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El Último Tributo


Amanecía ya en el horizonte, el Sol tomaba posición en su labor luminosa, el quinto y último día de celebración comenzaba su andar de horas. La mañana se presentaba fría muy a pesar de los albores del astro Rey, las nubes se hallaban negras y amenazantes hacia el oeste del Parotama. La brisa no se encontraba en aquel solitario paisaje, talvez se había quedado dormida la muy floja. El ambiente se saturaba poco a poco de humedad, lentamente se avistaba la posibilidad de lluvia en la comarca.

Amenazas de tormenta en medio de una tormenta, más lágrimas prestadas de la naturaleza para suplir mi imposibilidad de llorar. Pequeñas columnas de personas, yo les apreciaba diminutas desde mi escondite, se podían ver en la ladera del volcán, en sus faldas y cerca del cráter. De seguro hacían los últimos arreglos de cara a la inmolación. También pequeña y escasa era la columna de humo de la montaña de fuego, quietud y paz antes del acto, silencio antes del lúgubre concierto.

Aún en esos momentos no dejaba yo de pensar, quizá era inútil, pero no podía evitarlo. La constante reflexión fue mi vicio siempre, no pudiendo salir de sus redes y no soportando la tentación de hacerlo cada vez que podía. Uno de los detalles, que había escapado a mis anteriores observaciones y críticas al sacrificio, lo descubrí por mera casualidad en una de esas tantas reflexiones. La escogencia de la ciudad sede venía precedida de las famosas consultas divinas donde los Ancianos se retiraban a orar para que el Cosmos les iluminase con su infinita sabiduría; y, sin embargo, antes de comenzar dichos ritos, tomaban en cuenta los informes que yo hacía de los volcanes anualmente, siendo efectivo entonces que tal inspiración celestial no lo era y la ciudad sede se escogía porque su volcán presentaba una actividad menor que la de los demás. ¿Qué clase de contradicción era esa?

Sería mucho más lógico seleccionar al volcán más activo en vez del más apagado, dado que el ritual se realiza con el objetivo de calmar a los Señores que controlan esa parte de la naturaleza, y si debía pagarse un tributo a alguien, lo coherente es hacerlo a la parte más urgida de todas; en este caso: la más amenazante. ¿Qué sentido tiene rendirle pleitesía a el señor menos inquietante? ¿De qué queríamos protegernos? ¿De un peligro latente o de un desarraigo de las tradiciones?

Las montañas de fuego siempre significarán un riesgo para nuestras comunidades, ellas estarán allí, gigantescas y amenazadoras, como la personificación real del poder destructivo de la naturaleza. Y sin embargo tenemos una singular dependencia de ellos; los suelos alrededor de los volcanes son altamente tertiles y útiles para la agricultura. Eso trajo como consecuencia que la mayoría de los pueblos se concentran establecidos cerca de los mismos. La misma tierra que era fecunda y generosa podía ser también mezquina y cruel. Las contradicciones de este orden eran parte fundamental de nuestra paradisíaca sociedad, la vida y la muerte corriendo por un solo carril, disputándose una victoria que nunca sería ni final ni definitiva, sólo derrotas parciales que nos alimentaban día tras día, año tras año; unas veces de alegría individual y otras de dolor colectivo.

Yo corría contra la muerte también, en un único carril, competíamos ella y yo por la vida, ambos sabíamos que no habría mañana, no habría esta vez perdedores parciales; alguien caería de forma definitiva; o ella o yo. El triunfo era la única opción y ya ella me aventajaba en confianza, fuerza y conocimiento del terreno de juego.

La señal de salida se levantó con el alba, el Sol fue la bandera de inicio y la sería de finalización luego, mi carrera sería también contrarreloj; el tiempo era mi enemigo en la contienda, el ocaso bajará la señal de llegada y los Señores tomarán posesión del resultado, pudiendo convertirme en una negativa y malévola estadística.

¡Volar como el viento! ¡Pensar rápido! ¡Luchar hasta el final! ¡Y hacia allá correré! ¡Vida o muerte! ¡Salvarla o morir! ¡Amar o morir es el emblema de mi gastada armadura! ¡No temeré al pasado, ni a los Señores, ni a los volcanes, ni a los Ancianos, ni a la muerte, sólo me horrorizaré ante la pérdida de Loretta! ¡No puede haber un sentimiento y un castigo peor que su falta!

Weif me observaba callado, no se movía más que para respirar. Había estado 3 días conmigo en aquellas soledades, en medio de una desbordante y hermosa naturaleza, y de seguro se hallaba profundamente confundido. ¿Cómo entender los constantes cambios de ánimo de su amo? Él era un ser vivo, compuesto de carne piel y huesos al igual que yo, y como tal está capacitado para percibir los diferentes sentimientos que pueda irradiar otra criatura viviente. Talvez su cerebro no sea lo suficiente apto para comprender algo tan complicado como lo es la mente humana, de hecho, el mismo ser humano no ha logrado comprenderse de manera cabal (toda esa variedad de pensamientos, deseos, emociones..., etc.), pero no por eso debemos desproveer a los animales de cualquier sensibilidad.

Esa mañana, Weif me entendía mucho menos que las jornadas anteriores, pero sin protesta o reticencia alguna observó cómo recogía el improvisado campamento y lo montaba en su lomo. Con pasos extrañados, cual niño ciego que se deja guiar por su tutor, me trasladó con diligencia hasta el Parotama.

Rodeamos la montaña en busca de la ladera norte, zona que, por lo abrupto de su terreno, no sería utilizada para efectuar la ceremonia. Eso me daba cierto margen de seguridad, las posibilidades de ser vistos se reducían de manera considerable; casi era imposible el descubrirnos. Necesitaba el anonimato para lo que me proponía a hacer, la cuestión era: ¿qué iba a hacer?

No seguía los lineamientos de un plan específico, cualquiera pensaría que todas mis acciones en aquel momento fueron preconcebidas en los tres o más días previos a la inmolación, pues nada menos cierto. Yo no tenía la menor idea de lo que haría una vez allá arriba, era necesario que yo estuviese allí, junto a ella, y no abandonarla a su suerte como lo hice con Sandra, ya en el momento se me ocurriría algo; o por lo menos eso esperaba yo.

Descargué a Weif, escondiendo parte del equipaje en la maleza y dejando lo indispensable (o en su defecto lo que me podría ser útil en el rescate) en las alforjas pequeñas de la montura. Esto lo hice con la intención de aligerar en la mayor medida posible el peso de la carga ya que lo más seguro era que, si llegaba a tener éxito en lo que (sabe el Cosmos) haría, tenga que traer a Loretta encima o montada en Weif.

Las razones son sencillas, pero escalofriantes a la vez: cuando una chica no está de acuerdo con su sacrificio, cosa por lo de más lógica, o el miedo a la muerte hace que se niegue a ir por sus propios pasos, es narcotizada para evitar forcejeos y resistencias indeseadas, además de inconvenientes para el desarrollo del espectáculo ceremonial de la misma, por consiguiente son arrojadas inconscientes a los cráteres y lo más seguro es que Loretta se negará a ir y será dormida, todo lo contrario de Sandra que caminó o desfiló todo el trayecto y ella misma se lanzó al volcán. Un caso que no sé si demuestra su valentía o la estupidez, y el absurdo, de tal sacrificio. Por este motivo estoy casi seguro que Lore estará inconsciente y necesitaré el lomo de mi amigo libre para transportar tan preciada carga.

Escalando la montaña pude observar a Autama en todo su supuesto esplendor, la sociedad que nos legaron nuestros ancestros, "La Gran Isla de Gaiana", "la comunidad perfecta", que afirmación tan alejada de la realidad. Si bien los mecanismos que sustentaban y administraban la vida en la isla se hallaban bien diseñados (y por supuesto: arraigados por completo en la misma) aún existían muchos puntos vacíos, que cada vez crecían más y más, haciendo que nuestra paradisiaca existencia se tambalease en las orillas de los profundos abismos del desorden y la decadencia. Creo haber hecho ya referencia a los centros de distribución, allí se concentran la producción agrícola colectiva de las ciudades, además de diversos productos artesanales y caseros aportados de manera individual, familiar u organizaciones vecinales.

Había planes de producción diseñados para cada época del año y según la configuración y número de habitantes de la ciudad a la que pertenezca dicho centro de distribución, esos planes contemplaban diversas tareas y trabajos colectivos de manera que la comunidad se autoabasteciese, tanto de comida como de otros enseres.

Desde la niñez se incentivaba al ciudadano para que se incorporara al sistema de vida gaianense en uno u otro campo, la educación era guiada para ese propósito y luego de una apremiada escogencia los jóvenes eran introducidos y distribuidos de forma que reemplazaran los puestos vacíos que pudieran existir en los diferentes tipos de faena. Para que el orden creado continuase inmutable y en provechoso crecimiento. Y para mantenerse al ritmo de ese crecimiento todos los años se hacían encuestas para saber el número de habitantes y sus ocupaciones.

Pero a pesar de todo esto pasaba que muchas veces, debido a estímulos externos o errores humanos, la demanda superaba a la producción, teniendo que racionar o dejar de dar los sustentos a algunas comunidades. Ni decir los problemas que se originaban cuando surgía una escasez de ese tipo. La calma era reestablecida entonces a duras penas, dejando un extraño mal sabor en las mentes de todos y sobretodo en gentes como yo.

No puedo imaginar entonces los problemas que hubo en este sentido en la antigua humanidad, si nuestra sociedad presente era mejor que aquella, no quiero pensar siquiera en la hambruna, en la confusión, el egoísmo, la indiferencia y el dolor que existió allí.

Mi cuadrúpedo amigo y yo alcanzamos la cumbre de la cara posterior un poco antes del mediodía. El cielo se había cubierto de nubes gigantescas que obstaculizaban en buena parte los rayos procedentes del astro Rey. Una tenue oscuridad se adueñó de aquellos parajes, haciendo que el día, además de frío, se tornase más lúgubre de lo que ya era. El Parotama dormitaba debajo y delante de nosotros, Weif y mi persona le observábamos absortos en su figura, en la anchura de su cráter, en la débil emanación de humo, en la cantidad de rocas sueltas que forraban las oblicuas paredes de la volcánica abertura.

A lo lejos se divisaba los conos del Paroyani y el Parolimo uno. Cerca de la ciudad de Tolimo existían dos volcanes, el más grande era llamado así, Parolimo uno, y el más pequeño como Parolimo dos, se encontraban uno tras otro, estando activo el segundo y totalmente apagado el primero, escena en cuestión que me hizo recordar el sueño que tuve con Loretta y Jani, el ambiente y el panorama era casi el mismo: la oscuridad, los volcanes, el viento, las nubes; todo. La pesadilla parecía tener prisa por comenzar, los sueños infames venían por mí para probar mi determinación y la voluntad que pueda poseer o conservar en esos momentos.

El caballo se hallaba tranquilo, al parecer no temía a nada porque no había nada a que temer; o sea sus instintos no detectaban nada anormal ni amenazante en la montaña de fuego. Yo era todo lo contrario, nervioso y expectativo, no encontraba como entretener los masoquistas pensamientos que se acercaban para torturarme, faltaban todavía 6 horas para que la procesión llegara a la cima y diera inicio al ritual y yo no sabía sino ser víctima de la angustia y la impaciencia.

Inquieto busqué un escondite que a la vez me sirviese de refugio. Habiéndolo encontrado guie a Weif hasta él y me dispuse a almorzar, luego dejé comer a mi caballo, echándome entre las sombras de las rocas para descansar, quedándome (para mi sorpresa) dormido. El cuerpo cobraba tributo de tres días de abuso y angustia patrocinada por la mente, el agotamiento espiritual y psíquico reclamaron y consiguieron el tan necesario paréntesis; un ligero sosiego, lejos de los sentimientos de autodestrucción.

La lluvia en mi rostro condujo la conciencia a la realidad, despertándome con húmedo oportunismo. El agua escurría de todos lados y hacia todos lados. Como pude coloqué algunas de las alforjas fuera de su alcance y me acurruqué junto a Weif en la pequeña cueva, tratando de manera precaria, guarecernos de la tormenta. No tenía un reloj disponible. Ignoraba que hora era porque el Sol no se veía por ninguna parte.

Cuando la lluvia amainó un poco salí de mi escondrijo, portando una de las alforjas bajo mi brazo, para echar un vistazo, necesitaba saber si ya estaban por venir o si ya se encontraban allí; o en su defecto: si ya se habían ido. Era una lúgubre y admisible posibilidad, el sacrificio muy bien pudo llevarse a cabo mientras yo descansaba. Mi corazón palpitaba incontrolable y el pesimismo se adueñaba de mis pasos una vez más.

Con dificultad me abrí camino entre el lodo y las piedras sueltas, no sabía si lloraba o no, ya que todo yo era líquido, destilaba lágrimas probablemente ajenas. Contradictorias fuerzas me empujaban a buscar esa respuesta tan temida, una parte de mí me decía: "todo ha sido inútil, ella ya ha sido inmolada, lo que encontrarás son sus restos y eso si es que tienes un poco de suerte" y la otra me animaba: "¡Vamos, que aún hay tiempo! ¡Loretta todavía vive!".

Tropecé varias veces hasta que caí por una rampa de agua y lodo, estrellándome con violencia contra una piedra de mediana dimensión que frenó mi descenso. Grité de dolor, al tiempo que me llevaba las manos a la rodilla, lugar que recibió la mayor parte del golpe, mientras me lamentaba de mi suerte y maldecía a los Señores.

Me encontraba absorto en mi decadente caída cuando observé unas antorchas que ascendían con lentitud al Parotama. ¡Eran ellos! ¡La inmolación no había sido efectuada! Celebré el acontecimiento con un pequeño grito de triunfo (esto compensaba el grito de dolor anterior) y me elevé por encima del pesimismo, esto iluminó mis oscurecidos pensamientos, de la misma forma que el Sol reclamaba, con timidez, sus terrenos. La tormenta se sometió a las leyes del astro Rey, dejando en su lugar una tenue y amilanada llovizna.

Desde donde me encontraba vigilé a la ascendente procesión, procurando no ser visto por ellos. Fueron momentos eternos los que esperé tras la roca, su avance era pausado e indolente Esto indicaba que, efectivamente, Loretta se hallaba dormida y era transportada, pues aquella parsimonia no formaba parte del ritual, sino que era una consecuencia derivada de una incómoda carga y un terreno inestable.

En ese momento caí en cuenta de mi estupidez al alegrarme cuando les vi. ¡Contentarme al ver como subían para lanzar a mi novia a un volcán! ¡Qué estúpido! Nada se había logrado aún, todavía no estaba a salvo. No existía motivo de celebración. Para colmo me había lastimado una pierna y mi caminar se trastocó en torpeza y pesadez para hacerlo. Todo seguía tan cuesta arriba como antes, talvez hasta mucho más. Se acercaba el instante de la verdad, mi mente debía hallar una solución pronto, el tiempo se acortaba y dos vidas dependían de mí: la de ella y la mía.

En la medida que pude, rodeé el borde del cráter hasta llegar cerca de una rampa acondicionada para el macabro ritual, 2 guardias adormecidos y empapados se encontraban inclinados, encogidos en sí mismos, cubiertos con sus respectivos ponchos. Eran los encargados de la seguridad. Como podrían entorpecer mis acciones, decidí quedarme a prudente distancia y conservar mi secreta presencia.

A raíz del aguacero el Parotama aumentó la emisión de humo, creando una especie de niebla en los alrededores del cráter. El agua se había colado por las grietas y parte de ella emergía de nuevo en forma de humareda al tener contacto (en los niveles subterráneos e internos del complejo volcánico) con piedras incandescentes o con el magma, de manera directa. Ello significaba que la mayor parte de aquel humo estaba compuesto de vapor de agua y que esa emanación de gases era relativamente inofensiva; o sea: talvez no era tan tóxica para el ser humano. También fue una buena noticia, una idea relativa surgió en mi mente y me propuse llevarla a cabo, no era la gran cosa, pero total fue lo único que se me ocurrió hacer.

Al llegar el ocaso arribaron también los Ancianos y la pequeña procesión, con ellos Loretta y la lluvia pertinaz de la tarde. Ella, en efecto, se encontraba dormida en la camilla ceremonial. Esta era conducida por 6 jóvenes de Autama, tal y como lo dicta la tradición, los cuales se veían muy agotados y aparentemente asustados. Detrás estaban los otros 6 muchachos del relevo y lo que debía ser la muchedumbre: entre 15 y 20 personas.

La lluvia había ahuyentado al grueso de supersticiosos y probables asistentes. Quizás lo interpretaron como un mal augurio, sumándose además lo peculiar de la "elegida" y la forma en que irrumpió en el concurso. Era medio cómico, medio trágico, había más Ancianos que público.

Otra cosa extraña era la falta de vigilancia, sólo se observaban a los dos guardias que ya mencioné antes y que, sabrá el Cosmos desde hacía cuánto tiempo, se encontraban cuando llegué a la cima. Y en sus rostros pude leer la ansiedad, el nerviosismo y una gran necesidad de abandonar el lugar. Los mismos Ancianos se veían incómodos y al parecer deseaban terminar todo lo más rápido posible para marcharse con celeridad.

Bajaron a Loretta de la camilla ceremonial y con sumo cuidado uno de los chicos la entregó a 2 de los ancianos para luego colocarse junto a los demás. En ese momento el viento arreció sus embates, retumbó en nuestros oídos su aliento mojado, produciendo temor a su paso por la pequeña multitud reunida para la ceremonia. Estos no tardaron en huir, bajando por la mojada ladera del volcán, los jóvenes (luego de un ligero titubeo) siguieron su ejemplo y emprendieron un precario y presuroso descenso. Los guardias siguieron en sus puestos, aunque creo que se quedaron allí más por el miedo que les paralizó, que por una buena disciplina o la conciencia del deber.

Los mismísimos Ancianos se notaban agitados, sólo 2 o 3 de ellos parecían estar serenos, sin embargo, debo recalcar lo siguiente: se mostraban sosegados, pero muy bien pudieron no estarlo. Sería muy arriesgado de mi parte el tratar de penetrar en el alma de aquellos 25 hombres (23 Ancianos y los 2 guardias), ¿cuántos pensamientos y sentimientos diferentes podían albergar sus mentes y más aún sus espíritus? Era simplemente inimaginable.

Sobre el porqué de la escasa vigilancia deduje que la mayoría (por no decir todos) de lo que debería haber sido la escolta oficial del ritual se negó a participar, en última hora, debido a la tormenta; o sea: por miedo y superstición. La mala noticia para mí era que, sin protección o con ella, la ceremonia debía cumplirse, aunque cayesen mil rayos el ritual era menester de llevarse a cabo; nada parecía un obstáculo válido para que el mismo fuese suspendido.

No había tiempo que perder y corrí amparado por el momento de estupor y confusión dejado por la rabiosa ráfaga de viento que, igual como apareció, desapareció inmediatamente. Yo no lo noté, pero me encontraba embadurnado de barro de pies a cabeza y mi aspecto en aquel cráter, en aquel oscuro atardecer, en medio de aquella espesa cortina de humo y lluvia, debió ser no menos aprensivo que el mencionado y violento exhalar de la borrasca. Los 2 guardias huyeron a más no poder, rodando ladera abajo y sólo el Cosmos sabrá que fue de sus vidas, en cuanto a los Ancianos, estos retrocedieron ante mi fantasmagórica presencia, excepto los dos que cargaban a Loretta que eran Patricio y Andrés.

Yo llegué hasta ellos sin saber que hacer o decir, una vez sufrí uno de esos frecuentes ataques de indecisión. Toda la voluntad que venía conmigo se esfumó de golpe y me quedé frente a Patricio, Andrés y ella. Al fin el estruendoso silencio fue liquidado por la quebrada y sorprendida voz de Patricio, ya que los demás se habían quedado distanciados de nosotros.

—¡Ieshua! ¡Es increíble! ¿Qué hace usted aquí? —gritó en medio de la lluvia.

¿Qué hacer? ¿Qué decir? ¿Les arrebataba violentamente a Loretta de las manos o intentaba razonar con ellos? Fue un instante acelerado, mi cerebro pensó mucho más rápido que el mismo tiempo que transcurría. Se adelantó de tal manera que nunca nadie hubiese percibido el menor titubeo en mi voz, muy a pesar que me derrumbaba a pedazos en medio de grandes terremotos de vacilación.

—Vine a despedirme de ella —contesté con una frialdad que hoy me aterroriza y me sorprende —quería ser yo mismo que le arrojase —remaché con firmeza.

Los otros asombrados eran ellos, Andrés tartamudeaba, incapaz de hablar, en cambio Patricio dudaba, arqueó sus cejas una y otra vez; miró al piso, luego a la chica y seguidamente a mí.

—¿Por qué tienes esa apariencia? ¿Acaso para asustarnos hasta la muerte? ¿Quieres O deseabas, o esperabas que falleciésemos a causa de un infarto; tal y como lo hiciste con Joao? —atacó, analizando mi pegajosa facha.

Él no había olvidado mi frustrado intento de sofocarle y la cardiaca muerte de Joao. ¡Y sin embargo mantuve aquella calma aparente y aquel aire de superioridad tan ajeno a mí! Mi corazón era el que podía infartarse ya que cabalgaba en mi pecho de forma descontrolada, una estampida de confusiones, miedos, sentimientos abarcaban la ocupación de mi motor principal.

—Ofrezco mis disculpas si mi apariencia les asustó, pero camino acá resbalé y rodé en el lodo. —en parte decía la verdad —No vine para atacarles sino para rendirle tributo al volcán con lo más preciado por mí en este momento: esta chica —dije señalando a Loretta —, que es mi vida y parte de la misma se irá con ella; en cierta forma estoy ofrendando mi propia vida al condenarla, mi felicidad, mi futuro, mi amor, todo se irá con ella y antes de que otros lo hagan prefiero ser yo mismo quién la sacrifique.

La verdad es aquello fue un brillante y paranoico discurso. La desesperación acudía en mi auxilio esta vez y lo hacía tras la cortina de la locura.

—¡Yo te creo! —exclamó Andrés colocando medio cuerpo de Loreta en mis brazos.

El pobre Anciano se hallaba al bordo de un colapso y guiado más por el miedo a mi bizarra estampa que lo que le pudo convencer mi loca oratoria, me entregó su responsabilidad en el asunto. Dio un paso hacia tras mientras, con el rostro endurecido, Patricio gritaba: "¡No! ¡No lo hagas!"

No tuve tiempo de admirar la belleza de Loretta, tenía su cara a pocos centímetros de la mía, porque el intransigente Anciano quiso arrebatarme a mi novia. En el forcejeo empujamos (sin querer) a Andrés por la rampa y fue a caer estrepitosamente sobre las oblicuas paredes del cráter. Los otros Ancianos corrieron a prestarle ayuda a su colega, pero fue demasiado lastre para la pequeña tarima, ésta estaba diseñada para soportar el peso de 6 o 7 personas, 10 a lo máximo, y cedió bajo nuestros pies al tiempo que terminaba yo de zafar las piernas de Lore de las garras de Patricio.

Nos precipitamos rodando por los rocosos y áridos muros. Me reincorporé apenas se detuvo mi caída y evité que Loretta siguiera el descenso. Todavía se hallaba inconsciente así que hube de cargarle para poder escalar hasta el borde del cráter. Los Ancianos quedaron esparcidos de manera irregular, unos por encima de mí y otros mucho más allá, cerca de la humeante abertura. La estructura del cráter, en forma de cuenca de dos manos, permitía que la escalase con relativa facilidad, la inclinación interna no era demasiado abrupta por lo que el mayor obstáculo fue lo inestable del terreno (gracias a la lluvia que aún no cesaba), el lodo y el agua se escurrían hacia el centro.

Luego de un inicio poco fructífero logré descifrar la resbalosa superficie y pude mirar el borde cada vez más cerca. A mis seniles antagonistas no les iba igual y sus intentos se traducían en decepcionantes caídas que les retrasaba mucho más aún. En medio de la frustración, algunos se desmayaron por el miedo (o quizás por los gases), otros gritaban desesperadamente pidiendo auxilio, unos más se resignaron a su obligada inmovilidad con lágrimas en sus ojos, pero hubo algunos que, al ver que Loretta y yo sí avanzábamos, comenzaron a lanzar piedras y toda clase de imprecaciones contra nosotros. Gracias al Cosmos su puntería fue pésima y no lograron alcanzar su objetivo, nada parecía detenerme y prácticamente era un hecho consumado el escape.

¡Tonto engaño! ¡Vana ilusión de mi alma! Justo cuando el final se hallaba más próximo, una mano callosa, sangrante y huesuda, surgió detrás de mí y me sujetó de los tobillos. ¡Igual que en la pesadilla! El pánico amenazó con adueñarse de mis forzados pasos ¡No era posible! ¡No podía ocurrir lo que pasó en aquel sueño! ¿O sí?

Cerré los ojos, temeroso de quién pudiera estar asiéndome por el pie, traté de luchar, pero otra mano me jaló hacía atrás, rodando Loreta, yo y Patricio; quien (aún a costa de su propia vida) quería impedir el rescate. ¡Él fue quién me tomó por los tobillos y nos hizo caer! De inmediato me incorporé de nuevo, no iba a rendirme, y dirigí mis pasos hacia Lore. Nervioso y asustado le revisé de pies a cabeza sin encontrar signos de fractura alguna, gracias al Cosmos esa parte del sueño no se había cumplido; no tenía un hueso roto.

—¡No sabes lo que haces muchacho! Si salvas a la chica condenarás a toda Gaiana —gritó desde su posición Patricio.

Yo le respondí diciéndole que todo eso eran creencias falsas e inservibles, tan anticuadas y equivocadas como él. No pasaría nada por el hecho de no haber sacrificio este y los años subsiguientes y así se lo hice saber.

—Si haces eso les quitarás sus creencias y su forma de vivir a las personas, ellos necesitan que exista la inmolación para sentirse seguros; si les arrebatas eso no les quedará nada en que creer y entonces el caos se adueñará de Gaiana. La paz se irá de sus vidas y nuestra sociedad se desmoronará bajo tus pies. Piensa bien lo que te dispones a hacer, no pienses solo en ti mismo, acuérdate que allá están otras personas que sufrirán con tu acción. Reflexiona o serás el culpable de la destrucción, ya sea por fuego o no, de la comunidad gaianense —alegó el Anciano.

Me negué, me parecieron argumentos carentes de toda lógica y que no convencían a nadie. Sin embargo, el obtuso dirigente tampoco se rendía y se abalanzó contra ella, había cambiado su estratagema, de una u otra forma iba a cumplir el sacrificio. No importaba que fuera con sus manos, lo relevante era que muriera en el volcán.

Eso crispó mis ya tensados nervios y arrojé al Anciano lejos de mi compañera, poseído de una furia incontenible o talvez de miedo, con tan mala suerte que tumbó a otro Anciano que, a duras penas, estaba subiendo. Lamenté el hecho, pero no me quedó otra alternativa que deshacerme del molesto dirigente. Así que les di la espalda y seguí mi ascenso sin atender a sus llamados y gritos. Todavía insistía en sus razonamientos.

El nuevo ascenso fue muy complicado, ya sea por el cansancio, por los gases o lo tortuoso del camino. Las piernas querían fallarme a última hora, pero mi voluntad se mantuvo firme y después de mil penalidades conseguí salir de la humeante abertura. Sin embargo, los peligros no terminaban, mi desvanecida mirada no sabía ubicar el lugar donde había dejado a Weif y corría el riesgo de perderme o caer ladera abajo junto con mi preciosa carga. Caminé a ciegas durante un rato hasta que vencido y agotado frené mis pasos, desplomándome sobre la dura tierra. No sabía que me pasaba, mi cuerpo no respondía a mis órdenes. Respiraba con gran dificultad, el pecho me dolía y el desmayo cundía en mis miembros inferiores y superiores.

Ignoraba el estado de Loretta, aunque sus inhalaciones y exhalaciones parecían normales no me sentiría tranquilo hasta alejarla por completo de allí, la pregunta era ¿Cómo?

La respuesta llegó cabalgando, en cuatro patas y con un resoplido conocido; Weif se encontraba cerca de nosotros, no había estado yo tan extraviado. Alimentado con esta esperanza llamé al cuadrúpedo con la buena fortuna que vino hasta nosotros. Haciendo un gran esfuerzo me levanté y coloqué el cuerpo de Loretta en el lomo de nuestro amigo, le aseguré en la silla y después me desmayé. Es lo último que recuerdo, Weif se fue y yo me quedé tirado cerca de la cumbre del Parotama.

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