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XIII - Fuerza transmitida

Mack.

Siempre tuve el extraño deseo de borrar las imágenes del pasado en mi cabeza, de quitar los fragmentos de algunas personas que vivían innecesariamente entre mis recuerdos.

Deseaba que aquel entrenador nunca hubiese llegado al garaje de casa. Soñaba con que ningún Cayden hubiese existido en mi vida pasada, que mi hermano nunca hubiese tenido que sufrir las consecuencias de la enfermedad de aquel chico caprichoso e insano. A veces fantaseaba que en mi familia no existía nadie llamado Dmytro, o Zev, tan solo él, Edrick y sus vagas palabras.

Pero soñar se hacía en las noches, en porciones tan efímeras que a veces ni se las recordaba con precisión. Desear era normal, aun así, pocos eran los deseos que realmente se cumplían dentro de la realidad terrenal. Y los anhelos se vinculaban a la voluntad; dependía de fuerza e intensidad para correr tras ellos. Suponía que los míos eran un vago intento, pues jamás los conseguía. Sin importar cuán fuerte corriera o peleara, seguía teniendo a esos hombres en mi familia.

Zev, Dmytro e incluso Edrick existían. Y aunque no quisiera a dos de ellos, eran mi familia. La que mi madre me había dejado sin haberlo deseado, porque sí, Claudia Boyko se había escapado por una razón: olvidar que la parte oscura de su familia seguía latiendo en los parajes del mundo.

Los tres estaban en la habitación: Dmytro analizando todo a través de una mirada severa, cargada de prejuicios y dominación. Zev, sonriendo con el mismo brillo colorido que la tinta en su nívea piel, mostrando su fortaleza con un porte relajado, exhibidor de los diseños junto a las rosas rojas en su cuello y mano. Edrick se hallaba parado junto al silencio, sereno, observándome con la esperanza de hablarme luego de que el cristal de hielo y el navegante ambicioso cumplieran su misión de informarme aquello que según sus viles creencias “desconocía”.

—Es hermoso ver la familia unida —comentó Miqueas, el tono sarcástico y la sonrisa curvada en sus labios indicaban lo entretenido que le resultaba todo.

—Hermoso sería que cerraras el pico —replicó Zev, el gesto inocente alzando sus comisuras se atribuía a una broma a medias.

Con Zev todo era así: medias verdades. Juramentos divididos. Promesas cortadas al medio con tijeras. Para él todo era chiste, bromas que al final de pronunciarlas se percibía el tono amenazante, el miedo que buscaba instar, en tanto su rostro de niño bueno sonreía atento a su intimidada víctima.

—Mack —emitió Jean, su aliento acarició mi piel, tan suave como su tono arraigado a los susurros.

Volteé el rostro, apenas. Él se encontraba con el pecho pegado a mi espalda, sosteniendo mi cintura con ambas manos, como si temiese que hiciera lo que pensé hacer en el instante dado en el que los tres hombres Boyko entraron a nuestra habitación.

Sus ojos castaños brillaban con advertencia y, en cuanto sus manos afirmaron el agarre en mi carne, entendí la indirecta, esa advertencia suplicante que gritaba «¡Quédate quieta!», sin usar la voz.

—Si no paras ahora los mandaré a la mierda —advirtió, sus labios pegados a mi cráneo y la diversión tentándome desobedecerlo.

Deseaba que lo hiciera, con todas las ganas quería que los echara fuera y nos quedáramos solo nosotros dos. Pero no, tenía que parar y razonar, oír la noticia que ellos habían traído desde tan lejos.

—Oleksandra! —pronunció Dmytro, su tono demandante y el nombre que por momentos olvidaba que me pertenecía me hizo voltear a verlo con presteza, como si la sola entonación me hubiese enredado y jalado la atención al gris claro en sus ojos.

—Mene zvaty Makenna —farfullé en respuesta—. No lo olvide, dyad’ko —enfaticé, mordaz.

Dmytro no gestionaba el idioma con fluidez, sin embargo, poco fue de mi interés. Si no había entendido, tenía la alternativa de preguntar a cualquiera de mis primos. Zev amaba hablar cuanta estupidez se le ocurriera, él le respondería sin objeciones, tal vez añadiendo alguno de sus elaborados insultos para acrecentar la rigidez en el rostro de su progenitor. Por otro lado, sabía que Edrick se limitaría a regresarle la mirada con la respuesta deambulando en sus ojos claros.

—Makenna —emitió paladeando cada letra—. Tu padre escogió ese nombre —comentó con calma, parando entre sílaba y sílaba.

Zev sonrió, la socarronería ascendiendo sus comisuras. Edrick se cubrió el rostro, el desinterés y el fastidio eran obvios. Miqueas soltó una risa, el tedio estaba claro en el sonido acre de su garganta. Jean me apretó más la cintura, sosteniendo, evitando que me fuera contra la idiotez de Dmytro y le gritara que era un malnacido.

Impropio, así me sonó lo que había dicho. Pero, así como Esmeralda hizo, apreté los dientes y me tragué la irritación con fuerza. Resistí dibujarle cinco dedos en carmesí por respeto a su hermana, mi tía; por el cariño que sentía hacia Edrick y la consideración a Zev, y porque aunque no aceptase completamente la idea, también era mi familia y había aprendido que en este plano terrenal el lazo familiar era lo más invaluable que se podía llegar a tener.

—Padre —llamó Edrick, la advertencia registrada en su voz.

—Deja de decir tonterías —advirtió Zev, repentinamente adusto.

Dmytro masculló algo ininteligible en nuestro idioma, sin embargo, y a juzgar por su expresión casi colérica, supuse que había lanzado un improperio. Luego, asintió con la mirada clavada en la intensa seriedad de mi primo menor.

—Diles —procedió él, tan breve como siempre.

—Bien —sonrió Zev, llenando el espacio vacío en el sofá—. Cuando Esmeralda nos llamó y puso al tanto, comencé a hacer algunas averiguaciones, nada del otro mundo —alardeó, apoyando sus brazos sobre los muslos y mirándonos de uno en uno, como si su revelación fuera a dejarnos pasmados—, y tal como lo supuse en su momento, acerté. Tu amor ha regresado —me observó, serio, analizando mi expresión en compañía del silencio.

Jean acarició mi cintura por encima de la prenda. Fruncí el ceño, pensando, recapitulando a quién Zev llamaba así, y cuando lo hice, cuando memoricé a quien le pertenecía aquel estúpido mote, me temblaron las piernas, abrí los ojos hasta que me ardieron de horror, el pulso latió con miedo en mi garganta y tuve que esconder el temblor de mis labios con las manos.

Quería llorar. Una vez más me había hallado. De nueva cuenta me tendría a su merced. Volvería a ser su muñeca. Volvería a dañarme hasta la forma de reflexionar. Otra vez arremetería contra mi voluntad y la haría suya. Volvería a dañar a quienes amaba… Jean, Esmeralda, e incluso el rubio tarado de Miqueas, sufrirían las consecuencias de estar a mi lado, por ser mi familia.

—Hey, hey —murmuró él, sosteniendo ambos lados de mi rostro entre sus manos—. Estoy para cuidarte el trasero y no creas que tu novio es tan idiota. Si lo fuera no seguiría aquí —sus labios apenas se alzaron. Negué, nadie pudo protegerlos antes—. Escucha. No vamos a dejarte. No estás sola, ya nunca lo estarás, ¿está bien? Dilo, Mack. Dime que no permitirás que este hijo de puta te vuelva a quebrar. Dilo —exigió con suavidad.

—Por favor —musitó Jean, su aliento calentando mi cuello.

Parpadeé, conteniendo las ganas de echarme a llorar, y le sostuve la mirada al chico de ojos tan transparente como una lámina de hielo. En sus iris de intenso azul había seguridad, una promesa que no se rompería jamás y en los dedos que deslizaba una y otra vez por mis mejillas portaba fuerza, una que poco a poco comencé a sentir.

Sentía el calor corporal de Jean pegado a mi espalda, su mentón descansando en mi hombro y sus manos aún sosteniendo mi cintura. No obstante, también percibía su tacto siendo mi batería y su calidez completando los huecos vacíos de decisión mezclada con amor. 

Lo amaba, amaba a casi todas las personas dentro de la habitación y no dejaría que el capricho de un hombre enfermo me los quitara. No dejaría que esta vez su bestialidad ganara. ¡No! No más debilidad.

—No dejaré que me dañe —murmuré.

Frente a mí vi una sonrisa orgullosa y a mi lado oí una exhalación aplacada.

—Te quiero —susurró Jean, y besó mi mejilla.

—También yo —bromeó Miqueas, soltando una risita divertida.

Jean le masculló que se fuera al carajo y le empujó el hombro, obligándolo a que me quitara las manos del rostro. Aquella acción hizo que el rubio se riera más, que Dmytro y mis primos miraran sin creerse completamente lo que pasaba.

—Debemos seguir con lo planeado —carraspeó Esmeralda.

Asentí, aún sentía escozor en los ojos, pero no me echaría a llorar, no teniendo a tres personas que estaban ahí para sostenerme aunque les provocara daño.

Debía ser fuerte. Esta vez tenía que prevenir el caos que Cayden podía desatar, debía pensar en cómo detenerlo y ayudarlo a regresar de donde se suponía que jamás debería haber escapado: el psiquiátrico.

Edrick me tendió su móvil, allí había un texto en nuestro idioma: «perdóname por no estar antes» adjuntado a una dirección, un número telefónico e instrucciones dirigidas para la bestia y el fugitivo.

—Los ayudaré —dijo bajito, como si su buena intención estuviera prohibida.

Lo miré con agradecimiento y sin contenerme más lo abracé. Antes había sido un pequeño de corazón gigante, de los pocos niños que mostraba su afecto sin temor al qué dirán. Pero creció, algo le había sucedido y su afecto junto al gran corazón que profetizaba amor se internaron en el silencio. Aun así, sabía que tras su mutismo seguía portando buenas intenciones, humanidad y calidez necesaria para replicar el contacto de un abrazo.

—Él tiene razón. No estás sola —añadió, estrechándome fuerte, como se hace cuando has extrañado a alguien—. Ahora nos tienes a nosotros, mol’.

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