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El Gran Cambio

Cuando llegué a la Escuela Central de Auyani, a impartir las clases de la tarde, saludé a mis jóvenes alumnos de la forma más jovial que pude. Dispuse del tema a tratar, sin yo darme cuenta. Una necesidad de conocer más acerca de Loreta, me obligaba a desear estar con ella. Mis pequeños compañeros de estudio, impacientes y ávidos de enseñanzas, me rescataron del viaje mental que yo realizaba hacia la blanca naufragada.

—¿Cómo vivían en nuestros antepasados antes del Gran Cambio?

—Filipo, querrás decir: ¿cómo vivían nuestros antepasados antes del Gran Cambio? —corregí.

—Sí, eso

—Antes del Gran Cambio existió otra humanidad. Era una sociedad distinta a esta. En ella se creó una herramienta llamado dinero. Eso hacía que los antiguos humanos matasen y peleasen entre ellos. Necesitaban poseerlo. Era una cosa de increíble poder.

—¿Cómo era? — inquirió uno.

—¿Era más grande que un toro? — preguntó otro, antes de que yo acertase a responder.

—No. Déjenme explicarles —contesté, sonriendo ante su inocencia y candidez.

"Era una especie de necesidad. Los hombres se dejaron envolver por su brillo (porque al principio de los tiempos fue sólo una piedra brillante) y se dejaron seducir por su propia carencia. Ellos no comprendieron que el verdadero valor se llevaba por dentro y quisieron tener algo que simbolizara o reflejara ese valor con materiales que se pudieran medir. Así que vieron en la piedra, el medio perfecto para establecer el calibre de la estimación del individuo y sus productos laborales. A lo cual se agregó luego lo conseguido mediante trueques o hallazgos, llamándosele a esto posesión material. Esta posesión material se clasificó según su importancia, uso y forma de obtenerla; cuantificando su apreciación, dada su propia necesidad".

"Entonces el hombre tergiversó el sentido del valor humano y con ello vino la devaluación de las comunidades hacia sociedades comerciales. Allí el valor de un hombre era determinado por la cantidad de oro que poseyese o su equivalencia en bienes materiales. El mérito de un trabajador se estimaba en su productividad, mientras más oro produjese éste más crecía su valor dentro de la comunidad y por consiguiente más oro recibía por su trabajo. No se estimaba su utilidad sino su capacidad para hacer crecer el valor del empleador".

"Esto creaba grandes diferencias entre los ciudadanos de esa sociedad. Había algunos que poseían mucho oro y posesiones materiales, pero la gran mayoría carecía de oro y eran pocos sus bienes. Lo cual colocó a muy poca gente como personas valorables y a muchas personas como seres faltos de valor. La educación entonces se reservó para los que podían retribuir oro a cambio de adiestramiento, dando a lugar para que la ignorancia se adueñara de sus vidas, guiándoles hacia la miseria. Ya que se veían incapacitados para capacitarse, las masas, eran presa fácil del desprecio. Subvaluados, ellos se conformaban con poco, pero trabajaba demasiado, siendo esclavos asalariados, comprados con y para el oro".

"Surgió algo que se llamó: la división de las clases sociales. El oro trajo consigo la riqueza y su antónima: la pobreza. Y el mundo se sumió en combates por él. Los pobres odiaban a los ricos y los ricos despreciaban a los pobres, odio versus desprecio, creando más odio. La envidia y la ambición manipularon a los hombres y les llevó por el camino de la destrucción y las guerras económicas. El hombre traicionaba y asesinaba en pugna por él, se vendían cada vez que podían y no tenían escrúpulos con nadie, incluyendo muchas veces sus propios familiares".

"Cuentan las leyendas que el hombre, ciego en su carrera ambiciosa, no midió las consecuencias de explotar de manera indiscriminada la naturaleza. Cortaron los árboles para vender su madera, perforaron la tierra para robar sus riquezas, quemaron los bosques por descuido y movidos por un malsano placer. Lo mismo hicieron con los animales, les cazaron y les mataron para devorarlos, para satisfacer sus ansias asesinas y por ignorancia. Ensuciaron el aire con humo negro y cenizas, provenientes de sus máquinas de producción masiva, que lo más que fabricaban era basura y oro para sus dueños. Envenenaron los ríos y los mares con sus desechos, acabando con la vida que había en ellos. Violaron todas las leyes naturales sin temor, pudor o remordimiento alguno. Exterminaron a la tierra y destruyeron las capas de la atmósfera que nos protegían de los rayos dañinos del Sol".

"Hubo mucha gente que intentó salvar el planeta, pero fueron ignorados. Hubo personas que predicaron el amor y no la guerra, que distribuyeron el arte y la música. Sin embargo, los ostentadores del poder los redujeron al anonimato y los que no fueron destruidos fueron forzados a comercializarse. Y el arte dejó de crear para el arte y se convirtió en otra maquinaria de hacer dinero y oro. El hombre se olvidó de crear y se limitó a copiar, a destruir, a imitar, a descuidar sus quehaceres envueltos en el maléfico brillo de la piedra".

"Y así la humanidad, inflada con malévolas influencias, abrió un surco de destrucción por donde se destiló el fluido de la contaminación; no sólo basura, indicio físico de nuestra suciedad, sino que también circulaba una cantidad ingente de contaminación psíquica por ese surco. Y fue tanto el flujo de desechos tóxicos, que terminaron por ahogar la tierra, calentando su superficie más allá de lo normal, más allá de los limites naturales.

"La naturaleza (con el permiso del Cosmos) cobró la deuda que hasta entonces había sido aplazada y que había estado gestándose durante muchos años y generaciones. Retomó los lugares profanados y limpió la tierra con su mano poderosa. Y así ocurrió el Gran Cambio, un cataclismo plagado de terremotos y erupciones volcánicas. Las cuales proliferaron por doquier, hasta que llegó un momento en que hubo más volcanes en la tierra que personas vivas".

"Por eso es importante conservar el equilibrio con la naturaleza. Para evitar las cosas que se sucedieron en el pasado, antes del Gran cambio. Si el equilibrio es alterado los Señores dominantes de la tierra lo perciben y dan comienzo a un mecanismo que nos podría conducir a un segundo cataclismo".

"En las ciudades, poblaciones parecidas a las nuestras, pero mucho más grandes, se aglomeraban una gran cantidad de personas en un espacio pequeño. Las concentraciones se debían (o tenían su razón de ser) en el hecho de que allí existía una posibilidad mayor de conseguir mucha cantidad de dinero".

Aquí hice una pausa, observé sus caras, notando un gran estupor. Al parecer se me había pasado la mano, Estaba intentando explicar a niños de 10 y 11 años las causas que produjeron el Gran Cambio y que fue esa forma de vivir lo que determinó dicha tragedia. Debí haber buscado una manera más sencilla para hacerlos entender aquello, además de haberme desviado de lo que era la pregunta inicial.

—¿Qué era exactamente el dinero? —volvió a inquirir Filipo.

Les subestimé. Habían entendido más de lo que yo había pensado, así que tuve proseguir. Aunque intenté suavizar un poco los conceptos,

"El dinero fue algo que el hombre inventó cuando la piedra, llamada oro, empezó a escasear. Crearon una especio de certificado que garantizaba un valor equivalente al oro. Es decir, en ese documento se hacía entender que era la representación del oro que guardaban las autoridades. Supuestamente esas reservas avalaban la legalidad del documento, aunque muchas (sino todas) veces no existían tales depósitos. En pocas palabras: era un engaño. Pero el engaño fue muy práctico y el dinero sustituyó al oro. Era más fácil de llevar y su precio ya estaba marcado por lo que no había que pesarlo o medirlo. ¿Simplemente nada cambió sólo se reemplazó la antigua piedra metálica por un papel oficial?

—O sea que fue una mentira —comentó otro chico.

—Más o menos —respondí.

—¿Es cierta la leyenda de las razas? —inquirió un alumno,

Algo debieron comer ese día los muchachos pues vieron más preguntones que de costumbre. Y yo en el fondo seguía pensando en Loreta.

Claro que yo me engañaba (o intentaba hacerlo) diciéndome que simplemente se trataba de interés "científico" Los soñadores somos así, nos montamos en una nube, vemos al mundo desde arriba y empañamos nuestra visión con ilusiones voladoras. Lo malo pasaba cuando llovía desde esas nubes.

—Supuestamente existieron varias razas, 4 o 5 razas, más los cruces que se hicieron entre ellas —contesté, a pesar de que estaba inmerso en mis cavilaciones.

—¿A qué raza pertenece la chica que encontraron esta mañana en la playa? —preguntó alguien.

No capté la procedencia.

—¿La chica? —respondí, preso de una ensoñación; como un títere manejado por cuerdas.

—La muchacha blanca —afirmó otro.

—No sé, pero les aseguro que voy a averiguarlo.

—¿Cómo lo hará? —inquirió Filipo.

—Eso no lo sé aún.

—¿Y por qué no se lo pregunta a ella? —sugirió un niño llamado Ángel.

Yo me quedé en silencio. ¡Qué fácil sería si me pudiese comunicar con ella! ¡Cuántas incógnitas serían resueltas en una simple conversación! Pero lo que podía haber entre ella y yo era silencio, un silencio de palabras que no entiendo, un silencio parafraseado en el cielo del paladar con una voz extraña.

Al día siguiente, después de impartir la clase de la tarde, me dirigí a casa de Álvaro para visitar a Loreta. No era todavía la hora acordada, pero ansiaba verle. Crucé la ciudad de un extremo a otro y llegué al dispensario. Álvaro me atendió con su habitual cordialidad, interrogándome sobre el porqué de mi precoz arribo. Me sonrojé y no acerté decir nada. Álvaro sonrió y movió la cabeza de un lado a otro, como si yo no tuviese compón ni arreglo. Al parecer él conocía mis nacientes sentimientos hacia Loreta antes de que yo mismo me diese cuenta.

—Ven, está por acá —me invitó, señalándome un pequeño cubículo al final del pasillo—. Ha estado un tanto ida, pensativa, y en realidad no ha consumido mucho alimento —declaró en tono confidencial.

—¿Está deprimida? —pregunté interesado.

—Imagino que sí.

—¿Se encontrará apta para andar a caballo?

—Sí, sí puede; ella es una chica de contextura fuerte y no le costará mucho hacer el viaje. Además, ya se ha recuperado lo suficiente.

Entré al cubículo y la observé por un instante. Se hallaba sentada en la cama, recostada de una de las paredes del mismo recinto. Había recogido una de sus piernas, plegándola contra su pecho y rodeándola con sus brazos. En ella descansaba su cabeza; ocultando el rostro con su pelo ambarino. Reparé en sus muslos y quedé deslumbrado con su firmeza, con su textura, con su línea suavemente curveada. Estaba vestida con una pequeña bata que dejaba al descubierto, gracias a la posición de su cuerpo, aquella porción de pierna que me deslumbró con sus cáusticas formas.

Creo que ella debió sentir mi turbada mirada porque levantó la cabeza y al percatarse de nuestra presencia bajó las piernas y les cubrió. ¡Por el Cosmos! ¡Qué demacrada estaba su cara! Al parecer había llorado mucho, demasiado diría yo. Pero muy a pesar de esos ojos enrojecidos y de las ojeras, aún se veía linda. Murmuró unas palabras para sí misma y sonrió. Quizás fue alguna especie de chiste acerca del gesto que mi rostro irradiaba en ese momento. Y debió ser bueno (el chiste) porque siguió riéndose por un buen rato. Yo observé la estupefacta faz de Álvaro y me eché a reír y él conmigo. Al final éramos tres personas en un jolgorio sin ton ni son. ¡Qué hermosa era su sonrisa! ¡Qué saludable y reconfortante debía ser para ella! De nuevo me hipnoticé yo solo, fui el primero en dejar de reír y ella la última.

—Yoshua —dijo, pretendiendo saludarme.

Por lo menos recordaba mi nombre de manera vaga.

—No, Ieshua —corregí, señalándome con el dedo.

Ella volvió a sonreír y encogiéndose de hombros pronunció mi nombre con su ronca voz. Yo le correspondí con el mismo gesto y tomándole sus blancas manos le convidé a levantarse. Loreta frunció el ceño, articuló unas frases, y miró a Álvaro, luego hacia el pasillo. Tuve que convertirme en mimo y hacer un montón de ademanes, gestos y movimientos corporales para hacerle entender que iríamos a otro lugar. Ella pareció comprender y me replicó haciendo unas olas con la mano, señalándose ella misma de manera intermitente e indicando con sus dedos el número nueve. Deduzco que se refería a la embarcación en donde ella llegó y a nueve supuestos pasajeros o acompañantes. Yo tuve que negar con la cabeza. Ella clavó su vista en mí y repitió la fórmula, se aferraba a una última esperanza. Negué de nuevo.

Loreta entonces esquivó mi mirada y se dejó caer en la cama, sollozando. Yo creí entender su dolor, no era fácil perder a los suyos y quedarse sola, en una isla llena de gente que no le entendía y a las que ella no entiende. Imaginé que debía sentir miedo; soledad y un gran vacío. Había que consolarla así que me incliné y le abrasé. Trataba de reconfortarle de algún modo, que sintiera que nosotros éramos amistosos y queríamos ayudarla. Ella se reincorporó y se lanzó a mis brazos, colocando su cabeza contra mi pecho, inundándome con sus lágrimas. Entonces, contagiado con su llanto y tristeza, dejé que mis ojos desahogaran mi propia tormenta, abrí las puertas de la represa del sufrimiento. Fuimos dos nubes descargando la misma lluvia, dos árboles destilando un solo roció melancólico.

Poco a poco nos calmamos, gracias a la ayuda de Álvaro. En hora buena conservó su juicio y compostura sino quién sabe cuánto tiempo hubiésemos permanecido llorando Loreta y yo. Ella no se despegó de mí y yo no quería que lo hiciera. Sequé las gotas de su lamento, encontradas en el rostro, con un pañuelo, ella volvió a mirarme a los ojos, incrustando más aún su dolor en mí e intentó sonreír, aunque no lo consiguió.

Camino a la caballeriza, situada detrás del dispensario, sentí que sus piernas le fallaban. Le alcé en mis brazos y consumí los últimos tramos del pasillo cargándole. Las lágrimas comenzaron a fluir de sus zafiros celestes otra vez, aunque ahora lo hacían con lentitud, exiguas, en silencio y en relativa calma. Ella se hallaba casi ausente, mirando sin mirar, respirando sin respirar, casi sin darse cuenta de que estaba viva.

Una vez que llegamos al establo le bajé y ella se sentó en un banquito habido allí. Álvaro se quedó con ella mientras yo iba en busca de los corceles para iniciar un pequeño paseo. Cuando Loreta vio a los caballos se asustó mucho, se levantó con brusquedad y se escudó tras Álvaro. Este, trató de calmarla; pero ella, atemorizada con las bestias, siguió amparándose detrás de su cuerpo, señalando con temor a los caballos.

Por un momento me pareció extraña su actitud. "Ni que nunca hubiese visto uno". Pensé Y allí fue donde sospechar lo que pasaba. La única respuesta lógica era esa: Loreta jamás había visto un corcel en su vida. Quizás allá (de donde vino no existen caballos o no tuvo la oportunidad de conocerlos). Así que le pedí a Álvaro sostener los animales mientras yo trataba de convencerle que los caballos no eran peligrosos. Él se adhirió a mi idea todo divertido. Él tampoco comprendía su comportamiento, le pareció cómica su reacción, apenas si pudo aguantar las risas cuando ella se colocó atrás de su espalda.

—Tranquilo, yo procuraré que no la devoren —bromeó, refiriéndose a los corceles.

Ella, en mi opinión, se sintió avergonzada. Se dio cuenta que los animales no eran peligrosos de manera tardía y percibió de nuestras caras, risueñas y extrañadas, la sensación del ridículo. Se sentó de nuevo en el banquito con su ya habitual expresión melancólica y pensativa.

Viendo yo, que era innecesaria una explicación, obvié la misma, amén de que fuera sido un caso de perorata mímica más que otra cosa. Le tomé de la mano y con suavidad le conduje hasta los caballos. Traté de comunicarle confianza tocándoles, mostrando que son unos buenos animales, dóciles y hermosos. Loreta me miró todavía nerviosa, tenía sus brazos cruzados, de forma que escondía sus manos. Sabía que ella quería vencer ese miedo inicial, deseaba poder tocar la tersa piel de la bestia; aunque dudaba. Le extendí mis manos, solicitando las suyas. Ella comprendió y entre suspiros me las presentó con valentía.

Yo guie sus blancos dedos hasta el pelambre del caballo. Loreta cerró sus marinos ojos y mordiéndose los labios se dejó hacer. Bajo mi tutela tocó y palpó, y sintió el alfombrado de aquel ser que antes había temido. Con una sonrisa inquieta, cual cieguita conociendo a un chico buen mozo, recorrió la textura del corcel. Emocionada abrió sus dos ventanas azules; saltando, rebosante de alegría; aplaudiendo risueña, congratulándose por su logro. Me abrazó y me dijo o preguntó algo, creo que refiriéndose a los caballos. Claro, yo no entendí nada.

Álvaro le aplaudió también, haciéndose eco de su triunfo. Eso me hizo pensar en el hecho que ella no sabría montar a caballo y, lógicamente, no podía hacer el trayecto ella sola, podría caerse o algo peor. Así que, abusando del pobre animal, tuvimos que montarnos en un solo corcel.

Le ayudé a subirse y allí, ya de jinete, observé algo que no había previsto: sus piernas quedaban descubiertas en gran parte, dado lo pequeño de la bata y la postura a horcajadas sobre el lomo del cuadrúpedo. Sentí celos que todos vieran aquellos robustos y descollantes muslos. Álvaro, una vez más leyó, mis pensamientos y anticipándose a ellos me mostró una pequeña manta; precisamente en la que estaba envuelta cuando el rescate.

—Supuse que querrías guardar esa belleza sólo para tus ojos —manifestó sonriente, guiñándome un ojo.

Yo no le contesté, ¿qué podía decir? Nada, simplemente nada. Ruborizado tomé la manta y cubrí las piernas de Loreta. Ella, algo nerviosa, esperaba impaciente que yo montase y se encontraba aferrada de una manera, si se quiere, exagerada a la silla.

Al fin monté en el caballo y tomando las riendas inicié el pequeño viaje. Álvaro se despidió de nosotros con un significativo "hasta luego". Sus brazos rodearon mi esbelta cintura y ella se recostó en mi espalda, buscando descanso, comodidad y apoyo; talvez respaldo moral.

Afuera, una brisa calmada masajeaba nuestros rostros. La tarde estaba agonizando y el ocaso se exhibía indecente en el horizonte. Desprovisto de toda vergüenza nos mostraba su desnudez de colores, su mórbida evocación nostálgica y su silenciosa despedida. Las nubes formaban trazos horizontales y se confundían en la distancia con los purpúreos fulgores del Sol holgazán.

Las gentes (curiosas e indiscretas) se asomaban a sus puertas y ventanas, con el fin de conocer a la naufragada, a la albina de pelo amarillo,

Se conmocionaba el camino pedregoso ante el paso de la extranjera, se animaban los senderos solitarios, se encendían las luces antes de tiempo y el murmullo asombrado crecía tras nuestras sombras.

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