8.- La Chica de las Cadenas
Cierto día por la mañana, los amigos de Poli fueron a visitarlo a su casa, como hacían con frecuencia.
—¿Puede salir a jugar?— preguntó una de las chicas del grupo.
—Claro— contestó Alfa, parada en la puerta.
—¿Qué vamos a hacer hoy?— quiso saber Poli.
—¡Vamos a explorar el bosque!— exclamaron sus amigos, emocionados.
Poli asintió con la cabeza y se marchó con ellos.
—Regresa para el almuerzo, corazón— le pidió Alfa, mientras los niños se alejaban de la casa.
Poli le hizo una seña con la mano para indicarle que la había escuchado y se perdió junto a sus amigos por el camino hacia el bosque.
Ya lo habían explorado muchas veces, pero siempre había nuevos lugares que recorrer y conocer. El día era soleado con unas pocas nubes esponjosas, la temperatura era ideal, una suave brisa soplaba y las aves cantaban con ganas. Nada podría salir mal ese día.
Apenas entrar al bosque, se dirigieron al arroyo para mirar a los peces y jugar en el agua, luego fueron saltando sobre las plantas y se escondieron entre los árboles. La pasaron muy bien. Pero pronto se cansaron. Decidieron sentarse contra uno de los árboles más grandes a reposar. Ninguno se imaginó que en verdad, tras detener sus acelerados cuerpos y relajarse, se quedarían dormidos.
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Cuando volvió a abrir los ojos, Poli advirtió que la luz pegaba desde un ángulo distinto.
—Ah, nos quedamos dormidos— pensó.
Por la posición del sol, calculaba que sería pasada la hora de almuerzo. Alfa estaría comenzando a preocuparse, quizás incluso ya había salido de la casa para buscarlos. Poli no quería preocuparla, pero sentía que le había faltado tiempo para explorar.
Miró a sus lados y advirtió que todos sus amigos seguían dormidos. Quizás él podía ir solo a caminar un rato más antes que tuvieran que devolverse, así que se puso de pie, se sacudió el pasto y la tierra del poto y partió hacia rincones inexplorados.
Caminó sin rumbo fijo, solo yendo por donde pensaba que se veía más interesante, más intrépido o más bonito. No transcurrió mucho hasta que comenzó a escuchar un extraño sonido.
Era como el de una tormenta lejana. Extrañado, se dirigió a la fuente del ruido. Cruzó algunos árboles y saltó un par de raíces y arbustos sin problemas hasta que, de pronto, se halló frente a un boquete en el bosque.
El hoyo era tan grande como dos veces su cama, un poco más profundo de lo que él era alto. Lo raro era una luz que giraba, suspendida en el aire. La luz era la fuente de los ruidos. Extrañado, Poli se le acercó para examinarla, pero por más que la mirara por todos los ángulos, no podía ver más detalles.
De repente, la luz se expandió en una especie de espiral, que tragaba y regurgitaba todo lo que se le acercara; nada la sostenía. Cuando el chico intentó rodearla para mirar el otro lado, notó que no había otro lado. Por todos los ángulos se veía la misma espiral. Era un hoyo en el aire, nada más.
Poli se quedó pasmado, sin lograr entender qué era o qué la producía. Pronto la espiral se expandió sin control, tomando el tamaño de una casa pequeña y se tragó todo lo que estaba cerca, incluyéndolo.
Al meterse en el hoyo, sintió que algo lo jalaba de su pecho hacia adentro. Vio el bosque perdiéndose en los bordes de la espiral mientras viajaba de espaldas, pero aunque mirara el interior de donde estaba, no podía entenderlo. No era un túnel ni espacio vacío, no era nada que su mente de tres dimensiones pudiera procesar. Finalmente, luego de lo que pareció un instante y varios minutos a la vez, salió por el otro lado.
Lo rodeaba un cielo negro de pies a cabeza y a los cuatro puntos cardinales. No había tierra donde pararse, solo aire, viento y nubes negras. Una tormenta titánica arrasaba la zona. Rayos y truenos estallaban por doquier, granizo azotaba su cara y sus ojos sin misericordia, el fuerte viento lo arrastraba sin problemas, junto con varios otros objetos, a un remolino. Poli no sabía si su cuerpo subía o bajaba, dónde estaba la tierra y si quería caer. Se encontraba en una pesadilla, pero era demasiado vívida para intentar despertarse. Por primera vez en su vida, pensó que iba a morir.
Unos segundos después de llegar a esa tormenta, escuchó un estruendo por detrás, distinto a los truenos. Su cuerpo dio la vuelta, al mismo tiempo que un relámpago iluminaba el cielo por un instante; alcanzó a divisar una sombra gigante a lo lejos. Luego enormes alas batiendo deshicieron una de las nubes por completo y rugió otro estruendo. Aunque no podía verlos, podía hacerse una idea de su tamaño y su fuerza. Se hallaba ante dos titanes, dos poderosos seres que luchaban el uno contra el otro, eliminando todo a su paso.
Fuera lo que fueran, cualquier soplo de esos monstruos podría desgarrar su piel y mandarlo al espacio. No podía correr ni esconderse, no había nada que pudiera hacer.
Mas no tuvo mucho tiempo de temerles, puesto que de pronto algo volvió a sujetarlo por detrás. Aunque ya no era una fuerza incomprensible, sino un brazo, una persona. Esa persona lo abrazó por la espalda para sujetarlo bien. Poli vio sus manos y advirtió una especie de armadura blanca. Intentó darse la vuelta para mirar a la persona, pero con tanto movimiento apenas conseguía mantenerse sujeto.
—¿Cómo podremos vivir?— se preguntó el muchacho.
Entonces, en un abrir y cerrar de ojos, la luz de la espiral volvió a cerrarse sobre él. La tormenta y los titanes se alejaron, mientras Poli era rodeado nuevamente por el espacio incomprensible que lo había llevado al mundo sin suelo. Antes de darse cuenta de lo que estaba pasando, la espiral se cerró sobre su cabeza, al mismo tiempo que sus piernas tocaban el pasto del bosque cerca de su pueblo.
Respiró aceleradamente, nervioso. Miró a todos lados; el cielo estaba despejado, los pájaros cantaban, a lo lejos se oía un arroyo. Todo había vuelto a la normalidad. Desconcertado, Poli se dio la vuelta e hizo distancia. Tal y como había esperado, había sido rescatado por alguien. Esa persona era una mujer, una adulta. Extrañamente, sus manos estaban desnudas y libres de los guantes de armadura blanca que había visto antes, pero eso fue lo que menos le llamó la atención: la señora lo miraba fijamente, con ojos azules penetrantes y su pelo rubio despeinado por el viento.
—¡Uff! Emocionante ¿No?— comentó ella, con un tono despreocupado.
Poli abrió y cerró los ojos, aún estupefacto.
—¿Quién...— quiso preguntar— ¿Cómo...
—Lo bueno es que estás bien, linda— le espetó la señora.
—¡Pero esos monstruos!
—No te harán daño, te lo prometo.
—¡Pero...
Sin dejarlo terminar, la mujer lo tomó por los hombros y comenzó a respirar hondo. Poli comprendió que quería que la imitara. Se olvidó de sus preguntas de momento y se concentró en respirar hondo. Con la ayuda de la mujer consiguió calmarse. Luego ambos se sentaron en el pasto.
—Lindo mundo tienen aquí— comentó ella— ¿Cómo se llama?
Mas Poli se la quedó mirando extrañado.
—¿Mundo?— repitió— ¿Te refieres al país? Es Navarra.
—No, no, al mundo ¿Cómo se llama este mundo?— insistió ella.
Poli no entendía del todo su pregunta
—Pría— contestó, preguntándose si sería una pregunta trampa.
La señora entrecerró los ojos y se llevó un dedo a la mejilla, intentando recordar.
—Pría, Pría...— repitió para sí— ¿Por qué no me suena? No es una isla ¿O sí?
—¿Qué? ¿Navarra? Es una península.
—No, no, me refiero a...— mas en ese momento se rindió y dejó caer sus hombros— está bien, es una isla. Supongo que no te suenan los puentes entre mundos.
Poli abrió mucho los ojos, desconcertados.
—¡¿"Puentes entre mundos"?!— y siendo el chico listo que era, no tardó en hacer la conexión— ¡¿O sea que esa tormenta en la que estábamos era otro mundo?! ¡¿Y esas espirales de luz eran los puentes?!
La señora se rascó la cabeza, con cara de arrepentida. Luego miró hacia atrás, en dirección sudeste, como si pudiera ver algo que Poli no.
—Bueno, al menos tienen un puente, aunque las cadenas se ven gastadas...— tras decir esto pareció darse cuenta de algo que debió haber sido obvio hasta el momento— ¡Claro, Pría! ¡Ahora entiendo!
—¿Qué cosa?
—¡Y ese debe ser Frovossa!
—¿Qué cosa?
—Nada, nada— la señora se puso de pie de un salto— solo ten cuidado con los puentes que salgan de la nada. Nunca sabes dónde irás a parar.
Entonces pareció lista para marcharse, de alguna forma.
—¡Espera!— le pidió el niño.
La señora se paralizó. Fuera lo que fuera lo que pensaba hacer, no lo hizo. Luego se volteó hacia el muchacho, sonriente.
—¿Qué sucede, linda?
—Por favor, explícame ¿Qué son los puentes? ¿Quién eres tú? ¿Cómo me rescataste? ¿Qué es eso de Frovossa? ¿Y qué otros mundos hay allá afuera? Y...
Pero en ese momento, la señora lo calló con un dedo sobre su boca.
—Ah, no es bueno hechizar a la gente, jovencita — le reclamó.
Poli se sorprendió aun más ¿Se refería a su habilidad secreta? ¿Cómo sabía ella que él podía hacer eso?
La mujer le sonrió burlona, como si supiera que había pensado exactamente eso. Luego miró su pecho, insegura, hasta que se decidió y lo tocó con su mano.
—Está bien, eres muy linda para ignorarte.
Para sorpresa de Poli, ella le hundió la mano en el pecho hasta la muñeca. El muchacho quiso gritar del susto, mas pronto se dio cuenta que no le dolía. Ni siquiera la sentía del todo, nada más un cosquilleo. Por otro lado, la mujer no parecía tener intenciones de hacerle daño.
—Podemos volver a vernos, si gustas— continuó la señora— algún día, quizás mañana, quizás en cien años. Eso depende de ti, de cuánto jales.
—¿Jale?— repitió, sin dejar de ver su pecho.
Un segundo más tarde, esta quitó su mano, extrayendo algo: una cadena. Esa cadena había estado dentro de su propio pecho y él nunca lo había sabido.
Entonces la mujer se llevó la punta de la cadena a su propio pecho, metiéndola adentro de su piel, hasta que se escuchó el sonido de metal tocando metal. La operación no tomó más de diez segundos, pero fue de lo más tenso que había visto ese día. Lo segundo más tenso.
—¿Qué...— quiso preguntar él, mas ella lo cortó.
—Ya te expliqué, solo tienes que jalar. Pero ahora deberías ir con tu papá, que debe estar preocupado.
—¿Qué? ¿Mi papá?
—Ya nos volveremos a ver, guarisapo— se despidió ella.
Finalmente saltó sobre él, apoyándose en su cabeza con las manos para dirigirse a su espalda. Poli se giró para verla, pero ya no estaba. La buscó por todos lados, pero la mujer se había ido.
Luego se quitó la ropa y registró su pecho por heridas, pero seguía intacto. No había marcas, ni heridas ni cadenas. Era como si nunca le hubiera hecho nada.
—¿Cómo... jalo?— musitó al aire, consternado.
Mas nadie le respondió.
Poco después apareció Alfa, preocupada. Se notaba que había corrido a toda velocidad desde la casa, porque sus botas estaban llenas de barro y su pelo enmarañado de hojas y ramitas. La androide lo abrazó con fuerza, preocupada. Le preguntó qué le había ocurrido. Poli supuso que no volvería a ver esos "puentes" por un buen tiempo, por lo que decidió mentirle y dijo que solo se había asustado cuando un bicho le saltó encima.
En unos minutos volvieron a la casa y comieron junto a sus amigos. Poli se recuperó rápido de su extraña aventura, mas nunca olvidaría a la señora de las cadenas.
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Lejos de ahí, en un pueblo chico, una tragedia acontecía.
Finir despertó con un estruendo. Inmediatamente saltó de su cama, confundida y asustada. Quiso ir a la puerta, pero un temblor la botó al piso, junto con algunos de los muebles. Las demás hermanas también estaban de pie, asustadas.
—¡Berta!— exclamó Finir— ¡Berta! ¡¿Dónde estás?!
Por toda respuesta, un brazo la agarró y la asió fuera de la habitación, tan solo unos segundos antes que la pared contraria se viniera abajo. Finir vio a algunas de las hermanas más ancianas siendo aplastadas por los escombros. En ese momento una enorme masa roja se apoyó en los restos de lo que quedaba del piso.
Era un furioso, la cosa que había destruido la pared como si nada era un furioso. A través del hoyo que formó con su golpe, Finir miró hacia el pueblo y contempló el caos que se había desatado: incendios, derrumbes y gritos por doquier. Era como una pesadilla.
Pero no pudo ver más, porque Berta la obligó a ponerse en marcha tras ella. Ambas echaron a correr por el pasillo junto con varias de las otras monjas, las que se habían salvado.
—¡¿Qué está pasando?!— alegó Finir.
—¡Varias bestias!— contestó Berta.
No necesitaba decir más. Una sola bestia de la furia habría sido suficiente para arrasar con la mitad del pueblo si Alfa no hubiese intervenido antes; dos o más eran demasiado. Estaban perdidas.
Ambas corrieron hasta la entrada, empujándose con sus queridas hermanas por el miedo. Finalmente salieron a la calle, donde un montón de gente se apresuraba con autos, caballos y a pie hacia la periferia del pueblo. Finir, Berta y el resto de las monjas siguieron la dirección general. Al girarse, advirtieron a uno de los furiosos destrozando una casa con el poder de cien bombas, apenas media cuadra lejos.
La calle por donde corrían no era muy ancha. Gracias a los graves daños estructurales en el pueblo entero, la luz había sido cortada por todos lados. No había iluminación en el callejón además de los focos de los autos y un puñado de linternas. Finir y Berta corrían en la oscuridad.
—¡¿Dónde están los soldados?!— inquirió Finir— ¡Quizás deberíamos ir al cuartel!
—¡Buena idea!— exclamó Berta.
Ambas se dirigieron a empujones al otro lado de la calle y se alejaron de la multitud por un callejón estrecho, en dirección al cuartel. Sin embargo, antes de llegar al final, dos enormes pies aterrizaron frente a ellas.
Finir se paralizó. Berta miró en todas direcciones, tomó a su amiga y echó a correr hacia la primera puerta abierta que encontró. Entraron antes que el furioso pudiera meter su mano para agarrarlas, pero aún no estaban a salvo. La casa estaba medio destruida, no había nadie adentro, pero "adentro" era una palabra relativa cuando la mitad de las paredes y buena parte del techo habían colapsado. El furioso no tardó en aparecer desde tamaños huecos, mientras ambas monjas corrían por sus vidas hacia donde fuese que hubiera un camino. La casa se iba cayendo a pedazos con los golpes y manotazos del furioso. Las monjas subieron las escaleras mientras escombros caían y salían disparados. Pronto notaron humo y llamas desde una de las puertas; el fuego no tardó en propagarse a todos lados. Saltaron por un hueco en la pared hacia la casa de al lado, pero aunque había un camino que seguir, cada vez se encontraban más envueltas por el fuego y el humo.
De pronto, Berta agarró a Finir para detenerla.
—¡¿Qué pasa?!— alegó esta, exaltada.
—¡Ya no nos persigue!— exclamó, sin saber si sentirse alegre o atemorizada.
Finir guardó silencio para poner atención. Berta tenía razón, ya no escuchaba al furioso por detrás. Además del crepitar del fuego, no había nada.
Abrió la boca para preguntar a dónde se había ido, cuando súbitamente una mano monstruosa demolió la pared a su lado y las mandó a ambas afuera de la casa. Finir y Berta cayeron hacia el patio, entre escombros en llamas y cuerpos mutilados.
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Finir perdió el conocimiento por instantes, agotada y adolorida. Cuando volvió a despertar apenas habían transcurrido unos segundos. Abrió su ojo izquierdo. Intentó hacer lo mismo con el derecho, pero le dolía un montón y sangraba copiosamente. Quería revisarlo, pero no había tiempo. Buscó a Berta con la mirada, tenían que huir antes que el furioso las encontrara.
—¡Berta! ¡Berta! ¡¿Dónde estás?!— la llamó, mas Berta no contestaba.
Entonces se fijó en un bulto a un costado, iluminado por las llamas que poco a poco envolvían la casa. Ese bulto era una persona, una mujer robusta, era Berta. Su cuerpo estaba contorsionado en una posición grotesca y sus ojos abiertos de par en par, pero ella no se movía.
—¡Berta!— exclamó Finir, su ojo llenándose de lágrimas— ¡Berta, no!
Quiso ir a socorrerla, pero al intentar ponerse de pie, sus piernas explotaron en dolor. Atónita, se giró y se dio cuenta que su pie derecho estaba torcido y su fémur izquierdo se asomaba por un hueco cerca de la rodilla. Estaba completamente indefensa.
En ese momento, desde el techo de la casa se alzó grande y poderoso el monstruo que las había estado persiguiendo. Este la notó abajo, paralizada. Rugió con ira y se dejó caer. Sus pies aplastaron todo lo que había estado a los lados de Finir, su enorme mano la agarró con un movimiento rápido. El monstruo la miró por un momento y la alzó con violencia al cielo, listo para arrojarla con todas sus fuerzas contra los edificios del frente. Finir no sobreviviría eso, comprendió que solo le quedaban unos instantes de vida.
Miró al cielo estrellado, intentando que sus últimos momentos fueran una oración. Sin embargo, en vez de una luz celestial vio una nave militar y una figura cayendo como un meteorito a toda velocidad.
Antes que el furioso pudiera arrojarla a los edificios, la figura en el cielo se precipitó sobre él, más fuerte que un tren, y lo obligó a doblarse sobre sí mismo. La cabeza del monstruo se enterró en el suelo. A la vez, Finir se desplomó desde cinco metros de altura con las piernas rotas. En ese momento sintió el mayor dolor de su vida y gritó con todo el aire que tenía.
Pensó que se iba a morir, que aquello que había caído era una bomba o quizás otro demonio, que el daño colateral sería demasiado para ella. Sin embargo, al levantar la mirada nuevamente, advirtió que la enorme masa roja del monstruo no se movía, como si descansara... como si estuviera muerto.
Entonces, para su sorpresa, dos brazos la tomaron y la levantaron, apoyándola contra un pecho viril. Finir advirtió un uniforme blanco, luego subió la mirada y se encontró con dos ojos amarillos y pelo pálido como la nieve.
—Estás a salvo— le aseguró esa persona.
Finir no entendió qué había pasado, pero no pudo hacer ninguna pregunta; Finir perdió el conocimiento.
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