—¿Qué es eso que suena abajo?

Aunque yo sepa bien las respuestas, no las manifestaré a estas altura del relato, no me sirve de nada arruinar su diversión, por este motivo, diremos que, tal vez proveniente del gran salón, a Tacita y a Reloj le llegaba un escándalo fuera de lo que era común en el castillo, como el sonido de cosas pesadas al caerse y algún que otro utensilio quebrarse.

—Quienes estén abajo caminan en otra dimensión hacia quién sabe qué parte del castillo —susurró Reloj en respuesta, más para sí mismo que para la pequeña a la que le leía.

Ese día, a Reloj le ardían como nunca los orificios atravesados por la varilla en su nariz. Con anterioridad ya se le habían infectado varias veces, como un zarcillo de material barato en la oreja de un bebé alérgico, y por cómo se sentía entonces supo que no tardaría mucho en tener que necesitar otra de las curas milagrosas de Tetera.

—Son Bella y Bestia —explicó luego para que Tacita no pasara el resto de la sesión de lectura preguntándose por el ruido.

La pequeña no parecía escandalizada con la respuesta, sino divertida.

—¿Me esperarías aquí? Voy a ir a hablar con tu madre a ver si prefiere que duermas en otro lugar más apto dado este... repentino desastre.

Tacita asintió con un encogimiento de hombros.

La habitación de Reloj era la inmediata en la base de las escaleras, la entrada al primer pasillo. No aislaba el ruido como las del resto de la servidumbre, no era un sitio apto para una niña si Bestia y Bella seguían haciendo desastres. Por ello, no perdió impulso para ir a buscar a Tetera.

Sin embargo, conforme él avanzaba, escuchó un murmullo extraño. No, un murmullo no, era el sonido amortiguado de gritos: una discusión que se colaba a través de las paredes. Si conseguía escucharla a esa altura del pasillo era un hecho que provenía del cuarto de Bestia, al otro lado. ¿Pero no era Bestia quien estaba abajo con Bella?

Consiguió captar muy poco de la conversación, solo el tono caluroso con el volumen en ascenso. Apenas distinguió de los gritos que traspasaban los muros las palabras «te lo advierto» y la contestación «no eres nadie para advertirme nada».

De inmediato se oyó el chasquido inconfundible de piel impactando sobre más piel a una velocidad de vértigo. Un golpe, y enseguida, unos pasos.

Tacita tendría que arreglárselas sola. Si lo que Reloj acababa de oír era lo que parecía —que alguien había desafiado a Bestia—, la ira de su amo sería incontenible, solo comparable con las incansables lluvias que azotaban los muros del castillo, y con los truenos que las custodiaban. Reloj no quería cruzarse en la trayectoria de esa cólera. Un descabellado plan de auxilio propio se cocinaba en su cerebro, arriesgado, mortífero si fuese descubierto, pero liberador si lo conseguía.

Por el momento, comenzaría por esconderse para que la Bestia no lo viera al salir por el pasillo.