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III


Durmió casi nueve horas, en las cuales tuvo un montón de sueños confusos y bastante desagradables. Había uno de ellos que se había repetido dos veces en esa breve siesta, el cual consistía en verse a sí misma, desnuda, caminando por un campo sembrado de lavanda. Las flores violetas y azules se sacudían con el viento, generando un pequeño siseo inquietante, algunas de ellas le rozaban las nalgas y el vientre, y por encima de ella podía ver una figura con una enorme túnica negra, que flotaba por encima de su cabeza, persiguiéndola. Comenzaba a correr, entonces. Sus pechos se sacudían con esta loca carrera y quería gritar, pero no podía hacerlo, era como si estuviese muda. Solamente podía continuar corriendo hacia ningún lado, mientras aquella aparición funesta le perseguía cada vez más y más cerca.

Le costó despertar, como si le pesaran los parpados y tuviera demasiado cansancio para su cuerpo, pero finalmente se irguió en la cama, somnolienta, y comenzó a vestirse con lo primero que encontró en su ropería. Quería estar lo más cómoda posible, de modo que se puso un short de franela y una camiseta deportiva de lycra. Salió de su habitación rumbo a la cocina, para servirse un vaso de jugo de naranja y algo para comer, y luego de haber puesto a fritar dos hamburguesas tomó el celular para llamar a Edward. No habían tenido buenos momentos últimamente, y una parte de sí misma pensó si era conveniente llamarlo, pero tenía que darle la noticia y además no podía negarse a sí misma que lo necesitaba. Estaba enamorada de él, sin duda, sino jamás hubiera aceptado ser su pareja desde un primer momento, y en momentos de flaqueza emocional lo necesitaba más que nunca. Escuchó el tono de llamada, sin pensar en nada más, y se colocó el teléfono en el oído sujetándolo con su hombro, mientras daba la vuelta al tocino.

—¿Hola? —atendió él, del otro lado. Al menos no había música de fondo, así que estaba en su casa, pensó Bianca.

—Ed, soy yo.

—Hola, cariño —la saludó. Hizo una pausa y agregó: —¿Estás bien? Te noto la voz un poco rara, quizá sea la señal, pero...

—Mi madre ha muerto anoche —respondió ella.

—¿Cómo? Oh, que horrible... imagino como debes estar tú —Edward hizo una pausa del otro lado. Bianca pudo escuchar ruido a llaves—. ¿Estás en tu departamento, ¿verdad?

—Así es.

—Perfecto, saldré ahora mismo para allí.

Así era él, se dijo mentalmente. Por muy enojados que pudiesen estar uno con el otro, el amor jamás se terminaba, y cuando Bianca lo necesitaba el corría a su ayuda sin pensarlo un instante. Por esta clase de cosas, era por lo que le amaba y seguramente siempre le amaría, sin pensar en nada más, sin darle importancia a los malentendidos que pudiesen suceder.

—Te agradezco, mi amor —respondió.

—Nos vemos en un momento.

—Te amo, Ed.

—Y yo a ti —dijo él, y colgó.

Bianca acabó de preparar su almuerzo, y luego se sentó a comer mientras que encendía el televisor, sin mucho afán, más que nada para combatir el silencio de aquel enorme departamento de lujo. A veces una parte de ella ansiaba por vivir en una casa pequeña, en algún suburbio, donde escuchara el ruido del autobús por la tarde, donde pudiera salir de su casa y sentarse en un café a leer un periódico o la revista People, tomando un helado y viendo a la gente pasar de un lado al otro. Aquel departamento contaba con todos los lujos, no podía negarlo, pero más de una vez se había sentido demasiado pequeña en aquel lugar, como si estuviera viviendo en una burbuja de irrealidad donde allí, más de veinte pisos bajo sus pies, estaba la gente común y corriente, y por encima de todos ellos la poderosa empresaria Bianca Connor. A veces, todo aquello le parecía una burla antinatural a la educación que sus propios padres le habían dado. Sin embargo, tampoco podía evitarlo, era su status, era su vida, era el contrato de alquiler por el que le quedaba aun todo un año por delante.

Terminó de comer media hora después, y luego de fregar su plato, encendió el lavarropas y puso una pila de ropa para lavar. Mientras que esperaba la llegada de Edward, encendió su computadora portátil y comenzó a revisar los documentos de GreatLife. Por muy mal anímicamente que se sintiese, no podía descuidar que de aquellos papeles dependía su permanencia en el cargo como directora de ventas, y debía luchar por defenderse.

Era increíble, pensó. Acababa de morir su madre hacia menos de veinticuatro horas, y si bien dijo que iba a tomarse unos días libres, debía continuar sacando balances en limpio para generar más ingresos.

También era horrible. Una parte de sí misma ansiaba mandar todo a la mierda, pensó, y por lo general no lo reconocía, pero muchas veces se había sentido una esclava de la rutina, de andar de aquí para allá en la empresa, en su casa, en su vida, con el tiempo justo para todo. Pero era el costo de vivir en la clase alta, era el precio a pagar. Y no podía dar marcha atrás.

Sus manos tecleaban agiles por las hojas de cálculo, buscando archivos dispares en las contraprestaciones donde poder conseguir una ganancia, aunque sea mínima, e ingresarla en un fondo común donde poder cubrir la cifra de dinero que habían perdido con el contrato a Kramper, según Stuart. Luego de una serie de cálculos con las depreciaciones acumuladas, había podido reunir un cuarto del dinero faltante, pero no sabía qué hacer con lo demás.

Cerró los archivos luego de guardarlos, y bajó la pantalla de su notebook, sin más. A la mierda todo, no podía crear dinero de donde no existía, pensó. Si podía conseguir recuperar esa cifra, genial, y sino pues mala suerte, le tendría que pedir dinero prestado a alguna empresa asociada dentro de su bolsa mercantil para poder cubrir el bache, aunque el imbécil de Stuart no quisiera. Se levantó de la silla, y avanzó hasta una de las ventanas, mirando a través. Veintidos pisos más abajo, las personas parecían hormigas yendo de un lado al otro por la avenida costera, y más adelante, el agua se hallaba calma y serena. No había demasiada gente en la playa, y casi no había oleaje, ya que apenas se recortaba una línea blanca de espuma en la ensenada.

Dio un suspiro y su mente comenzó a meditar sobre su futuro, a nivel personal y laboral, aunque sobre este último no quería darle demasiadas vueltas. A como venían sucediendo las cosas con toda seguridad, en algún momento de su vida debería abandonar GreatLife para formar un nuevo camino en otra empresa. Su reputación la precedía y no creía tener demasiadas dificultades en conseguir empleo en otro lugar, si fuese necesario hacerlo. Pero el problema estaba en cuanto a su vida personal.

Aun no tenían nada planificado con Edward, casamiento, compromiso, hijos, o mucho menos vivir juntos. Ella tenía bien en claro que cuando él había sacado el tema a relucir, fue la misma Bianca quien le respondió una negativa casi rotunda, ya que, en su ajetreada vida como empresaria, no había lugar para la vida en pareja, ni mucho menos pasarse el día completo cambiando pañales.

Sin embargo, ¿por qué no? Se preguntó. Su madre había querido siempre un nieto o una nieta, y se había muerto esperando que Bianca le complaciese el deseo. Y quizá por eso se sentiría culpable toda su vida. Sin duda sería un tema a charlar con Edward en cuanto tuviera la oportunidad justa, y aunque le costase reconocerlo, había una parte de sí misma que fantaseaba con el hecho de dar a luz una nueva vida, que llevara su sangre y la del hombre que amaba.

De pronto, su teléfono celular sonó, distrayéndola con brusquedad. Caminó hasta la mesa, y lo tomó, contestando.

—Hola.

—Señorita Connor, le hablo de la morgue Deerfield —dijo una voz de hombre, del otro lado de la línea—. ¿Se hará velatorio con su madre?

—No, ella será enterrada en Dignity Memorial, en el panteón de mi padre. Esa fue su última voluntad.

—Bien, déjeme consultar los horarios... —aquel hombre, del otro lado, hizo una breve pausa. Bianca pudo escuchar como revolvía papeles, hasta que finalmente habló de nuevo. —Tenemos un turno disponible para mañana a las once y media, y usted tendrá que estar en las oficinas del cementerio al menos una hora antes para firmar las actas necrológicas.

—Me parece bien —consintió Bianca.

—Que tenga buen día, señorita —se despidió el empleado, y colgó.

Dejó el teléfono con suavidad encima de la mesa, dando un suspiro. De golpe, se sentía como si le hubieran sumado cinco o diez años más a su edad. Itzi ronroneó zigzagueando entre sus piernas, y ella la tomó en brazos, volviendo a acercarse a la ventana para mirar el paisaje.

Edward llegó a su departamento un rato después. El timbre de su intercomunicador sonó, y el portero le avisó que su pareja venía a visitarla. Ella le dijo que le dejase entrar, y un momento después, Edward salía del ascensor. Bianca había salido al pasillo a esperarlo, y él se acercó a su puerta rápidamente, para abrazarla. Ella se aferró a su espalda con fuerza, no se había dado cuenta de cuanto le necesitaba hasta ese momento, de lo débil que se sentía hasta que sus brazos le confortaron.

—¿Qué ha pasado? ¿Cómo fue? —le preguntó él. Luego le enmarcó el rostro con las manos, y la besó.

—Ven, entremos.

Ambos ingresaron de nuevo al living, Bianca cerró la puerta tras de sí y caminó hasta la cocina.

—¿Quieres que te prepare un café? —le preguntó.

—Gracias —respondió, negando con la cabeza. Se sentó en uno de los sillones, y le dio dos palmaditas a su lado—. Ven y cuéntame que ha pasado.

Bianca se sentó, él le extendió un brazo y ella se arrebujó contra su pecho.

—No sé por dónde comenzar —le dijo, en un susurro—. Todo ha comenzado en mi trabajo, estoy literalmente desecha.

—¿Por qué lo dices?

—Aparentemente el contrato que hemos firmado con Kramper, fue un contrato erróneo, y ahora la empresa está en déficit por mi culpa —Bianca dio un suspiro de resignación—. Si no encuentro la manera de arreglar esa mierda, entonces mi carrera en GreatLife se habrá ido a la basura.

—No puedo creer, que situación más trágica...

—Y me enteré de la muerte de mi madre en la oficina.

—¿Alguien te avisó?

Bianca pensó en la posibilidad de decirle lo que había pasado, pero, ¿cómo se lo tomaría? ¿Le creería? Se preguntó. Ni siquiera ella misma sabía lo que había ocurrido, o como definir esa sensación de escuchar claramente la voz de su madre, o sentir su perfume llenando toda la oficina al mismo tiempo.

—Me llamó una vecina —respondió, finalmente—. Salí de la empresa y fui directo a su casa, y cuando llegué había un montón de oficiales en el lugar revisando que no estuviera nada fuera de lo normal, a excepción de ella, que estaba en una bolsa de plástico dentro del camión forense.

—Bian... de verdad que lo siento tanto...

Comenzó a llorar, entonces, otra vez. Pero a medida que hablaba, se sentía cada vez más ahogada, como si los pesares que le abrumaran fueran demasiados para expresarlos con simples palabras comunes.

—Estoy desconsolada, Ed —dijo—. Mi trabajo está en crisis, ahora mi familia también. Cuando mi padre murió, pensé que iba a morir de tristeza, pero sin duda esto es muchísimo peor. Ella se marchó de este mundo y no pude cumplir su sueño de ser abuela, me siento como una mierda de mujer.

—No digas eso, tú no eres una mierda... —comentó él, mientras le acariciaba su cabello cobrizo, suavemente.

—¿Tú crees? Siento como si no hubiera sido capaz de complacer a mi propia madre.

—No debes pensar así —Edward la miró—. ¿Hay algo que pueda hacer por ti, para que te sientas bien?

—Bueno, a decir verdad, hay algo que me gustaría hablar—Bianca lo miró a los ojos, tomó el coraje suficiente, y habló—. Deseo ser madre, quiero un hijo tuyo, Ed.

Él la miró como si estuviera de broma, y luego sonrió nerviosamente. Al ver que ella no había cambiado la expresión de su rostro, se puso serio.

—¿Me lo estás diciendo de verdad?

—Sí, quiero que tengamos un hijo juntos. Quiero que luego de solucionar todo este asunto con GreatLife te vengas a vivir aquí, conmigo. Creo que estoy decidida a tener una familia.

Edward se separó de ella levemente, y negó con la cabeza.

—Bian, tú estás preparada, pero yo no. No quiero ni necesito tener un hijo ahora. Lo siento, pero no estoy de acuerdo.

—¡Por favor! —exclamó ella. —Me siento vacía por dentro, me siento como si no tuviera un objetivo claro en mi vida, aun a pesar de tener dinero y un buen trabajo. Ayúdame a encontrar mi horizonte, te necesito conmigo ahora más que nunca.

Él la tomó de las manos, y la miró fijamente.

—Bian, ambos somos demasiado jóvenes para truncarnos la vida con un hijo, y yo no estoy preparado para ser padre aún. Cuando tú estabas en mi posición yo te respeté, y lo sabes. Ahora te pido que seas tú quien me respete a mi —le dijo—. Sé que estás alterada, que nada de esto es fácil, pero creo que es una decisión que debes pensar aún más, no en medio de una crisis emocional.

Bianca suspiró, cerró los ojos y bajó el rostro. No tenía remedio seguir hablando de un asunto como aquel, se dijo. Pensó que quizá un día podría dejar de tomar las pastillas anticonceptivas sin decirle nada, pero sería deshonesto y tampoco podía forzarlo a la paternidad. Su mente se preguntó en que se había equivocado, que clase de karma estaba cosechando que últimamente se sentía tan infeliz, aun a pesar de tener una vida y una economía muy por encima de la media. Se secó las mejillas y se puso de pie.

—Supongo que tienes razón —le dijo—. Llamaré a Lisey, para comunicarle la hora del entierro.

Caminó hasta el teléfono, buscó el papel que había guardado con su número, y marcó. Del otro lado, la propia Lisey atendió. Mientras que conversaban sobre las cuestiones concernientes al día siguiente, y donde se encontrarían, Edward se levantó del sillón y la rodeó por la cintura, envolviéndola en un abrazo. Al terminar de hablar minutos después, dejó el teléfono encima de la mesa, se giró sobre sus talones y le tomó de la nuca poniéndose en puntitas de pie. Edward era al menos diez centímetros más alto que ella, y en ese preciso instante que estaba descalza, la altura se diferenciaba aún más.

—Dime que nunca te alejarás de mí, por favor —le susurró, contra su boca. Su aliento era cálido debido al llanto.

—No lo haré —respondió él.

—Eres todo lo que me queda, cariño. Y no sabes cuánto bien me hace contar contigo en estos momentos.



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Al día siguiente, la primera en despertar fue Bianca, y viendo que él aún continuaba durmiendo, no se atrevió a despertarlo. Solamente encendió la cafetera, para que comenzara a disolver el café granulado, y se metió a su habitación, para buscar ropa limpia con la que vestirse luego de una ducha caliente. Miró el enorme espejo de pie que tenía en un rincón de la habitación. Había sido regalo de sus padres en la primera semana que se había mudado a vivir fuera de su casa, y le encantaba el tallado que tenía en todo su marco de madera. Se paró frente a él, desnudándose, y se miró los pechos, luego se miró el vientre, se lo acarició desde poco más de encima del ombligo hasta la zona púbica, y se imaginó como seria verlo crecer, conteniendo una vida dentro suyo que llevaría su sangre, y posiblemente el nombre de su madre, en caso de que fuese una niña. Sin embargo, Edward había sido muy claro con lo que había dicho, jamás tendría un hijo de él. O al menos, no por ahora.

Mientras observaba la curvatura de su cintura y la redondez de sus nalgas, Bianca se dio cuenta que tenía un profundo sentimiento de vacío, como si tan solo fuera un envase bonito para ser utilizado, acariciado y penetrado. El linaje de la familia Connor se perdía con ella, una mujer completamente fértil, próxima a los treinta años, sin nadie que anhelase formar una familia a su lado.

Sintió pasos, detrás suyo, y se giró sobre sus talones. Edward ingresaba a la habitación para contemplarla con una sonrisa, se acercó a ella y le dio un corto beso en los labios.

—Pensé que seguirías durmiendo —le comentó ella.

—Me despertó tu gata, trepándose por mis piernas —Edward le besó el cuello, y le acarició un pecho. Bianca se separó de él para tomar la ropa que había encima de la cama, y caminar hacia el baño rápidamente.

—Me ducharé rápido, estoy rabiosa por un café —dijo, y él la siguió detrás.

—¿No quieres que me bañe contigo? —le preguntó, asombrado.

—Prefiero que no, saldré en un momento —respondió ella, aun a pesar de que la furtiva caricia le había arrancado un imperceptible y delicado gemido.

Permaneció bajo el agua más tiempo del que tenía pensado, disimulando sus lágrimas con el rostro hacia la ducha. Odiaba llorar, ella era una mujer que muy rara vez se rendía ante el llanto. Pero el sentimiento de marchita decadencia que la invadía desde que había muerto su madre, le hacía sentir dudosa de su propio futuro, de todo lo que le rodeaba. Y lo peor era que sin saber el motivo, comenzaba a mirar de forma diferente a Edward.

Al salir de la ducha, minutos después, y después de vestirse, Edward entró a darse un baño después. Luego desayunaron, apenas un par de tostadas con jamón y café, Bianca se cepilló los dientes, se ató el cabello en una media coleta sujeta por una pinza negra, se roció un poco de su perfume favorito, y tomando las llaves del coche, salió del apartamento cerrando tras de sí. Edward había quedado de acuerdo con ella para seguirla en su coche hasta la puerta del cementerio donde cumplirían con el entierro a la hora pautada. Al llegar al estacionamiento del edificio, cada uno subió a su vehículo, respectivamente, y emprendieron camino al Dignity Memorial.

Se tardaron sus buenos minutos en llegar, ya que el transito era relativamente espeso a esas horas, además el coche de Edward no era tan veloz como el de Bianca, y se habían detenido unos instantes a mitad de camino para comprar un ramo de jazmines. Al llegar, vio que Lisey y su pareja estaban esperándola en la entrada con un gran ramo de flores en sus manos. Al subir a la acera, se detuvo en los enormes portones y bajó el cristal de su puerta, para indicarle a Lisey que la llevaba hasta el panteón de sus padres. Ambos subieron a los asientos traseros del Audi, sin decir una palabra, y Bianca retomó la marcha.

Ingresó entonces al cementerio, adelantándose por las calles pavimentadas de vitumen a velocidad moderada. Dentro, había un silencio clásicamente mortecino, interrumpido solamente por el cantar de los pájaros, y a veces las conversaciones de algunos funcionarios de mantenimiento, que se encargaban de quitarles las malas hierbas a las tumbas. El panteón de su padre estaba en la última calle a la derecha, comenzando por la entrada principal, y antes de llegar detuvo su coche en las oficinas principales del enorme camposanto, para poner su firma en las actas de defunción. Luego, con los documentos en mano, volvió a su coche y retomó su camino.

Edward había llegado antes que ella, y estaba de pie al costado de su coche, esperándola. A su lado, estaba la furgoneta de la funeraria con cuatro operarios y un encargado, todos vestidos con smoking negro y las manos a la espalda. También había un sacerdote con una biblia en las manos, esperando para decir alguna oración. Frente a ellos había dos caballetes de hierro, y Bianca se dijo que ya conocía toda aquella rutina horrible, la había vivido en el funeral de su padre, hace ya mucho.

Estacionó el coche detrás del Amarok de Edward, se alisó su vestido al bajar, y sintió que iba a llorar de nuevo. Lisey se acercó a ella después de bajar del Audi, para darle un apretado y cálido abrazo.

—Bian, lo siento... —le dijo. —Conozco a tus padres desde hace mucho y me duele tanto como a ti, supongo que lo imaginas —le ofreció las flores que llevaba—. Esto es para ella.

—Lo sé, ustedes tuvieron una gran historia junto a mi tío —respondió, asintiendo con la cabeza—. Creo que ahora todos deben estar reunidos en un mismo lugar —Bianca miró el ramo con una sonrisa.

—Ya lo creo que sí —consintió Lisey.

Bianca se acercó al frente de la tumba. Dentro, a través de las puertas de vitraux, se podía ver el féretro y su placa, donde descansaban los restos de Alex, apoyado en caballetes de hierro bañado en bronce, a la izquierda del ataúd se hallaban los restos de su tío Tommy. A un lado de las puertas, había una escultura de un ángel, confeccionada en mármol y que parecía apoyarse en una de las paredes del panteón, mirando hacia adentro.

—¿Vendrá alguien más, señorita Connor? —preguntó el encargado del sepelio.

—No, puede comenzar cuando quiera —respondió.

A su orden, los cuatro funcionarios abrieron las portezuelas de la furgoneta, y tomándolo de sus asas laterales, sacaron a la vista el ataúd de madera caoba lustrosa, con una gran cruz de bronce en su tapa, y lo colocaron encima de los dos caballetes de hierro. Sin poder evitarlo, Bianca había comenzado a llorar nuevamente, a pesar de intentar mantenerse firme. Edward la abrazó rodeándole los hombros, y el sacerdote allí apostado, abrió su biblia, y comenzó con el discurso.

—Hoy estamos reunidos aquí, hermanos, para dar el último adiós a la señora Angelika Connor, madre amorosa, y valiente cristiana, que sin duda será bien acogida en los brazos de nuestro padre Todopoderoso. De buena familia, nobles sentimientos y una vida ejemplar en la bondad de la fe, hoy descansa sin dolor ni agonía en la paz de nuestro Padre —hizo una pausa para colocarse los anteojos, y prosiguió—. Yo soy la resurrección y la vida, dice el Señor. El que creé en mí, aunque este muerto vivirá, y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente. Ella sabe que su redentor vive, y al fin se levantará sobre el polvo, y después de desecho su cuerpo, aun ha de ver a Dios. Nada hemos traído a este mundo, y sin duda nada podremos llevar. El Señor dio, y el Señor quitó. Bendito sea el nombre del Señor, hermanos, que hoy recibe con cánticos celestiales el alma de esta noble mujer. Amén.

—Amén —respondieron todos los presentes.

Reinó un nuevo silencio entre todos, y luego el encargado de la ceremonia volvió a hablar.

—¿Alguno de los presentes quiere decir unas palabras? —preguntó.

Bianca suspiró, y luego, acomodando las flores entre sus brazos, dio un paso al frente y se situó al lado del féretro, para mirar a todos frente a sí.

—Sé que estamos atravesando un momento difícil y de gran pena por la pérdida de mi madre, que hoy parte a un nuevo mundo lleno de ángeles. Es cierto, que uno siempre anhela compartir la vida y estar al lado de las personas que ama, porque cuando perdemos un ser querido, nuestro corazón se llena de un inmenso vacío y una profunda tristeza, por el simple hecho de saber que ya no le veremos más, ya no podremos sentir el perfume de su cabello cuando le abracemos, ya no escucharemos el tono de su voz al charlar —dijo, con la voz quebrada por el llanto. A pesar de todo, hizo una pausa para dar un suspiro tenue, y continuar: —Sin embargo, pese a la tristeza que nos invade, debemos comprender que mi madre se encuentra mucho más cerca de nosotros ahora, de lo que podamos imaginar.

>>Esta mujer que me dio a luz, y ahora descansa dentro de este ataúd, ha sido una guerrera de Dios, ha batallado contra sus enemigos y derrotado espectros, demonios y entidades del bajo infierno, al igual que mi padre. Ella no es cualquier mujer, es Angelika Connor, la tan comúnmente llamada por los medios como "la Warren del siglo veintiuno", y su tiempo de sufrir en este mundo ha terminado. Ahora descansa junto a mi padre, riendo con él, y no me cabe la mínima duda de que los coros celestiales cantan en nombre de ellos. Es nuestro deber estar felices ahora.<<

Bianca volvió a los brazos de Edward, desecha en un mar de lágrimas, y Lisey también la abrazó, que lloraba emocionada por sus palabras. Ante un gesto del encargado del funeral, que había quitado el cerrojo de las puertas de cristal del panteón, los hombres tomaron las asas del ataúd y lo cargaron hasta su lugar de reposo, dejándolo con suavidad a la derecha del ataúd de Alex. Durante toda aquella procesión, y mientras le daban las condolencias a Bianca, conteniendo su llanto, el sacerdote cerró su biblia, y rezó:

—Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu nombre. Venga a nosotros tu reino...


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