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XVI - Todo por ti

Abril, 2012

Llevaba escondida dentro del cubículo desde un tiempo que no recordaba con exactitud. El reloj muñequera, mi mochila y la botella de agua habían quedado en el casillero del vestuario: aquí dentro no disponía de nada que me ayudara a combatir la sed, menos aún, tenía algo en manos que me facilitara saber cuanto llevaba acuclillada sobre la tapa plástica del retrete. Pero necesitaba mantener el equilibrio, tranquilizar mis latidos y seguir oyendo la plática de dos brujas insensibles y malvadas.

Eso eran Astrid y Luna, unas brujas que se mofaban al comentar de los demás.

—¿No lo has visto? —inquirió Astrid—. Es lo más sexy que tenemos aquí dentro y ni hablar de lo bien que folla —soltó una risa chillona, insoportable. Oírla se sentía como el rasguño a una pizarra—. Debes probarlo. No todos los días se ven especímenes bien dotados como él —dijo entre risitas chillonas.

Sabía de quién hablaba esa zorra, aun así, me contenía. Se suponía que yo no estaba, que no sentía y, por mucho que me disgustara, tampoco era alguien en su día a día.

—Escuché que se enreda con una de las Baltimore —comentó Luna en un murmullo poco silencioso—. Y se dice que ahora tiene buenas migas con la mayor de las Ochiagha —añadió con burla.

Apreté los puños contra las placas del cubículo.

Buenas migas nada. Llevaba dos semanas sin saber nada de aquel idiota y comenzaba a odiar la estúpida sensación de falta. Porque sí, aunque lo negara delante de todos, a mí misma no podía decirme que no echaba de menos su sonrisa burlona y aquellos ojos maliciosos. Lo extrañaba, pero necesitaba tenerlo lejos: por mí, por mi cuerpo acabando de sanar y porque no quería volver a percibir como la respiración se me atascaba en la tráquea.

—¿Te imaginas a Alejandra con él? —Astrid cuestionó ladrando otra risa—. Sería de lo más estúpido. Él es demasiado para algo tan… tan…

—Pequeño —zanjó Luna, compartiendo la burla de su amiga—. La chica es bonita, pero sigue siendo una niña. Nunca podría darle lo que una mujer de verdad le da. Ella no lo soportaría. Tú entiendes.

Podía imaginarla guiñándole el ojo y sonriendo con amplitud.

La risa de ambas se sincronizó con sus pasos y el gemido de alivio que estalló entre mis labios. Se habían marchado, la burla en mi contra y cometarios en torno a mi estúpido entrenador se habían acabado.

Estaba claro que para el mundo yo era una niña. Que Austin estaba prohibido, y que jamás tendría ojos para algo tan insuficiente como yo.

Bajé del retrete con las piernas entumecidas y el equilibrio fallándome a cada paso.

Había estado oyendo la conversación desde que ellas entraron a ducharse mientras escupían cuanto veneno tenían en sus colmillos de brujas. Escuché la duda sobre la sexualidad de un chico llamado Daniel, el cuento falso que se rumoreaba de un romance entre la directora y el consejero del instituto. También oí que una chica de menos de dieciséis años se había acuclillado frente a un hombre de unos veintitantos, que Nydia Eid y mi hermano se entendían demasiado bien, y más.

Giré el cerrojo, abriendo apenas y escaneé el silencioso exterior por la rendija. Salí estirando mi espalda hacia atrás en tanto liberaba el aire con más tranquilidad.

—Me preguntaba cuánto más llevarías escondiéndote —oí desde atrás.

Reconocía aquel timbre, uno que se colaba entre mis pesadillas y hacía despertar, descubriendo que él y su enfermiza presencia continuaban siendo real. No una alucinación paranoica. No algo bellamente siniestro.

Volteé con una mano pegada al pecho y las piernas recuperando lentamente su sensibilidad. Cayden mecía las piernas al frente y atrás, se hallaba sentado frente al espejo de los lavabos. Tenía el cabello rubio revuelto, la sonrisa perfectamente curvada con engaños y promesas vacías. En su mano derecha sostenía una manzana verde, mis favoritas, y en la izquierda una navaja con la que rebanaba pequeños trozos que terminaban prensados entre sus pulcros dientes y humedeciendo sus labios rellenos, casi rojos por pigmentación natural.

—Veo que jamás pierdes el miedo —sonrío. Sus ojos celestes cargaban contención, malicia, necesidad—. ¿Manzana? —inquirió tendiendo la navaja con un trozo de fruta incrustado en el filo de la punta.

—Estoy llena. Gracias —murmuré, pues a la perfección sabía cuánto odiaba que alzarán la voz.

Él rio bajo, y antes de que pudiera notarlo saltó del lavabo, comenzando a acercarse, gestionando palabras ininteligibles, en tanto su anatomía se hacía más y más próxima a la mía.

—Vamos, preciosa, sé cuánto te gustan. Prueba y si no quieres más después del primer bocado me largo sin hacer nada.

Promesas vacías, eso era Cayden. Ruegos desesperados, en eso me convertía cada vez que él se interponía en mi camino.

Asentí en silencio.

Él no tardó. Quitó la fruta cortada del filo sosteniéndola entre sus dedos y alejó el objeto punzante de mi visión mientras me encerraba contra los mosaicos de la pared.

—Abre —ordenó, las pupilas tomando total posesión del celeste en sus ojos—. No me hagas repetirlo —advirtió, su respiración tirante, palpable.

Obedecí separando los labios con lentitud, dejando una pequeña hendidura para que él introduzca el diminuto trozo de fruta y lo deslizará hacia el interior con el dedo corazón.

Me quedé quieta, observando su reacción al tener contacto con mi lengua. Cerró los ojos, solo unos segundos, y sonrió complacido por no haber recibido una negación, por otra vez sucumbir mi valentía y hacerme obedecer su enferma voluntad.

¿Qué objetivo tenía intentar pararlo si siempre que lo intentaba me derrotaba, se descontrolaba y me lastimaba “sin querer”? ¿Cómo lo frenaría si en este mundo su poder y vitalidad valían mil veces más que la mía?

Resbaló el dedo por mi lengua, arrastrando consigo el trozo de manzana hacia mi garganta, apretándose el labio inferior tan fuerte con los dientes que lo vislumbré sangrar. Y cuando logró lo que quería, atragantarme con la fruta, quitó su dedo y llenó mis labios con el líquido carmesí habido en los suyos. Sus manos hicieron lo que quisieron con la piel expuesta de mi abdomen y me quedé allí, inmóvil; sintiendo su lengua áspera contra mi cuello.

Y sin querer, sin buscarlo, comencé a llorar. El líquido tibio descendió por mis mejillas con súplica, y luego de arremeter su boca ferozmente contra mi estabilidad se alejó sonriendo.

—Nunca te hice daño, ¿o sí? —sus ojos combatieron con la indecisión, con el deseo mezclándose con el arrepentimiento.

Bajé la cabeza.

Lo había hecho. Me había herido lastimando a mi hermano, al hacer que mi madre llorara sin contención. Me lastimaba cuando se paraba frente a mí y le hacía uso a aquello que aún no controlaba ni deseaba controlar. Utilizaba la amenaza, el miedo y la sofocación de libertad para herirme y divertirse. Me convertía en su juguete personal.

Bufó, nuevamente, apretándome contra la pared.

—Respóndeme —siseó, sus largos dedos enredándose en mi cuello, ciñendo cada vez más fuerte al silencio—. No me obligues a repetir la jodida pregunta. Responde —masculló, su nariz olisqueando mi cabello revuelto.

El corazón me latía fuerte, como si quisiera escapar de mi pecho y buscar un refugio lejos. Pero no lo había, en kilómetros encontraría seguridad. Antes de ello, Cayden me hallaría y me dañaría como a su retorcida imaginación le pareciera bien.

—Sí —titubeé, sujetando su antebrazo, intentando pararlo—. Me… me lastimas… Cayden. ¡Me lastimas! —repetí, repetí y repetí hasta dejar de sentir la obstrucción del aire, hasta sentir su frente cayendo en mi hombro y mi pecho llenándose de confuso alivio.

—No puedo controlarlo, princesa. No puedo —dijo y se alejó—. Te vi con el amigo de tu hermano —masculló de pronto—. Vi como lo mirabas, como le sonreías. Lo vi todo. ¿Por qué no me miras así? ¿Qué carajos te cuesta sonreírme? —estalló en gritos—. Hago todo… Lo hago todo por ti. Por tu culpa me he convertido en esta basura —su furia recayó en la puerta a un lado de mi rostro—. Por tu maldita culpa hice cosas que no quería y sigues sin verme. Sigues… —prensó la mandíbula, sus iris refulgían violencia.

Lo noté como decenas de veces antes: el odio mezclándose con la necesidad. La indecisión enlazándose con el deseo y el miedo.

En mi lugar solo podía percibir lo último, estaba aterrada de volver a verlo en aquel estado, encerrada porque la única salida de los baños se hallaba a su espalda. Cayden podía serlo todo, menos idiota. Saldría cuando él dispusiera, cuando se hubiera hartado de su muñeca de ventrílocuo y me dejara escapar antes de un nuevo estallido.

—Sigues jugando con mi cabeza. ¿Por qué? ¿¡Por qué carajos lo haces!?

Me apreté contra la pared. Lloré incluso cuando no quería hacerlo porque aquello lo detonaba mucho más. Cayden odiaba que llorara. Odiaba que hipara. Detestaba que mis ojos se hincharan por su culpa. Aborrecía todo lo que hacía y aun así juraba que me amaba, que en sus pensamientos no cabía nadie más que yo. Y luego, cuando su peor lado lo dominaba, demostraba su amor lastimándome, amenazando con herir a mis hermanos si desobedecía sus enfermizos caprichos.

El silencio terminó por enloquecerlo. Se jaló el cabello. Pateó el cesto de basura, descargó todo el odio en una puerta y maldijo mi nombre cuantas veces le fue necesario. Así funcionaba su mente, así dejaba ir la ira que contenía y crecía día a día, porque Cayden no creía en medicinas… No quería sanar. No buscaba salidas. Quería lastimar. Deseaba enseñarle al mundo lo que un poco de enojo combinado con locura podían hacer. Y yo era la primera de sus víctimas, porque estaba segura de que habría más. Tantas que él ni se molestaría en recordar.

—¡Maldita seas, Alejandra! —gruñó estrellando el puño cerca de mi cara—. Maldita seas —descendió la voz, poco a poco normalizando la respiración.

—Lo siento —dije entre lloriqueos.

Lo sentía de verdad. No por él ni por mí, sino por Blas, que en cada rechazo mío se veía atormentado de golpes, de moretones que tardaban días en marcharse de su rostro. Lo sentía por su hermana, que afrontaba sus ataques cada semana.

—¡Lárgate! —bramó frente a mí—. ¡Lárgate, maldita!

No dudé.

Salí corriendo en cuanto se alejó. No miré atrás, apenas conseguía distinguir lo que tenía enfrente. Abandoné el gimnasio vacío, como siempre que él aparecía y salí al exterior. Olvidé todo: mi mochila, el reloj y la sed que antes sentía. Olvidé cómo mi madre me llamaba cada mañana y en la dirección que vivía. Solo corrí hacia una esquina calles abajo y paré allí, exhausta y sin saber a dónde demonios correr.

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