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Obviously, McFly

La observaba todos los días. La veía bajar del coche, darle un beso a su novio y despedirlo coquetamente con la mano. A veces veía la mano del novio saludándola a ella también. Y de mientras, mi corazón sangraba de pura desesperación.

Había estado tratando de acercarme a ella, pero sin esperanzas. La veía sentada en la parte trasera de la clase, riendo con sus amigas. Cada vez que encontraba una excusa creíble me acercaba a ella. Le preguntaba a ver que tal le había salido el examen, a ver si había visto el capítulo de esa semana de tal o cual serie, a ver si había terminado ya de leerse el libro del que teníamos examen al día siguiente... Ella me respondía con una sonrisa amable, y me respondía sin ánimo de burla, pero tampoco se afanaba en seguir la conversación. Ella sólo me veía como un compañero de clase más, uno más de los veinte de clase, con el que no se llevaba ni bien ni mal. Era del montón.

Ella no es de este mundo. Es demasiado, demasiado... no me salen las palabras. Es sencilla, inteligente, de las que no buscan llamar la atención, pero no le importa ser el centro de ella. Su cabello es castaño oscuro, sus ojos azules, sus pestañas increíblemente largas, sus piernas kilométricas, pero ninguna de esas cosas me empujó a enamorarme de ella. Lo que me enamoró de ella fue la profundidad de sus ojos, la manera en que fruncía el ceño cuando resolvía problemas de matemáticas, la manera en que jugueteaba con el bolígrafo mientras rellenaba un examen, su punto de vista único que no dudaba en compartir con la clase, sus ganas de reír, de vivir, de ser ella misma. Eso fue lo que me hizo enamorarme de ella.

Pero un afortunado ya había conseguido apropiarse de su corazón de oro. Ella tenía novio. Él la paseaba por las calles, la llevaba al colegio y la llevaba de vuelta a casa. Era un chico alto, fuerte, de veintitrés años, y estaba en la marina. Yo no le conocía, no sabía si era digno de ella. No sabía si pensaba en ella por las noches, si le decía cada vez que podía que la quería, que es hermosa, que es única, la mejor. No sabía si la invitaba a cenar, a un helado, y le limpiaba la cara a besos si se manchaba. No sabía nada de él, pero esperaba que fuera lo suficientemente bueno como para que ella lo quisiese. Solo sabía de oídas, aparte de los comentarios de las chicas de clase sobre que era muy guapo, que era muy celoso. Yo también lo sería si saliese con una chica tan perfecta como ella. Si supiera lo que yo sentía por su chica, probablemente me mataría. 

Durante muchas noches, me había encontrado a mí mismo pensando en ella. Y eso sólo hacía empeorar las cosas, hurgar en la llaga, echar sal en mi herida. Porque, obviamente, ella estaba fuera de mi alcance. Ella seguía atrayéndome hacia ella como un imán, pero sabía que jamás sería lo suficientemente bueno para ella.

Necesitaba escapar, montarme en un avión cuanto antes, hasta Los Ángeles, y me quedaría ahí dos años, hasta terminar bachiller. Pondría tierra y mar entre nosotros, y ella jamás podría encontrarme. No tendría que verla, tal vez incluso la olvidase. Pero sabía que sería incapaz. Era adicto a ella, a su olor, a su sonrisa, a su mirada. Era suficiente verla por el rabillo del ojo para que la felicidad brotase de lo más hondo de mi y inundase mi cuerpo y mis sentidos. Durante los fines de semana, cuando no podía verla, vivía como un zombi, dibujándola una y otra vez en mi cuaderno, hasta que las hojas se me acababan. Dibujaba sus ojos, la curva grácil de su cuello, los dos tirabuzones que se le formaban alrededor de la cara y que ella odiaba. Creí que jamás tendría que enseñarle esos dibujos. 

Pero un día tuve que hacerlo, el día en que sorprendentemente ella vino a llorar a mi hombro. Creía que jamás sería lo suficientemente bueno para ella, que estaba derrochando mi tiempo a lo loco, que ella jamás sería mía, pero ella me vino llorando, diciéndome que su novio era un cerdo, que la había engañado con una chica mayor, más madura y más mujer. Yo estaba impactado, creía que él era lo suficientemente bueno como para estar con ella.  Pero al parecer, me equivocaba. 

Ella lloraba, y yo no sabía que hacer para consolarla, aparte de darle palmaditas comprensivas y torpes en la espalda. Me dijo que sólo yo podía consolarla, que sus amigas montarían un escándalo y que sabía que yo era discreto, comprensible y amable. Me admitió que siempre me había considerado su amigo, que era el único chico en el que podía confiar, que yo la comprendería. Con cada palabra, a mí se me paralizaba el corazón. Ella confiaba en mí, me apreciaba, y yo no podía creérmelo. 

- No soy lo suficientemente guapa, lista ni interesante como para que un hombre me quiera -me dijo de repente, secándose los ojos con el dorso de la mano.

Algo dentro de mí se incendió. ¿Cómo podía pensar algo tan estúpido como eso? Ese fuego me empujó a contarle lo que sentía. Con las manos temblando de la rabia que sentía hacia aquel imbécil que la había hecho dudar de sí misma, saqué de la mochila mi cuaderno de dibujo. Estaba medio roto, gastado de todas las veces que había dibujado en él, pero lo abrí con fuerza. Un par de hojas se cayeron, dibujos de paisajes y de personas que jamás habían existido más allá de mi imaginación. Pasé las hojas hasta encontrar las hojas en las que la había retratado decenas de veces. 

- ¡No es verdad! -le solté medio gritando-. ¡Eres increíble! ¡Eres la chica más hermosa, la más inteligente, la más dulce y la más interesante! ¡Ojalá algún día encuentre a una chica como tú, y ella acepte pasar conmigo el resto de mi vida! ¡Estás mintiendo al decir que ningún hombre te querrá, porque yo te quiero! ¡Te quiero más que a nada en el mundo! ¡Así que no vuelvas a dudar jamás de ti misma! ¡Porque mi corazón sangra si te veo mal! ¿De acuerdo?

Ella miraba los dibujos, con los ojos brillantes y el labio inferior temblando. Me abrazó con fuerza, con tanta fuerza que por un momento sentí que éramos uno. Ella me susurró al oído que necesitaba tiempo, que tenía que poner en orden sus pensamientos y sentimientos. Y yo le respondí que la esperaría lo que hiciera falta.

De eso han pasado tres meses. Nuestra relación de comentarios durante las clases se ha reducido a saludos incómodos por los pasillos. No sé que estará pensando, pero quiero que me dé ya una respuesta. Que me diga que no, que no siente lo mismo. Pero ahora ella se me acerca con una sonrisa tímida que desbarata todos mis esquemas, todos los planes que tenía hechos teniendo en cuenta que ella me iba a decir que no. 

Sentándose a mi lado en la barandilla del patio, me pregunta:

- ¿Me has esperado?

No la miro.

- Siempre -respondo.

Y entonces ella me besa.

Espero que os haya gustado la historia, aunque le he puesto un final más feliz que en la canción. Si os ha gustado, no olvidéis comentar y votar. 

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