
Capítulo 3. Quinta hora.
Roberto.
Nunca conocí a mi madre, aunque las fotos que guardaba y lo que solía escuchar me decían lo hermosa y dulce que era. Conoció a mi padre en la iglesia (pues era de creencias muy cristianas) cuando él llegó de descanso pues servía en el ejército. Dicen que fue amor a primera vista.
Tía Jaris dice que mi papá la escuchó cantar alabanzas y que fue como ver a un Ángel del señor (o eso decía él). Se enamoraron y se casaron al poco tiempo y todo era perfecto, más cuando el primer asco anunciaba al primogénito. Nunca había existido un hijo más deseado y amado por un padre que yo.
Y como la vida misma, no fue perfecto. Ella, murió en el parto y yo fui el culpable. Los primeros años de vida el humano crece intentando adaptarse al cambio, no lo hice solo pues papá también tenía que aprender a vivir. No tengo recuerdos felices de esa época, salvo gritos, culpas y en la adolescencia golpes de un viejo ebrio que maldecía llegar a casa y verme a mí y no a ella.
Pero es que lo entiendo, yo nunca la conocí y también la extrañaba.
Las cosas se pusieron «sabor de hormiga» cómo leí una vez en un tonto libro de un autor desconocido, cuando demostré un gusto peculiar por el arte. Plasmar con colores las imágenes de mi cabeza era algo maravilloso. Pocos entienden la magia que es pasar un pensamiento caótico a una imagen bellísima. Recuerdo haberle pedido en navidad unos pinceles y acuarelas y el único color que recibí fue el rojo de la sangre de mi nariz.
Pero no fue tan malo porque tía Jaris me los regaló, eso sí, los tenía que esconder porque si él los hallaba sería malo. De fortuna como era militar pasaba mucho tiempo fuera de casa, aunque esa suerte se acabó y llegó un día oliendo feo, con una mujer de poca ropa, yo con el pincel en la mano un pensamiento a medio plasmar.
Ahí traté de entender como un palito de madera era peor que un arma que mataba gente o porque ser «un sodomita» como gritaba, aunque no sabía de qué hablaba. No quiero agobiarte, pero la escena terminó conmigo llorando con el pincel atravesando mi mano y él, haciendo mucho ruido con esa mujer y nadie me salva de la oscuridad.
No, no fue la primera vez. Terminé con tantos huesos rotos y reproches; y no podía hacer más que llorar, pero eso solo lo empeoraba. Tenía que hacer algo, sobre todo cuando mi cuerpo aún con tantas heridas comenzó a cambiar porque lo peor era que no solo mi cuerpo se transformaba sino mi corazón.
Tenía sentimientos pecaminosos, deseos sexuales impuros porque ya sabía que eran esos temas. Tenía tanto miedo que me acerqué al pastor de la iglesia buscando la redención. Y conseguí viajar al infierno a través de un hombre de Dios, irónico. No quiero decirlo, por favor no me hagas decirlo.
Me obligó a hacer lo mismo durante un año hasta que no pude más y traté de terminar con mi vida a los quince. Al abrir los ojos y entender que no lo había logrado supuse que al menos todo cambiaría, pero sí que era tontísimo. Mi padre me reclamó porqué en mi carta de suicidio culpable al santo varón de la iglesia y no, nunca me creyó. Es que la cosa no solo habían sido los actos sucios sino como me había sometido a tortura. Aquel monstruo me acusó de haberlo intentado seducir.
Pero no estuvo tan mal, papá me dijo que la solución era buscarme una mujer y cumplir el rol que debía siendo hombre. A los dieciséis, papá logró concertar un matrimonio arreglado con otra familia. Me vi obligado a tomar un rol del que nunca se me preguntó sí estaba de acuerdo o si quería cumplirlo.
Te juro por todo lo que una vez he amado que lo intenté, pero, no podía. Sabía que era mi obligación tener un hijo porque eso calmaría las habladurías, pero cada que tenía que hacerlo con ella era como cortarme, sus dedos sobre mi piel eran filosas hojas rasgando mi carne, sus besos ardían y yo me odiaba. Muy pocos podrían entender el infierno que es hacerlo por obligación cuando lo único que quieres es huir.
Ella no era la culpable, después de todo era una niña como yo o eso creía porque cuando las relaciones comenzaron a hacerse cada vez más esporádicas y el aumento en las veces que no pude responder como hombre los problemas estallaron. Ella no era tan angelical, siempre supo el motivo que trataron de esconder con el matrimonio y su ego era tan grande como para creer que «curaría» mi homosexualidad. Peleas, gritos, golpes...
¿Quién creería que un chico grande como yo podría ser víctima de su propia esposa? Es que eso era inconcebible, eso no pasa no existe en ese oscuro mundo donde estaba.
A los dieciocho comencé a enlistarme al ejército tal como era el deseo de papá, pero las cosas con mi «esposa» habían llegado a un punto de inflexión. Convencida que no podría curar algo prefiero dañarme antes que a su ego. Me denunció por violencia, no sé cómo o quién, pero incluso fue capaz de llenarse el cuerpo de moretones y me quitó todo lo poco que había logrado construir. Es evidente que una niña que es obligada a casarse es víctima indiscutible de un régimen corrupto, pero, ¿y quién habla del niño qué pasó de jugar a ser Superman a esposo con una responsabilidad muchísimo más grande que sí mismo. Nadie me vio o siquiera me consideró como víctima.
La comunidad me arrojó al lodo por lo que le había hecho y la ley, a la cárcel dónde pasé varios años. Cuando salí, irónicamente salí como un hombre libre pues papá ya se había ido con mamá. No, dudo que un hombre como él haya ido al cielo. No tenía nada, pero tenía la libertad de seguir mi camino, pero di malos pasos. Desde entonces he vivido en la calle drogándome, comiendo de las sobras de la basura y oliendo a estiércol. Hace dos años intenté de nueva cuenta terminar con mi miserable vida y no lo logré.
Cuando intenté una tercera vez, la cálida voz de un Ángel lo impidió. Un Ángel rodeado de flores que resaltaban su belleza indescriptible.
¡Qué emoción mis queridos lectores, no, mi querida familia!, porque a estas alturas somos una familia.
Espero que esta tercera historia les parezca increíble como a mí. No olviden votar y también, seguirme en redes como Alastor_Martinez no hay pierde pues en todos tengo la imagen de zorrito 🦊.
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