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La Cajita


Las dunas del litoral se encontraban más quietas que nunca, frías y pesadas. El aire estaba saturado de humedad, a ratos cálida, a ratos templada. Loretta y yo paseábamos por aquellas breves rampas de arena, envueltos en una calma melancólica.

Me indicó con su dedo hacia el farallón del mismo nombre y luego señalo los restos del naufragio. Yo comencé a hablarle mientras caminábamos hacia allá, a comunicarle mis confusos sentimientos; ella me observaba atenta, como si entendiese lo que yo le decía. Le hablé de la impresión que me llevé al conocerla, de mi agrado por sus ojos, por su piel, el cabello, el cuerpo y todas sus demás virtudes espirituales. Me declaré víctima de su exotismo y de su alma fuerte, llena de infinita ternura e inocencia. Le conté de mí soledad, de Sandra y lo dolorosa que fue su pérdida para mí, que la única mujer que podía ocupar un vacío tan grande y colmarlo con su presencia era ella; nadie, a mis ojos, poseía las cualidades que Loretta ostentaba, nadie era más bella, nadie era más ideal. Le dije que le amaba con una extraña pasión (u obsesión) y le prometí jamás dejarla sola. Por ningún motivo me alejaría de ella, no le dejaría escapar de la felicidad que yo pretendía darle.

Ella seguía mirándome con sus ingenuos cristales azules. Sonreía y sonreía, con la boca, con el pelo; inclusive lo hacía con los movimientos de su cuerpo. Danzaba para mí, solo para mí. Me tomó de un brazo y me obligó a seguirle en su coreografía. Yo le escolté, desanimado pero sometido a sus deseos. Ella intentaba hacerme partícipe de su alegría sin darse cuenta que yo estaba preso en un estado somnoliento y nostálgico. Me sentía frustrado al no poderle comunicar (de manera efectiva) mis sentimientos hacia ella. No sabía cuánto había entendido o sí comprendió algo de mi abigarrado discurso. Era una lástima, tanto que decir y tan poco que entender. No importaba que tan convincente y cariñosa había sido mi declaración, era como si no hubiera dicho nada.

Ella, en vez de entristecerse por mi apatía, continuó observándome risueña. Loretta, empeñada en hacerme reír, se colocó justo frente a mí, caminando de espaldas. Hizo muecas con la cara. Creo que intentaba imitar la desinflada expresión de mi espíritu. Y fue tan cómica y desfachatada su interpretación que no pude evitar sonreír, ¡qué imagen tan patética reflejaba yo en aquel instante! Al ver mi reacción favorable Loretta me abrazó, se alzó de puntillas y frente a frente, con su cara cercana a la mía, me susurró una frase que yo le había dicho hasta el cansancio y que, a pesar de haberle explicado el significado de la misma muchas veces, nunca pensé que fuese importante para ella. La frase (magnífica locución) fue: "amo tu sonrisa".

Yo me quedé en una sola pieza, paralizado. Mi cerebro se congestionó y no pudo elaborar ningún tipo de respuesta.

Ella repitió las palabras "amo tu sonrisa", probándome que no había sido mi imaginación, que fue cierto. Y entonces ella se aprovechó de mi parálisis de una forma magistral, yo pobre e indefensa criatura: posando sus rosados labios en los míos. Confusión divina, divina confusión. Hundió su lengua en mi cavidad bucal, acariciando con pasión cada uno de sus rincones. Mordió mi boca, probando su sabor una y otra vez. Mis labios se fundieron, con tanto calor, en el despliegue de energía. Ella me inclinó y recorrió mi rostro con su boca devoradora, cual leona acicalando a su león, estremeciendo hasta la última de las fibras que componen mi demacrado ser.

Caí sumiso en sus brazos y le dejé abusar de mí, no más voluntad, no más libertad, no más conciencia que la de sentir sus labios. Nunca en mi vida un beso me había dejado tan exhausto y estimulado como aquel. Talvez se debía al dilatado tiempo que transcurrió entre mi último beso con Sandra y este magnífico ósculo con Loretta, quizás era porque lo deseaba tanto que no llegué a imaginarlo, no le esperaba y el factor sorpresa funcionó de maravilla; poco faltó para que cometiese una locura allí mismo, al aire libre, en las templadas arenas que actuarían como cama y testigos a un tiempo.

Loretta no dejó que abriera los ojos pues me alimentó con su néctar una vez más, endulzando mi amargo paladar. Penetrando de nuevo mis defensas con su musculosa y acaramelada lanza gustativa, lubricando mi alma con sus aceites carnales. Fue tan confuso, pero tan divino y placentero que tenía yo la mente en blanco, ofuscada con la presencia de agentes extraños a mi cuerpo.

Rasgó al fin la venda que cubría mi vista y observé de cerca su faz. Ella lloraba y reía a un mismo tiempo, emocionada, se mordía los labios de una manera sensual y lasciva. Yo sequé sus lágrimas a base de besos, probé de su secreción espiritual y exploré su facción, sediento de su piel, hambriento del sudor proveniente de su boca.

Nos quedamos así, arrodillados y abrazados, por unos segundos; toda una vida. Descansábamos de una actividad que había sido agotadora para nuestra conciencia perceptiva y analítica. Pensamientos y sentimientos sojuzgados a un extraño caso, a una situación que, además de inverosímil, se veía obstruida por la incomunicación que existía entre ella y yo y las erróneas decisiones de terceras personas.

El viento empezó a soplar en la playa y el Sol reclamó sus terrenos, bañando nuestros cuerpos. Su cabellera se dejó llevar por la exhalación de la brisa, levantando vuelo ante mis ojos. El pelo, de esta forma, cubrió su rostro, escondiendo su belleza con elegancia. Ella alzó su grandiosa figura, apartando una porción de la bailarina melena de la cara y escrutó los, casi inexistentes, restos del barco y sus alrededores. Como siempre los detalles más evidentes eran los que se escapaban más rápido a mis exámenes. Loretta había hecho lo mismo todos los días que visitábamos la playa, después de haber encontrado la caja y el mapa, y yo simplemente no tomé en cuenta ese escudriñamiento de las aguas que hacía ella. Llegué a la conclusión que había faltado algo por encontrar aquel día. Ella buscaba algo flotando en el mar o encallado en las rocas. Quizás era otra cajita o algún otro implemento resistente al fuego que ella consideraba que pudiera haberse salvado.

Me levanté para ayudarle en su escrutinio y estar a su lado. Sacudí mis petacas, estaban llenas de arena, sintiendo entonces una pequeña molestia en mis pantalones, Al parecer parte de aquel polvillo se había colado en mis calzones. Procedí a eliminar la molestosa arenilla con mucho cuidado, dándole la espalda a ella. Me daba vergüenza que me viera en tan embarazosa situación. Entretenido me encontraba en esa operación, cuando escuché braceos detrás de mí, Loretta se había zambullido en el agua.

Reaccioné lo más rápido que pude, pero mientras me deshacía de los pantalones ella ya había recorrido un largo trecho. No cabía duda, era una excelente nadadora, talvez la persona más veloz en el agua que yo había visto en mi vida. De nada valía que yo me lanzase tras ella, no le alcanzaría y, dicho sea de paso, correría el riesgo de pasar un momento amargo como la vez anterior.

Para ser sincero le había tomado miedo al mar desde aquel instante horrible en cual casi me ahogo. Y, viendo lo inútil de la persecución, me limité a vigilarle desde tierra.

Al principio pareció dirigirse hacia los restos de la nave, pero cambió de dirección, hacia los arrecifes del farallón de la melancolía. Aquello me alarmó un poco, yo confiaba mucho en sus capacidades natatorias, no obstante, esos rompientes eran peligrosos; aún para ella. Mi corazón no paró de latir, intranquilo, hasta que la vi llegar a las rocas y pude ver su silueta alzarse sobre ellas.

Exhalé un profundo respiro: "esta chica es todo un caso" pensé. Ya era la segunda ocasión que pasaba un susto gracias a sus impulsivos braceos. A lo lejos no distinguí bien sus movimientos, lo cierto es que, al rato, se zambulló de nuevo, en busca de tierra firme.

Yo terminé de sacar la arena de mi trasero y le esperé expectante y mal humorado a la vez. No me importaba si me entendía o no, le iba a decir sus cuatro verdades, no era justo angustiar a uno así.

Tardó mucho en regresar, lo que traía le dificultaba el nado. Al fin, después de tanta preocupación, le vi alcanzar la orilla. Venía con una caja semejante a la otra, sólo que un poco más grande. El vestido, como era de esperarse, se había ceñido a su estilizada silueta, realzando sus voluptuosas redondeces. La impactante transparencia de su ropa, desequilibró mis antiguas decisiones y no le reclamé nada en absoluto. Le observé y aprecié en la forma más descarada, no pudiendo apartar mi vista de sus poderosos atributos. Miraba como la tentación hecha mujer se acercaba a mí con una cajita en los brazos.

Ella se encargó de cerrar mi boca, orificio por donde escapaba el fluido de mi fascinación, con un beso y con la suya colocó mi lengua, antes colgada y exiliada, en su lugar. Luego mostró alegre su descubrimiento (¡qué bárbara, apenas sí se notaba cansada!), exhibiendo su blanca sonrisa. Era una cajita, como ya dije antes, un poco más grande que la anterior con un pequeño cerrojo en su cubierta. Se encontraba en condiciones análogas a la primera, sólo que la acción del viento y las olas habían erosionado la superficie quemada, eliminando parte de su revestimiento, aunque parecía que el agua no había penetrado a su interior.

—Luego tendremos tiempo de revisarla en casa, ahora nosotros somos más importantes que esta arca —pensé en voz alta.

Pasamos la mañana recuperando el tiempo perdido, o quizá aprovechando el poco que teníamos, para estar juntos. Yo sentía que le conocía de esta y todas las vidas anteriores. Ya la había amado, ya había sentido el calor de su alma mucho antes de conocernos, ya habíamos saboreado nuestras voces en una canción de mil versiones. Ahora (en esta existencia) jugábamos con nuestros labios, llegando hasta los límites, pero sin traspasarlos; pero no era el momento ni el sitio adecuado, no era lo que ella merecía; Loretta merecía un lecho más sublime y privado que aquellas blancas arenas.

Ella sonreía nerviosa, a cada rato, consciente de lo diáfano de su vestido, de su casi efectiva desnudez. Dejaba que mi turbadora mirada acariciara sus redondos contornos. Navegaba yo en vuelo rasante por encima de sus suaves prominencias epidérmicas, tentado de estrellarme en sus tupidos bosques, de tocar tierra en las zonas prohibidas de su piel. ¡A cuántos milímetros estuve de trasponer ese umbral! ¡Cuántos potentes huracanes se podrían haber formado de mi aliento reprimido!

Me calmé.

Averigüé, después de un largo trabajo de tanteo y mímica, la edad de Loretta: tenía 18 años. Le pregunté por el contenido de la segunda caja y ella me respondió de manera dificultosa: "libro importante".

¿Qué contenía ese libro para que ella haya arriesgado su vida? La respuesta quedaría postergada para mucho después; dado que el libro estaba escrito en el idioma de Lore y, dependiendo de su contenido y volumen, nos llevaría varías semanas traducirlo. Y como no fuere el mejor momento para ocuparse de ello lo dejamos para luego, restándole su posible importancia; que de hecho la tenía. Ya el tiempo nos favorecería, después de las fechas de inmolación y toda esa parafernalia que le acompañaba. Aunque eso iba a requerir la superación de varias pruebas, donde la aflicción, la angustia y mortificación serían los escollos concedidos y otorgados por mis propios coterráneos.

Ya seco el vestido de Loretta (una lástima) fuimos a la casa de Álvaro. Él necesitaba hacer un chequeo de su salud para elaborar un informe.

Ella y yo caminábamos enlazados en un abrazo amoroso. De una u otra forma convenimos el hecho de nuestro extraño amor, si es que realmente se le podía llamar "amor" a esta atracción mutua surgida de la nada, y concluimos en un pacto tácito, transmitido con un sencillo toque de labios.

Ella pronunció unas extrañas palabras que no entendí, sin embargo, estas vibraron en lo más profundo de mi ser. Se me hizo un nudo en la garganta y una rara emoción se apoderó de mi espíritu, haciéndome flotar en un desierto lleno de sentimientos vagos e inciertos, ellos también estaban suspendidos sobre las arenas y volaban de un lado a otro, envueltos en acrobacias absurdas y caprichosas. No me había equivocado al suponer que, de manera independiente de nuestra capacidad para asimilar nuestros respectivos idiomas, lograríamos establecer una comunicación perceptual que uniría nuestros espíritus y sentimientos. Una especie de puente sensitivo que se hacía cada vez más evidentes y a través del cual nos comunicaríamos (esa, por lo menos, es mi esperanza) de una manera efectiva y total.

Llegamos por fin al dispensario. Álvaro, al vernos abrazados, se alegró mucho y pareció adivinar lo ocurrido entre los dos. Él era una de las pocas personas que se solidarizó conmigo y con mi pesar cuando Sandra murió, sé que le contentaba mirarme junto a Loretta en aquella actitud apasionada. Deseaba mi felicidad tanto como yo mismo. Él fue gran amigo de mi padre Kaí, y como tal, siempre apreció a nuestra familia, queriendo para nosotros lo mejor. Sobre todo, a mi persona.

Nos introdujo al consultorio por la puerta trasera. A parte de su pequeño comentario acerca de nuestra evidente relación, no disfrutamos de su habitual cordialidad y buen humor. Su excusa era aceptable, el dispensario se hallaba concurrido por una exagerada cantidad de personas que venían a hacer consulta. Creo haberlo mencionado antes. Otro ejemplo de lo que pasaba cuando la gente deja las cosas para después.

—Fue algo imprevisto, por eso les hice entrar por la puerta trasera. Si veían que ustedes entraban primero sentirían que yo les estoy prefiriendo y podrían ofenderse —se excusó Álvaro, refiriéndose a la gente que se encontraba en la sala de espera.

—No te preocupes, nosotros entendemos —respondí.

Al decir esto sus ojos se encendieron, llenos de malicia, y dándome un pequeño golpecito en el hombro me dijo:

—¡Vaya! Sí ya hablas de "nosotros" —exclamó —, entonces la cosa es en serio.

Yo asentí (este sí era el doctor jocoso que yo conocía).

—¿Y tú, linda flor? ¿Quieres de verdad a este hombre? —le preguntó a Loretta.

Ella, aferrada a mi brazo, me miró y estrechándome más, le contestó dándome un beso en la boca. Álvaro se sorprendió con la reacción de Loretta, no esperaba que ella entendiese la pregunta.

—¿Ya aprendió nuestro idioma? —inquirió.

—No, aun no. Sólo lo comprende a medias, supongo que entendió parte de tu interrogante, pero su respuesta se debió a una extraña capacidad de, digamos lo así, penetrar en los talantes y expresiones faciales de las personas. Es como una percepción instintiva —expliqué, sin estar seguro de lo que decía.

—O sea que lo hace por sugestión, analiza nuestras palabras guiándose por su intuición y su lógica —añadió Álvaro, maravillado.

Loretta se sentó en una de las camas del cubículo, reconociéndola como el lecho donde pasó sus primeros momentos en Auyani. Yo me absorbí en espiar sus movimientos y no atendí al comentario de mi amigo que, en cierta forma, significó una confirmación de mi propia observación anterior.

—Es muy interesante, de una u otra forma —siguió conjeturando, ignorando mi silencio y la actuación de Loretta —, ella realiza un estudio de la actitud y la postura tomada a partir de la emisión o recepción de un estímulo vocal, conjugada con la entonación del individuo en cuestión y las posibles circunstancias que se estén sucediendo, dándole un sentido real y razonable. Es como una especie de decodificación del idioma corporal y la comunicación fonética. Las articulaciones desconocidas son mezcladas con las ya asimiladas, llenando los puntos vacíos hasta que formen una frase o idea lógica y clara —enunció mi amigo.

Se me antojó que su hipótesis tenía algunos puntos vacíos, pero en cierta forma llevaba sobrada razón. Por lo menos en lo que logré entender.

Zanjado el asunto, reparé en la desolada cara de Loretta que, aunque no estaba llorando, se hallaba en la cama recostada de una de las paredes tal y como le había encontrado el día que le vine a buscar. Tenía recogida sus piernas y les había plegado contra su pecho, escondiendo su afilado y escurrido mentón en la oquedad que formaron sus brazos cruzados. Me agaché y busqué su mirada. encontrándola titilante y a punto de apagarse. Acaricié su pelo y masajeé sus hombros y nuca, buscando confortarle de alguna manera.

Loretta, conmocionada por los recuerdos, sonrió con desgana dando paso a un llanto infantil de una naturaleza amarga y devastadora. Reía y lloraba, de forma alternativa, hundiéndome en una angustia impotente. Busqué con la vista a Álvaro, pero este había desaparecido en un instante impreciso.

Ella, tomando mis manos y cabellos, aplastando mi cara contra la suya, comenzó a hablar en su idioma; lo hizo con atropello y presa de un horroroso temblor en sus labios.

Sus lágrimas se confundieron entonces con la saliva que brotaba de manera profusa, como testigo material de su alivio espiritual. Sus dedos se crisparon en mi cabeza, acusando yo el embate de sus uñas. Pero no percibí dolor por esas ingenuas heridas, el daño estaba estigmatizado en mi incapacidad de entenderle y en la tormentosa imagen de su lamento.

Calló de pronto, agotada. Con la respiración dificultosa y entrecortada, ella logró calmarse un poco. Me miró y sus azulados ajos se hallaban vacíos, desprovistos de su habitual belleza. Se observaban pálidos y grises, con las pupilas dilatadas. Yo limpie su rostro, tratando de devolverle su hermoso semblante anterior, encontrando sólo una expresión famélica.

—¿Ya estás bien? —le pregunté preocupado.

Ella, con un ligero movimiento de la cabeza, afirmó mientras soltaba mi pelo y emitía un sonoro grito.

—¡Herrgott! —gritó, mirando sus manos ensangrentadas, y después mi cuello.

Yo me asusté. ¿De dónde provenía aquella sangre? ¿Loretta, en su frenético y brusco desahogo, se había herido? Un dolor punzante en mi nuca y el caliente destilado del plasma por el cuello, contestaron mi interrogante. Loretta, cuando me aprisionó la cerviz, clavó sus uñas en mi piel, ocasionándome las mencionadas lesiones. Lo positivo de aquellas heridas fue que le hizo reaccionar y logró salir de ese estado.

En esos instantes apareció Álvaro. Extrañado, procedió a hacerme un vendaje mientras nos preguntaba qué había pasado. Lo resumí en pocas palabras.

—No te preocupes, sólo son pequeños rasguños —dijo, suspirando hondamente —lo que pasa que la cabeza es muy "escandalosa" cuando se trata de heridas.

Le agradecí, con una débil sonrisa, el sincero intento de tranquilizarnos. En el fondo sabíamos que lo más grave que había ocurrido no lo representaban las lesiones físicas sino las del alma; esas sí que eran graves.

El resto de la consulta fue como la rutina de payasos mediocres, las actuaciones se rigieron por un guion rígido y acartonado; no dejando que nuestras risas penetrasen en aquella reducida arena. El examen de Álvaro arrojó los resultados requeridos, obteniendo la seguridad que Loretta gozaba de un buen estado de salud, por lo menos a nivel físico. Un significativo "hasta luego" nos despidió en la puerta trasera, él debía atender a sus otros pacientes que de seguro le esperaban impacientes. Transitamos las callejuelas de Auyani sin hablar o dirigirnos la vista siquiera.

La extraña y espasmódica experiencia vivida en el cubículo no se borró de mi mente con la premura deseada. La imagen de mi adorada doncella presa de un llanto tan devastador como desvariado se repetía como las olas en la playa, viniendo una tras otra. Arrebato en cuestión que me hizo pensar en mí mismo pues yo no estaba bien, había ciertos traumas que insistían en inmiscuirse en mi conducta y me conducían (o me estaban conduciendo) hacia terrenos de la locura y la confusión. El punto era que, según mi opinión, ella también se encontraba mal. Le habían afectado en demasía los hechos que causaron su accidentada llegada a Gaiana y aunque parecía muy repuesta, en el fondo no lo estaba.

¿Qué clase de vínculos se habían creado entre nosotros? ¿Acaso lo serían la desesperanza y la perturbación de nuestros espíritus? ¿Nuestro supuesto amor no será sólo una quimera, una ilusión, un espejismo arreglado y producido por nuestros trastornados cerebros? Esas eran algunas de las peligrosas interrogantes que me hice en aquel instante y las cuales, de seguro, tenían respuestas peligrosas. Algo me decía que no exageraba; el unir dos soledades sólo acarrearía la creación de una doble soledad.

A raíz de lo sucedido pasamos la tarde lo más distanciados posible. Es cierto, sí, que camino a casa veníamos abrazados, pero había aparecido un abismo entre nosotros y nos sentíamos más extraños, uno del otro, de lo que ya éramos. Al llegar a mi hogar nos dedicamos a eso: a tratar de esquivar nuestras presencias. Yo porque quería analizar la situación, ¿era la necesidad de compañía, amor, atracción, o la búsqueda de una solución rápida a mis propias carencias personales, emocionales y mentales; la razón por la cual quería estar con ella?

Ella, eso creo, me evitaba por vergüenza. Ser la protagonista de tan patética escena le sofocaba y talvez, hasta pensó que yo estaría decepcionado de ella. Además, de esto sí estoy seguro, existía un sentimiento de culpa por haberme herido. Quizás fueron lesiones leves, pero para ella no cicatrizarían sino hasta mucho después.

De manera errónea, así transcurrimos el resto del último día que Loretta estaría conmigo. Jani no tardó en darse cuenta de la situación, pero como ignoraba lo sucedido en la playa no tomó ninguna postura al respecto. Ni siquiera recordé el asunto de la cajita. Se había trastornado la paz que debía haber llegado con nuestro noviazgo.

La noche llegó tardía. Conocedora de nuestra penosa situación se entretuvo por ahí, dilatando su presencia de manera intencionada. Y cuando por fin tomó posesión de las horas que le correspondían por derecho natural, avanzó con lentitud hasta el alba. Olvidé llevarla de regreso al consultorio y cuando me di cuenta decidí que pernoctara en mi casa.

Los cirios se consumieron con lentitud ante nuestros ojos, ante las titilantes miradas que se esforzaban en hacerles arder. Su luz ya no iluminaba los oscuros recovecos de nuestra perturbada razón. Jani se hallaba muy callada. La confianza en su destino y en las predicciones de mi padre parecían haberse disipado de manera momentánea. Era un poco extraño en ella, tan segura de sí misma, aunque no sería más que eso: un instante de duda. Aun así, su actitud recargaba el ambiente.

De Loretta y yo mejor ni hablo. Mi madre era la única que se encontraba parlanchina. Nos contó con lujo de detalles sus diligencias, los preparativos del concurso local, de la gran organización que existía este año; y como no: de las grandes posibilidades de mi hermana de acceder a lo más altos escalones del certamen. No paró de hablar en toda la noche, nuestra alargada cara calmó su cháchara agitada.

Y al dormir el sueño no quiso venir a mi encuentro. Por nada del mundo iba a amargarse con mis pensamientos. Recorrí la cama de un lado a otro, esta dejó de ser un cómodo lugar de descanso para convertirse en una plataforma de intensa actividad masoquista. La almohada se paseó en mil posiciones, debajo, lejos y encima de mí. Las sabanas asfixiaron mis tensados músculos y tuve que prescindir de ellas. Al fin vencido por la incertidumbre, decidí buscar cobijo entre la naturaleza, en la brisa nocturna, en las estrellas que tanto amó mi padre.

Mi primera sorpresa fue encontrar la puerta exterior abierta. La segunda: conseguir a Loretta parada frente a la casa en medio de las tinieblas. Vestía una pequeña bata translúcida y debajo (al parecer) nada. Los escasos rayos de Luna filtraban su desnudez y al reflejarse en su cuerpo y rostro creaban una menuda luminosidad, dándole un aspecto fantasmagórico y sensual. Me acerqué y ella volteó. En ese instante el viento sopló y su cabellera y el vestido comenzaron a danzar alrededor de ella. Me detuve a un palmo de su cuerpo, mirándole a los ojos. En ellos vi confusión y sinceridad, abatimiento y coraje, vi cómo me invitaba a cerrar el capítulo amargo que creamos, víctimas de la inexperiencia y la incomunicación.

Nos tomamos las manos con fuerza y fuimos a sentarnos en las escaleras de la puerta. Y allí amanecimos, juntos, abrazados; ella cobijada en mi pecho y yo en sus brazos y piernas. Tuvimos suerte de no pescar un resfriado. A lo mejor nos protegió la fuerza del amor. Sé que se escucha cursi pero así lo creo. Cuando dos personas se quieren emiten ciertas energías y la unión de esas energías crean una "protección".

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