II
A la noche, cerca de las nueve, Lorenz llego a la residencia que habían acordado utilizar como base de operaciones. Al bajar del taxi, observó de nuevo al mismo casero sacando la basura mientras silbaba entre dientes, lo saludó con un gesto de la cabeza, pagó su taxi y caminó hacia la puerta.
Antes de entrar, se sacudió los restos de nieve que tenía en los hombros de su sobretodo, empujó la puerta e ingresó al living, donde Friedrich estaba sentado frente a la estufa, bebiendo una copa de licor.
—Tengo noticias, señor.
—Dime.
Lorenz le entregó los papeles que llevaba bajo el brazo, Friedrich los hojeó leyendo por encima.
—La matrícula de la camioneta pertenece a Ellis Blake, un conocido Raider de Mountain Bike —dijo—. Tiene un par de propiedades en Princeport, Canadá, y una cabaña en las afueras de Pittsburg la cual no hace mucho le cedió el título de propiedad a la hija de los Connor.
—¿Se la regaló? —preguntó Friedrich.
—Eso es lo que parece.
—Entonces ya sabemos dónde están refugiados —Friedrich observó una foto bajo los documentos y papeles de informes, donde se veía una imagen satelital de la ubicación del rancho—. ¿Hablaste con la chica que te dije?
—Constanze dijo que nada la haría más feliz en esta vida que matar a la hija de los Connor. Supongo que debe estar en camino, me dijo que se tomaría el primer vuelo hacia aquí.
—¿Te dijo si traerá hombres con ella?
—No, señor. Quizá quiera hacer el trabajo sola.
Friedrich sonrió.
—Ya me parecería raro que no fuera así —dejó los papeles a un lado y volvió a darle un sorbo a su copa de licor—. Ve a preparar las armas, mañana al anochecer asaltaremos su cabaña.
Lorenz asintió con la cabeza y se retiró hacia la última habitación del pasillo, mientras que, a cientos de kilómetros, ajenos a todo eso, Bianca y Ellis revisaban los documentos y libros de sus padres. El fuego en la chimenea era fuerte y entibiaba la sala, mientras el café de ambos humeaba en sus tazas. Por la mesa, cubierta de papeles, había un montón de notas que Bianca escribió, para tener un registro de lo que ya habían revisado. Aunque tuvieran que leer todo de pies a cabeza y tardar días enteros, lo harían.
Apenas hablaban, concentrados en su búsqueda, hasta que Ellis dio un comentario, quizá pensando en voz alta.
—No puedo creer que esa mujer te intentara retener.
—Dijo que estaba siendo buscada por el FBI, eso es lo que más desconfianza me dio —respondió ella—. ¿Y si los que me persiguen pudieron llegar hasta aquí?
—No lo creo, quizá esa mujer solamente estaba loca de remate o sufre algún tipo de esquizofrenia.
—Es posible —las manos de Bianca se toparon con un sobre, lo abrió y dentro estaba la carta que su madre le había escrito antes de morir. La desplegó con lentitud y una lágrima le recorrió el rostro. Ellis la miró, al escucharla suspirar. —Ey, cariño... ¿Qué sucede? —le preguntó, acariciándole la espalda con una mano.
—Mi madre me escribió esto antes de fallecer —respondió ella. La volvió a releer brevemente y luego se secó las lágrimas del rostro—. Parece como si supiera lo que iba a pasar. Ella hace mención a un error que cometió con mi padre, igual que en mi visión. Y que también ha dejado las herramientas necesarias para combatirlo.
—Eso significa que la respuesta a todo debe estar aquí, por algún lado.
—Debemos seguir buscando, tengo un horrible presentimiento con todo lo que sucedió hoy.
—Yo también —añadió él.
Continuaron su búsqueda en completo silencio, de vez en cuando bebiendo un trago de café, hasta que Ellis habló de nuevo. Tenía en sus manos un gastado registro, similar a una bitácora marítima.
—Aquí hay una mención de que tu padre usó la sal en un rito. En Italia contrataron sus servicios para limpiar un asilo abandonado, y por lo que dice aquí, selló las puertas con sal para que nada entrara ni saliera del lugar.
—Déjame ver... —Bianca tomó en sus manos el documento y leyó por encima. —O sea que la sal tiene alguna propiedad contra los malos espíritus y demonios. Por eso en mi visión, él tenía un puñado de sal en cada mano, y por eso yo ahuyenté a mi Doppelgänger.
—Interesante.
—Sigamos buscando, algo más tiene que haber aquí.
Continuaron hojeando los documentos, hasta que ya no hubo nada más para revisar, y a Bianca comenzaba a dolerle la cabeza de tanto ver letras e imágenes. Dejaron a un lado los documentos, y siguieron con los libros. Casi tres horas después, y cuando ya comenzaba a bostezar de aburrimiento, Bianca dio un salto en su silla.
—¡Aquí está! —dijo. Ellis la miró con asombro.
—¿Qué? ¿Qué encontraste? —preguntó.
Bianca señaló una página del libro, donde se veía un montón de esquemas con símbolos ritualistas.
—La sal se considera uno de los más importantes objetos sacramentales, junto con el agua bendita y el crucifijo, solo que la iglesia lo considera algo supersticioso y por ende, evita darle popularidad. Existen dos tipos de sal, bendecida y exorcizada. La sal bendecida no sirve más que para protección de personas o casas, pero la sal exorcizada tiene mucho poder en rituales.
—¿Cómo qué clase de rituales?
—Para ahuyentar los malos espíritus, las entidades del bajo plano y los demonios comunes, por eso mi padre la usaba y por eso me la mostró en la visión. Pero lo más importante de todo es esto —Bianca comenzó a leer, acompañando las palabras con el índice: —cuando un alma ha pasado por todos los niveles infernales esta se vuelve oscura, peligrosamente hostil y debe combatírsele a tiempo. Para ello es necesario exhumar los restos del muerto con sal, entre la medianoche y las tres de la madrugada. Las llamas serán verdes con fuerte aroma a azufre, y poco a poco se tornarán rojas hasta que la manifestación o la entidad se consuma por completo.
Ellis la miraba con miedo de la posible respuesta.
—¿Y qué piensas?
—Pienso que ahí radica el error que mi madre menciona en la carta, y la visión que he tenido de mis padres —Bianca se puso de pie y comenzó a caminar por la sala, atando cabos—. Deduzco que ellos no sabían de este ritual, por lo tanto, quemaron la mansión de Luttemberger y creyeron que la maldición se había extinguido junto con la casa, pero no fue así. Debian hallar la sepultura del nigromante, desenterrarlo, y quemarlo a él también.
—¿Crees que de verdad no lo sabían? Vamos, cariño... eran expertos en esto.
—Claro que no lo sabían, no se equivocarían en algo así de gusto, o para ponerme a prueba —dijo ella—. Mi vida corre peligro gracias a este error, no lo harían a propósito. Pero sin duda ahora tengo que remediarlo.
—¿Y qué harás?
—En la investigación de mis padres se menciona que cuando Luttemberger se suicidó, su cuerpo fue extraditado a Alemania para enterrarlo en su país de origen —respondió—. Quizá la entrada a las catacumbas que aparece en mi visión es donde está, tal vez en algún lugar del bosque de Kirchlengern.
—¿Cómo puedes estar tan segura?
—Piénsalo, ese bosque se cuenta como el más maldito del país, y si tú fueras el líder de una secta, sería el lugar perfecto para rituales de toda clase sin ser vistos por extraños. Dicho sea de paso, es lo más estratégico que se me ocurre —Bianca dio un suspiro, y lo miró con cierta inquietud—. Quizá mi tarea es esa, viajar a Alemania y buscar la tumba del nigromante.
—Espera, cálmate un momento —dijo Ellis, con las manos hacia adelante—. ¿Qué te hace pensar que vas a poder ir allá, y quemar los restos del tipo este, como si nada? ¿Si fueras de esa secta, no pondrías vigilancia en la cripta? Sería lo más lógico.
—Sí, es cierto.
—Y déjame que te lo diga, pero me parece una locura toda esta idea que has tenido de repente. ¿Qué pasa si el ritual no funciona?
—¿Y qué esperas que haga? —preguntó Bianca. —¿Tenemos que ser perseguidos todo el resto de nuestras vidas por esta gente? ¿Vivir huyendo, nosotros y nuestros hijos?
—Cariño, que incineres los restos de Luttemberger no va a hacer que la secta automáticamente deje de funcionar. No puedes evitar eso, ¿comprendes lo que te digo?
—Lo sé, pero, aunque pase el resto de mi vida persiguiéndolos uno por uno, nada es peor que una horrible entidad furiosa y una maldición encima de mi cabeza —Bianca miró a Ellis con determinación, aunque también con miedo—. Voy a ir allí, y acabaré con ese hijo de puta, quieras o no. Por mí, por ti, por mis padres, por la familia que quiero formar contigo.
Ellis se acercó a ella, y la envolvió en sus brazos. Bianca apoyó su rostro en el cuello de él, cerrando los ojos y acariciándole el cabello por detrás de la nuca.
—Entonces si no puedo evitar que vayas allí, iré contigo —dijo.
—No —Bianca se separó bruscamente de él—. No dejaré que te expongas así.
—Pues mira, estamos en igualdad de condiciones. Yo no puedo hacer nada para evitar que vayas allá, y tú no puedes hacer nada para evitar que te acompañe. Así que mejor te vas acostumbrando a la idea cuanto antes.
Bianca le tomó el rostro con las manos y le besó los labios con delicadeza.
—Todo esto se hace mucho más fácil estando contigo. Gracias.
Ellis la abrazó, acariciándole la espalda y el cabello.
—Sabes que siempre estaré contigo, hagas lo que hagas —dijo.
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Al día siguiente, cerca del mediodía, Lorenz y Friedrich limpiaban las armas, poniendo la puesta a punto necesaria para el trabajo a realizar. El casero, que arrancaba las malas hierbas del jardín, ingresó al living luego de pedir permiso.
—Disculpe señor —dijo, mirando a Friedrich—, pero una mujer en la entrada lo busca.
—Debe ser ella —comentó Lorenz.
—Dile que pase.
El casero asintió con la cabeza y se retiró. Un momento después Constanze ingresó al living, vestida con un sobretodo negro, pantalón de pana y botas de caña alta. Ambos se levantaron de la mesa, y Friedrich abrió los brazos.
—¡Querida, que bueno es verte! —exclamó.
Ambos se saludaron con un abrazo, y Constanze se sacudió el cabello peinándolo con los dedos, mientras miraba la mesa llena de armas.
—Para mí también es grato verlos otra vez —respondió—. Me puse muy triste con la noticia de tu expulsión de la secta.
—Me imagino que ya me habrán quitado del acta de miembros.
—Sabes que sí.
—Da igual, luego de esto poco nos importa el Poder Superior o los Ilmagrentha. Tendremos que desaparecer, mudarnos al lugar más recóndito del mundo y cambiarnos de identidad en caso de ser necesario, pero valdrá la pena.
—Nos perseguirán por cielo y tierra, pero nosotros seremos más astutos, como siempre lo hemos sido —consintió ella.
Friedrich asintió con la cabeza, y le acarició el cabello. Se miraron en silencio un momento y luego Constanze se acercó a él, besándolo con una ansiedad casi sedienta. Él tenía en promedio casi quince años más que ella, pero eran amantes desde el momento en que ella había ingresado al Poder Superior, cuando apenas era una muchachita de diecinueve años y él ya tenía más de treinta. No estaba enamorada, dentro de la secta no había lugar para el amor o cualquier otro sentimiento, pero era con el que tenía mejor sexo. Luego de un momento besándose, lo tomó de la mano y lo llevó hacia las habitaciones del fondo. Antes de perderse en el pasillo, Friedrich se giró hacia atrás.
—Partimos al atardecer —dijo. Y luego de un momento, cerró la puerta de la habitación tras de sí.
Lorenz asintió con la cabeza, aunque ya no había nadie allí para mirarle. Su mirada completamente inexpresiva se posó en la mesa de las armas, y tomando asiento frente a ella, continuó manipulando la artillería. Pasó las siguientes dos horas clasificando las municiones, rearmando cada pequeña pieza de cada ametralladora, mientras escuchaba los gemidos que provenían desde la habitación. Al terminar, caminó hacia el minibar, se sirvió un gran vaso de whisky y se sentó en uno de los enormes sillones, encendiendo el televisor y haciendo zapping de un canal a otro de forma distraída. Ya había terminado su primer vaso, cerca de las cuatro y media de la tarde, y se había servido otro cuando vio a Friedrich asomar por el pasillo, completamente vestido. Detrás suyo, Constanze desnuda.
—Las armas están listas, señor —dijo. Luego señaló el vaso de whisky que tenía en la mano —¿Quiere un trago?
Friedrich le apoyó una mano en el hombro.
—Ya has hecho suficiente, mi amigo. Ya me lo serviré yo, gracias.
—¿Por qué no vienes conmigo un rato? —dijo Constanze, sonriendo libidinosa—. Aún nos quedan por delante un par de horas más, no querrás pasarlas aquí bebiendo y mirándonos las caras, ¿o sí?
Lorenz la miró impasible, con la misma inexpresión gélida que le caracterizaba, como si no sintiera emociones de ningún tipo. Friedrich intervino a su vez.
—Ve con ella, satisfácete —dijo—. Nosotros no tenemos ninguna ley más que la nuestra, solo tomamos lo que queremos cuando lo queremos, y fornicamos como animales cuando se nos presenta la ocasión. Sabes cuál es nuestra doctrina.
—Quinto mandamiento de Satán, no hagas avances sexuales a menos que te sea dada una señal de apareamiento —respondió, citando de memoria.
Se puso de pie y caminó hacia Constanze, dejando su vaso de whisky en el posabrazos del sillón, la tomó por la cintura y la guio hasta el cuarto. Él, de anchísima espalda y gran altura, ella contoneando las nalgas al caminar, de fina cintura y al menos treinta centímetros más baja que Lorenz, daban un aspecto dispar y gracioso. Friedrich los miró con una sonrisa, como quien mira dos niños peleando por un juego inocente, y luego tomó el vaso que Lorenz había dejado, dándole un trago.
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A la caída del atardecer, tal y como habían planificado, el trio había cargado el maletero del coche con la mayor cantidad de armas posibles, al menos las de calibre pesado. Las pistolas iban en la cintura de cada uno, y durante el viaje, sentado en el asiento trasero del coche de alquiler, Lorenz jugueteaba con su cuchillo táctico. Friedrich conducía, con la mujer al lado. Constanze extrajo de un bolsillo un arrugado paquete de cigarrillos, sacó uno y se lo colocó entre los labios.
—No te molestará que fume —aseguró.
—Adelante, pero baja un poco el cristal.
Constanze dejó una ranura de dos centímetros de abertura, encendió el cigarrillo y sopló el humo hacia afuera lo mejor que pudo.
—No veo la hora de ponerle una bala en la frente a esa puta —dijo.
—Todos deseamos lo mismo —opinó Friedrich, taciturno.
No dijeron nada más durante todo el viaje, el cual fue mucho más corto de lo que planificaron. En cuanto el sol caía, la nieve hacía que el clima en las carreteras no fuera muy seguro para conducir, de modo que la mayoría de la gente optaba por quedarse en casa. Solamente pasaban a su lado algunos pocos coches, de personas que quizá volvían de trabajar, y alguna que otra pala quitanieves.
Salieron de la autopista por un camino que se bifurcaba entre las colinas y formaciones rocosas de la zona, y tras mucho traquetear debido a lo accidentado del terreno, Friedrich condujo el Sedan durante una media hora más tal y como le marcaba la ubicación en el mapa. A la distancia, pudo ver una casa con las luces encendidas. En un paraje tan oscuro y desolado como aquel, una chimenea encendida o la luz de un living, se podía ver con clara facilidad, de modo que pisó el acelerador. Constanze lo miró con una sonrisa demente mientras se mordía el labio inferior, sintiendo correr por sus venas el mismo cosquilleo adrenalínico que Friedrich y Lorenz experimentaban a su vez.
Antes de llegar a la cabaña, apagaron todas las luces del coche para no ser vistos, y redujeron su marcha a casi el mínimo de velocidad posible. El auto avanzaba por el camino semejante al andar de una persona, estacionó bajo los frondosos pinos a unos cien metros de la casa, y apagó el motor.
—Al fin estamos aquí —dijo Constanze, en un susurro.
Friedrich pulsó el botón del maletero antes de bajar del coche. Todos descendieron, rodeando el vehículo hacia la parte de atrás. Constanze tomó uno de los fusiles de asalto, Friedrich empuñó la ametralladora de combate y Lorenz tomó la M16.
—A por ella —dijo Friedrich, quitándole el seguro a su arma.
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Bianca, por su parte, ordenaba por fin las últimas cajas de papeles y documentos. El día anterior habían encontrado algo relevante para su investigación, y ya sabía lo que haría después, la idea de viajar rumbo a Alemania era innegable. Sin embargo, el reguero de papeles que había dejado por toda la sala era increíblemente caótico, y aunque Ellis la ayudó a clasificar todo, nadie más que ella sabía cómo ubicar los documentos de sus padres, a fin de cuentas, se había criado con ellos.
—¿Sabes una cosa? Lo que más detesto de todo este papeleo es que tengo que trasladarlo de un lado a otro cada vez que me mude —dijo ella, al verlo acercarse desde la cocina.
—Pero no podrías hacer nada sin él, cariño. Tus padres fueron sabios, al menos según como lo veo.
Bianca no pudo contestarle, petrificada mirando por la ventana con la sangre congelada por el pánico. Al girarse para llevar una caja hasta la biblioteca, miró hacia afuera y en cuestión de un segundo, todos sus viejos temores y traumas la azotaron como una ola de horror demasiado imposible de soportar. Friedrich estaba allí de pie, acercándose a su patio en la penumbra del anochecer, con una pesada ametralladora en las manos apuntando directamente hacia ella. Y seguramente no estaba solo.
—¿Cariño...? —preguntó Ellis, sin entender.
—¡Al suelo! —exclamó Bianca.
Se arrojó de bruces al piso, en el mismo momento en que un estruendo ensordecedor a múltiples disparos se hizo escuchar. Las ventanas de la cabaña estallaron hacia adentro, y Bianca pudo sentir claramente como las balas impactaban en el tapete del respaldo del sillón, en las paredes, y en la chimenea. Astillas de madera, adornos de cerámica, papeles, todo salió volando en todas direcciones bajo el fuego de tan pesado armamento. Se cubrió la cabeza con las manos y miró hacia la cocina, temiendo lo peor. Ellis estaba en cuclillas tras la mesada de mármol, viéndola con ojos asustados. Finalmente, cuando el fuego cesó, el silencio pareció aturdirla.
—¡Hola Bianca, que bueno es encontrarte al fin! —exclamó Friedrich, desde afuera—. Es de muy mal gusto no hacer pasar a las visitas, hace frio aquí afuera. ¿Qué te parece si sales a darnos la bienvenida, zorra?
Bianca se arrastró con los codos por el suelo, hasta llegar a la cocina.
—¿Qué demonios está pasando? —preguntó Ellis, en un susurro—. ¿Son ellos?
—Ve a buscar las armas —respondió ella, con lágrimas en los ojos. Le temblaban las manos con una rapidez espantosa.
Asintió con la cabeza, y en cuclillas, Ellis corrió hacia la habitación lo más rápido que pudo. En ese momento, Bianca sintió como los cristales rotos en el suelo crujían bajo los pies de alguien. Espió por encima del pasaplatos de madera, y vio a Friedrich trepando por la ventana hacia el living, con la ametralladora colgada a un lado.
—¿Dónde estás, putita? —le preguntó, mientras cambiaba de cargador con un clic sordo. Bianca sintió una oleada de repulsión al escucharle la voz, pero sabía que debía hacer algo cuanto antes. Su voz se acercaba—. Has venido al medio de la nada a esconderte, y no ha sido suficiente. Ya no volverás a escapar.
Bianca observó el soporte de madera de las cuchillas, y estirando una mano hacia arriba sin ponerse de pie, tomó la más grande que había. Entonces se arrastró lo mejor que pudo hasta la puerta, y allí esperó. Los pasos se acercaron cada vez más, poco a poco, y observó hacia la habitación. Una parte de su mente horrorizada le rogó a Dios que Ellis no saliera aún, o se lo toparía de frente y seria hombre muerto.
El silencio en la casa era tan intenso, que Bianca casi pudo sentir el momento en que Friedrich estaba del otro lado de la pared, así que sigilosamente se puso de pie, y apretó el mango de la cuchilla en sus manos. A través de la puerta abierta de la cocina apareció primero la boquilla, luego el resto de la ametralladora y cuando Friedrich casi iba a comenzar a entrar, Bianca blandió la cuchilla hacia la mano que sostenía el arma.
El corte fue profundo en el dorso de la mano izquierda, Friedrich gritó y dejó caer el rifle, sosteniéndose la mano sangrante donde los tendones latían y parte de algunos huesos se podían ver. Entonces Bianca salió de su escondite con la cuchilla hacia adelante, pero Friedrich fue más rápido y la tomó del cabello. Bianca dio un grito de dolor mientras era arrojada al suelo de un tirón. Se puso de pie con rapidez, pero Friedrich le golpeó en el mentón con su mano sana. El gancho ascendente conectó de lleno en la mandíbula inferior de Bianca, partiéndole dos dientes y haciéndole sangrar la lengua. Atontada, Bianca dejó caer la cuchilla al suelo.
—¡Maldita, te voy a despellejar! —gritó él. Friedrich caminó hacia ella, para levantar el rifle caído. Bianca se retorció en el suelo, recuperando la lucidez lo más rápido que pudo para ganarle la ventaja. Sin embargo, él fue más rápido que ella, tomó el rifle en sus manos sangrantes y la apuntó. En ese momento, tres disparos sonaron por su espalda, y Friedrich se derrumbó al suelo con un grito de dolor. Ellis tenía en una mano el Winchester y en la otra la pistola de Bianca, con la cual había efectuado los disparos para abatirlo. Entonces, corrió hacia ella sin dudar un instante.
—¿Estás bien? —le preguntó, viendo como su barbilla rezumaba sangre. Bianca tomó la pistola que le ofrecía Ellis y asintió con la cabeza, volviendo su mirada hacia donde Friedrich yacía, agonizante. La miró con furia, su rostro estaba pálido y mortecino.
—Vamos... sé que lo quieres... —murmuró, escupiendo sangre a medida que hablaba. —termina de matarme... puta.
Bianca no respondió una sola palabra, simplemente se arrodilló a su lado y dejando la pistola a un lado, tomó la cuchilla sucia de sangre que estaba tirada en el suelo de la cocina. Le apoyó la filosa punta directamente al corazón, y empujando con todo el peso de su cuerpo, hundió el arma blanca con lentitud precisa y mortal. Friedrich cerró los ojos con un quejido de dolor y luego de dos espasmos dio su último respiro. Ellis la miró con una mezcla de impresión horrorizada y asombro por su frialdad, mientras ella se ponía de pie sin retirarle la cuchilla del pecho.
En ese momento, todo sucedió muy rápido. La puerta trasera de la cabaña se abrió con un golpe que parecía provenir de una patada, por acto reflejo Ellis corrió apartándose a un lado, y un segundo después, más disparos estallaron. Ellis dio un grito de dolor mientras caía al suelo agarrándose la pantorrilla. Constanze lo apuntaba con un rifle casi tan grande como el de Friedrich, y en el instante en que iba a disparar de nuevo, Bianca levantó su arma y disparó dos veces. Constanze retrocedió hasta cubrirse con la pared, entonces Bianca salió de la cocina, aprovechando aquel movimiento para tirar la mesa del living al suelo, y usarla de lado como cobertura frente a ellos.
—Por favor, dime que estás bien... —sollozó.
—Tranquila, estoy bien —respondió Ellis, con una mueca de dolor. Su pantorrilla sangraba copiosamente, manchando su pantalón y la alfombra.
—¡Bianca, ha pasado muchísimo tiempo! —exclamó la mujer, del otro lado. La conocía muy bien, era quien la había manoseado en su secuestro, y ella le había escupido en la cara—. ¿Cómo te ha ido después de eso? Aún lo recuerdas, ¿verdad? —preguntó.
—¡Voy a matarte, maldita! ¡Juro que te mataré! —gritó Bianca. Sus ojos se posaron en el cuerpo inerte de Friedrich, con la cuchilla clavada en su torso sangrante.
—Todavía recuerdo como gritabas, perra —dijo Constanze, desde su cobertura en el pasillo—. Llorabas y gritabas que se detuvieran, lo pedias por favor, lo suplicabas. Te hicieron su puta, sin piedad ni descanso. ¿Quieres saber algo? Yo estaba allí, mirando todo, disfrutándolo. Ese recuerdo aún me pone muy húmeda.
Bianca no dijo nada más, solo miró a Ellis ciega de odio y dolor. Él la miró, y comprendió todo lo que pasaría.
—No... —le susurró. —Por favor...
—¿Me quieres, zorra hija de puta? ¡Ven por mí!
Bianca salió de su escondite bajo la aterrada mirada de Ellis, con la pistola en alto. Dio un disparo de cobertura, que impacto muy cerca de Constanze, en la pared. Ella se cubrió, sorprendida, y Bianca aprovechó aquel instante para tomar otra cuchilla de su soporte, en la mesada, y correr hacia ella. Cuando Constanze asomó por el pasillo, Bianca blandió la cuchilla frente a ella, pero Constanze fue más ágil y retrocedió en el momento justo. La hoja de la cuchilla impactó en la pared haciendo un sonido metálico y se le zafó de las manos a Bianca, cayendo al suelo.
Constanze le dio un culatazo con el rifle en la boca del estómago, haciéndola derrumbarse al suelo. Bianca sintió como perdía todo el aire repentinamente, mientras tosía, y en el momento en que Constanze iba a apuntarla, ella le dio una patada en los tobillos que la hizo caer a su lado. Mientras ambas mujeres luchaban, Ellis se inclinó un poco por un lado de la mesa volcada, para mirar adonde había quedado el Winchester. Lo divisó a dos metros, tirado entre las sillas del living, así que, con esfuerzo, se puso de pie para ir a buscarlo.
Al llegar a él, lo tomó en sus manos, jaló la palanca del armador y de pronto más disparos tronaron desde afuera. Ellis se arrojó de lleno al suelo, tras el sillón que ya mostraba varios agujeros de bala. Su cerebro enloquecido de horror se preguntó cuántos asesinos había afuera. ¿Dos? ¿Cinco? ¿Cincuenta? La cerradura de la puerta principal de la cabaña fue destrozada a tiros, y la propia puerta de madera derribada por el hombre mas grande que Ellis había visto en su vida. Su expresión era completamente trastornada, ansiosa de muerte y sangre.
Ellis levantó el rifle por encima del sillón y disparó, solo para evitar que entrase a la cabaña. Lorenz se cubrió tras la pared y Ellis disparó una segunda vez. Pero cuando quiso jalar la palanca del armador para disparar una tercera, el mecanismo del Winchester se trabó a mitad de la corredera.
Lorenz asomó por la puerta para disparar de nuevo, pero Ellis logró destrabar el cerrojo del rifle y disparó por un lado del sillón. El disparo por poco acierta de pleno en Lorenz, que volvió a cubrirse con la pared en el momento preciso. Soltó el cargador de su rifle para recargar, con un chasquido, y al oírlo Ellis no se detuvo a pensar un instante, sabiendo que tenía valioso tiempo de ventaja en ese preciso momento, así que se levantó y corrió hacia afuera, tan rápido como su pierna le permitía. Para cuando Lorenz asomó por la puerta con el cargador nuevo, Ellis ya estaba allí, embistiéndolo con el cuerpo y rodando ambos por el césped nevado.
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Bianca, mientras tanto, continuaba luchando en el pasillo con aquella mujer. Constanze parecía tener casi la fuerza de un hombre, sabia como golpear con los puños y a pesar de que Bianca no daba tregua, se estaba llevando la peor parte de la pelea. Tenía un ojo morado, una mejilla herida, la chaqueta rasgada, y su boca aún continuaba sangrando. En el momento en que Constanze se subía encima de ella para estrangularla, Bianca la apartó de un rodillazo, y miró hacia su pistola, que estaba tirada al principio del pasillo.
Se arrastró por el suelo hacia el arma, gateando en cuatro patas, pero Constanze le golpeó en la espalda, formando un puño con las dos manos. Bianca volvió a caer sobre su vientre, mientras sentía que era jalada de las piernas para alejarla aún más de su objetivo. Por inercia, Bianca estiró el brazo derecho con la mano abierta, mientras daba un quejido de dolor. Si tan solo pudiera alcanzarla, pensó, casi al límite de sus fuerzas.
Entonces ocurrió algo asombroso. La pistola se deslizó hacia su mano como si hubiera cobrado vida propia, y en el instante en que Constanze se abalanzaba encima de ella para evitar que la tomara, Bianca se giró en el suelo y apretó dos veces el gatillo, disparándole a quemarropa en la cara. Tibia sangre la salpicó en el rostro, y el cuerpo de Constanze se desplomó encima de ella, inerte. La apartó de encima suyo con pesadez, y respirando agitadamente, se puso de pie con dificultad, aferrándose a la pared. Escupió un poco de sangre y miró a su alrededor, hasta hace unos minutos, Ellis estaba ahí, con ella. Luego había salido corriendo desbocado hacia afuera, hacia donde alguien más disparaba y ahora solo se escuchaban quejidos y sonidos típicos de una pelea. Entonces salió corriendo hacia el patio, por la puerta abierta.
—¡Ellis, háblame! —gritó, desbocada.
Al llegar, vio que luchaba con un hombre al menos cinco centímetros más alto que él, y eso ya era mucho decir. Bianca supo reconocerlo al instante aun en la oscuridad de la noche, había sido el que acompañaba a su secuestrador y le había embestido el Impala con la Dodge. Un rostro así de espantoso no se olvidaba fácilmente.
Levantó el arma intentando apuntarle al rival de Ellis, pero ambos intercambiaban golpes de puño de un lado al otro, tomándose de las ropas mientras rodaban por el suelo, y tampoco quería herir a Ellis. Aquel hombre sangraba en un brazo, lo que indicaba que Ellis había casi acertado algún disparo al menos como para desarmarlo, ya que había una pistola 9MM en el césped. Un poco más lejos el Winchester también estaba tirado, señal que aquel enorme tipo también había logrado desarmar a Ellis.
—¡Alto, detente! —le ordenó Bianca, sin dejar de apuntarle. Su respiración dejaba volutas de cálido aliento en el aire helado de la noche.
Aunque tenía buen físico, Ellis casi no podía contra Lorenz, pero continuaba luchando por la simple adrenalina de intentar defender a su mujer como fuese posible, a pesar de que ambos hombres tenían el rostro sangrante y parecían muy lastimados. Por cada golpe de puño que lograba asestar recibía el doble por parte de Lorenz, pero continuaría hasta que ya no diera más de sí o Bianca tuviera una posibilidad de disparo clara. Intentó empujarlo hacia atrás para quitárselo de encima, pero Lorenz lo tomó de la chaqueta con una mano arrastrándolo consigo, y con la otra sacó el cuchillo táctico, desenganchándolo de su pantalón. Ellis forcejeó lo mejor que pudo con él, pero Lorenz le apuñaló en el estómago introduciendo el cuchillo hasta la empuñadura, y rápidamente jaló hacia arriba profundizando mortalmente su corte.
Ellis cayó al suelo dando un estertor desvalido, mientras por inercia, intentaba sujetar parte de las vísceras que sobresalían de su herida. Bianca gritó horrorizada a su vez, y disparó sin dudar, al tener por fin su blanco libre. Dos balas impactaron en el vientre, y una en el tobillo, y Lorenz se derrumbó al suelo pesadamente.
Corrió hacia Ellis lo más rápido que pudo, en completo pánico. Se arrodilló a su lado y le apoyó una mano en el abdomen tratando de contener parte de sus intestinos, llorando desconsolada.
—¡No, por favor...! —balbuceó, con su mano llena de sangre presionando su vientre. Ellis intentaba hablar, pero de su boca solo salían glutinosos sonidos apenas audibles, ahogados con la propia sangre que brotaba por su tráquea. Sintiendo que los últimos segundos de su vida llegaban a su fin, la miró con una profunda tristeza en sus ojos, se le cayeron dos lágrimas, y su cuerpo se aquietó, con la boca y los ojos abiertos.
Bianca lloró apoyada encima de su pecho durante varios minutos, con amargura, manchándose de sangre la frente y el rostro. Cuando ya no tuvo más lágrimas para soltar gritó, gritó con todas sus fuerzas hasta que la voz le quedó enronquecida, y tomando el arma con la que había ejecutado a Lorenz, se la colocó en la sien y apretó el gatillo. Sin embargo, la pistola hizo un clic sordo, y Bianca apretó el gatillo de forma rabiosa y desesperada, negándose a creer que ya no había balas en el cargador.
Arrojó la pistola a un costado, miró a Ellis una última vez, cerrándole los ojos y besándole la frente. Borracha de locura y dolor, se puso de pie con lentitud, recordando los últimos momentos vividos con él, su compañero y amor. Recordaba las noches en que cenaban, mientras se contaban el uno al otro viejas experiencias vividas con amores pasados, miedos y dolores. Recordaba la noche en que, estando en el hospital, él la había protegido de los hombres que querían asesinarla. Le miró el rostro lleno de sangre, inerte, y recordó cuando ella lavó sus heridas y sus golpes, cuando lo había besado por primera vez y habían hecho el amor. Y todo le dolía como si su propia alma estuviera muriendo en agónica lentitud.
Se puso de pie con lentitud, y recordó una frase que Ellis le había dicho no mucho tiempo atrás, mientras ingresaba a la casa y caminaba hacia el cadáver de Constanze. Se arrodilló a su lado, le revisó las prendas de ropa, cada bolsillo, y encontró su identificación junto con un par de monedas de oro con símbolos extraños. Le miró el pecho, tenía un colgante que ya había visto en su secuestro, y que también estaba retratado en los documentos de sus padres. La vara de caduceo era de plata y el gorro frigio, junto con las serpientes, era de oro.
Se lo arrancó de un manotazo y guardó tanto la identificación como el colgante en un lugar seguro de la habitación, en un zapato dentro de su armario. Si quería acabar con los asesinos debía ser una asesina, y aquel era el primer paso. Los exterminaría uno a uno, pero desde adentro de la propia secta, aunque le tomara el resto de su vida.
Abrió el pequeño cajón de su mesita de noche. Dentro había un par de aspirinas, una pequeña novela de suspenso, edición de bolsillo, algunas monedas, tarjetas de crédito que ya no usaba en absoluto, y el teléfono de Ellis.
Lo encendió, rogando que tuviera la suficiente carga para hacer una llamada de emergencia, y así fue. Con diez por ciento tenía que ser más que suficiente, se dijo. Marcó el nueve uno uno, pulsó la tecla SEND y esperó. Una voz femenina se escuchó del otro lado.
—Buenas noches, ¿cuál es la emergencia? —dijo.
—Han intentado asaltar mi casa, hay cuatro muertos aquí, incluyendo a mi... —Bianca sintió que las lágrimas volvían a desbordarla. —Incluyendo a mi esposo.
—De acuerdo, deme su ubicación y permanezca conmigo en el teléfono —respondió la chica del otro lado.
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