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VII - Confusión y provocación

Mack.

¿Familia perfecta? No, eso jamás.

Sí, mis padres fueron cariñosos, me dieron el mejor regalo al educarme con valores justos, pero la perfección en el ámbito familiar para mí seguiría siendo desconocida. Si hubiéramos sido la familia perfecta nunca habríamos tenido que abandonar Ucrania por culpa de las miradas que recayeron sobre mi madre. No habríamos huido en plena madrugada por miedo a que los demás supieran de nuestra breve visita a un hermoso país donde habitaban bestias sedientas de poder e incitación al terror.

Si hubiéramos sido la perfección hecha familia, mi padre jamás habría implementado la regla de desvinculación a cualquier hombre Boyko. Pero la imperfección en ellos me hacía quererlos, hacía que los amara con locura e incluso que los defendería con dientes y garras porque eran mis padres. Nadie tenía derecho de deslegitimar mis apellidos; eran míos, mi familia, mi sangre y la defendería contra toda acusación pese a que fuese una afirmación idónea.

Intentaba recomponerme de su fatal señalamiento y hacer lo de siempre: mirarlo y negar. Quería quitarle valor a su feroz y tan hiriente señalamiento hacia los míos. Quería protegerlos como acostumbraba, mas no podía. Contra él y la firmeza en su habla, yo no tenía alegato relevante que me ayudara a refutar aquello que intentaba hacerme ver; y lo odiaba, aborrecía permanecer bajo la atenta mirada del chico que ahora podía reconocer como Miqueas y la del hombre que amaba. Odiaba sentirme tan tonta, tan confundida y enojada.

—¿A dónde vamos? —inquirí, observando a través de la ventanilla.

Reconocía los edificios, las estrechas calles y el particular aroma a comida que se percibía al pasar frente a los restaurantes del centro, pero necesitaba oír una voz que disipará el espacio en blanco y renegado de mi cabeza. En verdad lo necesitaba o acabaría el día en un estallido de groserías y gritos mordaces contra quienes estuvieran frente a mí.

—Sabes la respuesta a tu pregunta idiota —Miqueas respondió con tono aburrido.

Desde que me obligó a entrar al coche algo se había perdido en sus ojos azul claro. Pues, antes me miraba jocoso, con aquel toque suyo que alzaba una imperiosa sensación de estar parada frente a un mundano altanero, pretencioso y mucho más arrogante que cualquier hombre banal. Sin embargo, ahora destilaba enfado, sus ojos me veían con recelo y un sentimiento de reproche que poco lograba alcanzar en comprensión.

—No te dirijas a ella como tu inferior —aseveró Jean.

Le habría sonreído orgullosa de ver que me protegía del mismo modo habitual, mas me encontraba ofendida por comprender que en aquella situación yo parecía ser una niña ciega que caminaba por donde sus superiores la arrastraban.

—Inferior, bonita definición para pronunciar cuando la pruebe y tú veas como el maldito imbécil cobarde que eres. ¿Te gusta cómo suena eso, viejo amigo? —arrastró su pregunta con ironía y un tono desdeñoso que preferí omitir a cuál de nosotros dos iba dirigido—. Yo follándome lo que es tuyo y tú mirando sin poder impedirlo. Solo imagina sus gemidos con mi nombre.

Sonrió, sus comisuras se desplazaron con simpleza; dejando entrever la pulcritud y perfecta alineación que se escondía tras la fina y delicada cortina de sus labios, reluciendo enorme y libremente la satisfacción que le provocaba el ver a mi chico apretando sus dedos contra la cubierta de cuero negro que envolvía al timón.

Su comentario engendró asco en mí, la sensación de estar lidiando con un ser cuyos intereses despertaban el desprecio y la necesidad de marcar kilómetros de distancia.

Jean se percató de aquello, de la manera tan incómoda con la cual miraba al chico sentado en el asiento posterior, a centímetros de distancia de mi cuerpo, lo notó así como yo percibí la cólera y fuerza con la que apretaba su mandíbula. Jamás antes había llegado a ver esa combinación en él, pero impartía preocupación y miedo. Me aterraba que perdiera el control del mando y se descarrilara embistiendo otro coche.

Sus ojos cafés se detuvieron en los míos por un tiempo que sentí nulo, aun así, a través de una mirada engañosa, pude hacerle saber que estaba bien. En un instante volvió sobre la carretera, cerró los párpados y los abrió, calmando la tensión de sus dedos aferrados al timón, soltando suavemente su respiración en un arduo intento por contrarrestar el enojo y la firmeza con la que ceñía los dientes.

—Iremos por Esmeralda. Tenemos que dejar la ciudad por unas semanas —replicó, volviendo a sujetar la postura dulce que yo amaba ver en él—. Prometo explicarte todo. Lo juro, nena —añadió precipitado, volteando escasos segundos para ver un asentimiento dudoso de mi parte.

Confiaba en mi novio, tenía la certeza de que todo lo que estaba sucediendo tenía una explicación lógica, razonable y por mucho que me negara, dolorosa.

Era tonta, pero no lo suficiente para desentender que uno de mis apellidos estaba involucrado, solo deseaba que no fuera el de mi padre: podía soportar lo que fuera viniendo de un Boyko, pues sabía que mi madre había sido un cuervo albino entre ellos, tan oscuros predadores de poder. En cambio, de un Ochiagha no, y no porque fuese una chica irracional, si no por qué me conocía, sabía que no podría lidiar, asimilar y aceptar que ellos eran totalmente diferente a lo que había conocido de pequeña.

—¿Todo? —espetó Miqueas con tono intrigado, y con la burla curvada en sus comisuras continuó—: No serías capaz de contarle todo sin excluir algún detalle que te joda la mísera existencia. Reserva la hipocresía para tu papi, Jean. Acepta que ella jamás sabrá toda la verdad porque eres un cobarde de mierda, más aún cuando se trata de ella. Tu puta debilidad —masculló.

—Tu palabrería no tiene el menor efecto en mí. Pero que te quede claro, Mackenna es mía, no me interesa como la califiques tú o como la califiquen los demás, ella siempre será mía —sonrió viéndome a través del cristal retrovisor.

Le regresé el gesto con esfuerzo. Sí, era suya. Sin embargo, no en aquel contexto. Yo no era algo u alguien que él pudiese marcar o adquirir por unos cuantos dólares. Jean lo sabía, pero dadas las circunstancias y la voracidad con la que Miqueas se dirigió hacia él e incluso hacia mí tachándome de «su debilidad» pensé que esa había sido su única ocurrencia para protegernos.

El rubio sentado a mi lado resopló una grosería y volteó la cabeza apretando duramente los dientes, resaltando la perfecta definición de la línea de su mandíbula y pómulos. Era bonito. Supuse que dado al nivel de seguridad en su andar, él tenía conocimiento de lo agraciado y bien atribuido que estaba con su belleza. Superficial. Claro estaba.

Dudaba que detrás de esa mirada tan hosca y fría hubiera algo agradable que se pudiese admirar sin omitir la rudeza o el brillo desdeñoso que él sacaba a relucir sin miramientos. Menos aún, podía encontrarse algo bueno en Miqueas cuando tenía la manía de abrir la boca para despilfarrar comentarios tajantes o libidinosos, según su conveniencia.

Dejé de escrutarlo con tanta profundidad cuando el coche hubo aparcado lentamente frente a la amplia tienda que reconocía por el característico aroma a cacao que se percibía delicioso desde el exterior.

Moví la cabeza con prisa, observarlo con tanto énfasis me hacía percibir la belleza que deseaba que también portara en su habla gélido/altivo, tratando de alejar la curiosidad que él despertaba frenéticamente en mí, observé el muestrario de dulces, pastelillos y pasteles perfectamente decorados al otro lado de la vidriera. Desde mi lugar no lograba ver demasiado, pero sabía que estaban allí, deleitando visualmente al gentío que diariamente pasaba frente a ellos.

—Debo ir por Esmeralda —dijo Jean, observándonos a través del cristal rectangular—, cuídala, no tardaré —le advirtió a Miqueas antes de voltear y verme con una sonrisa de disculpa—. Debes quedarte, solo serán cuatro minutos en los que voy por tu tía, ¿está bien? —sus ojos crispaban prisa.

—Estoy bien —respondí con un asentimiento de cabeza.

—De acuerdo —suspiró calmo—. Te quiero —musitó pocos segundos antes de abrir la puerta del piloto y bajar mientras ajustaba los botones del saco gris claro a su tonificado abdomen.

Su voz apenas escapó en un leve y claro susurro, sin embargo, yo conocía sus labios, sabía interpretarlos, leer cada movimiento, cada palabra o sonido que de ellos escapara. «Te amo» pensé en responderle, sin embargo, mis palabras siempre quedarían sepultadas allí; en un pensamiento. No tenía el suficiente valor de confesarle lo mucho que lo amaba, nunca lo tendría coexistiendo en mí el temor de perderlo.

Jean rodeó tranquilamente el coche, mas pude percatarme de los pequeños movimientos que hacía al voltear a los lados; lo hacía con seriedad, con tal elegancia que cautivaba.

Suspiré al ver su ancha espalda tensándose ligeramente al pujar la puerta de pesado cristal hacia el interior de la tienda.

—No puedes fingir…, no con todos —Miqueas zanjó el silencio exhalando una risa por la nariz—. ¿No te duele callar tantos sentimientos? —inquirió adoptando expresión interrogante.

Claro que me dolía, cada día el silencio me pesaba más y más, pero debía tragarme las palabras, sofocar el anhelo. Debía reprimir el deseo de confesarle a Jean todas las maneras en las que estaba perdidamente enamorada de él. Debía seguir observándolo con el deseo de profesarle todos mis sentimientos picándome en la punta de la lengua. Acallar todo lo que él me hacía sentir pesaba, no obstante, aquel peso no dolía tanto como me dolería su pérdida.

—Es mejor así —respondí volviendo la mirada al cristal.

—Es mejor así —repitió Miqueas a través de una risita que interprete seca, rebosante de conformismo—. Me he dicho eso tantas veces que ahora solo me parece una frase solvente, una constante excusa para no tomar lo que quiero, para no marcar territorio de un sitio que por ley primitiva me pertenece.

Entrecerré los ojos, analizando el extraño brillo en sus orbes azul gélido y la ligera pero muy notoria mueca de asco en su pálido rostro. Deseé retroceder la mirada antes de que él pudiera percatarse, sin embargo, cuando pude darme cuenta de mi insistencia por descubrir qué pensaba, él ya asía firmemente sus dedos contra la oscura tela de sus pantalones de mezclilla rasgados, fue tarde. Demasiado tarde: sus labios se curvaron con cinismo y sus ojos crisparon tal emoción que no supe interpretar con la suficiente prisa para apartarme, abandonar el coche e ir en busca de Jean.

Miqueas se aproximó lamiendo su labio inferior, dándole un brillo húmedo que se me antojó asqueroso, repugnante en todo aspecto, y muy indiferente a la expresión desagradable que presentaba yo en ese momento dejó caer su mano en mi muslo, apretando deliberadamente la piel descubierta por encima de mis rodillas.

Me observó insatisfecho al no descubrir algún resultado positivo reflejándose en mi rostro, y escasos segundos después tuvo la osadía de acercar peligrosamente su rostro al mío, sin quitar la sonrisa de su boca, divirtiéndose al presenciar como poco a poco mi cara adquiría un color rojizo fúrico.

Lo detestaba, acababa de descubrir su nombre y ya lo odiaba.

—Tú… en parte también me perteneces —susurró, respirando forzosamente cerca de mi oreja.

Lo empujé lejos, mirándolo con desprecio y una extraña necesidad de respuestas.

Nunca fui del tipo de mujer que mal juzgaba de primera impresión. De hecho, jamás había tenido la necesidad de criticar a nadie y me habría encantado continuar la vida sin opinar sobre la personalidad de alguien. Alguien a quien, por cierto, acababa de conocer por una razón desconocida, inexplicable. Sin embargo, Miqueas parecía esforzarse demasiado en quedar como un completo imbécil ante cualquiera que estuviese frente a su perfecta y estúpida nariz.

Lo reafirmaba con sus malas intenciones.

—No vuelvas a ponerme un dedo encima —espeté señalándolo ofensivamente con el dedo.

Si en algún momento pensé que mi enojo calaría en él consiguiendo un cambio en su actitud, fue irracional, fue muy idiota de mi parte, pues la risa que soltó luego de verme apretando fuertemente las manos ratificaba cuanto se divertía viéndome a punto de estallar.

—Dentro de poco me pedirás que no lo saque de tu interior.

Abrí la boca, congelada por sus palabras y la expresión segura en su rostro duro y el brillo que supe reconocer en sus ojos. Había deseo, tanto como para sentirme expuesta, desnuda hasta de mi propia piel. La intensidad de su mirada ardía en los huesos.

—Nunca…

Atisbe a decir antes de oír que la puerta del copiloto se abría de sopetón. Era Esmeralda. Mi tía se montó girando la cabeza, buscándome con desespero y una preocupación que disipó al vislumbrarme en el asiento posterior, sentada junto a un ser que me asqueaba inmensurablemente.

—¿Estás bien? —inquirió acomodándose sobre el asiento, atrapando mis manos y estrechándolas con afecto—. ¿Te tocaron, te hicieron algo? —negué calmando el pánico habido en su bonito rostro.

Suspiró aliviada.

—¿Dónde está Jean? —pregunté, aún no lo había visto atravesar el umbral de la tienda.

 —Está en llamada —resolvió con una cálida sonrisa—. Dijo que necesitaba hablar de algo urgente con su jefe —alzó los hombros, anímicamente desinteresada.

Fruncí el ceño. Su jefe debería estar echando humo por la abrupta y tan inesperada salida fuera del horario laboral, no obstante, conocía al hombre. Sabía que ante una buena explicación el hombre lo comprendería e incluso le ofrecería apoyo o cualquier tipo de ayuda que mi bestia necesitara. Entonces, ¿qué podía ser tan urgente?

—Nuestro… —irrumpió Miqueas—, su jefe… al menos con el que habla ahora mismo, también es el mío —dijo con un guiño—. Te sorprendería saber la cantidad de cosas y personas que tu imbécil y yo compartimos, incluyendo tu lindo y voluptuoso talento.

—Kyle Freud —Esmeralda, murmuró con sorpresa—. ¿Cuánto ha pasado? —ladeó la cabeza, intrigada, atrapada por la intensa mirada recelosa que él no se molestaba en regresarle secamente.

—Seis años, según mis cálculos —replicó neutro.

El gesto forzado extendido en sus labios dejaban en claro cuanto le fastidiaba entablar conversación alguna con la mujer de cabello oscuro y mirada jovial. Esmeralda omitió aquello… o tal vez lo notó, pero decidió aplastar cualquier expresión venenosa, continuando con un interrogatorio demasiado interesante. Las contestaciones del rubio fueron breves, cada una de ellas expresadas con frialdad y molestia.

Miqueas, Kyle, o como fuese que se llamara, en realidad estaba en Montreal desde hacía meses, exactamente, una semana luego de las festividades navideñas: no relató por qué se encontraba en la ciudad, solo mencionó que sus razones estaban muy ligadas al trabajo y cuán harto estaba de pasar las noches en diferentes hoteles porque su jefe no se dignaba a brindarle un alojamiento cerca de su empleo.

—¿Cuál es tu trabajo? —me animé a preguntar.

Él volteó, en primera instancia observándome con una sonrisa satisfecha, como si hubiera estado aguardando por aquel cuestionamiento de mi parte, luego apareció nuevamente la burla, la gracia que le hacía verme cumpliendo sus deseos pese a yo no saberlo.

—Tú…

La respuesta simple y mofa de Miqueas, la puerta del piloto abriéndose, Jean ingresando apresuradamente al coche y la curiosidad impuesta es sus cálidos ojos marrones fueron demasiado por analizar. De repente sentí que mi cerebro no tenía la capacidad de resolver nada, que se atoraba trágicamente como si fuese una vieja y deteriorada máquina.

¿Desde cuándo yo era un trabajo? ¿Cómo podía significar uno si ni siquiera pertenecía al escaso porcentaje de sociedad alta? ¿Por qué? ¿Cómo? No lo entendía…, no hallaba modo de comprenderlo.

—¿Mack? —la grave voz de Jean sonó preocupada—. ¿Todo en orden?

Negué, nada estaba bien. Desde nuestro último beso, desde que lo vi partir al trabajo, nada había surgido para bien. Había estado cerca de morir atropellada; por décima segunda vez me negaron la oportunidad de ocupar un puesto laboral, un desconocido me arrastró del brazo por más de dos manzanas y para finalizar la mierda que había sido mi mañana, dos hombres nos persiguieron con claras intenciones de hacerme desaparecer del universo. Entonces no, nada estaba ni estaría bien mientras nadie me dijera qué demonios estaba pasando, por qué yo.

¿Qué había hecho, además de salir a buscar fracasadas oportunidades de trabajo?

—Quiero ir a casa —murmuré.

No supe si logró oírme, pues mi voz, muy contrariada a como deseé que saliera, escapó apagada, trémula a causa del nudo que se había formado en mi garganta. Ardía, me dificultaba el poder pasar cualquier palabra, pero lo que más molestia y ardor me causaba era sentir el peso de sus ojos puestos en mí. Esa mirada tan pura y dulce expresaba preocupación y tristeza, y odiaba reconocer que esos dos sentimientos habían sido incitados por mi culpa, por ser incapaz de controlar un tonto cúmulo de emociones.

—Miqueas, conduce tú —dijo Jean, su voz se oyó firme. No obstante, me extrañó también oír que dos puertas se abrían y cerraban con prisa, sin antes oírse una negación.

—Lo lamento, cariño. Esto debía ocurrir en algún momento —pude oír la murmuración entristecida de mi tía y no lo comprendí.

Aunque quisiera, no lo habría podido comprender.

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