IV - Extraño
Mack.
Había pasado más de dos cuarto de hora desde que ambos habíamos dejado la tranquilidad de casa y los regaños de Esmeralda para llegar al agitado clima citadino, de momento nos encontrábamos dentro del moderno coche de Jean. Mientras él buscaba sintonizar algo de su gusto musical en el equipo de sonido incorporado al coche, yo observaba al gentío pendiente de sus dispositivos móviles o sus respectivos vasos desechables de café a través del cristal.
—¿Quieres que espere por ti? —inquirió.
Aún continuaba presionando el índice contra la diminuta pantalla en busca de algún ruido pesado que sus oídos pudieran gozar de camino al trabajo. No obstante, sus oscuros ojos analizaban mi rostro con curiosidad.
Negué con un movimiento suave. Aunque deseaba que se quedara a brindarme su apoyo luego de otra inevitable derrota, no podía retenerlo, sabía que no siempre podía obligarlo a permanecer conmigo cuando tenía prioridades mucho más grandes que reconfortarme.
—¿Estás bien? —asentí bajando la mirada a mis manos. Temblaba, nerviosa… Presentía lo que pasaría mucho antes de estar pasando y me aterraba la idea de atravesar la salida con otra derrota llenando mis manos—. Eres una mentirosa de lo peor —acusó a través de una sonrisa que no llegó a su mirada preocupada—. Todo saldrá bien. Mack, quizá esta sea tu oportunidad.
Moví la cabeza, negándome a crearme falsas ilusiones.
No estaba del todo segura, al menos no después de haber recibido once negaciones durante dos años consecutivos y no, a pesar de recibir incontables negativas, eso no significaba que tuviera la esperanza rota. Pero luego de haber obtenido una variante de falsas justificaciones para no brindarte un espacio laboral, lo único que una persona común puede hacer es resignarse, mentalizarse para que el golpe del rechazo sea más llevadero, menos dañino a la motivación.
—Has dicho eso las últimas tres veces y en serio quiero creerte, pero fueron demasiados rechazos. Uno más sería…
—Un rechazo es la oportunidad de seguir buscando —negué. Ya no quería verlo de ese modo—. No hagas esto, nena. Por favor, no lo hagas ahora —deslizó su pulgar por mi barbilla.
El ruego brilló en sus orbes. Fue como un destello rápido que le dio ligero acceso a la ternura y al cariño en su rostro.
—Pero…
—Pero eres mucho más de lo que esos idiotas pueden ver, eres mucho más capaz de lo que piensas. Mack, no flaquees nunca. Ve y hazles saber que los reportes periodísticos no muestran en lo más mínimo lo que realmente eres —pronunció, reconfortándome a través de un suave apretón en el muslo.
Dudé. En un comienzo por la inseguridad que me generaba llamarme como me llamaban en los periódicos y los noticiarios que tenían la manía de conmemorar la fecha comentando la injusticia de mi libertad. La libertad de una asesina. Luego, la indecisión acrecentó porque me sentía incapaz de sentarme y fingir ser alguien que en realidad no era ni podría ser. Pero Jean tenía razón. Nada de lo que se decía contaba la verdad, ningún reportaje me describía correctamente como ser humano.
—Está bien —sonreí. Si él era fuerte, yo también podía serlo… Podía enfrentar lo que fuera siempre que él estuviera a mi lado—. Si me rechazan tendrás que consentirme toda la noche, sin excusas —advertí señalándolo con un dedo en alto.
—¿Te refieres a…?
—A mis comidas favoritas —irrumpí antes de oír una palabra que pudiera elevar nuestras temperaturas. Por más que la idea me encantase no era conveniente, ni para mí ni para la perspectiva del hombre sentado en la cima del edificio—. Te conviene recordarlas o tendrás serios problemas.
—¿Cómo las olvidaría si completan todo un menú? —preguntó con tono jocoso.
—Voy a darte el beneficio de la duda porque se hace tarde —exhalé posando mis ojos en la edificación al otro lado de la calle—. Son demasiados pisos, verlo me da miedo.
Y no le mentí, había gestionado cada palabra mientras intentaba descubrir más allá de lo que el cristal del coche me permitía ver. Y era realmente poco, desde un punto tan bajo apenas lograba visualizar el sexto piso de los veintitrés que poseía.
—Mack —pronunció bajo—, no pienses en la altura ni en lo que podría llegar a suceder. Enfócate en deslumbrarlos con tu ingenio, ¿bien?
Asentí, a pesar de que un mal presentimiento me tenía sujeta de mente y brazos, de nada me ayudaría decir que sus palabras no me tranquilizaron.
—Bien —cerré los ojos e inhalé profundamente—. Iré y daré lo mejor. Soy buena, soy buena… ¿Soy buena? —volteé a verlo—. Mierda no. No puedo, Jean. Vámonos de aquí. Que se metan el puesto en…
Su mano cubrió mi boca con rapidez.
Por un segundo solo pude oír el sonido de mi corazón martillando contra mi pecho, pero luego mis oídos fueron llenados por una suave y contagiosa risa: Jean reía y a pesar de estar su mano por debajo de mi nariz, no me importó que él sintiera el odioso calor de mi respiración. No si yo tenía la posibilidad de contemplar las líneas que se surcaban en las comisuras de sus ojos y la sonrisa que dejaba al descubierto sus perfectos dientes.
—Quiero que tu tía deje de señalarme cada vez que dices groserías, pero tu boquita de princesa sigue y sigue despotricando cuanto se le viene en gana —reprendió sin deshacer la gracia en su mirada—. No terminarás la oración, ¿cierto? —negué pronunciando una maldición intangible—. Mackenna Alejandra —advirtió alzando una ceja.
Quité su mano de mi boca de un manotazo. Detestaba que me llamasen así.
—No me llames Alejandra, Osvaldo. Como vuelvas a hacerlo dormirás con el perro —señalé, enojada.
—No tenemos perro —se mofó puliendo una nueva sonrisa.
—Adoptaremos uno y te haré dormir con él.
—Al menos él no me echaría de la cama todas las noches —se cruzó de brazos.
—Nunca te pateo para que te vayas. Si lo hago es para que me abraces, zvir.
—¿Qué? —elevó su ceja izquierda, sorprendido ante la confesión que acababa de liberar—. Mack, ¿qué has dicho? —cuestionó, la exigencia resaltó en su tono de voz.
—Significa…
—Eso no me importa —irrumpió, ansioso, a sabiendas de que nuevamente sería su traductora de idioma—. Dijiste algo más y quiero que lo repitas. Dilo —instó, sus ojos café me acechaban expectantes.
—Que te golpeo para que me abraces.
Viré los ojos.
—¡Lo sabía! Siempre lo supe —soltó una leve risita.
—Baja la testosterona, machote —palmeé su hombro.
Omitiendo mi gesto hipócrita, acunó mi rostro entre sus manos. Me sonrió con un destello que aprecié hermoso y zanjó los centímetros besando mis labios con parsimonia.
—Aunque me haga el desentendido, lo sé. Solo falta que tú lo asumas por completo y me lo digas sin penas, sin miedos —susurró, anticipándose a callarme con su pulgar—. No añadas más que se hace tarde. Deben estar esperando por ti. Ve —sonrió separando su mano de mi rostro.
—Jean —murmuré.
Negó fijando sus ojos al frente, justo donde un coche verde estaba a punto de fraccionar una norma de tránsito. Lo recuerdo por el estruendoso sonido del claxon y el insulto agrio de un hombre pasando en una camioneta.
—No van a esperar demasiado, Mack —mencionó, intentando mostrarse impasible—. Ve y sea cual sea el resultado, intenta verlo como un beneficio —volvió a mirarme: sobre sus labios se encontraba un atisbo de sonrisa que intentaba no exponer demasiado y en sus ojos había una chispa que pocas veces había podido apreciar en él.
Apreté mis manos, nerviosa.
Allí afuera se encontraba una imponente edificación y un hombre sentado tras un escritorio con la posibilidad de brindarme un empleo pendiendo de sus manos, pero a mi lado estaba el chico que adoraba. Dentro del coche se encontraba el mismo chico al que prometí jamás fallarle y no quería irme sin antes aclararle que mis palabras habían escapado sin significado. No quería, sin embargo, tampoco podía decirle que todo lo mencionado era parte de un estúpido capricho que él me facilitaba cumplir porque no sería verdad.
—Tienes razón —volteé observando a través del cristal—, debo ir y demostrarle que soy apta para el puesto. ¿Tú qué crees? —volví a mirarlo.
—Que vas a patearles el trasero —nuevamente plantó su rostro frente al mío y susurró—: Si pudiste patear el mío, estoy seguro de que podrás someter a cualquier bestia.
—Miy solodkyy zvir.
Sonrió. El hoyuelo de su mejilla izquierda se notó intenso. Siempre hermoso, siempre encantador.
—La única que doblegas —musitó uniendo su frente a la mía.
Depositó un beso casto sobre mis labios e inmediatamente se alejó para tomar mi bolso del asiento trasero y tendérmelo. A regañadientes capté el mensaje. Lo sujeté.
—Llámame sea cual sea la respuesta, ¿está bien? —replique un monosílabo—. Y si obtienes una negativa, ve a la cafetería. Pasaré a recogerte después del trabajo.
—De acuerdo —besé su mejilla y volteé para abrir la puerta—. Te llamaré en cuanto finalice la entrevista. Cruza los dedos por mí, incluye los de tus pies —bromeé, nerviosa.
—Suerte, pecadora —mencionó antes de que yo cerrara la puerta.
Aun con nervios y ganas de regresar a la armoniosa tranquilidad de casa, besé la palma de mi mano y soplé un beso, él con una sonrisa extendida fingió atraparlo en el aire y conservarlo en su bolsillo de pecho.
Sonreí.
Amaba a Jean por seguir mis locuras y por un billón de razones más.
Deje que se fuera, y a pesar de que la sensación y sabor amargo de una próxima derrota se intensificaban en mi boca, me acerqué a la esquina donde la luz de acceso a peatones se encontraba en rojo.
Inspiré, sintiendo que los nervios del momento se tensaban en mi estómago de una forma que me provocaba malestar, y observé a mis lados. No estaba sola, tampoco me encontraba encerrada por una multitud, sin embargo, bastaron algunos segundos más para que aquello comenzara a cambiar: decenas de personas con profesiones diferentes se aproximaron a observar con ansias y prisa la brillante luz roja del semáforo. Omitiendo la cercanía de todos, volteé donde el majestuoso edificio gris oscuro se alzaba con poderío y lo contemplé, ansiosa, nerviosa, atontada por su belleza oscura.
La ciudad era un sueño, desde sus edificaciones hasta las personas ajenas a todo era algo que me resultaba extraño, curioso y, por sobre todo, hermoso. Allí nadie se paraba a reprocharte algo que en realidad no eres, nadie comentaba la manera de vestir de nadie, nadie miraba extraño y la mejor parte era que podías deambular pasando de inadvertida. Resultabas ser otra persona más inhalando partículas desechadas por vehículos y restaurantes. Nada más eso, un peatón más.
El grito de un hombre furioso llamó la atención, no solo la mía, la de las personas a mi alrededor también. Como todos, en un acto casi sincronizado, intenté voltear para saber qué sucedía entre el tumulto de personas aglomeradas tras mi espalda, sin embargo, lo siguiente que vi fueron vehículos dirigiéndose a mí.
Sucedió rápido, tan rápido como una estrella fugaz reproduciendo la película de mi vida. La decepción me abarcó junto a la melancolía y el terror que se aproximaba a una velocidad de vértigo. No había hecho nada, no había logrado cumplir la promesa que les hice.
El miedo paralizó mi respiración.
Inútilmente, me quedé estática, con la mirada perdida en el Ford que tocaba el claxon mientras se acercaba en carrera. Esperé el impacto con los ojos abiertos de pánico, tal vez también por la estupefacción de ser consciente de que moriría. Aguardé el golpe, mas nunca llegó.
—¡Ten cuidado, loca! —vociferó la conductora.
—¿Eres daltónica, cielo? —inquirió una voz grave, masculina—. El rojo significa «espera, no cruces, peligro». ¿Sabías eso?
Quise verlo, pero al levantar la mirada solo pude notar su barbilla. Estaba confundida, aturdida de voces y preguntas referentes a cómo me encontraba, qué había pasado o si estaba lastimada.
—Fue un accidente —me solté y lo miré… Los miré apenada.
El chico frente a mí no encajaba con el estereotipo empresarial. Llamaba demasiado la atención, en ese instante llamó la mía a gritos. Su alta y esbelta estatura más la combinación lúgubre de sus prendas lo hacían ver estoico, rudo. Sus ojos eran tan azules que asemejaban al océano helado, se veían hermosos, brillantes, pero el gesto burlesco que mantenía dibujado en sus finos y resecos labios era demasiado hostil con su belleza.
—¡Error, preciosa! Se dice: gracias por salvarme el trasero —repuso con pauta.
Observé la dureza en sus facciones, la insípida barba que cubría su mentón y parte de sus mejillas pálidas. Entre los demás él podía sobresalir por la tonalidad dorada de su cabello. Pocas personas en la ciudad cargaban con atributos tan definidos y notorios como los suyos.
—Gracias —dije, seca.
Volqué la mirada sobre la carretera. El semáforo aún seguía en rojo.
Quizá estaba siendo descortés. Luego del gesto tan arriesgado de haber evitado que me arrollasen debía ser amable, pero no quería, no me nacía ser cordial y decirle que le estaría eternamente agradecida.
Cuando la luz cambió a verde sujeté el bolso sobre mi hombro y antes de cruzar procuré que ningún coche estuviese aproximándose. Había cometido el error de resbalar por curiosa, pero jamás volvería a cometer esa estupidez que pudo costarme la vida.
—Por suerte no vivo de los agradecimientos —oí mencionar. Viré, detrás de mí venía el fugitivo del olimpo—, de lo contrario tu falta de gratitud me habría matado.
Me detuve en seco, estaba a contrarreloj y este personaje comenzaba a fastidiarme la mañana.
—De acuerdo, mi intención no fue ser maleducada. Agradezco lo que hiciste, en serio. Si quieres puedes darme tu número y te contacto en cuanto tenga dinero a disposición, ¿está bien?
Negó soltando una carcajada.
—No es por dinero, Mackenna. Es por agradecimiento.
Fruncí el ceño, asombrada. ¿Cómo podía saber mi nombre si aún no se lo había dicho?
—La tarjeta —señaló mi camisa—, te llamas Mackenna, ¿no? —involuntariamente asentí, no tenía oportunidad de negar mi identidad si el gafete que pendía del bolsillo izquierdo de mi camisa lo resaltaba en mayúscula y negro—. Entonces, ¿por qué te ocultas? —inquirió, tomando una cercanía que sentí desagradable.
—¿Qué? —retrocedí, entre tanto él se aproximaba.
—No eres de aquí, eso puedo notarlo y hueles particularmente… —con rapidez deslizó los dedos por mi cuello, luego los acercó a su nariz, olisqueando mientras sus ojos me miraban sicalípticos—. Deliciosa. ¿Quién se esconde detrás de tu nombre? —amplió una sonrisa.
«¿Está bromeando o lo pregunta en serio?» Pensé.
—No tengo tiempo para esto —proferí retomando el camino.
—Nos vemos pronto, Mackenna —gritó, con seguridad y un dejo de burla en la voz.
Lo ignoré.
¿Qué clase de lunático se paraba a mitad de la acera y asaltaba a las personas de ese modo? ¿Qué demonios sucedía con ese sujeto?
En cuanto me alejé lo suficiente del lugar, palpé mi cuello sin meditarlo demasiado. Sentía que la zona donde él había pasado sus dedos quemaba tanto como el hielo seco.
—Enfermo —murmuré mirando mis dedos como si su sonrisa burlona y esa mirada tan penetrante estuvieran en ellos.
Alejé cualquier pensamiento insignificante. Debía concentrarme en las preguntas que podían llegar a realizar para evaluar mis ganas de ser una integrante del equipo informático.
Me paré frente al edificio donde el director general aguardaba para entrevistarme y antes de entrar, por un pequeño instante, me quedé viendo el sitio donde aquel sujeto había tenido la osadía de tocarme, pero de él o su indescriptible aura ya no se encontraba nada.
¿Qué había sido todo eso?
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