XVII - La peor versión...
Jean.
Me sumergí en la variación de los títulos impresos, llenando de extremo a extremo la holgada librería adherida a la pared. Dejé de escuchar a Elán, incluso la voz de Miqueas se perdió en algún punto. Estuve consciente, solo había dejado de oír por un vago y casi perdido recuerdo. No obstante, en cuanto empujé la imagen de aquel chico leyendo un texto inapropiado para su edad, lo primero que percibí fue la inquietud vacilante de Elán.
—¿Eres el último Clausen?
Asentí.
Era el único que podría terminar con el linaje estropeado por mi bisabuelo. El único que tenía la decisión de seguir avanzando con todo lo que mis ancestros habían construido y modificado alguna vez o terminarlo, arrancar las páginas escritas con tinta carmesí y empezar a trazar una nueva historia donde los Clausen no fueran el peligro acechador que se refugiaba tras una empresa textil para distribuir maldad adictiva por todo el continente.
La gruesa risa de Elán sonó en la estancia. De pronto se levantó del sillón y caminó de un rincón a otro en tanto golpeaba ligeramente su mentón con el dedo índice.
—Deduzco que una parte de ti ya está dentro, siguiendo los pasos de tu padre —supuso. Repliqué una corta y sincera afirmación. Ella elevó una mueca, un intento de sonrisa que acabó en una línea tensa—. Así comenzaron todos. Tu abuelo empezó administrando las finanzas de la empresa y luego —chasqueó los dedos—… terminó ampliando la distribución. ¿Te gusta lo que haces, Clausen? —se sentó en la mesita frente a mí.
Me gustaba manejar la textil, dejar los números claros y buscar la manera de hacerla crecer entre los grandes líderes de telas e impedir que volviera a quedarse al borde de la quiebra como antes: cuando mi padre y sus malas inversiones lo obligaron a dejar a más de cien empleados a la deriva, sin nada más que una indemnización mínima.
Yo era responsable de la parte financiera, pero no era como mi abuelo, menos aún, tenía semejanza con mi padre. No imitaría el actuar de ninguno. Quería que L&G se convirtiera en una de las empresas más buscada por la calidad en nuestros productos. Siendo uno de los tantos empleados que ponía horas adicionales de labor, lo que más deseaba era que nos buscarán por nuestro producto y no por aquello que mi padre se negaba a dejar de traficar usando la firma de mi compañía.
Volví a asentir, esta vez dubitativo, incapaz de saber si la respuesta para la mujer era correcta o significaba un paso en falso.
—Tu madre estaría decepcionada de ti —comenzó a decir, en tanto volvía a distanciarse—. Ella…
—Ella me abandonó —irrumpí tranquilo—. Se largó dejándome en manos de ese bastardo. Usted no tiene idea de toda la mierda que vi a lo largo de estos años. No tiene puta idea de quién soy, ¿y se toma la libertad de juzgarme porque trabajo ahí dentro? —entorné los ojos con falsa gracia.
—Para —pronunció Miqueas con tono advertido.
Abandoné el escrutinio severo sobre la pelinegra y posé los ojos en Miqueas, en la posición relajada y su semblante terso, libre de preocupaciones o nervios.
—Paro una mierda —sentencié con aspereza—. ¿Quién es ella para juzgar? Lo ha hecho desde que llegamos. Solo ve como me mira. ¿Quién se cree? ¿Cree que soy como ellos? ¿Eso piensa? —mascullé, echando el torso hacia adelante—. Se equivoca, señora. No me parezco a ninguno de esos sujetos.
Mi enojo se había desatado al expresar alguna de las oraciones anteriores, no sabía bien en cuál, pero la sensación allí estaba: atada en mis puños y mandíbula rígida.
—Sé que no eres como ellos, niño. Eres peor, solo que aún no te has descubierto —replicó Elán, su rostro contraído en seriedad y sus brazos recientemente cruzados evidenciaban algo conocido. Una seguridad que antes había visto—. Esa mirada y tu actitud esconden algo horrible. Estás lleno de una ira que intentas canalizar diariamente, pero en algún momento no podrás controlarla.
—No hay manera —moví vehemente la cabeza.
—¿No? —cuestionó ella, un tono burlón adornaba su voz gruesa—. Lo único que te ha mantenido a raya es una mujer.
—Elán, es suficiente —irrumpió Miqueas, por primera vez, mostrándose incómodo—. Solo danos la llave y vete.
La pelinegra de apariencia serena elevó una de sus espesas cejas y señaló detrás de mí, donde un pasillo se conectaba a alguna habitación que aún no exploraba.
—Las encontrarás en el frutero —comentó, sentándose sobre el brazo del sofá anaranjado—. Tu amigo y yo tenemos que hablar. Vete —su voz despilfarró demanda autoritaria.
El rubio de cabello revuelto se irguió sin emitir sonido quejumbroso y emprendió marcha lenta, aún con sus iris azules clavados intensamente en la mirada oscura de Elán.
—Usted y yo no tenemos nada que hablar —dije e intenté levantarme, sin embargo, al descubrir un ápice de sonrisa curvando sus delgados labios, volví a sentarme sintiendo una leve curiosidad.
—Te equivocas —contradijo y prosiguió—. Tengo un mensaje para ti, de tu padre —enfatizó, quitando un papel celeste del bolsillo de su jogging azul oscuro—. Léelo. Debo decirte algo más después de que lo hagas.
Lo tomé entre sus regordetes dedos y desplegué la nota, circunspecto.
Busca la caja plateada en la primera habitación de la segunda planta. La encontrarás oculta debajo de la cuarta tablilla del piso. Usa lo que hay dentro en caso de rechazar mi ayuda. Ten cuidado, Jean. Se aproximan cosas que están fuera de nuestro control.
Terminar la lectura se me antojó eterna. Repasé las letras una, otra y otra vez hasta entender que se trataban de instrucciones a seguir dentro del corazón de la casa. Me pregunté a quién demonios le pertenecía la propiedad, cómo carajos sabía mi padre que en algún momento llegaría allí, e incluso me cuestioné qué detalles sostenía Elán. Porque sí, de repente, me convencí de que ella estaba al tanto de mucho más de lo que pretendía mostrar o contar.
—¿Quién eres? —solté de pronto, mirándola con reproche y dejes de ser superior.
—No esperaba esa pregunta —sus labios curvaron una mueca ladina, como si quisiera esconder la sorpresa que exponían sus grandes ojos—. Hace una época trabajé para tu familia —confesó, colocando una de sus piernas encima de la otra—. Conozco los secretos de tu padre como nadie en este continente y déjame decirte algo: no existe salvavidas para él. Intentar que emerja de su propia oscuridad solo provocará que te hundas.
—¿Cómo…? —intenté cuestionar, mas me irrumpió.
—Escucha, Clausen, no hay tiempo para confesiones estúpidas. Haz lo que dice la nota; renuncia a su ayuda e intenta poner a esas mujeres a salvo. Y… —una inesperada risa la detuvo, y luego continuó con tono áspero—. Protege a mis muchachos o tendrás una enemiga —guiñó.
El gesto y la forma tan relajada de su expresión me recordó… Ella tenía facciones similares a…
—La despensa y el refrigerador están… —Miqueas hizo pronta aparición, al igual que mi aturdimiento y vaga confusión—. ¿Interrumpo? —inquirió, observándonos con una ceja en alto.
Elán negó en voz alta, yo igual. Lo hice por un hábito humanamente repetitivo, porque no supe cómo gestionar la cantidad de preguntas que surgían en mi cabeza con la misma intensidad del repiqueteo de la lluvia azotando el pavimento de afuera.
—¿Qué carajos hiciste, Elán? —cuestionó mordaz.
—Freud —pronuncié, advirtiendo la manera amenazante con la que comenzaba a aproximarse—. Solo me estaba comunicando que la puerta trasera suele atascarse —me levanté, obstaculizando su camino, tomándolo de los hombros y obligándolo a verme—. La ventana de arriba tiene un desperfecto y… Déjalo. Ella no ha dicho nada.
Sus iris intercalaban de ella a mí, de ella a mí. Daba la impresión de sentirse perdido, enfadado.
—¿Qué te dijo? —exigió entre dientes.
—Nada —repetí, volteando hacia atrás.
Elán nos veía. La culpa y algo más llenaban su rostro.
—Bien —espetó liberándose de mis manos—. Iré por Esmeralda y tú —la señaló, displicente—… deberías largarte antes de que pierda la puta cabeza —masculló y se marchó perdiéndose tras el muro de la entrada.
Miré a Elán, la decepción brillaba en sus iris, pero eso no era todo: la asimilación y aceptación se fundían con la tonalidad café dentro de sus orbes.
—Lo creas o no, merezco eso y más —dijo parándose frente a mí—. Lance puede ser un malnacido, pero fue el único que protegió a mis hijos, por eso nunca lo delaté. Se lo debo —apoyó su mano en mi hombro y se alejó, lento, demasiado lento—. Cuídalo y gracias por intentar cubrirme. Tal vez la maldad de los Clausen termine contigo —añadió, mientras descolgaba un abrigo del perchero junto a la entrada—. Discúlpame con tu novia —fue lo último que pronunció antes de abrir la puerta y despedirse con un frágil intento de sonrisa.
Me quedé parado en medio de la sala, completamente solo, como un idiota; entendiendo poco y nada acerca de la situación. Estuve allí, meditando sobre los sucesos, hasta que la puerta nuevamente fue abierta y unos mechones dorados se asomaron entre la impoluta madera. Y no supe por qué o cómo surgió la sensación, pero la necesitaba, en ese preciso momento necesitaba sentirla tan cerca como fuera posible tenerla.
La abracé sin que lo esperase, sin siquiera darle tiempo a entrar completamente, escondí el rostro entre su cuello y cabello suelto. Respiré hondo, sintiendo su perfume y oyendo una risita sorpresiva.
—Solo unos segundos, por favor —musité sobre su piel.
—Jean…
—Estoy agotado, Mack. Estoy confundido y cansado.
—De acuerdo, de acuerdo. Lo entiendo —suspiró, sus dedos dibujando círculos en mi nuca—. Esto terminará pronto, bestia. Lo prometo —musitó dejando un beso en mi mejilla. Me hacía sentir como un jodido niño, pero carajo, en ese instante debía ser el niño más afortunado del puto planeta—. Ahora, debemos separarnos un poco o Esmeralda me dará una patada —añadió mediante una risa.
Aspiré su perfume una vez más y me alejé, recuperando la serenidad y notando que tras ella se encontraban Esmeralda con una sonrisa tirando de sus labios y Miqueas, quien nos observaba con expresión divertida y una danza lasciva de cejas.
—Gracias —murmuró el último, pasando por mi lado.
—¿Por qué? —lo detuve por el brazo.
—Por la maravillosa vista que me has dado. Ese trasero tiene magnetismo —soltó jocoso.
—Lárgate —lo miré de lado, enfado y con un impulso que opté contener por el bien de su maldito pellejo.
Acotó la señal zafándose del agarre y alejándose con la burla resonando en su boca.
Me daba por las pelotas que la viera de esa manera, me fastidiaban sus comentarios, pero no podía evitarlo, ni siquiera tenía que culparlo. Resultaba difícil no detenerse a mirarla, era en extremo complicado no ponerse a pensar en lo bonita que era. Y claro que afirmaba todo aquello. Sin embargo, para mí, Mackenna significaba mucho más que un cuerpo atractivo: era sueños, charlas largas, consejos por la madrugada y abrazos con la fuerza para hacerte olvidar lo jodido que estás. Era, como había mencionado Elán, quien me sostenía y mantenía los pies conectados a tierra.
Esmeralda atravesó el umbral como rayo y lo último que divisé fue la lluvia, árboles arqueándose a merced del viento y nuestro coche mimetizándose en la oscuridad.
Aquella noche me propuse descansar e intentar recuperar el sueño perdido, pero el destino ya tenía preparado un evento para joderme la existencia.
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