Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Capítulo 5

—Oye, ¿dónde estamos yendo?

Miré de reojo a mi tío Mike.

—Al gimnasio, como casi cada día.

—Ah, sí... quieres hacer deporte. —Lo dijo como si fuera un acto terrible—. ¿Es que no te cansa?

—Pues sí, pero me gusta igualmente.

—No seré yo quien se meta en tus tonterías, con todas las que hago yo...

Miré de nuevo hacia delante. Tenía la bolsa de deporte entre las zapatillas y a Benny, el hurón de mi tío, sobre el regazo. Se había puesto por casualidad, porque no solía dejar que nadie que no fuera su dueño lo tocara demasiado. Si no era él, claro. Además, yo no le caía muy bien. Intenté pasarle los dedos por la espalda y me bufó con desagrado. Instantes después, había saltado al asiento trasero.

—¿No es peligroso llevar al hurón suelto por aquí? —pregunté mientras Benny hurgaba bajo montones de ropa de dudosa higiene—. Si te salta encima mientras conduces...

—Por favor, Benny tiene más modales que toda nuestra familia junta.

Como para demostrarlo, chasqueó los dedos y le hizo un gesto para que se pusiera sobre su hombro. Benny soltó un sonido parecido a un gruñido y dio un saltito para desaparecer en el maletero.

—No te ha hecho mucho caso —observé.

—Para ser un divo como Benny, de vez en cuando tienes que desobedecer.

Suspiré y me acomodé mejor en el asiento. Mi tío Mike, que se había despertado de la siesta solo para acompañarme, tomó otro sorbo de su café y giró el volante con la mano libre. Ir con él era casi una condena de accidente de tráfico, pero no tenía muchas alternativas.

Está la opción del bus.

Corrijo: había más alternativas, pero era una vaga y no quería usarlas.

Mi tío aparcó el coche delante las puertas del gimnasio, y yo me desabroché el cinturón. Dejé que me removiera el pelo al despedirse, le di las gracias por traerme y me bajé con la bolsa de deporte en la mano.

—¡Oye! —añadió cuando empecé a alejarme, y volví rápidamente—. ¿Tengo que pasarme también cuando termines?

—Oh, no hace falta... Mamá dijo que lo hará ella.

Tío Mike parpadeó, soltó un largo silbido divertido y se llevó una mano al corazón, como en el funeral de un soldado caído.

Un minuto de silencio, por favor.

Entré en el gimnasio con poco humor, dejé la bolsa en el banco de la entrada de la cancha y me acerqué a los demás. Como siempre, Tad y Víctor eran los únicos que llegaban puntuales.

Estaban charlando tranquilamente entre sí cuando me acerqué a ellos.

—Hola, Ellie —dijo Tad, sonriente. Se había sentado en el suelo para estirar las piernas.

—Hola —mascullé entre dientes.

Víctor, que estaba estirando un brazo por encima del hombro, esbozó media sonrisa.

—Estás tan alegre como de costumbre, por lo que veo.

—Ugh, cállate. No estoy de humor para bromitas.

—¿Qué te pasa? —preguntó Tad.

—Mi madre me ha dicho que quiere pasarse al terminar el entrenamiento. Quiere... hablar con el entrenador.

Ellos intercambiaron una mirada muy parecida a la que me había dedicado mi tío en el coche. Yo, mientras tanto, me senté en el suelo para imitar a Tad.

A todo eso, Eddie acababa de llegar. Como siempre, se acercó dando saltitos y siguió haciéndolos a nuestro alrededor. Era lo que él entendía como calentamiento, aunque no tenía mucho sentido.

Mientras sea feliz, déjale.

—¿A qué vienen esas caras? —preguntó sin dejar de dar saltitos.

—La madre de Ellie quiere hablar con el entrenador —explicó Tad, y luego me miró—. No será para tanto... Mis padres a veces hablaban con mis profesores del instituto y no se lo tomaban muy mal.

—El entrenador no parece tan comprensivo —comentó Víctor.

—Gracias por la ayuda —dije con ironía—. Es muuuuy útil en estos momentos.

—Oye, no has pedido ayuda, solo te has puesto a hablar de tus dramas.

—¡Pues aporta algo o no digas nada!

—O aportas —replicó Eddie, chasqueando los dedos—, o apartas.

Víctor empezó a reírse, y yo puse los ojos en blanco de forma automática. Estiré las piernas con más fuerza de la necesaria, descargando mis frustraciones conmigo misma.

Lo que te faltaba ya, partirte una pierna.

Marco llegó en ese momento. Era el único que entraba siempre con gafas de sol, gorra de marca al revés y auriculares carísimos puestos. Tras asegurarse de que todos lo habíamos visto, se lo quitó todo con parsimonia y se acercó con las manos en las caderas.

—¿De qué habláis? —inquirió.

Fuera lo que fuera que había pasado entre ellos, Eddie seguía picado. Aunque normalmente era su único aliado, ese día ni siquiera lo tuvo a él. Y los demás, como seguíamos resentidos por su existencia —así, en general—, también pasamos de él.

Cuidado, que así empiezan los villanos de Disney.

—¿Y bien? —insistió, mirándonos a cada uno a los ojos.

—Ya estoy aquí —anunció Oscar en ese momento, entrando con un gran bostezo que casi nos tragó a todos—. ¿Qué me he perdido, aparte de que ahora todos ignoramos a Marco?

—¿Todos? —repitió este con voz chillona—. ¿Tú también?

Oscar parpadeó sin mirarlo, así que dio a entender su respuesta.

La cara de Marco estaba empezando a adoptar un peligroso color rojo, así que, por primera vez en la historia, agradecí que el entrenador llegara.

Como cada día, llevaba puesto un chándal mucho más grande de lo que le correspondía, el silbato colgando del cuello, un bocadillo en la mano y una tablilla de información en la otra.

—¡Atención! —chilló, tosió, suspiró y se tomó un momento para mirarnos como si no entendiera qué estaba pasando—. ¿Qué hacéis?

Hubo un momento de silencio.

—Calentar —dijo Víctor, al final.

—¿Para qué?

—Para jugar —sugerí con una ceja enarcada.

—Aaaah... sí, tiene sentido.

Volvió a suspirar y, tras pensarlo un momento, decidió ir a sentarse en la grada más cercana a nosotros. Una vez acomodado, destapó parte de su bocadillo y le dio un gran mordisco.

Como estaba ocupado comiendo, decidí seguir con mis estiramientos igual que los demás, pero Marco no parecía nada conforme con la idea.

—¿No tiene nada que decirnos? —preguntó.

El entrenador eructó de forma mal disimulada y lo miró con aburrimiento.

—¿De qué?

—Del papel que lleva en la mano.

—Ah, esto... no es nada importante. Venga, venga, a estirar.

—¡Claro que es importante! —saltó Marco, indignado.

—¿Qué te pasa ahora? —preguntó Eddie, confuso.

—¡Ajá! ¡Ya tengo a alguien que me habla!

—¡Porque no dejas de decir tonterías!

—No es ninguna tontería —replicó Marco, indignado, y luego miró al entrenador—. Si no lo explica usted, puedo hacerlo yo.

—A mí me la pela, niño.

Fue exactamente la respuesta que esperaba, porque Marco dio un salto hacia delante y se plantó delante de todo el equipo con una gran sonrisa. No necesitó el tablerito del entrenador para explicarnos lo que quería decir.

—Por si no os habéis enterado, dentro de un mes y medio se disputará uno de los pocos torneos de baloncesto a los que podríamos apuntarnos. Hay que intentar no hacer el ridículo, ¿eh?

—Así me gusta —comentó Oscar—, motivando al equipo desde el principio.

—¿Por qué dices lo de apuntarnos? —pregunté, confusa.

—¡Porque, para los demás torneos, dependemos de que el garrulo del entrenador nos registre! En este, solo depende de nosotros.

Al garrulo le dio bastante igual. Estaba ocupado comiéndose su bocadillo y pasando de nosotros.

Volví a centrarme con Marco y su gran sonrisa empresarial.

—No es nada muy especial —replicó—. Participan casi todos los equipos del país y el premio son casi veinte mil dólares.

—¡¿Y eso te parece poco?! —A Tad se le puso voz chillona.

—Pf, he visto cosas mejores.

—Bueno, tampoco importa demasiado —replicó Víctor, que era de los pocos, junto a mí, que seguía calentando—. El año pasado ya quisiste apuntarnos y no pudimos; necesitamos ocho personas y solo somos seis.

—Tonterías. Solo tenemos que encontrar a dos personas que acepten sentarse en el banquillo mientras los demás hacemos el trabajo.

—Esas dos personas tendrían que entrar a jugar en algún momento —intervino Oscar.

—Pues... no sé. Que sustituyan a Ellie y a Tad, que son los más irrelevantes.

Dejé de estirar para dedicarle una mirada furibunda.

—Como si tú hicieras gran cosa —ataqué, irritada.

—¡Yo juego de maravilla!

—¿En serio? Pues qué raro que en todo este tiempo no te haya visto encestar ni una sola vez.

—Porque no me caes bien y no necesito impresionarte, ¿te enteras?

—Esta conversación me está dando migraña —aseguró Oscar, que se tiró de espaldas al suelo para quedarse tumbado como una estrella de mar.

Nos quedamos en silencio un rato y, entonces, Víctor se encogió de hombros.

—No es tan mala idea.

La reacción colectiva fue la de contemplarlo, pasmados.

—¿En serio? —preguntó Eddie.

—Si ganamos, podríamos invertir el dinero en mejorar el gimnasio. Podríamos añadir más vestuarios, por ejemplo.

—¿Quieres gastarte nuestro dinero en esto? —repitió Marco, fuera de sí—. ¡Será una broma!

—¿Y por qué no?

—¡Porque quizá el año que viene ni siquiera estemos por aquí!

—Bueno, pues lo dejamos mejor para los próximos que lo usen.

Mientras que los demás parecíamos un poco más convencidos, Marco se llevó una mano al corazón como si le doliera escuchar tal despropósito.

—A mí me da igual —replicó Oscar, que honestamente pensaba que ya se había quedado dormido—. Pero no pienso entrenar más horas de las necesarias.

—No haría falta —comentó Tad con su voz timidilla—. Tan solo tendríamos que usar estas horas para entrenar más a fondo y estar preparados para los partidos.

El silbido hizo que todos diéramos un pequeño respingo y volviéramos bruscamente la cabeza hacia el entrenador, que tenía los ojos entrecerrados con suspicacia.

—¿Por qué habláis tanto? —masculló—. ¡Menos charla y más sudor!

—No he terminado de calentar —protestó Eddie, que todavía daba saltos.

—¡Pues haber empezado antes! ¡Todo el mundo a entrenar!

Por lo menos, ese día fue más tranquilo que los demás. No hubo broncas, ni disputas, ni peleas. Para cuando terminamos, los demás se metieron en el vestuario y yo resoplé, me aparté los pelos sudados de la frente y fui a por mi bolsa.

Ya casi se me había olvidado que mamá tenía que pasarse cuando, al pisar fuera del gimnasio, vi el coche aparcado al otro lado de la calle. Daniel, nuestro chófer, hablaba con ella. Ambos se detuvieron nada más verme.

—¡Ellie! —exclamó mamá con alegría—. ¿Ya has terminado? ¿No es muy pronto?

Sí que lo era, pero, como el entrenador nos había obligado a empezar antes de calentar, habíamos terminado antes.

—Hoy no había mucho por hacer —dije, encogiéndome de hombros—. ¿Nos vamos?

Mentirosa.

—Espera, que quiero hablar con tu entrenador.

—Ups, ya se ha ido a casa.

Meeeentiiiiroooosaaaa.

Y, justo en ese momento, el puñetero Víctor salió del gimnasio detrás de mí. Se detuvo a mi altura para despedirse, pero se calló nada más ver a mamá.

—¡Hola, Víctor! —exclamó ella, sin dejar que se le escapara—. Oye, ¿has visto al entrenador? ¿Sigue en su despacho?

Él dudó visiblemente y me miró de soslayo, como si intentara adivinar la respuesta correcta.

Al final, dio igual. Mamá cruzó la calle y pasó entre nosotros.

—Respuesta suficiente —aseguró con una sonrisa.

—¡Mamá! —protesté, yendo tras ella. Pasamos junto a mis compañeros, que salían del vestuario—. ¡No hace falta, de verd...!

—Ellie —dijo, ya en tono de advertencia.

No seguí protestando, pero sí que seguí molesta. Especialmente cuando ella se metió en el despacho del entrenador sin siquiera pedir permiso y, mientras él la miraba con confusión, ella cerró la puerta.

—¿Esa era tu madre? —preguntó Eddie, el muy cotilla.

—No, era el espíritu santo —murmuró Oscar, poniendo los ojos en blanco—. ¿A ti qué te parece?

—Una paloma no, desde luego.

—¿Qué dicen? —quiso saber Marco.

—¿Y yo qué sé? —mascullé—. Es privado.

Aun así, no le impidió acercarse a la puerta y pegar la oreja a ver si oía algo. Los demás contemplamos a Marco como idiotas.

—¡Eso es invasión de privacidad! —dijo Tad, escandalizado.

A modo de respuesta, Marco chistó y trató de escuchar mejor. Casi al instante, Eddie se adelantó y se puso a escuchar justo debajo de él.

Apenas unos segundos más tarde, todos teníamos la oreja pegada en algún rincón de la puerta.

Así nos encontró Víctor al volver a entrar.

—¿Se puede saber qué...?

—¡SHT! —chistamos al unísono.

—No oigo nada —se quejó Tad con un mohín.

—Si hablas, será todavía peor —comentó Oscar.

Marco hizo un gesto irritado para que nos calláramos, pero no sirvió de mucho. Oía el murmullo de la voz de mamá, pero poco más. Ni siquiera escuchaba las respuestas del entrenador, lo que me llevó a pensar que mamá no le estaba dejando mucho margen para dar ninguna.

Está aquí para reclamar, no para preguntar.

—Deberíais apartaros antes de que os pillen —recomendó Víctor.

—Cállate, aburrido —mascullé.

—Eso. —Por primera vez en la historia, Marco me dio la razón—. Solo quiero saber qué...

No le dio tiempo a responder, porque entonces escuchamos pasos acercándose.

Presa del pánico, me aparté de la puerta a tanta velocidad que choqué con el pobre Eddie. Este, por consiguiente, se dio de bruces contra Víctor. Él intentó agarrar a Oscar del brazo para mantener el equilibrio, y el último se agarró del cuello de la camiseta de Marco, que soltó un grito ahogado por el susto.

En conclusión: cuando mamá abrió la puerta, todos estábamos tirados en el suelo.

Bueno... todos menos Tad, que se había quedado plantado y totalmente solo ante la puerta. Mamá y el entrenador lo miraron con sorpresa.

—¿Qué haces tú aquí? —quiso saber el último.

—Eh... yo... eh...

Su cara estaba empezando a volverse de un color verdoso, como si fuera a vomitar, así que decidí ponerme de pie y acudir en su ayuda.

—Estaba a punto de llamar a la puerta en nombre de todos —aseguré—. Queríamos saber de qué hablabais tanto rato.

—De cosas importantes —dijo el entrenador, muy digno—. ¡Que sea la última vez que espiáis en mi despacho!

Mamá suspiró, no dando tanta importancia a todo aquello, y fue directa al tema que le interesaba.

—Hemos charlado un poco del estado del gimnasio, de las clases, de los horarios... y creo que quería decirle algo a los chicos, ¿no es así, entrenador?

—Eh... sí. —El hombretón se ajustó mejor la camiseta, levantó la barbilla y evitó mirarnos como si fuera a quedarse ciego nada más hacerlo—. Sí, he pensado... que quizá no estoy gestionando vuestros entrenamientos de la mejor forma posible. El tiempo de calentamiento es importante, y la próxima vez os permitiré utilizarlo. Y... em... estaré más centrado en clases.

—Y algo más, ¿no? —añadió mamá.

—Sí... eh... también pediré presupuesto para que haya más de un vestuario en el gimnasio. Mientras tanto, Ally...

—Ellie —mascullé.

—...tendrás tu propio tiempo para usar el que ya tenemos. En cuanto termines, los demás lo usarán. Así no habrá problemas.

Todo el mundo se volvió para mirarme, así que asentí con la cabeza como si necesitara mi confirmación para hacerlo.

—Vale —murmuré.

—Pues eso es todo —replicó el entrenador, un poco resentido—. Ahora, si me disculpáis, soy una persona muy ocupada.

—No le robaremos más tiempo —aseguró mamá con una sonrisa, y se acercó a mí para guiarme con una mano en la espalda—. ¡Esperemos que mañana empiecen a notarse esos cambios de los que hemos hablado, entrenador! ¡No me gustaría tener que volver!

Lo dijo con dulzura, pero él enrojeció y se encerró en su despacho, resentido con la humanidad.

—Vosotros debéis ser los compañeros del equipo —comentó mamá entonces, dirigiéndose a los demás—. ¡Ellie habla muy bien de vosotros! ¡Dice que jugáis muy bien!

Todos me miraron con sorpresa, y yo quise morirme un poco.

—Hacemos lo que podemos —aseguró Oscar que, como siempre, parecía ser el único al que nada de aquello afectaba demasiado.

—Me encantaría quedarme a charlar con vosotros, pero esta señorita y yo tenemos que volver a casa. Víctor, ¿quieres volver con nosotras?

Él dio un respingo al oír su nombre, y luego se apresuró a negar con la cabeza.

—Vengo cada día con mi coche.

—Así me gusta, con independencia.

Lo peor no fue que lo dijera así, sino que lo acompañara con darle un pequeño pellizco en la mejilla. Quise morirme —esta vez por completo— casi al mismo tiempo que Víctor se ponía del color de su pelo y todos nuestros compañeros soltaban risitas malignas.

—En fin, ha sido un placer conoceros —añadió mamá—. ¡Hasta la próxima, chicos!

Una vez en el coche, nos quedamos en absoluto silencio. Mamá miraba su móvil y sus quinientos mil mensajes, Daniel conducía en silencio y yo tenía los brazos cruzados y la mirada clavada al frente.

Debió darse cuenta de que mi silencio era significativo, porque al final mamá suspiró y me miró.

—¿Tanto te molesta que haya hablado con tu entrenador?

—¡No es eso!

—¿Entonces?

—Me molesta que le hables a mis amigos como si fueran niños. ¡Y como si yo también lo fuera!

Me ahorré lo de decirle que en realidad no eran mis amigos, y que desde luego no le había dicho que jugaban muy bien.

Te hace publicidad positiva, aunque sea falsa, ¡y te quejas!

—¿Te avergüenzas de tu madre? —bromeó, divertida.

—¡Mamá, hablo en serio! ¡Me da vergüenza!

—Vale, no lo haré más —accedió, esta vez sin bromas de por medio—. Delante de tus amigos, claro. En privado no tienes excusa, porque no nos ve nadie.

—¡Daniel nos ve! —protesté.

—Puedo fingir no verlo —aseguró este.

Nada más llegar a mi habitación, me quité el uniforme sudado, la puse en el cesto de ropa sucia y fui directa a la ducha. Al volver, me asomé a la ventana con el albornoz de Dory puesto. El coche de Víctor había vuelto a su lugar habitual, pero él no se encontraba a la vista. Su hermana y su padre sí que estaban fuera, charlando, pero desde tan lejos no podía cotillear con la precisión que necesitaba.

Me tiré sobre la cama, cansada, y alcancé mi móvil para abrir Omega. Lo primero que hice fue cotillearle el perfil a todo el mundo y, al aburrirme, entré en mis mensajes privados. El noventa por ciento eran chicos que había conocido en alguna fiesta y con los que me había enrollado, pero con ninguno había llegado a mucho más. Me aburría hablar con ellos. Solo respondía cuando estaba muy aburrida, o cuando tenía ganas de molestar a alguien y ninguno de mis hermanos estaba a la vista.

Seguí cotilleando perfiles, aburrida, y como siempre terminé en el de Olivia. Había subido un vídeo, algo muy poco habitual en ella. Y menos habitual era que el vídeo en cuestión fuera ella tocando el piano. Me jodió tener que admitirlo, pero no lo hacía mal. Lo miré entero, ensimismada, y entonces... horror.

Le di me gusta sin querer.

Horror, miedo, terror, muerte.

Me quedé mirando la estrellita que le había dado, paralizada. Y no porque no quisiera dárselo, sino porque descubriría que cotilleaba su perfil. ¿Y si suponía que lo hacía cada día? Aunque fuera verdad, ¡no quería que lo supiera!

—Mierda —siseé entre dientes—. ¡Mierda!

—¡Cállate! —chilló Jay, golpeando la pared que separaba nuestras habitaciones.

—¡Cállate tú! ¡Estoy viviendo un drama!

—¡Todos tenemos nuestros dramas, vive los tuyos en silencio!

Irritada, lancé un cojín contra la pared. Lo hice con suficiente fuerza como para que las fotos que había tocado rebotaran con fuerza.

Por supuesto, Jay no tardó en salir de su habitación y venir a la mía para fulminarme con la mirada.

—¿De qué vas? —protestó.

—No te he dado permiso para entrar —le recordé mientras buscaba por internet cómo borrar un me gusta sin que el propietario supiera que lo habías dado.

—No necesito permiso.

—¡Vete de mi habitación, Jay!

—Cállate, que necesito tu ayuda en una cosa.

Eso sí que me llamó la atención. Levanté la cabeza, interesada.

—¿En qué cosa?

—Tengo que comprarle un regalo a una amiga y necesito consejo.

—¿Una amiga? —repetí con suspicacia.

—Sí, una amiga.

—¿Seguro que solo es una amiga?

—Te prometo, Ellie, que existe la gente capaz de mantener una amistad sin nada sexual de por medio.

Boom.

Hice una mueca.

—¿Y para qué me necesitas?

—¡Para que me ayudes a elegir, ya te lo he dicho!

—No lo haré gratis.

—Si me ayudas, te deberé una.

—Eso ya me gusta más.

En cuanto salió de mi habitación, me pasé un rato eligiendo qué ponerme y finalmente bajé las escaleras. Jay me esperaba junto a la puerta con impaciencia, y me urgió con un gesto para que me diera más prisa.

Condujo sin decir nada, con musiquita de fondo para dar ambiente. Yo miraba por la ventanilla con aburrimiento.

Al menos, hasta que reconocí la tienda delante de la que estábamos aparcando.

—¿Qué...? —Me tensé de golpe—. ¡Será una broma!

—Vamos, Ellie... Necesito un vinilo. Es el único sitio cercano donde los venden.

Sí, pero también era la tienda de la puñetera Livvie. Miré el escaparate, resentida. No me apetecía entrar. No lo había hecho en años.

—¿Y para qué me pides que te acompañe? —mascullé—. ¿No crees que la cosa será todavía peor conmigo presente?

—No es eso.

—¿Entonces?

—Es que... ejem... me da vergüenza ir solo y eres la única que estaba en casa.

—¡Mamá también estaba!

—¡Pero me da todavía más vergüenza pedírselo a ella!

Casi estampé la cabeza en el salpicadero.

—No quiero entrar.

—Por favor, hermanita...

—¡No!

—¡Solo será un momento, te lo prometo!

—¡He dicho que no!

—¡Te deberé dos favores, no solo uno!

Entrecerré los ojos.

—Tres. Y es mi última oferta.

—Vaaale... pues tres. ¿Podemos entrar de una vez?

Bajé del coche sin responderle, y Jay se apresuró a seguirme.

La tienda del padre de Olivia estaba en una zona bastante tranquila de la ciudad, justo al otro lado de calle de su propia casa. Había dormido ahí muchas veces, pero ya habían pasado muchos años desde entonces. No pude evitar preguntarme si todavía tendría esa gata viejecita y rara que todo el día bufaba a la gente.

—¿Entramos? —insistió Jay al verme ahí parada.

Asentí con la cabeza —¿qué remedio?— y lo seguí al interior de la tienda.

Todo estaba tal y como lo recordaba: altas estanterías de madera, artilugios de todo tipo, vinilos apiñados, instrumentos, música de fondo, posters y cuadros de grupos o cantantes... y el mostrador justo delante de la puerta.

Esperaba encontrarme una mirada hostil, pero lo único que vi fue a la propia Olivia tecleando con suficiente fuerza como para romper el teclado del ordenador. Murmuraba algo para sí misma, malhumorada, y cuando se equivocó con una letra soltó una maldición y empezó a pulsar el ratón con todas sus fuerzas.

—Eh... —murmuró Jay—. ¿Hola?

Livvie dejó de teclear al instante y levantó la cabeza, sobresaltada. Al vernos, enrojeció de pies a cabeza y se puso apresuradamente de pie.

—Eh... —dijo con voz aguda. Entonces, nos reconoció y su vergüenza se transformó en confusión—. Mmm... hola.

Y así transcurrieron los diez segundos más incómodos de mi vida.

De NUESTRAS vidas.

Jay miraba a Livvie con nerviosismo, ella nos contemplaba como si no entendiera nada y yo fingía que la estantería que tenía al lado era lo suficientemente interesante como para no mirar a ninguno de los dos.

Entonces, Livvie carraspeó y tomó el control de la situación.

—¿En qué puedo... em... ayudaros?

Como Jay no respondía, le di una patada disimulada.

—Necesito un vinilo —dijo, reaccionando por fin.

—Pues qué bien..., tenemos unos cuantos.

Y no pude evitarlo: se me escapó una risita.

Supuse que Olivia lo había dicho para quitarle vergüenza a mi hermano y no para burlarse, así que me risita fue el triple de incómoda. Carraspeé, incómoda, y el silencio que siguió a aquello fue todavía peor que el anterior.

Livvie, de nuevo, fue quien lo cortó.

—¿Buscas algo en específico?

—Algo de los setenta.

—¿Y cómo te gusta la música? ¿Animada, triste...?

—Es para una amiga —especificó, con voz nerviosa—. Creo que le gusta animada.

—Oh, entonces podrías darle algo de Abba. Ven, te lo enseñaré.

Mientras seguían con la conversación, yo me metí entre las estanterías para alejarme lo máximo posible de ellos. Jay la siguió en total silencio, claramente nervioso, y Livvie cumplió su trabajo con los hombros tensos. Miraron algunos vinilos, dijeron algo más y, finalmente, volvieron al mostrador.

Mientras Jay pagaba, yo me mantuve pegada a su espalda para tener el menor contacto visual posible con la encargada de la tienda. No obstante, era imposible no tenerlo en absoluto.

En cuanto encontré su mirada, volví a bajar la mía de golpe. Noté que seguía observándome con curiosidad, pero de pronto me había puesto nerviosa y no quise devolvérsela.

Jay, por suerte, pagó en ese momento.

—Aquí tienes —murmuró Olivia, tendiéndole la bolsa con el vinilo.

—Gracias.

—Gracias a ti... a vosotros —corrigió torpemente.

De nuevo, silencio incómodo.

Ya era hora de irse, pero Jay no se movía. Y, desde luego, yo no quería ser la primera en salir de la tienda. No quería que pareciera que huía.

Empecé a pensar que la situación no podía ponerse peor... cuando Jay intervino:

—Es... genial verte otra vez, Livvie.

Mi antigua amiga parpadeó, sorprendida, y al final le sonrió con una dulzura que me pilló desprevenida.

Oye, ¡a mí no me sonreía a sí!

¿Y qué? ¿No la odias?

Por eso, debería ser simpática conmigo para reconquistar mi amistad, no con Jay.

—Lo mismo digo —le dijo Livvie a mi hermano—. ¿Cómo va todo?

—Bien —respondió Jay con torpeza—. Ellie sigue con el baloncesto, yo con el fútbol... ah, y Ty empezó con el yoga.

—Casi siempre que os visitaba lo encontraba viendo vídeos de meditación —recordó ella, divertida.

—Pues sí. —Jay carraspeó de forma ruidosa, especialmente cuando le pellizqué el brazo para que se diera cuenta—. En fin, deberíamos irnos...

—Claro... —murmuró ella.

Pero mi hermano no se movió. Seguía mirándola en silencio. Y, vamos, conocía a mi hermano, aunque incluso sin conocerlo habría sabido lo que pensaba.

Así que, impaciente, me adelanté a él y solté la bomba.

—Jay quiere saber si estás con alguien.

No sé qué fue peor, si la cara de horror de mi hermano, o la de sorpresa de Livvie, ya fuera porque yo le había hablado o por lo que había dicho.

Aun así, fue la que mejor se tomó la frase. Mientras que Jay parecía a punto de combustionar, ella sonrió un poco, apenada.

—No exactamente —dijo al final—. Tampoco es que tenga mucho tiempo para hacer nada, con el piano y todo eso...

—Ah, claro —murmuró Jay a toda velocidad—. N-no... no quería preguntártelo, ¿eh? Se lo ha inventado Ellie.

—Oye —musité, ofendida.

Esta vez, fue él quien me pellizcó a mí.

—No pasa nada —aseguró Olivia, intentando poner un poco de paz.

—Tenemos que irnos —dijo Jay, sin embargo, porque su cara se volvía más roja a cada segundo que pasaba—. Gracias por... eh... por el vinilo.

—Espero que le guste.

—¿A quién?

—A tu amiga, ¿no?

Jay parpadeó y, cuando asintió, estaba todavía más rojo —si es que eso era posible—.

—Ah, sí, sí... mi amiga... Seguro que le encanta.

—¿Podemos irnos ya? —pregunté en voz baja.

Jay no puso más pegas. Se despidió por enésima vez, dio media vuelta y se apresuró a salir de la tienda. Yo lo hice tras él. Livvie nos siguió con la mirada, confusa, pero no dijo nada más.

Una vez en la calle, Jay me fulminó con la mirada y yo sonreí como un angelito.


Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro