Ya no tenía ningún sentido continuar ocultándolo en absoluto, y ahora le seria de más utilidad en metálico que en cheque. Luego comenzó a guardar ropa, encima de los billetes. No pudo cargar demasiado, solamente un par de chaquetas, camisetas, dos pantalones y ropa interior. El dinero hacia demasiado bulto para continuar metiendo más ropa. Antes de cerrar la maleta, abrió el armario de Ellis, y sacó una camiseta de él. La dobló con cuidado, le dio un beso, y la guardó.

Cerró las cremalleras y bajó la maleta de viaje de la cama al suelo. Buscó su pasaporte, sus documentos, se puso un anorak de piel, un gorro de lana, metió el celular de Ellis al bolsillo junto con la identificación y el collar que le había robado al cadáver de Constanze. Salió de la habitación rumbo al pasillo y luego a la sala a paso rápido, arrastrando la maleta con rueditas tras de sí.

Al llegar a la sala, comprobó que la nieve había entrado por la ventana rota y la puerta abierta, cubriendo la alfombra y algunos muebles. Tomó de la encimera de la chimenea las llaves de la cabaña y de la camioneta, y salió al patio. No podía cerrar la puerta porque la nieve se lo impedía, de todas formas, no había vándalos por aquella zona, la ciudad más cercana estaba a unos pocos cientos de kilómetros y el clima era muy hostil por aquellas colinas como para que alguien caminara buscando invadir una propiedad. Subió a la camioneta, dejando la maleta en el asiento trasero, metió la llave en el contacto y encendió los limpiacristales, para apartar la gruesa capa de nieve que se había formado.

Cuando ya tuvo buena visibilidad, encendió los faros de la Toyota y giró la llave para encender el motor, el cual estaba frio y le costó varios intentos. Finalmente, el motor petardeó y se mantuvo encendido a un ritmo constante. Bianca lo dejó calentar antes de ponerse en marcha, y de mientras, acarició con sus manos el volante. Jamás en todo el tiempo que había convivido con Ellis se había sentado del lado del conductor, hasta ese momento. Sintió una oleada de vacía tristeza, e intentó reprimirla para no volver a llorar. Cinco minutos después, metió reversa y salió al camino.

La nieve no permitía ver más allá de cinco metros, así que Bianca tuvo que conducir a una velocidad prudencial durante todo el camino. Tardó casi dos horas en llegar al aeropuerto de la ciudad, y luego de estacionar en el aparcamiento apagó el motor y tomó la maleta bajándola al suelo. Ingresó al establecimiento por el ascensor de acceso, y en unos momentos ya estaba dentro del enorme lugar. Sin embargo, ver la vacía soledad del aeropuerto le dio una muy mala espina, además de un sentimiento de frio desasosiego. Con tantas emociones cruzadas no había tenido en cuenta el factor climático. Dio una fugaz mirada hacia la pista de aterrizaje, cubierta de nieve, mientras caminaba hacia el único mostrador donde había alguien.

—Buenas noches, ¿puedo ayudarla? —le dijo la chica, levantando la vista de su pantalla, donde jugaba al póker en línea, según pudo ver gracias al reflejo del cristal que había detrás. Lo peor de todo era que iba perdiendo, pensó Bianca.

—Necesito tomar un vuelo a Missouri —respondió.

—Me temo que eso es algo imposible ahora mismo, señorita —la chica la miró como si Bianca fuese idiota, y pudo notar que sus ojos se posaron en sus golpes—. Solo basta con mirar por la ventana. Los vuelos no saldrán hasta dentro de un par de días, y eso si el clima mejora.

—Vaya...

—Le recomiendo que evite los viajes largos. Aquí enfrente hay un hotel, por si no lo había notado. Puede alojarse allí si lo desea.

—Bien, gracias —respondió Bianca, y se giró sobre sus talones.

La chica volvió a su póker online sin mirarla nuevamente, y Bianca se sintió aún más solitaria que nunca. Sin embargo, tenía razón. No podría ir a ningún lado aquella noche, y tampoco tenía sentido volver a recorrer el camino de regreso a la cabaña. ¿Para qué haría una cosa así? Se preguntó. ¿Para recordar la escena de muerte del día anterior? ¿Para caminar por el patio, mirar al suelo y creer que el cuerpo moribundo de Ellis aún seguía estando ahí?

Salió finalmente hacia la calle, atravesando todo el establecimiento del aeropuerto acompañada únicamente por el sonido de las rueditas en la maleta y sus pasos al caminar. El viento era helado, y la nevada se había incrementado un poco, de modo que no tardó en poner un pie dentro del hotel. Al ingresar, se dirigió directamente a la recepción. El hombre, de unos cincuenta años con profundas entradas y el pelo encanecido cerca de las patillas, dormitaba sentado frente a un monitor con un montón de cámaras de video. Bianca consideró aquello algo normal. No había vuelos y, por ende, no había clientes que frecuentaran el hotel, ni siquiera tránsito en la calle.

—Buenas noches —dijo Bianca. El hombre en la silla dio un salto sorprendido y miró somnoliento hacia todas direcciones.

—Oh, lo siento, buenas noches —respondió—. ¿Le ofrezco una habitación?

—Si es tan amable.

—¿Cuánto tiempo se va a quedar?

—Al menos hasta que mejore un poco el clima y abran de nuevo los vuelos.

—Ah, sí —asintió el recepcionista—. Los pocos que han venido a mi hotel ha sido por el mismo motivo, una nevada muy espesa, sin dudar.

—Ya lo creo.

El recepcionista abrió una cajonera de su escritorio y sacó una llave, sujeta por una anilla a un pequeño llavero con el logo del hotel y el número 37. Se la entregó en las manos a Bianca y luego le hizo firmar una planilla de ingreso.

—Por el ascensor, hasta el sexto. Si quiere tomar o comer algo, puede ir a la sala de eventos donde nuestro cantinero la atenderá con gusto. ¿A qué hora le gustaría el servicio de habitación?

—A las nueve estaría bien, gracias.

Bianca se alejó con la llave en la mano y la maleta detrás, rumbo al ascensor, luego de haber estampado su firma en la planilla. Subió a la gran caja metálica y en un momento ya estaba en el piso que le correspondía. En el pasillo había dos indicaciones, semejantes a carteles de salidas de emergencias, pero indicando tres direcciones: Habitaciones, Lavandería, y Salón de eventos. Se dirigió hacia la izquierda y buscó su habitación, hasta que la encontró con un gran número 37 de bronce. Metió la llave dentro de la cerradura y dio un giro, empujando la puerta hacia adentro. La habitación era hermosa, tenía un baño privado con jacuzzi, que le hizo recordar a su dormitorio en la suite donde vivía, cuando todavía era ejecutiva en GreatLife Business Corp. Todo estaba impregnado de un suave olor a lavanda, la cama era de un tamaño considerable, y las decoraciones de las paredes eran cuadros cubistas bastante feos para su gusto.

Entró a la habitación cerrando la puerta tras de sí, dejando la maleta a un lado de la cama, y suspiró mientras miraba todo a su alrededor. Volvía a estar como al principio de todas las cosas, en un hotel perdido por alguna ciudad, en la cual solamente estaba de paso, huyendo de algo o buscando a alguien, daba lo mismo. Ya no había motivos claros por los cuales continuar adelante, solo el ferviente deseo de venganza, de acabar con toda esa maldita secta, uno por uno. De repente, se sintió ansiosa por encender un cigarrillo. Recordaba la decisión que había tomado hace bastante tiempo atrás de no fumar, por Ellis. Pero él ya no estaba, ella no había podido hacer nada para protegerlo, tampoco estaba embarazada y dudaba que en algún momento de su vida volviera a enamorarse de alguien lo suficiente como para dejar su descendencia en este mundo.

Sin pensarlo dos veces, dejó la maleta encima de la cama, la abrió y extrajo toda la ropa que había. Saco trescientos dólares, se giró sobre sus talones y salió de nuevo al pasillo, cerrando la puerta con la llave. Caminó por el pasillo hasta el fondo, donde indicaba el acceso hacia el salón de eventos. Al llegar al lugar luego de un momento, se maravilló de lo amplio y bello de toda la estancia, tanto del empapelado de las paredes como de la iluminación. Al fondo, atravesando la pista de baile, había un gran anfiteatro donde imaginaba que realizaban festivales y espectáculos importantes. Delante de la pista de baile había un montón de sillas y mesas con manteles de gala, y más adelante aun, la barra de tragos. Todo estaba en penumbras, salvo por algunas luces en la barra y el resplandor de la televisión que iluminaba en haz. El dependiente, un hombre moreno de aproximadamente cuarenta años y barba rala, estaba absorto, mirando un partido de hockey sobre hielo.

—Buenas noches —saludó ella, mientras tomaba asiento en uno de los taburetes. El cantinero la miró, con un deje de asombro al ver sus heridas, y sonrió cordialmente. Era la sonrisa típica de quien ha trabajado toda su vida tras la mesa de un bar, y ha visto ya demasiadas cosas.

—Buenas noches, señorita —respondió, con total naturalidad—. ¿Qué puedo ofrecerle?

—Deme un Americano con hielo, por favor.

—Enseguida.

El hombre tomó un vaso ancho, agregó dos cubitos de hielo, un tercio de Martini rojo, un tercio de Campari y un tercio de soda. Mezcló todo, luego tomó una naranja y le cortó un trozo, metiéndola en la bebida. Le sirvió el trago y también le ofreció un cuenco de maní.

—¿Vende cigarrillos? —preguntó ella.

—Sí, tengo Marlboro, Camel...

—Deme Marlboro —pidió Bianca, sin dejarlo terminar de hablar. El hombre metió la mano debajo del mostrador y le dejó encima de la mesa un paquete. Bianca le quitó el precinto de nylon y extrajo uno. El barman la miró sin comprender.

—No irá a fumar aquí dentro —comentó.

—¿Por qué no? —preguntó Bianca.

—Quizá por eso —dijo el barman, señalando hacia arriba. Ella levantó la mirada y vio los detectores de humo en el techo, a unos cuatro metros de su cabeza.

—Puede apagarlos, supongo. Aquí no hay nadie más que nosotros, no creo que le vayan a dar un regaño.

Se encogió de hombros, y caminando hasta la puerta de servicio donde guardaba la mercancía, bajó un interruptor empotrado en la pared. Bianca miró hacia arriba, la luz intermitente de los detectores se apagó.

—Qué demonios... —murmuró, y sacó un arrugado paquete de Pall Mall del bolsillo de su camisa. Encendió uno y luego le prestó los fósforos a Bianca, que también hizo lo mismo. Le devolvió los fósforos al barman y aspiró el humo, tosiendo un par de veces. Sintió que se mareaba un instante, debido a que su cuerpo se había desacostumbrado por completo a la nicotina, pero al estar sentada, supo disimular. Bebió un sorbo de su copa y se saboreó el paladar.

—Está exquisito —dijo.

—Gracias —el barman le miró el rostro, aun hinchado. Se señaló a sí mismo la propia cara, haciendo un círculo con el índice—. ¿Qué le pasó? Si puedo preguntar.

—Fue un asalto —dijo Bianca, luego de dar otra pitada a su cigarrillo. Después de un segundo sorbo de su bebida, ya no sintió aquel mareo.

—Cielos, lo lamento mucho.

—Gracias —respondió, por una cuestión meramente formal. Bianca se giró en su asiento y miró hacia el anfiteatro, con sus luces apagadas, pero aun conservando su escenografía y decoración. Sonrió, mientras mecía su coctel en el vaso—. Es un bonito lugar, imagino la de fiestas y eventos que deben hacer aquí.

—Pues sí, ahora no tanto, pero en la temporada de verano, esto es una verdadera fiesta. También es un auténtico loquero, no doy abasto y muchas veces necesito pedir ayuda, al menos alguien que se encargue de lavar los vasos, o picar hielo —dijo el barman, fumando a su vez y soltando el humo por la nariz. Bianca miró su vaso en la propia mano como si estuviera viviendo una ensoñación imposible.

—Recuerdo cuando bebía esta clase de tragos refinados. Tenía dinero, tiempo y buena economía. He sido directora de ventas en GreatLife, ¿sabía usted? —le preguntó, como si aquel barman tuviera la obligación de reconocerla. Una parte de sí misma no sabía porque le estaba contando una cosa así a un completo desconocido. Quizá fuese por el alcohol y su mar de tristeza.

—No, no lo sabía —respondió, dando una pitada a su cigarrillo con lentitud. Su tono de voz al responder indicaba que estaba muy acostumbrado a esas confesiones repentinas de sus clientes, por lo general hombres casados que descargaban sus problemas unos instantes. Y él fingía, al menos por un momento, escucharlos y comprenderlos.

—¿Ha escuchado hablar de la empresa?

—Me temo que no, lo siento —dijo. No había rastro de mentira en su respuesta. Bianca sonrió, terminó de fumar, y dio un sorbo más a su bebida, esta vez uno bastante profundo. Dejó la colilla del cigarrillo dentro de lo que quedaba de la bebida roja, y un leve siseo logro oírse en el silencio. Metió la mano en su bolsillo, sacó un billete de cien dólares y se lo dejó encima del mostrador.

—Aquí tiene, por las molestias.

Bianca se alejó rumbo al pasillo, deseosa de llegar a su habitación, para poder acostarse a llorar hasta dormir.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro