I
La recuperación de Bianca demoro casi tres interminables días, en los cuales Ellis no se apartó de ella un solo momento, y cuando por fin pudo salir de aquel hospital, se sentía una mujer completamente renovada. Respiró hondamente el aire fresco, para quitarse de sus fosas nasales ese olor muy característico de fármacos y desinfectantes de limpieza, y miró a su alrededor. El día se hallaba soleado, aunque según parecía la noche anterior había nevado bastante. Los árboles goteaban lentamente y las pocas personas que había en la calle llevaban abrigo hasta la nariz. Para su fortuna, Ellis había viajado a la cabaña varias veces, tanto para ducharse como para llevarle ropa a ella, así que no sentía la mínima sensación de frio aquel mediodía.
—Bueno, hasta que al fin nos vamos a casa —dijo Ellis, rodeándole los hombros con el brazo, mientras caminaban hacia la Toyota.
—Luego de pasar por la biblioteca, cariño. No creas que me he olvidado. También debemos pasar por una playa, a ser posible —mientras hablaba, Bianca señaló hacia la bolsita de tela que tenía en sus manos, donde adentro estaba un libro de rituales, el barquito de madera y todos los materiales que un día antes ella le había encargado.
—Creo que lo mejor va a ser que descanses tranquilamente en nuestro hogar, acabas de salir del hospital, hemos tenido un buen susto...
—Ya estamos aquí, solamente serán quince minutos.
—Quizá tengas algo anotado en casa que te pueda servir de utilidad.
—¿Y si no? Acompañame, vamos...
—De acuerdo, como prefieras... —asintió él. Luego preguntó: —¿Playa o biblioteca primero?
—Playa.
Emprendieron el camino a velocidad moderada, por la carretera principal, para atravesar toda la ciudad de Pittsburg hasta las costas del rio San Joaquín. Allí, el estacionó su camioneta, mientras que Bianca comenzó a preparar todo lo necesario. Abrió su libro en la página donde estaba marcado, tomó un trozo de papel blanco de una hoja suelta y copió "Deum nostrum, omnipotentem creatorem universi, et omni milítia cæléstis exércitus, defendere mala et contra Me in proelio, contra nequitiam et insidias diaboli esto praesidium meum: Amen."
Cuando terminó de escribir, dobló el trozo de papel en cuatro partes, y en la cara visible por encima, le dibujó una cruz. Luego metió el papel en la pequeña bolsita negra, y la ató a un extremo del barquito de madera con la cinta de seda blanca. Una vez estuvo todo listo, abrió la puerta de su lado, y descendió. Ellis también bajó del coche, tras ella, siguiéndola detrás. Bajaron hasta la ensenada del rio, y Bianca lo miró.
—Tendrás que cargarme, no puedo entrar al agua helada apenas habiendo salido del hospital —dijo.
—¿Hasta dónde tengo que meterme?
—No mucho, solo lo suficiente como para poder dejar el barquito en el agua.
Ellis se quitó las botas, los calcetines, y se remangó el pantalón hasta la rodilla. El suelo estaba muy frio, y un escalofrío le recorrió la espalda.
—Las cosas que hago por amor, ¿eh? —dijo, con un guiño. Tomó a Bianca en sus brazos, levantándola en andas, y comenzó a caminar hacia el agua.
Entró a la orilla, avanzando unos pocos metros. Estaba helada, y seguramente acabaría por pillarse un resfriado, pensó, pero no importaba. Se acuclilló lo más que pudo, hasta que Bianca pudo soltar el barquito en el agua, dándole un pequeño empujoncito hacia adelante. Cuando vio que comenzaba a avanzar paulatinamente, le indicó a Ellis que diera siete pasos hacia atrás, y mirando el barquito pronunció:
—El mal se aleja de mí, Dios me protege, me cuida y guía mi alma, hasta el día de mi ascensión a su lado en el cielo.
Acto seguido, se hizo la señal de la cruz tres veces y sin mirar atrás, empezó a caminar hacia la camioneta una vez que Ellis la volvió a dejar en el suelo. En cuanto ambos subieron al coche, él habló, mientras se volvía a calzar las botas.
—Te amo, y lo sabes —dijo, mirándola divertido—. Pero no dejarás nunca de asombrarme cuando haces estas cosas.
—Lo sé —Bianca se ladeó en su asiento, estirándose para darle un beso en los labios—. Gracias por acompañarme, querido.
—Próximo destino, tu biblioteca —respondió él, dando un giro de llave para encender el motor.
El viaje fue rápido, ya que la costa no estaba demasiado lejos de la biblioteca a la que Bianca asistía siempre, y aunque fuera pleno mediodía, el tráfico era prácticamente nulo. Los únicos vehículos que transitaban de un lado al otro eran las palas quitanieves de la municipalidad. Al llegar casi media hora después, Ellis estacionó a un lado, y dándole un corto beso en los labios, le dijo que la esperaría.
Bianca bajó de la camioneta, subió la escalinata de tres escalones y empujó la puerta hacia adentro. Las campanillas tintinearon como la última vez, y caminó hacia el mostrador luego de cerrar tras de sí.
—Buenos días, ¿en qué puedo...? —saludó la bibliotecaria de forma mecánica y repetitiva, y cuando levantó la vista de su libro, miró a Bianca con los ojos muy abiertos, como si la hubiera tomado por sorpresa. Tragó saliva y volvió a formular la pregunta. —¿En qué puedo ayudarla?
—Necesitaría consultar la sección esotérica, por favor.
—Sí, claro... ya conoce el camino, el último pasillo al fondo, a la derecha... —murmuró, y rápidamente devolvió la mirada a su libro, como si no quisiera verla por más tiempo del necesario.
Bianca la observó un momento confundida, y luego se encogió de hombros, pensando que el comportamiento de esa mujer era tan extraño como su apariencia. Caminó por el pasillo indicado, hasta llegar a la oscura y olvidada sección de hechicería. Rebuscó por los lomos de algunos libros durante varios minutos, pero no encontró nada significativamente llamativo, así que decidió hacer todo más simple preguntando en el mostrador. Dio media vuelta y al bordear el pasillo, notó que la bibliotecaria estaba hablando por teléfono, mirando de reojo hacia su ubicación. Cuando comenzó a acercarse, cortó la llamada, intentando no mostrarse nerviosa. Sin embargo, Bianca se dio cuenta que no sabía disimular absolutamente nada, sus manos temblaban.
—Disculpe, ¿se encuentra bien? —le preguntó, al acercarse al pasillo.
—Perfectamente —respondió, sonriendo forzadamente—. ¿Pudo encontrar lo que buscaba?
—Por desgracia no, justamente venía a preguntarle a usted. ¿No tiene nada sobre rituales con sal?
—¿Con sal? Que extraño... me temo que no.
—Bueno... al menos lo he intentado, muchas gracias —respondió Bianca, girándose hacia la puerta.
—¡Espere! —exclamó la bibliotecaria. Bianca se giró de nuevo. —Puedo buscar, si tiene unos momentos.
—No se preocupe, ando un poco corta de tiempo y quizá venga en otro momento, así le doy margen a que busque con más calma.
—Oh no, no hay ningún problema, acérquese —la bibliotecaria señaló el mostrador y se situó frente a su computadora—. ¿Cómo me había dicho? ¿Rituales con sal?
—Así es... —dijo Bianca. Le parecía muy extraña la actitud que había adoptado esa mujer de repente, a comparación de otras veces que había visitado la biblioteca. Es raro, se dijo, sentía unas ganas increíbles de atenderla en todo lo que Bianca pidiese.
Sin embargo, se acercó al mostrador, expectante. La bibliotecaria tecleaba y la miraba de forma intermitente. Luego de unos minutos, Bianca preguntó:
—¿Y bien? ¿Aparece algo?
—No... pero seguiré buscando.
—Olvídelo, vendré otro día —respondió Bianca, girando hacia la puerta y encogiéndose de hombros—. Muchas gracias por su tiempo.
La bibliotecaria, en un movimiento rápido, rodeó el mostrador justo en el momento en que Bianca había comenzado a abrir la puerta. Se interpuso frente a ella y volvió a cerrar de un empujón, apoyando su espalda en ella.
—¡No! —exclamó—. ¡No puede irse de aquí!
—Pero, ¿qué le pasa? —preguntó Bianca, completamente asombrada por lo que estaba viendo—. ¡Apártese de la puerta!
—¡No, ni hablar! ¡Usted es una mujer peligrosa y el FBI la está buscando, ya los he llamado para que vengan a arrestarla!
—¿Pero que dice, loca de mierda? —respondió Bianca, sin entender.
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En su coche de alquiler, Friedrich y Lorenz estacionaron a una distancia prudente. Este último se revisó la cintura y extrajo una 9MM.
—Vamos por ella, está ahí dentro —dijo.
—Espera... —respondió Friedrich, con pausada calma—. ¿Ves esa camioneta que está ahí?
—Sí.
—Seguramente sea su acompañante, y no nos interesa hacer un escándalo. Esperemos a ver qué pasa.
Lorenz volvió a guardar la pistola entre su cuerpo y el pantalón. Abrió la guantera del coche, y buscando entre unos mapas Shell de carreteras, sacó unos pequeños binoculares tácticos para observar mejor. Un momento después, Bianca salía a la acera, vociferando y maldiciendo hacia adentro, apuntando con su índice. Discutía con la bibliotecaria fervientemente, por lo que podían observar. Un hombre alto y fornido se bajó de la camioneta abriendo los brazos, seguramente no entendía absolutamente nada, pensó Friedrich. Le rodeaba la espalda a Bianca y le abría la puerta del acompañante, luego le levantaba el dedo medio a la bibliotecaria al tiempo que la increpaba, y caminaba volviendo al lugar del conductor.
—¿Qué hacemos? ¿Los seguimos? —preguntó Lorenz.
—No, seria evidente —respondió—. Anota la matrícula de la camioneta, veremos quién es su dueño.
Lorenz miró por los binoculares nuevamente, y tomando su teléfono celular del bolsillo, anotó el numero de la matricula en un bloc de notas. La Toyota encendió el motor y arrancó moderadamente, perdiéndose en la distancia. Friedrich le hizo un gesto para que le diera el teléfono, entonces le anotó un número, y se lo devolvió. Lorenz lo miró sin comprender.
—¿Quién es, señor? —preguntó.
—Es una vieja amiga mía. Llámala y dile que vamos a matar a la hija de los Connor, ella entenderá —respondió—. Cuantos más seamos, más posibilidades de éxito tendremos.
—Pero señor, es solamente una mujer.
—No la subestimes. Llama al número que te di, y dale la noticia de mi parte. También dale nuestra ubicación, y averigua sobre la matrícula de esa camioneta.
—¿Cuándo comenzamos, señor?
—Mañana.
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