XV - Todo tiene un precio
Jean.
Tras la partida de los Boyko, recibí una llamada, oí un plan de quién nunca esperaba recibir nada. Al comienzo me negué a escuchar la dureza áspera en su voz. No obstante, negarme a hacerlo me habría privado de percibir la salida alterna que él había formado con el propósito de ayudarme, a mí, a quien lo único que había hecho en años pasados fue dificultarme el trabajo de solo existir. Pero no volvería a dejarme engañar por su falsa bondad. Sabía que detrás de sus acciones benévolas se ocultaban las verdaderas, esas que en vez de pedir gratitud en palabras demandaban favores y sugerían pagar un alto precio por una mísera contribución.
Acepté. Una vez más accedí a cumplir las órdenes que impusiera porque necesitaba un recurso, estaba obligado a meter a tantas personas como fuera necesario para salvarlas a ellas, para evitar que Cayden Eid volviera a demostrar el amor enfermo que alegaba sentir por Mack con violencia, con tantos daños que resultaba complicado imaginar repararlos.
Por temor y algo de desesperación decidí tomar la contribución a cambio de un pago que a futuro pondría mi relación en desbalance, al borde del abismo y sobre un peligroso hilillo que se cortaría por culpa de las dudas, la inseguridad y mía. Porque si todo acababa sería culpa mía.
—Debiste mandarlo al carajo —los dientes de Miqueas rechinaron.
En cuanto salimos de la habitación para guardar el equipaje dentro del coche, lo puse al tanto. Su primera reacción fue reclamarme, decirme que era un estúpido inconsciente, que estaba mal de la cabeza por haber hecho tal idiotez, pero luego, ya más alejados de los frágiles cristales del vehículo, lo arrasó el enfado, el odio hacia quien me había llamado y forzado a tomar la decisión.
—Tal vez tengas razón, soy un idiota, pero luego lo pensé. ¿Y si usarlo puede ayudarnos a terminar con esto? —intenté explicar—. Míralo de este modo: el jefe quiere protegerla porque ella podría tener la respuesta acerca del accidente y necesita a Cayden fuera del juego porque es un riesgo para Mack y la libertad de los socios. Debe mantenerla fuera del alcance de Cayden, y nosotros queremos lo mismo. Por razones diferentes tenemos el mismo propósito —añadí en tanto ambos nos dirigíamos a la entrada principal del hotel.
—Y en cuanto esto acabe tendrás que asumir el costo —el inconformismo llenó las arrugas surcadas en su entrecejo—. ¿Pensaste en lo que dirá ella, en lo que sentirá al verte tomar el control de algo que has repudiado toda la vida? —me observó serio, como si realmente le importara obtener la respuesta de aquella duda—. No lo sé, Jean, esto me huele a trampa bien desarrollada. Mackenna es la carnada para que tú muerdas el jodido anzuelo, ¿y sabes qué? Estás a punto de morderlo porque quieres creer que por una vez en la historia se preocupa por ti y es una idiotez. Solo eres un empleado más, eres el objeto viviente que cumple sus caprichos porque tienes la absurda idea de que aún pueda cambiar cuando no es así.
Los tonos sombríos del vestíbulo no eran tan gélidos en comparación con el tono cruel tiñendo de gris todo mi mundo tras la réplica de Miqueas.
Era cierto, aún mantenía la esperanza de que el jefe cambiara, que por una vez me viera y notara lo mucho que deseaba que dejara aquel mundillo avaro y colmado de maldad. Necesitaba que por una vez en la historia de mi vida fuera el sujeto que me sostuvo en brazos al nacer, que volviera a ser el hombre que se despertaba a mitad de la madrugada para calmarme después de una pesadilla infantil. Necesitaba que dejara de ser mi estúpido jefe, que por una vez en la maldita vida tomara su rol de padre.
¿Era mucho pedir? ¿Cuánto debía rogar por una muestra de afecto o por oír al menos un «lamento no haber sido mejor ejemplo»?
—¿Y qué quieres que haga? —si él tenía la respuesta quería oírla.
—Usarlo. Tienes la capacidad de tomar sus ideas, modificarlas y hacerlas tuyas. Puedes tomar todo lo que te ha enseñado y mostrarle a quien ha creado sin darse cuenta.
Me limité a observar sus pasos relajados, como si no acabase de pedirme que me convirtiera completamente en el hombre que había priorizado su trabajo y dejado a su único hijo de lado, al cuidado de una mujer que me educó basándose en evitar copiar los actos de un sujeto reprobable.
Avancé pensativo, en tanto él impedía que las puertas del elevador se cerraran.
—¿Crees que puedo cuidarla sin convertirme en un monstruo? —inquirí una vez estuve a su lado, dentro de un cubículo reluciente y ajeno a los sonidos del exterior.
—Tu humanidad es más fuerte. Confía en ti —replicó, viéndome sincero.
Ese era el problema: la desconfianza, el miedo de ser cruel y acabar tan dañado que nada ni nadie me pudiera reparar.
Jugar a ser el héroe no siempre acaba bien. En ocasiones los héroes terminan convirtiéndose en villanos despiadados y no quería acabar de aquel modo. No buscaba ser como los demás solo por intentar resguardar todo lo que amaba.
—Forma los planes y si sientes que no puedes llevarlos a cabo, me encargaré yo. Nadie puede obligarte a tomar el riesgo, además… —se detuvo, una risa baja llenó su paladar y continuó hablando así: medio en broma, medio serio—. Tienes un peón que no teme cumplir órdenes. Seré bueno y dejaré la oferta abierta hasta el anochecer —al final estrechó mi hombro y me sacudió con gracia.
—No necesito que te arriesgues —ceñí los dientes.
—¿Riesgo? —se mofó parándose frente a mí. Su mirada tachándome de crédulo y la rígida línea sobre su boca exponían cuán confundido se encontraba—. No voy a arriesgarme por ti, lo haré por ella —elevó la voz y negó con la cabeza, intentando creerse lo que decía—. Todo tiene un precio. Mi ayuda no es la excepción de nada —aseguró alzando la mirada.
No supe responder. Solo pensé y pensé en los beneficios y las contradicciones de su propuesta.
El precio del trato no distaría mucho del pago a realizar con mi padre, sin embargo, tener a Miqueas cerca me daría la ventaja y libertad de una minuciosa supervisión. Lo controlaría yo, no al contrario.
~∞~
Al llegar la noche el cielo comenzó crujir en truenos. Parecía que las nubes iban a quebrarse en trozos pequeños y desperdigarse sobre los suelos, no obstante, con cada estruendo la llovizna incrementaba. Las gotas eran demasiado finas, se precipitaban a caer con rapidez y obstaculizaban la intención de percibir más allá de los cristales enturbiados por el calor retenido de nuestras respiraciones, en contraste con la gélida llovizna de fuera.
Miqueas conducía a prisa. Esmeralda estaba a su lado, callada, cada tanto limpiando el cristal con la manga del suéter en un vago intento por visualizar las tiendas y la reducida flora adornando la ciudad. Mas era difícil, la lluvia y el vaho que se impregnaba raudo impedían que su intención durase apenas unos segundos.
Mack se hallaba sentada a mi lado, sus dedos enlazados a los míos y una de sus rosadas mejillas apoyada sobre mi hombro. Parpadeaba pesado, el sueño había llegado a ella mucho antes del horario habitual, pero no dormiría. Jamás lo hacía, si no se encontraba con la cabeza apoyada en una almohada, despojada de prendas y con una sábana cubriendo sus atributos desnudos, no lograba concebir el sueño.
Llevaba varios minutos observándola. Por la tenue iluminación dentro del vehículo podía apreciar la punta de su pequeña nariz en un tono rojizo; como cerraba los ojos con lentitud y luego se esforzaba en abrirlos y se quedaba viendo entre los asientos delanteros, donde la mano de Miqueas se posaba para realizar los cambios de velocidad.
Notaba el rubor avivando el color en sus mejillas, sus labios húmedos entreabiertos y la manera distraída en la que acariciaba una parte de mi mano.
Y solo eso, verla actuando sin pensar, me hacía sentir enteramente lleno, completo por tenerla cerca y obsequiándome un gesto que inconscientemente demostraba el cariño que temía declarar.
—Te quiero, pecadora —dejé un casto beso sobre su frente.
Sonrió, estrechando suavemente mi mano y pegando un poco más su cuerpo al mío.
—Te quiero más —susurró, su voz somnolienta apenas escapó en un hilillo bajo.
Sentí una punzada en el estómago, una sensación extraña que me recorrió entero.
Inhalé hondo para controlarlo.
¿Qué era? ¿Satisfacción? ¿Plenitud? ¿Orgullo? No lo supe de inmediato. Demoré algunos segundos en comprender que era todo, todo lo que había querido y necesitado oír desde hacía tiempo. Las palabras exactas que me impulsarían a continuar hasta escucharlas a diario.
Minutos más tarde, Miqueas aparcó frente a una propiedad mediana, con poca vegetación y prohibida de cualquier color vivo.
—Es aquí —anunció soltando un sonoro suspiro.
Se frotó el rostro con las manos, me observó a través del cristal retrovisor y asintió poco antes de cubrirse la cabeza con la capucha de la chaqueta oscura que esa noche llevaba puesta y descendió del coche. Bajé siguiendo sus pasos por el camino de concreto unido a la entrada principal del lugar.
Una puerta de madera blanca y un tapete con la palabra “bienvenidos” era todo lo que se visualizaba bajo la sosegada iluminación del pórtico.
Miqueas llamó pulsando el botón plateado incrustado a un lado de la puerta. El sonido del timbre resonó en las paredes del interior. Una mujer de edad media apareció abriéndonos con seriedad, con una mirada similar a un escáner analítico y el cabello negro recogido en una coleta rígida.
—¿Caballeros? —alzó una de sus espesas cejas, desplazando sus ojos de manera inquisitiva, tal vez queriendo mostrar la rudeza que ya repercutía en el tono agudo de su voz.
—Elán —Miqueas asintió levemente a modo de saludo.
—¿Quién es tu amigo? —indagó clavando sus iris oscuros en mí, repasándome de pies a cabeza como si quisiera descubrir lo que ocultaba tras la ropa. Mas luego sonrió y, como si acabara de hallar un tesoro, añadió—: Dame el cargador y la bala, quédate con el arma.
Fruncí el ceño. Miré al rubio, quien ladeó la cabeza entornando los ojos e indicó que obedeciera. A continuación, saqué la fusca del bolsillo interior de la gabardina que me abrigaba. Quité el cargador bajo los penetrantes ojos de aquella mujer y dejé caer el proyectil restante sobre la mano que antes había tendido para recibir el cartucho.
Llevaba días escondiéndola y hasta el momento nadie se había percatado de su existencia. Ni siquiera Mack que se la pasaba tocándome sin pudor alguno y ella, Elán, lo había descubierto tan solo viéndome.
—¿Me dirás el nombre de este niño? —le preguntó a Miqueas, cediéndonos el paso al interior de una estancia abastecida de estanterías repletas de libros y adornos llamativos.
—Es decepcionante que no lo reconozcas —replicó él, dejándose caer con los brazos extendidos en el sofá naranja y parches amarillos ubicado frente a una mesita de centro de madera blanca.
Me asomé a la biblioteca pegada a lo largo y alto de la pared. Los colores y apellidos variaban.
—Refréscame la memoria, cariño —dijo con tono meloso—. Tú —profirió alzando la voz. Parpadeé alejando la visión de los títulos y me obligué a responder su llamado de atención—. ¿Ves algo de tu interés? —entornó los ojos.
Negué enterrando la mirada en el borde gris de la alfombra bajo la mesita.
Mi niño interior quiso decir que sí, que reconocía la mayoría de los títulos, pero mi yo adulto desistía de ser un fanático de la literatura. No por miedo o vergüenza, más bien porque leer había sido un ritual para olvidar y sumirme en diferentes mundos, donde mi padre y sus gritos no existieran: donde el único miedo latente era llegar al final de las páginas y descubrir que no había más historia, que aunque no lo quisiese debía desapegarme y abrir una obra diferente.
Comenzar de cero. Los libros para mí eran eso: un constante comienzo.
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