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Para llegar a mí no se puede tomar un taxi. De hecho, es probable que, dependiendo de la época, yo haya mutado, y junto a mí las rutas de mi alrededor. Incluso mi ubicación en los mapas es ambigua y cambiante conforme se me antoja. No se puede pasar la eternidad en un mismo sitio y con una misma apariencia, ¿o sí?

Como les decía, no había un automóvil que pudiera conducir a Isabella a mi interior. Nadie se atrevía a exponer sus neumáticos nuevos y su propia seguridad a naufragar por un terreno donde las rocas estaban dispersas en el orden que se les antojara; algunas tan anchas que parecían escenarios, otras tan altas que eran conocidas como «los guardianes de Larem».

Y la travesía no acababa ahí. Una vez que las rocas quedaban atrás, el forastero era expuesto a un desierto de arenas color ladrillo, infinitas en apariencia y frágiles como un suspiro. Podías estar muy confiado del camino o de la solidez de un montículo bajo tus pies; mas era imposible predecir cuándo uno de tus pasos despertaría la debilidad del suelo hasta provocar una avalancha. Y estas, eran sin duda lo peor, porque detonaban la tierra como si fuese la piel de un monstruo que, al ser despertado, se eleva con el viento cobrando una abstracta forma corpórea capaz de erosionar todo a su descendente paso; hasta caer, y volver a echarse a dormir en espera de la siguiente víctima.

Así cómo no había paso para autobuses, los terrenos que conducían a mi población tampoco se contaban como ruta de ningún avión o avioneta al no poseer con una pista de aterrizaje ni decente ni existente. Muchos tenían la impresión de que yo había sido creado para no recibir visitantes ni dejarlos salir.

Así, Bella solo tuvo la opción de pagar a un guía. En el paquete iban incluidos dos caballos, municiones y un muchacho extra del cual la joven no tenía muy clara su utilidad al comienzo.

Atravesaron el primer trayecto a caballo, serpenteando entre los peñascos, viendo cómo los animales cruzaban las patas cada tanto para evitar pequeñas piedrecitas inoportunas. Bella pensó que los purasangre tenían que estar adiestrados para esa tarea, ya que uno común habría perdido el equilibrio y caído en los primeros tramos. De vez en cuando tenían que detenerse por la estrecha separación entre dos guardianes. En casos como ese, se veían obligados a bajar de los caballos y ayudarlos a pasar a empujones delante de ellos.

Cuando las rocas comenzaron a escasear el guía se detuvo.

—Muchacho, ya sabes qué hacer —le dijo a su criado.

El niño ayudó a Bella a bajar del purasangre y repartió el pago de la reportera entre él y el guía; a su vez le entregó su equipaje a la señorita e hizo una reverencia antes de dar media vuelta para marcharse con los caballos.

—¿Para dónde se los lleva? —preguntó Isabella y entornó sus ojos del color de la madera seca en dirección a su guía. Su desconfianza era plausible, aunque no pareciera que hubiese mucho que temerle al hombre flacucho, estirado y con sombrero de paja que la acompañaba.

Era una mujer decidida, propensa a ignorar su miedo y dejarse dominar por sus impulsos más apasionados. Si le hubiesen dicho que tendría que atravesar todos esos obstáculos ella sola para conseguir su cometido, no lo habría pensado, ni esperado el amanecer, para sin nada más que su libreta y su cerebro embarcarse en la expedición. El problema era cuando ponía su fe —y su dinero— en un desconocido, y este comenzaba a comportarse de manera incomprensible. Eso encendía todas sus alertas, la hacía sentir vulnerable. Por eso estudiaba al hombre, para saber cuánto le costaría defenderse de ser requerido.

Le parecía que la contextura del extraño era tan miserable, que sería absurdo que él intentara atacarla solo con sus manos. Dedujo que estaría armado.

El hombre alzó su cabeza lo suficiente para que la solapa del sombrero no cubriera sus ojos, y solo entonces le regaló la primera sonrisa a la señorita. En ese breve instante, ella captó un brillo ambarino cruzar sus pupilas, como si el sol las hubiese atravesado en un viaje fugaz, para luego abandonarlas para siempre. Ya no se reflejaba ni una sombra en aquella negrura absoluta que eran sus ojos.

Bella habría jurado que al momento de conocerlo tenía los ojos de un gato persa, no oscuros como dos piezas de carbón.

—De aquí en adelante no pondré en peligro a mis caballos —anunció el hombre sin perder la curva de sus labios partidos y resecos—. Seguiremos caminando.

Dicho esto, se giró a la vez que se lanzaba el saco de municiones por encima del hombro, dejándolo colgar de su espalda. Pero Bella no se movió.

—Será mejor que se cubra si no quiere llegar frita a Larem.

En respuesta inmediata Bella sintió por primera vez su piel arder como si tuviese 40° de fiebre, y notó las manchas sonrosadas de sus pálidos antebrazos que le recordaban la huella de enfermedades que jamás le dieron de pequeña. Tiró enseguida su única mochila y sacó de ella dos suéteres; uno se lo colocó encima de su franela y otro lo amarró estratégicamente en su rostro para que solo quedaran al descubierto sus ojos, con suficiente tela amarrada alrededor de su cabeza para que al agacharla le hiciera sombra a la vista.

Alcanzó al guía no sin cierta inseguridad. Donde quiera que pisara era como jugar a la ruleta rusa, algunas zonas eran de tierra tan compacta que podía pasar por cemento, y otras apenas y se sostenían ante un mínimo roce. Su pie resbaló tantas veces que en dos de ellas cayó sentada. Tenía las manos teñidas de color ladrillo y los ojos le picaban debido a toda esa nube de polvo que los seguía luego de cada pisaba en falso. Incluso se le hacía complicado no toser cada dos segundos, pero agradecía a su difunta madre su protección, ya que no habían tenido que enfrentarse hasta entonces a ninguna de las infames avalanchas.

—Será que hablemos, señorita. Al menos empiece por decirme su nombre si quiere dejar de fijarse en el camino. Le advierto que si lo sigue haciendo podría paralizarla el... miedo —aconsejó el guía.

Lo dijo de una forma que dejaba entrever que no se refería al temor a un paso en falso, sino a algo más. Bella no lo comprendía. El miedo nace de la incertidumbre, de lo oculto, de aquello que no conoces pero que supones que podría doblegarte. Pero, estando en pleno mediodía, ¿quién podría pasar un  susto, por mínimo que fuera, ante tan absoluta claridad?

El hombre estaba loco, o eso decidió Isabella.

Sin embargo, nada más terminaron estos pensamientos de transitar su cabeza, Bella sintió que había algo en la arena ardiente que se adhería a sus dedos, como si la tierra también tuviera manos y estas intentaran arrastrarla consigo. Solo entonces reparó en que cada uno de sus pasos la hundía más que el anterior. Sus tobillos estaban aferrados por polvo que se sentía igual que húmeda arena movediza, como si algo oculto en la profundidad la reclamara.

—Yo... —carraspeó, se sentía estúpida por acceder a hablar con aquel extraño y admitir que tal vez creía sus palabras—. Me llamo Isa.

Para cualquiera no obligado a llamarla a diario, prefería ser Isa, un nombre que desaparecería con la misma facilidad que aquel que lo estaba escuchando.

—Yo soy Cande, por ahora —respondió el guía a su vez—. ¿Qué te hizo querer ir a Larem? Llevas poco equipaje para que se trate de una mudanza.

Bella otra vez sintió ese leve desespero que le advertía que, si entraba al pueblo, lo haría como quien trata encajar un anillo demasiado angosto en su dedo: sabiendo que si lo consigue, jamás se lo podrá quitar.

—No me mudo, voy por cuestiones de trabajo y pretendo llegar antes del amanecer tal cual se me indicó.

La respuesta del guía la dejó perpleja.

—Ah, ya veo. Vas al castillo.

—¿Cómo sabe eso?

—Intuición.

Si había comenzado a hablarle al hombre para evitar que el miedo viajara junto a ella, había cometido un error. No supo si tenía que ver con los pájaros negros aparecieron de la nada vociferando, o con la manera en que el sol le cocinaba la piel desnuda entre sus sandalias, o con ciertos destellos que dibujaban figuras en su visión que al instante desaparecían, pero tenía muchas ganas de gritar con un estrés que jamás había experimentado.

No mucho después, una avalancha los engulló.

El guía mencionó que, por suerte, había sido pequeña. Aquel fenómeno solo consiguió adelantarlos más a su destino gracias al precipitado descenso en el que los envolvió. Pero esa silueta de arena que despertaron, esa que danzaba sobre ellos cubriendo el sol y apoderándose de su esplendor, esa que por más que pasara el tiempo solo cobraba más vida y nitidez, casi parecía ser la personificación del miedo que llevaba a Bella de la mano.

Fue ahí cuando Bella comenzó a cuestionarse si no se había equivocado al asumir tal peligro, fue entonces cuando se preguntó a qué infierno se estaba adentrando.

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