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III


El paisaje en Obermehler era hermoso, y el enorme chalet de lujo aún más. En medio de una zona rural, los miembros del Poder Superior estaban apartados de las carreteras principales, y la única forma de poder llegar a la propiedad era por un accidentado camino de tierra en medio de bosques de pinos, que protegían el lugar varios kilómetros a la redonda. La inmensa propiedad, que funcionaba como uno de los tantos centros de operaciones distribuidos por todo el mundo, funcionaba como hotel. El entorno era pacifico, los pájaros cantaban libres, el sol iluminaba todo con una gracia y calidez indescriptibles, la piscina recreativa, la cancha de tenis y los jardines colgantes hacían del paisaje una delicia casi perfecta. A simple vista, uno jamás pensaría que en un lugar así convivían peligrosos asesinos.

Aquella mañana, Gerald había convocado a todos a una reunión en el gran salón. Los presentes sumaban unas treinta personas en total, entre hombres y mujeres, y todos vestían de forma particular, sin sus típicas vestimentas ritualistas. Algunos bebían una copa, otros charlaban entre sí. Cuando Gerald apareció por el vestíbulo, todos guardaron silencio y lo observaron.

—Estimados miembros de la comunidad, hemos tenido noticias interesantes sobre la hija de los Connor —dijo.

—Habla —comentó uno de los presentes, cruzado de brazos en un rincón, mirando a todo el mundo con el ceño fruncido—. Me urge encontrarla.

—Lo sabemos, Friedrich. Tú fuiste testigo de su escape, imagino que debes tener mucha ira, con toda razón. Nuestros informantes la han seguido durante días, y ya saben dónde vive. En este momento están trazando las mejores rutas de captura y acceso a su propiedad. En breve la tendremos con nosotros, no pondrá ningún tipo de resistencia.

—Quiero estar ahí, quiero ser yo quien le dispare en cada pierna cuando la tenga frente a mí, gritando como una puta y clamando por su vida —dijo Friedrich, con ímpetu—. Dejame ir allá.

—Y así será, mi amigo. Te llevaras diez hombres y diez mujeres contigo. El vuelo sale mañana al mediodía.

—Pero señor, North Beach queda a más de siete mil kilómetros ­—dijo uno de los hombres. —¿Haremos un vuelo exclusivo solamente por una mujer?

—¡No es solamente una mujer, y recorreremos la distancia que sea necesaria con tal de capturarla! —exclamó Gerald, en un tono que no admitía discusión.

—¿De cuantas fichas disponemos? —preguntó Lorenz, un hombre tan grande como el propio Friedrich. Tenía un ojo azul y otro verde, producto de la heterocromía que había heredado de su padre, y una enorme cicatriz en el rostro que surcaba desde la mejilla derecha hasta la yugular. Su metro noventa y cinco inspiraba pánico.

—Hay una maleta en la habitación de cada uno, con cuatro mil Korners para equipamiento. Medio millón para quien la traiga con vida, casi diez millones de dólares en metálico.

Lorenz sonrió, diez millones de dólares era la recompensa más grande que había escuchado en toda su vida dentro de la secta. Sin duda esa perra debía haber molestado muchísimo a los grandes líderes.

—Bien, es una buena cifra ­—opinó.

—Es un precio justo para traerla con vida —respondió Gerald—. De todas formas, si es sumamente necesario y no hay opción, pueden matarla. Pero solamente en caso extremo, recuerden que los Ilmagrentha la quieren viva. Un poder como el de ella no puede desperdiciarse con una bala.

Gerald dio por terminada la reunión, y los miembros del Poder Superior comenzaron a retirarse poco a poco. Friedrich entonces caminó hasta su habitación a paso rápido. Al abrir la puerta, vio que efectivamente, había un portafolios negro encima de la cama estilo Luis XV. Lo abrió, y dentro había ocho compartimientos repletos de monedas de oro, con un pentaculo grabado y la inscripción "Nam gloria Luciferi".* Tomó unas cuantas de ellas y se las colocó en el bolsillo delantero de su chaqueta. Entonces, en aquel momento, Lorenz ingresó a la habitación.

—Señor, es mucho dinero por esa mujer —dijo—. Debemos ser nosotros quienes la capturemos, nadie más.

­—Lorenz, Lorenz, Lorenz... —murmuró, como pensativo, mientras acariciaba las monedas de intercambio. —No me interesa capturarla con vida, ni hablar — se giró lentamente hacia él—. Solamente quiero ponerle una bala entre ceja y ceja. Hace más de veinte años que pertenezco al Poder Superior, y jamás se me ha escapado un prisionero, a excepción de esa puta. Me ha insultado al escapar frente a mis ojos, y quiero que pague con su vida. A la mierda lo que digan los Ilmagrentha.

Lorenz sonrío, asintió con la cabeza, y se retiró de la habitación. Friedrich ordenó sus monedas, dejó el portafolios cerrado a un lado de su mesita de noche, y salió de la habitación cerrando la puerta tras de sí. Recorrió toda la sala principal, el vestíbulo, y el patio. Entró en la casa situada en la parte trasera a la enorme propiedad y caminó directamente hacia el mostrador de recepción. La música ambiental era suave, y en el recibidor había varios miembros del Poder Superior que charlaban entre sí sobre la reunión anterior, especulando de cómo podrían capturar a la hija de los Connor. Al llegar al mostrador, un hombre en traje de frac le sonrío, asintiendo con la cabeza.

—¿En qué puedo ayudarlo, señor? —preguntó.

—Quisiera revisar las últimas novedades, si es tan amable —respondió Friedrich, depositando cinco monedas de oro en el mostrador.

El recepcionista las recogió, anotó en un acta el nombre y la hora de la visita, y con un gesto del brazo, indicó:

—El señor Lutz lo espera, que tenga buen día.

Friedrich entonces avanzó hasta el fondo. Recorrió un pasillo decorado con estatuas griegas de yeso, cuadros barrocos y empapelado victoriano en sus paredes. Se detuvo en la puerta que decía "Armería" y llamó con los nudillos.

—Pase —respondieron desde adentro.

Friedrich tomó el pestillo de la puerta y abrió. Dentro, un empleado ordenaba algunas cajas de municiones en su mostrador. Había armarios repletos de ametralladoras, chalecos antibalas, subfusiles, pistolas, cuchillos y lanzacohetes de mano, todo bien clasificado a través de los soportes en las paredes. El hombre, un despachante de no más de cuarenta años, lo miró y sonrío.

—Buenos días, señor Fiedrich —saludó—. ¿Toca tarea?

­—Sí, algo personal.

—Muy bien, dígame, ¿qué puedo ofrecerle?

—Busco lo más nuevo que tenga, quiero equipo completo, táctico a ser posible.

—Bueno, en ese caso... —el empleado buscó en su estantería y colocó en el mostrador una pistola. —Sig Sauer nueve milímetros. Si le coloca un silenciador, el único sonido que producirá es el clic del mecanismo de disparo. Muy potente, munición con punta de titanio y casquillo hueco, para reducir el retroceso. Peine extraíble de quince balas, muy útil, si me permite decir.

—Quiero dos, y diez cargadores.

­—Me imagino que también buscará algo un poco más pesado —Friedrich asintió con la cabeza, y el despachante le señaló hacia la estantería—. Pase por aquí.

Eligió un fusil con las dos manos, ofreciéndoselo a Friedrich. Lo tomó, y se apoyó la culata en el hombro, para comprobar su punto de mira y el peso.

—Fusil de asalto MK18, mira telescópica de superzoom, puede dispararle a una ardilla a cuatrocientos metros como si la tuviera frente a sus ojos, aunque el alcance máximo es de mil. Seiscientos cincuenta disparos por minuto, cargador doble de cien proyectiles por compartimento, munición de siete milímetros. Es lo mejor que tengo actualmente, llegó la semana pasada.

—Lo quiero, el pack completo de munición también —respondió Friedrich—. Muéstreme la cuchillería.

El despachante volvió a su mostrador y lo miró.

—Lo mejor, ¿verdad?

—Lo mejor que tenga.

Buscó bajo el mostrador y extrajo uno. Friedrich lo tomó en sus manos y notó que era sumamente ligero.

—Cuchillo táctico Seal, de treinta centímetros. La hoja es parcialmente dentada, como puede ver, y el aserrado tiene un filo ideal para trocear hueso al apuñalar. El acero damasquinado le permite flexibilidad y potencia a la hora de atacar.

—Deme dos. Creo que con esto es suficiente.

—¿Quiere que se lo envíe a algún lado? ­—preguntó el dependiente.

—A mi residencia en Florida —Friedrich pagó con cincuenta monedas de oro, dejándolas en pilas de diez encima del mostrador.

—Ha sido un placer hacer negocios, señor.

Friedrich asintió con la cabeza, y sin mediar una sola palabra más, salió de la habitación, cerrando la puerta tras de sí.




*Para la gloria de Lucifer, en latín.

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