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II


Al llegar a su departamento, Bianca tiró descuidadamente su cartera y las llaves del coche encima de la mesa, y se dejó caer encima de uno de los sillones, tomándose la frente con las manos. Empujando un zapato contra otro, se descalzó, y luego dio un suspiro.

—Cielo santo, vaya día de mierda —murmuró. Itzi, su gata, dio un maullido y le saltó encima del vientre. En aquel momento, su teléfono celular sonó en el bolsillo de su chaqueta. Bianca contestó, sin mucho afán—. ¿Hola?

—Hola querida —sonó la voz de Angelika, del otro lado.

—Ah, eres tú mamá —sonrió Bianca—. ¿Cómo estás?

—Bien, tenía ganas de saber de ti —respondió—. ¿Qué tal ha ido todo?

—Pues honestamente, una basura de día —dijo Bianca, dando un bufido desconforme.

—¿Qué ha pasado?

—Aparentemente he hecho un mal contrato con Kramper, y ahora estamos en déficit —dijo—. Si no encuentro una solución cuanto antes, estoy despedida, creo.

Angelika permaneció en silencio unos instantes, y luego habló.

—Las cosas se ponen complicadas, imagino como te debes sentir.

—No, créeme. Imagina que todo tu ideal de vida comienza a derrumbarse frente a tus ojos, y sientes que es demasiado para ti, que no puedes hacer nada para evitarlo —dijo Bianca—. Pues así es como me siento.

—Lo sé, me ha pasado hace muchos años —Angelika permaneció en silencio un instante, y luego preguntó: —¿Qué has hecho con el dinero que has ganado del contrato?

—Lo he depositado en el banco, en una cuenta de ahorro.

—Haces bien, debes estar preparada.

—¿Preparada? ¿Para qué?

—Pues para todo esto que está ocurriéndote, Bian.

Bianca cerró los ojos y luego dio un suspiro leve.

—Mamá, tú sabes algo, ¿verdad? —preguntó. —¿Por qué has llamado, precisamente?

—Intuición de madre, sabía que algo te estaba ocurriendo.

Bianca estalló, irguiéndose en el sillón. Itzi bajó de un salto, y el felino la miró desde el suelo con los ojos muy abiertos, sin comprender. Luego se dio media vuelta, y se alejó hacia la cocina.

—¿Por qué nunca eres capaz de decirme nada? —preguntó, con desespero. —¡Muchísimas veces siento que ves cosas sobre mí, pero siempre te callas y no me adviertes! ¿Para qué tienes ese don si no eres capaz de ayudar a tu propia familia? ¡Si mi padre estuviera vivo...!

Angelika la interrumpió.

—¡Pero no lo está! —exclamó violentamente. —¡Tu padre no está con nosotros, y tú debes entender que no puedo, ni debo decirte todo! Eres una mujer, Bian. Una mujer madura que debe sobreponerse a los problemas que tenga en su vida. Y para eso no necesitas de mi habilidad psíquica. Quizá pueda decirte las cosas que van a ocurrirte de aquí en más, pero no te estaría ayudando en absoluto, porque son cosas que debes descubrir y superar por ti misma.

Bianca dio un suspiro ahogado.

—Lo siento mamá, en verdad. He tenido un día muy difícil, y tú no tienes la culpa de ello, no mereces que te trate así. Olvida lo que dije —se disculpó.

—Sé que no has tenido una buena jornada, y quizá debas descansar cuanto antes.

—Seguramente sí, solo comeré una manzana, me daré una ducha y me acostaré a dormir. Mañana deberé sacarme un balance económico de debajo de la manga, si quiero conservar mi puesto como directora de ventas en GreatLife.

—Serás capaz de eso, y de muchas cosas más, estoy segurísima —dijo Angelika, del otro lado—. Ve a descansar querida, y recuerda siempre que te amo.

—Adiós mamá, gracias por llamar —respondió Bianca, y colgó.

Dando un suspiro resignado, se puso de pie, y caminó hasta la cocina. Abrió el refrigerador para alimentar a la gata, y revisó el cesto de las frutas frescas, que para su desgracia estaba vacío. Encogiéndose de hombros, se preparó un sándwich de jamón, sin mucho afán, y una vez lo hubo terminado se metió a la ducha.

No estuvo mucho más de veinte minutos en el agua, y luego de aquel reparador baño lo más caliente que pudo soportar, se cepilló los dientes, se secó el cabello, y aun desnuda, se metió a la cama y se durmió casi al instante.



_________________________________________________________



La noche para Bianca fue un abrir y cerrar de ojos, y cuando se despertó, presta a desayunar y vestirse para ir a la oficina, se hallaba tan somnolienta que el simple acto de abrir los ojos hacia que le doliesen los parpados. Desayunó con poca gana, solo un par de galletitas de cereales con una taza de café, tomó sus documentos y las llaves del coche, y salió rumbo a la empresa.

Al llegar, no pidió café, ni nada en absoluto, solamente se metió en su oficina, encendió la Mac y comenzó a trabajar en varios expedientes al mismo tiempo. Stuart le había enviado por correo electrónico los niveles de déficit que presentaba GreatLife, y la cifra de dinero era alarmante. La única solución viable que se le ocurría, al menos de momento, era hacer que GreatLife prescindiera de firmar nuevas asociaciones por los siguientes tres o cuatro meses, y quizá solicitar un préstamo a las compañías con las que contaba en la bolsa de mercado. De otra forma, dudaba muchísimo de poder salir bien posicionada de toda aquella situación.

Sobre las cuatro de la tarde, llamó a su secretaria para pedirle una taza de café y mientras que lo preparaba, se puso de pie, retirando su silla del escritorio, y estirando su espalda se dedicó a mirar por el gran ventanal de su oficina hacia la ciudad y la costa que se extendía por delante. Era increíble, en aquel momento podía estar viendo toda la ciudad desde el gran edificio corporativo de GreatLife y tal vez mañana ya no. Su mente se esforzaba a cada minuto, en comprender lo que estaba pasando a su alrededor, pero sentía como si todo le costara muchísimo más de la cuenta, como si el simple acto de comenzar a descubrir el secreto de por qué pasaba esto o aquello en la vida, fuera una tarea mucho más compleja de lo que ella, o cualquier persona sea psíquica o no, pudiese hacer. Era algo insólito, se dijo. Era la hija de los psíquicos más renombrados de la época, y sin embargo tenía muchas más dudas que cualquier persona común.

En aquel momento, la puerta de su oficina se abrió, y Mary fue quien ingresó portando en una mano la bandeja pequeña, con la taza de café.

—Gracias, Mary —dijo Bianca, señalándole el escritorio—. Puedes dejarla por allí...

Mary preguntó, mientras caminaba:

—¿Ha tenido alguna novedad con respecto al contrato?

—Ninguna. Se me ocurren algunas ideas, como prescindir de firmar nuevos contratos que requieran nuevos softwares. Deberíamos reducir costos de producción, y tal vez pedir prestado el dinero a alguna de nuestras asociadas. De todas formas, aún no he terminado de revisar los expedientes que me envió Stu.

—Ah, ¿se los ha enviado a fin de cuentas?

—Claro, ¿por qué?

—Cuando le pedí los informes esta mañana, me dijo que no me los daría, porque era algo delicadamente privado. Me pareció un poco extraño, el señor Grampz nunca había tenido problema en darme papeleo cuando se lo pedía, pero esta vez parece que es diferente...

—Qué raro, Mary. No entiendo cual... —había comenzado a responder Bianca. De pronto se interrumpió en seco a sí misma, giró sobre sus talones y observó toda la oficina por completo, aspirando con fuerza como si olfateara el aire. Había un perfume muy característico en el aire, más precisamente era el mismo perfume que siempre usa su madre cada vez que Bianca la visitaba.

Bianca...

Escuchó su voz como si sonara dentro de su cabeza, pero al mismo tiempo fuese audible hasta para los demás, era algo increíble, jamás había escuchado la voz de su madre tan clara, ni aunque la tuviera frente a frente escuchándole hablar. Entonces fue en ese momento, que el horrible presentimiento la invadió.

—Señorita Connor, ¿se encuentra bien? —le preguntó Mary, mirándola con preocupación y asombro. —Se ha puesto pálida de repente.

Bianca no le respondió, no tenía tiempo para eso. Solamente se precipitó a su escritorio, tomó su teléfono y marcó el 911. Del otro lado de la línea, una telefonista atendió prácticamente enseguida.

—Emergencias, ¿en qué puedo ayudarle?

—¡Necesito que alguien vaya a la casa de mi madre! —exclamó. —Su nombre es Angelika Connor, vive en el dos cuatro siete cuatro, de la calle Hamilton, en North Beach.

—Pero, ¿cuál es la emergencia, señorita?

Bianca pensó la primera excusa que se le ocurrió, antes de responder. No podía decirle a la chica de emergencias que había tenido un mal presentimiento, y nada más. No la tomaría en serio.

—Hay un intruso en la casa, mi madre vive sola —dijo.

—De acuerdo, enviaré una patrulla a la casa de su madre enseguida. Le voy a pedir que, por favor, se mantenga conmigo en la línea hasta que los agentes corroboren que su madre se encuentra bien.

—No hay tiempo, salgo para allá en mi coche, gracias.

Bianca colgó y tomando al vuelo su cartera y las llaves de su coche, se encaminó a la puerta de la oficina. Mary la observaba boquiabierta. No podía comprender como había sabido Bianca sobre el intruso.

—Señorita Connor, por favor, conduzca con cuidado... —le dijo, consternada.

—No te preocupes —respondió—. Dile a Stu lo que quieras, yo me voy ahora.

—Claro, no hay drama, yo le explicaré.

Bianca casi corrió por el pasillo hasta el ascensor de servicio, bajó hasta el estacionamiento del edificio y subió a su coche rápidamente, arrancando veloz. En el estacionamiento cerrado, el chirrido de sus neumáticos hizo eco, y estuvo a punto de atropellar la barrera de entrada si no fuera por haber frenado justo a tiempo. Ni siquiera se molestó en dar una explicación al portero, en cuanto la barrera estuvo lo suficientemente elevada para permitirle avanzar, pisó a fondo y salió a la avenida derrapando los neumáticos.

Durante el viaje, y a medida que rebasaba conductores que furicamente le tocaban la bocina al pasar, pensaba en lo que había percibido, ese perfume, la voz inequívoca de su madre, como si sonara desde las cuatro paredes de su oficina, ¿Acaso estaría comenzando a ver? Ella se había negado a ello, no quería lo mismo que había condicionado la vida de sus padres de forma miserable. Quizá solo fuera una mala jugada de su mente, producto del estrés al que estuvo sometida en las últimas veinticuatro horas. Sí, seguramente fuera eso, quería pensar que se trataba de algo puramente razonable. Aunque, como si no quisiera reconocerlo consigo misma, mientras más pensaba en la conversación de la noche anterior con ella, más crecía su preocupación.

Finalmente, llegó a casa de su madre en poco más de veinte minutos de viaje. Al estacionar, observó que no había una patrulla como dijo la chica de emergencias, sino que había tres, además de un camión oficial, semejante a una ambulancia. Ella apagó el motor, bajó y corrió hasta la verja de entrada al patio, donde dos agentes policiales mantenían a raya a los vecinos que intentaban mirar la escena de cerca.

—¿Qué paso? —preguntó Bianca, casi que gritando.

—¿Quién es usted, señorita? —le preguntó uno de los agentes.

—Soy la hija, ¿quiere mi identificación?

El agente, al ver la cara de pocos amigos que Bianca le ofrecía, bajó la mirada y se hizo a un lado.

—No es necesario, adelante.

Bianca agradeció y corrió por el patio a toda la velocidad que sus tacones le permitían. Subió los dos peldaños del porche de madera, e ingresó en la sala del rancho, donde varios agentes revisaban el living con parsimonia.

—¿Qué hacen? ¿Qué está pasando aquí? —Bianca miró a su alrededor, con rapidez. —¿Dónde está mi madre?

Un agente bastante encanecido, y de ancha espalda, se le acercó caminando con parsimonia. Llevaba un papel en las manos, que al parecer estaba escrito a puño y letra.

—Soy el comisario Keith Dickens, imagino que usted debe ser la señorita que llamó a emergencias —dijo.

—Sí, así es —asintió Bianca. —¿Qué ha pasado? ¿Mi madre está bien?

—Cuando llegamos aquí, no había intruso alguno —comenzó a explicar el comisario—. Pero encontramos a la señora de la casa sentada en esa silla de ahí, con un bolígrafo en las manos, apoyada de bruces encima de la mesa. Cuando la levantamos, debajo había esta carta, que imagino era para usted. Comprobamos su pulso y su respiración, pero por la temperatura del cuerpo, suponemos que habrá fallecido en la madrugada de ayer.

—No... no es posible... —murmuró Bianca. —Anoche hablé con ella por teléfono, y estaba bien. ¿Lo comprende? ¡Ella estaba bien!

—Lo siento mucho, señorita —dijo aquel hombre—. Si la consuela de algo, estoy convencido de que no sufrió en absoluto, parecía dormida plácidamente, hasta casi tenía una sonrisa en su cara cuando la encontramos. Si quiere verla, está afuera, en el camión de los forenses. Nosotros estamos revisando el entorno para descartar algún posible asalto, cuestiones de rutina, nada más.

Bianca tomó el papel que le ofrecía el comisario, y con las lágrimas surcándole el rostro, emborronando su maquillaje, caminó hacia la puerta para salir al patio principal. Temblaba de pies a cabeza, se daba cuenta por la forma en la que flameaba el papel en sus manos. Los oficiales le abrieron el paso, y a medida que caminaba observó hacia los columpios del patio, casi viéndose a sí misma con seis o siete años jugueteando por allí, su madre corriendo tras ella diciéndole que no se ensuciara la ropa, que se levantara del suelo. Alex detrás, riendo y exigiéndole a Angelika que la dejara jugar en paz, que solo era una niña y los niños deben revolcarse en la tierra. Y vaya, nunca creyó que le dolería el corazón de aquella manera tan espantosamente atroz.

Caminó como una autómata hasta la calle, salió a la vereda y divisó el camión del equipo forense, sabiendo que los vecinos la miraban con expresiones que variaban entre la curiosidad y la desazón, pero ella no los miraba, como si hubiera perdido la conciencia de que estaban allí. Uno de los oficiales le hizo un gesto a los demás para que la dejaran subir a la parte trasera, y allí estaba.

Angelika, que ahora parecía mucho más anciana que nunca, estaba envuelta en una bolsa de plástico con una etiqueta, cerrada por una cremallera que le subía hasta el cuello, dejándole visible el rostro sereno y pálido, con los labios descoloridos debido al rigor mortis y la falta de circulación sanguínea. Tenía las finas hebras de su cabello entrecano, pegadas a la frente amarillenta y rugosa. Bianca se lo recogió con delicadeza, y al besarle una mejilla, una lagrima tintada por el negro de su delineador resbaló y cayó en la punta de la nariz del cadáver.

—Por favor, mamá, no te vayas... —murmuró, apoyando su frente en el pecho de Angelika, envuelto por la fría bolsa de plástico, intentando abrazarla como fuese posible. —No me dejes sola en este mundo de mierda, por favor...

Permaneció allí, hablando y llorando en el pecho de Angelika hasta que sus piernas se acalambraron, y un oficial le pidió, con toda la bondad del mundo y pidiendo a su criterio, excesivas disculpas, de que bajara del camión. Debian partir a la morgue, y necesitaban que ella les siguiera, para firmar unas planillas, y documentos necesarios para el acta de defunción.

Bianca accedió, bajó del camión aun envuelta en llanto, caminó hasta su coche y subió en él, dejando la carta escrita a mano en el asiento del acompañante del Audi. Encendió el motor en cuanto el camión forense se puso en marcha, y comenzó a seguirlo a una velocidad moderada. Todo a su alrededor le parecía sumamente ajeno al mundo y a la realidad que tenía frente a sí: el leve vibrar de su coche en funcionamiento, los olores de la ciudad, incluso hasta sus propias lágrimas. Todo parecía una especie de sueño mal hecho dentro de su mente confundida y al borde del estrés, la cual no podía creer que todo aquello estuviese pasando. Observaba hacia el frente, casi sin parpadear, mientras las lágrimas le resbalan por la mejilla dejándole un rastrojo oscuro, preguntándose a sí misma si era verdad todo aquello, si realmente era su madre quien estaba allí adelante, envuelta en una bolsa de plástico y camino a la morgue. La mujer que le había cambiado los pañales cuando era una bebé, que la había enseñado a caminar, que le había dado la mejor educación a su alcance, la única que quedaba viva en su familia, con quien había compartido un pastel de manzana hace unos días y había charlado por teléfono unas cuantas horas atrás, finalmente había fallecido, y Bianca estaba sola de ahora en adelante.

Se concentró en no continuar llorando el resto del viaje, por temor a un posible accidente debido a su vista nublada, y al llegar a la morgue, trató de evitar ver como bajaban a su madre del camión, atada a la camilla para que no se resbalase y con el rostro cubierto por la cremallera de la bolsa. En las oficinas le hicieron el papeleo riguroso, y luego de un instante, Bianca salió de nuevo a la calle con el acta de defunción de su madre, dentro de un sobre amarillo de manila.

Subió a su coche sintiendo que le estallaba la cabeza, en un dolor palpitante que le había surgido de un instante al otro como por arte de magia. Se sentó en el lado del conductor, pero no encendió el motor, simplemente se apoyó con los codos encima del volante y lloró durante cuarenta y cinco minutos, o quizá más.

Por primera vez en su vida se sintió realmente agotada emocionalmente, sentía que no podía perder nada más de lo que ya había perdido. Si el fallecimiento de su padre había sido un golpe durísimo para ella, ahora su madre sencillamente la hacía sentir completamente devastada.

Lloró lo que consideraba necesario, y cuando ya no tenía más lagrimas que soltar, al menos de momento, y la garganta le había comenzado a picar con la sed propia de haber soltado demasiadas lágrimas, encendió el coche y se encaminó rumbo al rancho de su madre. Imaginó que los agentes debían haberse marchado ya, y alguien debía ocuparse de cerrar las puertas y volver a ordenar todo. A ciencia cierta no sabía porque estaba tomando aquella decisión. Su madre había muerto, daba exactamente igual si la casa estaba desordenada o no, abierta de par en par o cerrada con llave, de todas formas, ella no volvería a habitarla. Pero tampoco quería que alguien le saqueara sus pertenencias, ni mucho menos.

No condujo demasiado rápido, a decir verdad, se tomó más tiempo del necesario en volver, para continuar asimilando todo aquello que se estaba sucediendo, y también para recobrar su compostura emocional, o al menos una parte de ella. No tenía sabido con exactitud por qué pensaba una cosa así, pero sentía que su vida comenzaba a desmoronarse de forma vertiginosa. Era algo difícil de asumir, pero todo lo que había pasado con GreatLife, ahora el fallecimiento de su madre, parecía ser que todo junto estuviese sucediendo al mismo tiempo y aquello no le daba buena espina.

Llegó al rancho poco más de media hora después, había dado varios rodeos justamente para ganar todo el tiempo posible. Para su fortuna, aún estaba allí un coche policial, aunque todos los demás ya se habían ido. El mismo comisario que le había comunicado la noticia, estaba de pie en la portería de hierro, fuera del patio, con las manos detrás de la espalda en un gesto despreocupado y apacible. Bianca estacionó el coche, apagó el motor y bajó del mismo. Fue entonces el comisario quien se acercó a ella.

—Me quedé a vigilar que nadie entrara, por si acaso. Imaginé que en algún momento volvería —el comisario la observó detenidamente, entrecerrando los ojos—. ¿Se encuentra usted bien? Lamento mucho su perdida, pero tiene un aspecto como si estuviera a punto de caer desmayada aquí mismo.

—Sí, no se preocupe, creo que estoy bien —respondió, al mismo tiempo que exhalaba un suspiro abrumado—. Solo quiero descansar.

—La entiendo perfectamente. Creo que mi trabajo aquí ha terminado, supongo que necesita un momento a solas —se ajustó las solapas de su chaqueta y asintió con la cabeza—. Si tiene algún problema no dude en llamarnos.

—Le agradezco —sonrió Bianca, aunque era una sonrisa falsa. Deseaba que el comisario se marchara cuanto antes, pero no quería ser tan evidente.

Le vio acercarse a su patrulla, subir en ella y arrancar rápidamente, perdiéndose calle abajo en la distancia. Una vez a solas, el silencio de aquel enorme patio, solamente interrumpido por el siseo del viento entre las copas de los árboles y el cantar de los pájaros, le ponía los pelos de punta. Aún seguía sintiendo que estaba viviendo en una burbuja de irrealidad, que nada de aquello estaba pasando, aunque hubiese tocado el cuerpo frio de su madre, y la hubiese visto envuelta en aquella antinatural bolsa plástica.

Salió de nuevo a la calle, volvió a meterse al Audi y encendió el motor para estacionarlo en el patio de la finca, y cerrar la portería de hierro tras de sí. Antes de apagar el motor y bajar del coche, tomó la carta que había dejado en el asiento del acompañante, y con ella en las manos subió al porche de entrada. Los tablones de madera de la pequeña escalera crujieron bajo sus pies, y aquel sonido le hizo recordar la cantidad de veces que le había dicho a su madre que debía repararlos, ya que un día se partirían bajo sus pies y se daría un porrazo que, a su edad, podría ser peligroso. Sin embargo, ella nunca le había hecho caso, y los dos peldaños de aquella escalerita habían resistido hasta su muerte.

Observó la sala, el alfombrado del suelo, la decoración, los retratos en la chimenea con las fotos del casamiento de sus padres, Bianca con seis meses de edad en brazos de Alex, barbacoas juntos en el patio, su graduación en administración de empresas, y sintió que iba a llorar de nuevo. Sin embargo, trato de hacer su mejor esfuerzo para concentrarse en lo que era preciso.

¿Qué debía hacer y por donde debía empezar? Se preguntó. Quizá lo más sensato era avisar su deceso a las personas más allegadas a ella, que bien sabia solamente eran dos: Melissa y Lisey. Dudaba mucho que Melissa asistiera a su funeral porque vivía en Italia y tenía muchas horas de viaje desde allí, sin contar que todo aquello había sucedido de forma espontánea, de modo que dudaba mucho de que una mujer doctorada como ella pudiese abandonar todo, y tomar el primer avión disponible.

Sin embargo, tenía que poner manos al asunto, y cuanto antes comenzara, antes podría quitarse todo ese mal trago de encima. Aun debía arreglar los términos del funeral, y ni siquiera tenía idea si haría un velatorio. Además, ¿velatorio para qué? ¿Para que solamente pudiera asistir Lisey y su esposo? ¿Para que los medios transmitieran en vivo y en directo la última despedida de Angelika Connor? Ni hablar, si había una manera de darle un poco de respeto a la memoria de su madre, era esa.

Decididamente, comenzó a buscar en la agenda donde su madre tenía el teléfono de Lisey, pero no lo encontró allí. Comenzó a buscar entonces, en los cajones de la encimera donde estaba colocado el teléfono de línea, hasta que en un pequeño papel adhesivo vio su nombre y una serie de números. Su mente recordó entonces que Angelika muchas veces le había dicho que debía guardar esos teléfonos en su agenda personal, por un si acaso nunca estaba de más tenerlos. Pero claro, Bianca era importante ejecutiva, solo podía tener los contactos necesarios para su trabajo y su vida personal, no había lugar para viejos familiares.

Mientras marcaba el número y esperaba, comenzó a sentirse culpable. Estimaba mucho a Lisey, recordaba bastante de su historia personal y si bien durante toda su vida trató de mantenerse por fuera del margen esotérico que la rodeaba, al principio le parecía muy perturbador que hubiese una demonio hecha mujer en la historia de su familia. Sin embargo y a medida que fue madurando, aquello no condicionó su estima hacia Lisey, al menos desde que había comenzado a formar su propia familia con aquel muchacho de largo cabello y aspecto hippie. Ahora, pensándolo fríamente, estaba llamando a una mujer que era íntima amiga de su madre, no suya, solo para darle la noticia fatal, sino ni siquiera se acordaría de ella. Lo cual la hacía sentir aún peor.

—¿Hola? —atendió, del otro lado.

—Lisey, soy Bianca.

—¡Oh, Bianca! ¿Cómo estás? Qué raro me estés llamando tú... —le comentó, y aquello solo acrecentó su sensación de culpabilidad.

—Lo sé —respondió, con cierto pesar—, pero debo darte una noticia.

Del otro lado de la línea, Lisey hizo una pausa.

—Me estas asustando —dijo—. ¿Ha pasado algo con tu madre?

—Ella falleció anoche, y me imaginé que debías saberlo —respondió Bianca.

—¡¿Qué?! —exclamó. —Oh, no puede ser... que tristeza más grande...

—Lo sé, ustedes siempre fueron intimas amigas, imagino como te debe resultar todo esto.

—Dios mío... —Lisey había comenzado a llorar, y de fondo, Bianca pudo oír con claridad la voz de su pareja preguntando que sucedía. —¿Cuándo es el velatorio?

—Dudo mucho de que haya un velatorio —respondió—. Seguramente los medios se hagan eco de esto, y no quiero un montón de flashes en mi cara en este momento. Pero te avisaré con detalles la fecha del entierro.

—De acuerdo, ni bien tengas noticias llámame de nuevo. Siento muchísimo tu perdida, Bian... tú debes sufrir más que nadie con todo esto.

—Así es —consintió—. Gracias por tus condolencias, Lis. Agendaré tu número de teléfono para tenerte al corriente de la situación, y charlar más seguido.

—De acuerdo. Adiós, y cuídate —colgó.

Dio un suspiro mientras que colgaba el teléfono guardando el papel con el número de Lisey, en su bolsillo, y se cubrió el rostro con las manos. Se había propuesto no llorar mientras hablaba por teléfono, para no empeorar la situación ni dejar en un peor estado emocional a Lisey, pero sentía que todo aquello era demasiado para soportarlo. Sin embargo, se contuvo lo necesario como para respirar hondo, tomar asiento frente a la computadora de Angelika, y encenderla. No sabía la contraseña del correo electrónico de su madre, pero confiaba en poder adivinarla si era necesario, seguramente debía ser algo relacionado a ella, a Alex o alguna fecha en particular. Sin embargo, tuvo bastante suerte ya que la sesión estaba iniciada automáticamente y se dedicó a buscar entre las conversaciones y correos recientes el nombre de Melissa.

Se tomó su buena media hora escribiéndole un extenso correo, contándole lo último de Angelika en cuanto a su vida personal, y lo concerniente a su fallecimiento. Le gustaría muchísimo que Melissa pudiera estar presente a la hora de su entierro, pero entendía que por razones de ubicación geográfica era demasiado difícil ser posible algo así, de modo que, si no podía venir, la entendía perfectamente.

Luego de toda aquella rutina espantosa e incómoda, observó encima de la mesa del living la carta que reposaba, exactamente en el mismo lugar donde la propia Angelika había terminado de redactarla, la madrugada anterior. Se acercó a ella y la observó, sin recogerla de la mesa. No sabía porque, pero había una parte de sí misma que no quería leerla. Sabía que, al hacerlo, seria para ella como la despedida que no pudo darle, y eso terminaría de destrozar la poca compostura emocional que le quedaba.

Sin embargo, tenía que ponerle el pecho al asunto, de modo que retiró la silla hacia atrás, se puso de pie y tomando la hoja de papel en sus manos, comenzó a leer con atención.



Querida Bianca: Me gustaría poder escribirte esta carta en mejores circunstancias, pero bien sabes que no es así. Aunque tenga un espíritu jovial y alegre, la verdad es que tan solo soy una cascara vieja y marchita que ya no sabe cómo sobrevivir en los tiempos que corren. Es triste, lo sé, que la gran Angelika Connor no sepa vivir sin su amor, pero sabes bien que mi vida no ha vuelto a ser la misma desde el fallecimiento de tu padre.

Ah, tu padre... durante tres días y cuatro noches lo he visto rondando la casa, sintiendo el olor a su colonia para después de afeitar, algunas tardes la radio se encendía sola en su canción favorita de Janis Joplin. A la noche, sin embargo, lo veía de pie frente a mi cama, o incluso a veces hasta se sentaba a mi lado, y yo podía sentir el peso de su cuerpo en el colchón, lo juro por Dios. Así fue como supe que mi hora estaba próxima, y cuando comencé a redactar esta carta él dejó de aparecer. Sin embargo, me hablaba en sueños, me decía "Mi amor, mi amor" una y otra vez hasta que me despertaba, y lo hacía envuelta en lágrimas, con la imagen de sus ojos azules mirándome fijo, marcada a fuego en mi mente. Y ya luego no podía volver a dormir, entonces bajaba al living y continuaba escribiendo, al menos hasta que el reuma no hiciera que me empezara a doler la muñeca. Pero no escribo esto para contarte todos mis intimismos, sino para aclarar unas cuantas cosas y quizá hasta pedirte una última voluntad, si no es mucha molestia para ti.

Te he dejado las herramientas necesarias para sobrevivir de un fatal error, que hemos cometido con tu padre cuando investigamos al Poder Superior. Sin embargo, no tenemos todas las pistas, y dilucidarlas será tu tarea. Dios quiera me esté equivocando, Bianca, pero las fuerzas que estarán tras de ti, si no es que ya lo están, son mucho más peligrosas de lo que puedas imaginar. No ignores mi advertencia cuando te digo que debes prepararte, porque, así como tu padre y yo fuimos advertidos por el ángel Miguel a su debido tiempo, ahora es responsabilidad mía prevenirte a ti.

Siempre te has esforzado por ser una niña, una adolescente y una mujer común, y como bien sabes no puedo culparte. Pero no puedes hacer caso omiso de tu don y tu inexorable destino, así que como madre, mujer y amiga te digo esto: ten cuidado de aquí en más.

También sé que te has enojado conmigo (y con toda la razón del mundo, quizás) por no hablarte las cosas que te sucederán antes de que pasen. Pero no puedo hacer una cosa así, no puedo alterar el transcurso de tu vida y como tal, son acontecimientos que debes vivir por tu cuenta. Sin embargo, no dudo en absoluto de tu capacidad como mujer y tu enorme inteligencia, entereza y valentía para todo lo que te propongas.

Con respecto a lo que voy a pedirte, me gustaría que mi cuerpo sea enterrado en el panteón donde descansan los restos de la familia. Siempre ha sido mi voluntad, incluso hasta tomé la precaución de documentarlo en el testamento que te hice, por si no me daba el tiempo de terminar esta carta. No te voy a ocultar el hecho de que estoy muy triste, porque jamás volveré a verte de nuevo. Me duele el corazón por saber que sufrirás, pero al mismo tiempo estoy feliz, porque al fin voy a reunirme con tu padre, y volveré a abrazarlo como aquella primera vez, hace tantos años ya. Vendrá a buscarme personalmente, y el cielo festejará por nuestro reencuentro. Por lo tanto, no llores por mí. Tú ya no me necesitas, he cumplido mi ciclo como madre.

Déjame decirte que estoy muy orgullosa de ti, siempre lo he estado y siempre lo estaré. Has sabido ser una niña increíble, una joven brillante y estudiosa, y ahora eres una mujer exitosa y empoderada. Te amo como solo una madre puede amar, te amo en cada fibra de mi ser desde incluso hasta antes de tu nacimiento, y con toda seguridad te seguiré amando aun después de mi muerte. Has alumbrado mi vida y la de tu padre, y te quiero dar gracias por existir.

Por último, recuerda lo que te dije una vez: Lo mejor que puedes hacer, es no confiar en nadie más que en ti misma.

Te amo, hija.



No se dio cuenta que estaba llorando, hasta que una lágrima cayo en una esquina de la hoja, aun grisácea debido al poco delineador que quedaba en sus ojos. Dio un suspiro, dejó el papel encima de la mesa, y se tomó el rostro con las manos mientras lloraba con amargura. Se sentía febril y extenuada, además de que aun ni siquiera se había lavado la cara y los pies le dolían, ya que todavía no se había quitado la ropa de la oficina.

Luego de un rato soltando sus emociones, se levantó de la silla con la vista nublada por las lágrimas, y caminó hasta el baño, para lavarse la cara y mirarse al espejo. Estaba un poco despeinada y unas ojeras un tanto violáceas comenzaban a formarse bajo sus ojos, tenía un aspecto brutal, aunque ahora mismo, el aspecto no era algo que le preocupase. Lo que más rondaba su cabeza en un momento como aquel, era una sola pregunta: ¿Cómo sabía que su madre quería ser enterrada, si hasta ese momento no había leído la carta? Porque recordaba que cuando llamo a Lisey para darle la noticia, Bianca había dicho que le avisaría en cuanto tuviese la hora exacta del entierro. Pero, ¿cómo podía estar tan segura?

Imaginó que tal vez, sus ojos se hubiesen posado en la línea de la carta donde su madre habla de la voluntad de entierro, asimiló aquella información de forma subconsciente, y debido a todo el estrés por el que estaba pasando, había soltado aquello sin pensarlo con exactitud. Pero, ¿y si no era así? ¿Y si quizá había algo más obrando de fondo, como el don que tenían sus padres?

—Basta Bianca, estás estresada, y lo mejor será que ordenes tus pensamientos cuanto antes —se dijo, mirándose con gravedad frente al espejo.

Se volvió a lavar la cara, por si quedaba algún resto de maquillaje para sacar que no hubiera visto, se secó y al salir, observó las marcas que había en la madera del marco de la puerta. Diferentes símbolos encerrados en círculos, algunos otros estaban sueltos, algunos incluso hasta se asemejaban casi a runas vikingas. Las miró, y acarició una de ellas con la yema de su índice, sintiendo como el surco en la madera era profundo, como si su madre se hubiese querido asegurar de que jamás podrían borrarse. Y tal vez era así por una razón que ella desconocía, y pensó que seguramente estaría mejor sin conocer.

Salió de nuevo al living, y doblando la carta cuidadosamente en sus manos, la guardó en un bolsillo de su pantalón. Tomó las llaves de su coche, la cartera de la empresa, y salió al porche, cerrando la puerta tras de sí, con llave.

Se tomó unos minutos a solas con sus propios sentimientos, mientras que subía al coche para sacarlo a la calle, y cerraba la portería de hierro del rancho, observando todo a su alrededor. Esa enorme finca que ahora, de un instante para el otro, se volvía fría y distante para ella, con los juegos de jardín donde ella se había divertido tanto siendo una niña, ahora ya cubiertos de oxido y viejas memorias.

Subió a su coche, y aceleró rumbo a la avenida principal. En el camino, tomó su teléfono celular y digitando con una mano, llamó a Stuart. Del otro lado de la línea, sonó un par de veces, y luego atendió.

—Hola, Bian —dijo—. ¿Cómo estás? ¿Qué ha pasado? Mary me comentó que saliste corriendo de la oficina.

—Mi madre ha fallecido, Stu —respondió.

—Oh, lo lamento, en verdad... No sé qué decirte...

—Descuida —Bianca dio un suspiro, pensando que a Stuart no podía importarle menos el asunto, lo leía en el tono de su voz—. Llamaba para avisarte que me tomaré dos o tres días libres, así soluciono todo el tema de las actas de defunción, y además descanso un poco de toda esta mierda.

—Entiendo perfectamente, no te preocupes por ello.

—Gracias —Bianca reconoció que, a partir de aquella mañana, el hecho de hablar con Stuart, le molestaba—. Estoy conduciendo ahora, solo llamaba para que estuvieses al tanto, por si no me veías en la empresa durante estos días.

—De acuerdo, Bian —respondió él—. Gracias por avisarme, nos veremos luego.

—Adiós —dijo ella, y colgó.

Dejó el celular encima del asiento del acompañante, y aferrando el volante con ambas manos, aceleró un poco más, mirando al frente. Mientras conducía y observaba con aire apático los coches a su alrededor, se dio cuenta que estaba realmente agotada, y eso que aun ni siquiera era cerca de las nueve de la noche. Dudaba mucho que fuese capaz de cenar algo, apenas tenía hambre y sabía que, si se forzaba a comer algo, probablemente le cayera muy mal, de modo que su único plan al menos de momento, era llegar, darle de comer a su gata, meterse a la ducha y dormir al menos unas cuantas horas. Debía tener la mente despejada y fresca para los tramites y momentos difíciles que estarían por venir.

Durante todo el transcurso de viaje hasta su departamento, condujo en total silencio, no encendió la radio del coche ni conecto su iPod. Tampoco saludó al portero en cuanto llegó, después de haber estacionado el Audi en el subsuelo del edificio. Simplemente subió por el ascensor de mantenimiento que siempre usaba el servicio de limpieza por ser el más rápido, llegó a la puerta de su departamento, abrió y se quitó los zapatos de taco con dos patadas mientras caminaba. Dejando la cartera descuidadamente encima de uno de los sillones, avanzó hasta la cocina con un bufido, para darle de comer a Itzi. Ni siquiera se molestó en recambiarle el sanitario, ya lo haría después, se dijo.

Caminó hasta su habitación con paso apresurado, no tomó ropa limpia de su ropería porque no la necesitaba, solamente una toalla y nada más. Se metió a la ducha, después, con el agua apenas tibia, y permaneció bajo ella hasta que hubo agotado el tanque entero. Se secó el cuerpo y el cabello, y arrojando la toalla en un rincón del suelo, dio un suspiro, se metió a la cama y se envolvió en las sabanas, durmiéndose prácticamente enseguida.

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