Epílogo
Tres años más tarde
Dicen que los lugares nunca se mantienen iguales. Que, año tras año, van cambiando a la vez que lo hacen sus habitantes. Que van evolucionando y mejorando con el paso de los años.
No es algo que pueda decirse de esta ciudad, pero sí de sus habitantes.
Una de sus carreteras, la más lejana de todas, ha ido mejorando con los años y, lo que antes equivalía a varias horas de trayecto para llegar a los pueblos que tocan la playa, ahora son tan solo cincuenta minutos. Muchos jóvenes universitarios se trasladan a menudo por ella para visitar a sus familias, mientras que otros, ya más crecidos, han dejado de hacerlo.
En uno de esos pueblos, una familia que antes era de siete ahora es tan solo de cuatro. Mientras que los hermanos mellizos siguen trabajando en un garaje destartalado que les da más disgustos que alegrías, sus padres se pasan el día paseando y hablando. Hablan de su hija mayor, cuyo hijo almuerza en su casa de vez en cuando. Hablan también de su segundo hijo, que decidió seguir la carrera de entrenamiento deportivo y llama de vez en cuando para preguntarles qué tal están.
Pero de quien más hablan es de su hija pequeña. Aquella niña a la que durante tanto tiempo vieron incapaz de hacer nada, que se escondía entre las líneas para no enfrentarse al mundo que la rodeaba. Aquella que, cuando más los necesitaba, tan solo recibió dudas ante su verdad. Ahora es pintora, dicen. Ahora vive en una gran casa en la capital, añaden. Ahora es más feliz que nunca, admiten. Ahora es su mayor orgullo, exclaman. Ahora es ella quien les ha dado la espalda, callan.
En ese mismo pueblo, otro hombre piensa en ella. Considera ponerse en contacto, aunque sabe que es inútil. Ha visto fotos y sabe que es feliz. Se pregunta por qué él, después de tantas relaciones desastrosas, sigue sin congeniar con nadie. Y piensa, mientras organiza la gasolinera de su padre, en todas las cosas que podría haber hecho y las pocas que hizo por apartar el mundo de su lado. Piensa que se merece algo mejor. Piensa en lo injusta que fue aquella pintora al denunciarle. Piensa en que debería ser él quien tuviera una casa, una familia y gente que lo quiera. Lo que no piensa jamás —y quizá sea la razón por la que está solo— es que el problema pueda ser él y no los demás.
Carretera arriba, mucho más allá del pueblo y sus playas, empieza la ciudad. Empieza la universidad. Empieza también la zona de fábricas abandonadas.
En uno de sus pisos, una mujer lee un libro de recetas para principiantes. Pese a haberlas intentado todas, siguen sin salirle demasiado bien. Su marido, desde el sillón, suplica para sus adentros que no vuelva a intentarlo, aunque tiene claro que fingirá que le encanta de todas maneras. También piensa en su única hija, que ya no vive con ellos pero los visita cada semana. Se pregunta si tendrá que recibirla con una bandeja de cupcakes medio quemados. Seguro que le hará gracia y terminarán comiéndoselos en la azotea, sin importarles que el sabor sea mejor o peor.
Justo en el piso que tienen delante, una mujer se dedica a organizar lo que hará esa semana. Se ha pasado tantos años pendiente de lo que querrían los demás que a veces le cuesta, pero se esfuerza. Ya ha encontrado un grupo de amigas con las que jugar al mus todas las semanas, un curso de inglés en una academia cercana y un buen cuidador que la ayuda a sus quehaceres de casa. Igual que su querido nieto mayor, claro, que siempre está ahí para ella. Se pregunta qué puede cocinarle esta semana para cuando vaya a verla.
Agradece en silencio el regalo que le hizo su suegra al fallecer, ya unos años atrás. Agradece que le dejara este piso, porque su antigua casa era demasiado grande para ella sola. Todavía sonríe cuando piensa en la carta que le dejó la mujer en el testamento. Le pidió que muriera con una botella de whisky en la mano y se dejara de tanto aburrimiento. Intenta no beber mucho alcohol, pero sí que se esfuerza por no aburrirse. Y, honestamente, no le va nada mal.
Mucho más lejos de ella, al otro lado de la ciudad, un hombre contempla en silencio su piano. Tiene una casa gigante, fruto del dinero que ha ganado tras tantos años trabajando, pero también vacía. Lee, toca alguna canción, toma el sol, habla con sus empleados... Pero es incapaz de establecer una relación con nadie. A veces, se pregunta si lo ha hecho bien en la vida. Ve los éxitos de su hijo pequeño y siente un retazo de orgullo, aunque es más por sí mismo que por él. Sigue pensando que es un desagradecido. Eso, y que ojalá le permitiera conocer a sus nietos, a quienes nunca ha visto en persona. Aunque una parte de él, una minúscula y poco escuchada, entiende que no lo haga. Mientras acaricia las teclas del piano, se cuestiona todas las cosas que podría haber hecho mejor. Todas las cosas que habrían hecho que su casa no estuviera tan vacía.
Sus hijos piensan en él, de vez en cuando, aunque no de la misma forma. Para ellos es un alivio que esté lo más lejos posible. Especialmente para el mayor, que ahora es feliz con su banda y sus fiestas continuas. Recuerda todas las veces que le dijeron que algún día se aburriría de ellas y se ríe; eso nunca va a pasar. Aun así, mientras acaricia a su hurón, piensa en que debería visitar a su madre también esta semana. Le gusta estar con ella. En medio de todo el caos que es su cerebro, es la única que consigue calmarlo. Y la única que siempre lo ha querido por ser como es, sin esperar que cambiara.
También piensa en su mejor amiga, que va a verlo cada vez que puede, pero que es un poco bohemia y no le gusta quedarse en un mismo sitio mucho tiempo seguido. Por eso no deja de viajar. Y de cambiar de parejas, también. Cada vez que la ve, tiene a alguien distinto colgado del brazo. No entiende cómo se las apaña, pero todo el mundo parece quedarse completa y absolutamente enamorado de ella. A veces se pregunta por qué a él nunca le ha pasado, pero luego pasa tiempo con ella y lo entiende. Es su mejor amiga. Es su hermana. Es su ancla, de alguna manera. Y, aunque ella nunca lo ha confesado, piensa exactamente igual que él.
Un poco más allá de su casa de invitados, al otro lado de la calle principal, un hombre limpia su coche. Lamenta que su hijo ya no se encargue de ello, porque lo cierto es que no le gusta demasiado. Echa de menos aquella moto roja que tuvo tantos años atrás y que le recordaba al pelo de su esposa. Aunque, pensándolo bien, sus dos hijos pelirrojos ejercen un papel todavía mejor. Todavía recuerda la cara de horror de su esposa cuando vio que serían como ella, y como se puso a comprar crema solar como si tuviera que durarle toda la vida. Sonríe con diversión. Puede verla en el salón, delante de su máquina de escribir. Y puede ver también a su hija estirando para ir a su clase de danza un rato más tarde. Tras unos segundos, vuelve a centrarse en el coche y en que no quede una sola mancha.
Y, entre la casa de invitados y el hogar de los pelirrojos, hay otro edificio. Otra casa principal, solo que mucho menos tranquila que las dos interiores. El hijo menor está sentado ante su tablet, y no deja de pasar vídeos para ver qué rutina de yoga puede tocarle hoy. Pone una mueca al no encontrar ninguna acorde con su estilo. Ese mismo verano, por fin, irá a un campamento enfocado en la meditación. Nadie le tomaba en serio cuando dijo que ahorraría para ir, pero tras varios años haciendo recados por el vecindario por fin puede hacerlo. Tiene suerte de que sus padres, no obstante, hayan decidido pagárselo igual. No está muy acostumbrado a ser expresivo, así que el abrazo que les dio le avergüenza un poquito.
Piensa en su hermano mayor, que se marchó hace un tiempo. Se pregunta si estará bien, aunque en realidad sabe la respuesta; manda mensajes y llama casi todos los días. No fue consciente de lo mucho que lo necesitaba hasta que se marchó, y sospecha que así mismo pensó su otra hermana mayor, a la que encontró varias veces contemplando la habitación vacía en silencio. Sabe que todos lo echan de menos, pero que a la vez saben que necesita recorrer su propio camino.
Su padre entra en ese momento. Después de varios años de escritura compulsiva, por fin ha dado con el guion de su última película. Es algo que lleva rondando en su cabeza durante mucho tiempo; quiere retirarse con la cabeza bien alta y vivir el resto de sus días con su familia. No quiere alejarse de ellos como ya hizo su padre en su momento. Además, tiene la esperanza de que alguno de ellos le dé algún nieto —aunque espera que falte un poco, porque son demasiado jóvenes— al que dedicarle todo su tiempo y fuerzas.
Muy contento, entra en el despacho de la planta baja. Ya se ha acostumbrado al olor a pintura. Y también a ver su cara en diferentes ángulos, colores y formas. Su esposa está sentada ante un lienzo a medio pintar. Es sobre sus hijos. Muy ilusionado, le enseña el guion y le habla de todas las cosas que le apetece hacer. Ella escucha con una sonrisa. Es lo que más le gusta de ella, que siempre sabe cómo hacer que te sientas querido y escuchado. Con ella, nunca ha sentido que sus ideas fueran demasiado locas o inverosímiles. Con ella, siente que podría escribir el mejor guion de la historia.
Ella disfruta del entusiasmo de su marido, y en el fondo se alegra de que por fin esté escribiendo su última película. Sabe cómo es, y sabe el nivel de exigencia que se impone a sí mismo. Cree que le vendrá bien un descanso y, de hecho, ha pensado en hacer uno ella también. Le gusta pintar, pero no le gusta estar viajando constantemente por trabajo. Se pregunta si, cuando su hijo pequeño se marche de casa, les apetecerá ir de viaje por algún lugar lejano y volver a perderse como cuando eran jóvenes. Le gustaría. Le gustaría volver a sentirse como se sintió aquel primer día en la residencia. Y, cuando ve que su marido termina de contarle el guion, sabe que aceptará sin dudarlo, como ha hecho siempre.
Más allá de todos ellos, en un viejo gimnasio reformado uno o dos años atrás, un chico pelirrojo se pasea con una libreta en la mano. Los jóvenes corren delante de él, entrenando para el partido de baloncesto que tienen el fin de semana. Le gusta compaginar sus estudios de docente con ello. Le gusta que los chicos y las chicas de la ciudad tengan la oportunidad de entrenar con alguien que se interese por ellos. Le gusta que sientan que su sueño de ser jugadores profesionales se toma en serio.
También le gusta que le tomen en serio a él, claro. Y eso se vuelve un poco complicado cuando, de sopetón, la puerta del gimnasio se abre de par en par. Todos se vuelven a la vez, confusos, y el entrenador se queda congelado. Se trata de una chica de piel bronceada, pelo castaño claro recién cortado, ojos marrones y sonrisa maliciosa.
Con ese último detalle, él ya sabe que va a hacer alguna de las suyas. Y vaya si lo hace. Se planta a su lado y, tras saludar al equipo, le da una palmada en el culo al entrenador. Todo el mundo suelta risitas, y el chico pelirrojo les exige que vuelvan a su entrenamiento. Ellos lo hacen, pero no borran las sonrisas.
—¿Tienes que poner en duda mi autoridad cada vez que vuelves? —protesta él en voz baja.
La chica se encoge de hombros.
—¿Esa va a ser tu bienvenida?
—¡Te la di ayer, Ellie!
—¿Y qué? Se supone que la gente cursi celebra su amor cada día.
—¿Estás insinuando que soy un cursi?
—Estoy diciendo que eres el cursi de la relación, Víctor. Espero que lo tengas asumido.
Él ya no puede aguantar la sonrisa.
Le gusta estar con ella, y sospecha que siempre lo ha sabido. Lo supo cuando, con doce años, se enfadaba con el mundo y sentía la necesidad de decirle todo estaría bien. Lo supo cuando, con catorce, ella se metía con cualquiera que osara burlarse de él. Lo supo cuando, a los quince, le dejó una carta confesando unos sentimientos que él siempre había replicado. Lo supo cuando, a los dieciocho, volvió a aparecer en su vida.
Al principio, la separación le daba miedo. No por él, sino por Ellie. La perspectiva de que se aburriera de estar en una relación a distancia no le dejaba descansar en paz. Siempre pensó, muy en el fondo, que sus sentimientos eran mucho más profundos que los de ella. Que Ellie terminaría dándose cuenta de que podía aspirar a algo mejor. A alguien más experimentado y seguro de sí mismo.
Pero no. Ese febrero, justo como habían quedado, apareció. Le pareció que se la imaginaba, pero ahí estaba. Y, con una sonrisa maliciosa como la de ese día, le dijo que seguía sin aburrirse de él. No fue una declaración muy romántica, pero sí lo que esperaba exactamente de Ellie. Y por eso mismo le gustó.
Ahora hablan cada día. Víctor anhela el momento en que llega a casa y ve sus mensajes. Sus stickers. Sus fotos subidas de tono, incluso. También le gusta ver los mensajes del grupo de baloncesto que nunca han abandonado y en el que siguen participando todos.
Todavía recuerda el día que Ellie le propuso abrir la relación. Nunca se había planteado nada fuera de la monogamia, y por ello le sorprendió su poca reticencia ante la idea. Pensó que crearía desconfianza. Que Ellie terminaría conociendo a alguien que la quisiera mejor, o que él empezaría a confundirse con una chica con la que tuviera algo en una noche tonta. Pero no. Nada de aquello pasó. Y, desde entonces, sentía que su confianza mutua había mejorado muchísimo. Que confiaban el uno en el otro a un nivel que nunca había experimentado con nadie. Y que, aunque tuvieran una puerta abierta, siempre encontrarían su hogar el uno en el otro.
—He quedado con nuestras familias a las seis —comenta Ellie, devolviéndole a la realidad—. Iremos con Daniel, nuestro conductor.
—¿Cabemos todos en un mismo coche?
—Papá ha alquilado uno de esos con un montón de plazas. Es como si celebráramos el cumpleaños de mamá, así que se trata de un día de especial.
El día de las luces, sí. Víctor asiente.
—Termino en diez minutos —informa.
—Vale, guapo. Te espero fuera.
El apelativo cariñoso provoca más risitas, aunque esta vez Víctor no protesta. Eso sí, se le encienden las mejillas casi al mismo tono que su cabello.
Unas horas más tarde, Ellie disfruta de estar sentada en la arena calentita de haber tocado el sol de febrero todo el día. Víctor se encuentra a su lado, intentando descifrar cómo funcionan las luces de papel que van a hacer volar en unos instantes. Su hermano pequeño, Jay, se encarga de comprobar que todas sean ecológicas y no perjudiciales para el medio ambiente. Sus padres y sus suegros, al igual que su tío Mike, permanecen en las mesas de madera que tienen atrás. Ellos ya tienen sus luces preparadas, y disfrutan tranquilamente de su cena. Ellie se pregunta su su hermano mayor también estará encendiendo una por su madre, por el mundo. Está segura de que sí.
—Mierda —masculla Víctor—. No sé cómo...
—¿Quieres que lo haga yo?
—No. Sé hacerl... —Antes de terminar la frase, suspira y se lo tiende—. Vale, hazlo tú.
Ellie sonríe y se encarga de encender la cerilla de la luz. Dura bastante, así que disfruta de ver los dibujos que le ha hecho a su lámpara. Le ha dedicado mucho tiempo, entre horas de clase. Pese a que el entrenamiento y la universidad le quitan mucho tiempo, le gusta estar muy ocupada. Y que, por una vez, la agenda no dependa de ella. No hay nada que le produzca más placer que una agenda bien organizada, aunque ahora se lo tome con más calma.
Víctor asiente con aprobación.
—¿Cuánto falta para lanzarlas? —pregunta entonces.
—Pues... creo que por ahí ya empiezan.
Efectivamente, un rincón de la playa ha empezado a soltarlas. El cielo de febrero empieza a iluminarse con pequeñas luces amarillas, y estas flotan lentamente hasta la oscuridad. Ellie contempla la suya, pensativa.
—¿Qué deseo pedimos este año? —se pregunta en voz alta.
—¿Ser millonarios?
—No, algo más original.
—¿No ser millonarios?
Ella esboza una sonrisa sin poder evitarlo.
—Hablo en serio, Víctor.
Él lo considera mejor, esta vez con la seriedad que le ha pedido.
—Pidamos algo simple, entonces. Yo quiero pedir que no me rompas más ventanas con piedrecitas.
—¡No finjas que no te gusta!
—Al señor que cobra por repararlas le encanta, eso seguro.
—Vale, pues yo pido que no vuelvas a burlarte de mí por ser mucho más baja que tú.
—Bueno, soñar es gratis.
—Ahora en serio, ¿qué quieres pedir?
Víctor sonríe y se inclina para hablarle al oído. Ella, al oír la respuesta, suelta una carcajada que antes le habría avergonzado pero que ahora acepta como una parte más de ella.
—Vale, me parece genial —admite—. Será nuestro pequeño secreto.
—Uno de muchos. ¿Estás lista para lanzarlo, Ellie?
Ella sonríe y se coloca con él para preparar la luz. En cuanto ambos la sujetan, asiente con una sonrisa.
—Sí... Estoy lista.
¿Qué fue de ellos, te preguntarás?
Los padres de Jen nunca consiguieron volver a establecer una buena relación con ella, aunque empezaron a presumir de su hija, la pintora, como si fuera su mayor orgullo. La actividad favorita de su madre es ir a la peluquería y enterarse de todo, mientras que la de su padre es ir a pescar y olvidarse de todo. Pese a todo, siguen casados y relativamente felices.
Shanon está muy orgullosa de su hijo, Owen. Este salió del instituto con muy malas notas y poco interés por los estudios, pero resulta que tiene un don de gentes inimaginable. Como nunca dejó de entrenar para atletismo, acompaña a su tío Spencer y le hace de relaciones públicas con muy buen resultado. Ella, por cierto, ha vuelto a encontrar un novio. Como diría Jen, es un poco intermitente, pero se lo pasa bien con él.
Spencer sigue con su carrera de entrenador deportivo de élite, y con la ayuda de su sobrino ha conseguido hacerse un renombre en el mundillo. Nunca ha asentado la cabeza, pero se lo pasa genial así. Además, visita al resto de su familia siempre que puede.
Los mellizos, Sonny y Steve, trabajan en el garaje de sus padres
y son tan malos en ello como de costumbre. Sospechan que nunca van a separarse el uno del otro, aunque lo cierto es que ya no se soportan demasiado. Si siguen con el negocio es porque, honestamente, nunca se les ha ocurrido explorar ninguna otra aptitud.
Monty trabaja en la gasolinera de su padre. Pese a que la denuncia nunca le afectó a nivel laboral, sí que lo hizo a nivel personal. Esa, y las otras cuatro que ha recibido a lo largo de los años. Nunca ha tenido que enfrentar un solo cargo policial gracias al dinero de sus padres, pero ha terminado solo. Y aburrido, también. Siempre culpa a los demás, pero lo cierto es que es el único responsable de sus acciones.
Nel, la ex mejor amiga de Jen, consiguió una carrera de moda en la ciudad. Pese a que ya no tienen una relación demasiado cercana, de vez en cuando deciden verse y ponerse al día de la vida. Ahora está casada con alguien que la trata mucho mejor que sus anteriores parejas.
Lana nunca ha dejado de viajar y, aunque jamás encontró un lugar al que llamar hogar, le gusta la perspectiva de que el mundo entero pueda serlo. Ya controla varios idiomas, ha trabajado en todo lo que podía interesarle y ha conocido a gente importante de todos los ámbitos. Su próximo objetivo es descubrir qué le queda por hacer, y es una perspectiva que le gusta mucho.
Chrissy dejó de trabajar en la residencia femenina hace muchos años y decidió ascender a secretario del rector de la universidad. No es muy glamuroso, pero le gusta no tener que controlar a una masa hormonada y con los nervios del primer día de clase. Además, entre descanso y descanso, puede jugar tranquilo al Candy Crush.
Curtis, el antiguo compañero de Jen, visita a Chrissy de vez en cuando. Como ya se veía venir, ha sido incapaz de sentar cabeza con nadie a nivel romántico. Tampoco terminó la carrera, pero sí que le ofrecieron un trabajo como modelo. Pensó que no era lo suyo porque es incapaz de quedarse quieto delante de una cámara, pero pronto descubrió que eso es precisamente lo que le da el talento necesario. Años después, con muchos estudios de por medio sobre la materia, es muy respetado en su ámbito. Sigue siendo fan de las películas de Ross, por cierto.
Naya terminó de estudiar su carrera, pero lo cierto es que nunca ha llegado a ejercer de trabajadora social. En su lugar, después de que su hija fuera lo suficiente mayor, se propuso que su casa fuera de acogida para niños sin hogar. A Will la idea le ponía un poco nervioso, pero terminó aceptando. A parte de la comida quemada que les obliga a comerse, parecen muy felices. Y a Naya le encanta hacer felices a los demás.
Will, por otro lado, sí que sigue trabajando como abogado. Después de ser el graduado con mejor nota de su curso, las ofertas de trabajo no faltaron en ningún momento. Ahora puede permitirse elegir a sus clientes y los casos que quiere defender, y le gusta tener tiempo de sobra para pasarlo con su familia y sus amigos.
Mary, que ahora vive al otro lado de su pasillo, se enorgullece de sí misma por ser capaz de salir del infierno en el que vivía. No ha vuelto a hablar con su exmarido, y le gusta ir descubriendo cosas de sí misma que ni siquiera ella conocía. Se ha formado su rutina. Se ha formado su vida. Nunca más ha mirado atrás. Y nunca ha sido más feliz.
Agnes falleció a los noventa años y, hasta el día anterior a su muerte, tenía la salud de una chica de quince. Fue rápido e indoloro, pero toda su familia la recordará con muchísimo cariño. De herencia, le dejó una botella de whisky a cada uno de sus nietos, la casa a Mary y la consola a Mike. Ah, y una carta en la que le pedía a todo el mundo que se dejara de chorradas y fuera un poco más feliz.
El señor Ross, por otro lado, sigue teniendo una de sus casas gigantes. Ya es mayor y empieza a tener fallos de memoria, pero aun así recuerda todo lo que ha hecho. Quizá por eso nunca se ha atrevido a conocer a sus nietos. Sabe que sus hijos no le quieren. Sabe que su ex esposa no quiere saber nada de él. Ahora habla con sus empleados para no sentirse solo y, aunque algunos se apiadan de él, otros muchos le brindan la misma empatía que tuvo él con su familia cuando tuvo la oportunidad; absolutamente ninguna.
Vivian siguió con su carrera y, de hecho, ha logrado convertirse en una de las actrices más destacadas de su generación. No ha vuelto a trabajar con Ross después de la película de terror, pero siguen hablando y siendo muy buenos amigos. Dejó a su pareja hace muchos años, eso sí. Pronto se dio cuenta de que es muy difícil ser exitosa y encontrar a alguien que no se sienta intimidado por ello. Aun así, lo prefiere; no necesita a nadie para ser feliz.
Joey sigue siendo la agente de Ross y, aunque ahora su trabajo es mucho más tranquilo, sigue viviendo al límite del ataque de histeria. Le gusta llevarle la carrera, buscarle oportunidades e ir haciéndole su camino más ameno. Se casó con su novia después de muchos años, y le pidió a Ross y a Vivian que estuvieran en primera fila. Ambos aceptaron.
Daniel, el conductor de la familia, ha terminado aceptando que su jefe nunca se aprenderá su nombre. Ha terminado haciéndole gracia, la verdad. Y le gusta pasar tiempo con la familia, pero disfruta todavía de sus cuatro perros, que le esperan siempre en casa con toda la felicidad del mundo.
Sue todavía viaja por el mundo, aunque hace tiempo que dejó de buscarse a sí misma. Ha descubierto que el secreto de la vida no es conocerte al cien por cien, sino ir experimentando por el camino. Y eso hace; experimentar con tanta gente como puede. Se lo pasa genial. Y, cada vez que puede, visita a sus amigos. Especialmente a Mike, la más bonita y desastrosa amistad que ha tenido nunca.
Mike sigue a lo suyo, con las bandas y las fiestas. Se ha dado cuenta de que no necesita nada más para ser feliz, y eso está bien. Vive con su hurón y su caos habitual, aunque en su trabajo es muy organizado. No hay nada que odie más que la gente que no se toma su trabajo en serio. Quizá, por eso, ha terminado escribiendo una canción que se posicionó en el top cien mundial de todas las plataformas musicales. Ahora trabaja en la que espera que sea la número uno. No hay que rendirse, ¿no?
Ty nunca ha abandonado su objetivo de ser gurú de la meditación. Ni siquiera se ha plantado otros objetivos, y su idea de diversión es la de meditar en la cumbre de una colina de sol a sol. Es algo que los demás no entienden, pero no le importa; ¿quién necesita que le entiendan cuando ha encontrado su objetivo en la vida?
Jay hace tiempo que abandonó la idea de ser perfecto que tanto le atormentaba. Ahora se acepta a sí mismo. Le gusta quién es. Le gusta no saberlo, también. Le gusta vivir a su manera, sin tener que cumplir las expectativas de nadie. Y le gusta la idea de que su familia siempre va a estar ahí para el día que decida volver a casa.
Oscar dejó el baloncesto y ahora trabaja en la empresa millonaria de sus padres. No hace nada más que entrar en su despacho, encender el ordenador y jugar al solitario, pero eso le hace feliz. Prefiere dormir que trabajar, y hace mucho tiempo que entendió que su felicidad no pasa necesariamente por la realización profesional. De hecho, no podría darle más igual.
Eddie sí que ha seguido con el baloncesto, y de hecho logró entrar en un equipo de segunda división del país. Ahora lucha cada día por abrirse paso y conseguir un puesto más alto en la liga. Por lo que parece, lo está logrando. Y sigue encerrándose en el cuarto de baño antes de cada partido, también.
Marco ha tenido que aprender a vivir sin el dinero de sus padres. Sigue siendo un engreído y un pesado, aunque ahora solo es fachada. Y muchas veces tiene que tragarse sus palabras, porque ahora trabaja en el desguace de coches y su jefe, Tad, no le deja pasar una sola mala expresión. Puede llegar a ser un jefe un poco duro, pero al menos le dio trabajo cuando más lo necesitaba, así que intenta no quejarse demasiado. Además, no son malas vistas.
Tad siempre ha sido conformista, y pronto descubrió que lo que más le gustaba era ayudar a los demás. Por eso, propuso a su madre llevar el negocio de la familia. Su alegría al ver a Marco fue tremenda y, aunque pensó en rechazarlo, terminó dándole trabajo para que no se muriera de hambre. Ahora disfruta dándole órdenes, sí, pero también le gusta su compañía. Especialmente cuando no es tan creído. Quizá un día se piense mejor esa propuesta que le hace cada vez que se emborracha y se pone sincero.
Víctor entró en la universidad en cuanto Ellie se marchó a estudiar fuera de la ciudad. Disfruta de ello y de su trabajo como entrenador. Hace que se sienta realizado y completo. Y no puede esperar a terminar sus estudios e irse a vivir con su novia, con la que habla todas las noches y con la que espera hablar muchas más.
Jen sigue dibujando, aunque ya plantea su jubilación para disfrutar de más tiempo junto con su marido. Jack ha terminado su último guion, y ya plantea su última gira para disfrutar de más tiempo junto con su esposa. Son felices. No necesitan nada más que eso.
¿Y Ellie?
Bueno... Ellie es feliz. Como deberíamos serlo todos, supongo. La vida de los personajes no termina al finalizar un libro, así que habrá que esperar unos años, a ver qué tal le ha ido. Aunque yo sospecho que bien.
Así que dime, personita que llevas tantos años siguiendo a los personajes de estas historias, ¿cuáles van a ser las primeras palabras de la tuya? Supongo que lo bonito es ir descubriéndolo, igual que lo hemos hecho con ellos.
¿Estás lista para dejarlos ir?
Tranquila..., siempre van a estar ahí. Incluso cuando esta pantalla se vuelva negra.
Así que, con mucho cariño..., nos vemos en nuevas páginas, pequeños saltamontes.
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