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III - Un día cualquiera

Mack.

Me detuve mucho antes de llegar al último de los escalones, Esmeralda se encontraba allí, parada frente a la puerta de nuestra casa, con expresión disgustada. Un ceño fruncido y labios extendidos en una sola línea era más que suficiente para leer su enfado.

Acorde mis pasos comenzaron a aproximarse, comencé a tener la leve impresión de ella estar llevando incontables minutos aguardando por mi llegada. Sin embargo, cuando me detuve frente a ella, aquella impresión paso a ser una intensa afirmación, pues a centímetros de su expresivo rostro noté las múltiples ansias de lanzarme una bomba construida a base de reproches y acusaciones severas.

—¿Dónde está? —inquirió refiriéndose a Jean.

—Lavándose los dientes —mentí—. Buenos días, tía —la saludé con un pequeño beso en la frente.

—Que buenos ni que nada —comenzó—. ¿Sabes cuánto llevo esperando que bajen? —protestó inclinando el torso. Desde esa cercanía sus mejillas parecían arder coléricas. Iba a replicarle, mas ella por enfado no me lo permitió—: Hora y media, Mackenna. Llevo una hora y media esperando a que ustedes dos se dignen a desayunar conmigo una vez en la vida.

Suspiró con fiereza y me dio la espalda, dirigiéndose al espacio donde cientos de veces habíamos hecho los mejores postres para vender en la pequeña pastelería del centro.

La pastelería le pertenecía a ella. No obstante, luego del fallecimiento de mi familia, encontré refugio entre cacao, mousses y los cientos de postres que creaba desde el fondo de mi corazón. Y no solo había encontrado un pasatiempo para anular la melancolía que me causaba recordar lo que el fuego me había robado, también encontré un profundo amor por la chocolatería: allí mismo conocí al hombre que actualmente veía como el amor de mis días.

A pesar de ello no opté por una carrera para seguir haciendo lo que me apasionaba, preferí estudiar informática, encontrar un empleo que me diera lo suficiente para comenzar con la búsqueda del responsable que me quitó a todos los que amaba.

Sonreí de lado, siguiéndola a través de la sala de paredes color marfil. No tenía respuesta o razón especial, pero adoraba hacerla enfadar a toda hora.

—Perdón, se me quedó la cabeza adherida a la almohada y sabes que Jean no es bueno despertando a nadie —dije con tono burlón.

—Ese se las verá conmigo —señaló moviendo el dedo en el aire—. Estoy cansada de estar despertando a dos adultos. Qué digo adultos. Ustedes dos niños en el cuerpo de uno. No sé ni para qué malgasto mi tiempo. Ya son bastante grandes para que ande tras ustedes como si fuesen niños —profirió, colocando los utensilios sobre el mesón a la velocidad de sus palabras—. Un día de estos me brotarán canas azules. ¿Oíste Mackenna? Tú y tu novio me sacarán canas azules —me señaló, en tanto me aproximaba al refrigerador.

Nuestra casa no contaba con dimensiones extravagantes, aun así, era lo suficientemente espaciosa y acogedora para que tres adultos convivieran sin despertar mayores contratiempos, pues a veces Jean resultaba ser todo un quejica respecto a sus instrumentos de entretenimiento, resúmenes e informes de oficio. Esmeralda tenía la manía de colocar y recolocar cada objeto en su sitio, nada podía estar fuera de su lugar, y yo, por contrario que sonara, era la versión opuesta a ellos dos. El orden y yo no conseguíamos entendernos… al menos no del todo.

—Te quedarían lindas —mordí mi labio, conteniendo la risa.

—¿Te burlas de mí? —arrugó el entrecejo, nuevamente montando esa postura severa que a mi novio parecía inducirle pánico—. ¿De qué te ríes? —entornó los ojos, acentuando el enfado que fulguraba bajo sus espesas pestañas.

—Me gusta cuando te enojas —alcé el hombro—. Te pareces mucho a la abuela —recordé su fotografía.

Esmeralda chasqueó la lengua.

A veces olvidaba lo prohibido en casa.

—Ni me la recuerdes.

—Parece haber sido una mujer muy simpática. No entiendo por qué no te gusta hablar de ella.

De verdad no lo hacía. Desde mi niñez reconocía que la sola mención de aquella señora alteraba a cualquier integrante de nuestra familia.

Antes, mis padres evitaban hacer toda alusión de ella. Me parecía absurdo. Ella también pertenecía al círculo, merecía tener un espacio para convivir con nosotros, no obstante, mis padres y tíos opinaban todo lo contrario. Ninguno tenía el anhelo de que Ania Mitrov perteneciera a nosotros, mucho menos parecían desear justificar las razones de su exclusión… Solamente omitían su existencia sin dar a conocer detalles. Algo que además de ilógico, también me resultaba penoso.

—Pero nunca lo fue. Lo entenderías si hubieses vivido lo que tu madre y yo vivimos junto a esa mujer —refutó, como solía hacer cada que intentaba pasar de página.

Era un hecho que la alusión de Ania seguía siendo prohibida.

—Olvidemos los hechos sin importancia —espetó de pronto, acercándose con una cálida sonrisa surcada en los labios—. Ven, siéntate. El té estará listo en un minuto —añadió empujándome suavemente por la espalda, obligándome a sentarme en uno de los taburetes frente al mesón.

Alcé las comisuras dejando atrás el deseo de saber por qué se mostraba nerviosa ante la mención de aquella mujer, también, sintiéndome mimada por la mejor de las tías. Adoraba los desayunos que elaboraba Esmeralda, me encantaban sus postres, sus abrazos cariñosos, los consejos amorosos e incluso los regaños que me hubiese gustado recibir de mi madre.

Esmeralda era perfecta, nunca lo negaría, pero dentro mío sentía que estaba arruinando una inmensa parte de ella. La limitaba y temía ser un eterno impedimento para su vida social. Quería que mi tía fuera libre, no que viviera pegada a mí como si fuese su condena perpetua. Quería evitar arrastrarla a donde me dirigía.

El sonido de alguien descendiendo los peldaños captó mi atención. Volteé, observando atentamente la entrada de la cocina.

Verlo atravesar el umbral era mi parte favorita del día. Podía asegurar que ese pequeño momento, donde nos decíamos todo sin palabras, era nuestro ritual secreto. Nuestro propio saludo matutino.

—Buenos días —murmuró Jean, por fin materializándose ante mis ojos y expresando su buen humor a través de un brillante gesto cincelado sobre sus dulces labios.

Dando la perfecta visión de la redondez ceñida a sus pantalones, dejó el saco gris de su traje donde se hallaban pendientes los mandiles de Esmeralda. Mierda, tenía el trasero más sexy de toda la ciudad.

Bufé disgustada cuando volvió a voltearse para cruzar sus fuertes brazos sobre el pecho y apoyarse en el límite de la entrada, montando una postura relajada, a la vez seductora.

Me mordí el labio, conteniendo el tonto suspiro aprisionado en mi garganta. Era normal, Jean sabía calzar perfectamente en uno de esos trajes adquiridos cautelosa y exclusivamente para dar buena impresión a su jefe y los compradores a los que ocasionalmente se presentaba. Lo que no percibía él, o tal vez sí, y se hacía el tonto, era que su atractivo se realzaba, incrementaba a un nivel donde mis celos surgían y me descontrolaba, queriéndome tirar encima de cualquier ser viviente que le hiciera ojitos.

—Estás demasiado entallado —comenté, desplazando la mirada por sus brazos—. Deberías cambiarte por algo menos… llamativo y apretado.

Jean soltó una risa boba, negando lentamente.

—Buenas tardes —refunfuñó mi tía—. Son las siete. Ustedes no tienen vergüenza —negó, mirándonos con los ojos entornados y los brazos nuevamente cruzados.

—La culpa es de su sobrina —me señaló, acercándose a ella—. No se enoje señora Boyko, así perderá juventud en vano —dijo antes de saludarla con un casto beso en la mejilla.

—Adulador.

—Celosa —tomó mi mentón. Percibí su intención de querer besarme y corrí la cara. Se rio bajito e insistente, volvió a sujetarme—. Mi celosa —enfatizó dejando un beso fugaz en mi comisura.

—Tuya cuando...

Presionó su índice contra mis labios, sellando mi boca antes de que soltara una grosería.

—Calla, luego tu tía me culpa por ser mala influencia —susurró sin deshacer la gracia impresa en su rostro.

Quite su dedo mirándolo con fastidio. No me agradaba su buen humor, menos aún, no me hacía alguna gracia que estuviera a punto de salir usando ese trajecito que se ajustaba en partes que no debería. Joder, ¿tan difícil era buscar algo menos provocativo?

—Vete al rebaño —apreté los dientes, conteniendo el insulto que sostenía en la punta de mi lengua.

—¡Mackenna! —alertó mi tía, viéndome de soslayo.

—¿Lo ve? —preguntó Jean, volteando en dirección a Esmeralda—. Ella siempre me ataca y yo aquí, esperando a que al menos me diga que me quiere —suspiró con fingida melancolía.

Maldije entre dientes. Su comentario, además de ser un disparo a mi alma, me aseguraba que por nada en la existencia del universo se quitaría los harapos ceñidos a su anatomía.

—Eso es jugar sucio, Clausen —acusé.

Lo quería y se lo demostraba, aun así él aprovechaba cualquier situación para descolocarme, hacerme recordar la incapacidad de no poder declarar todos los sentimientos que llevaban su nombre. Aprovechaba cada oportunidad para reírse sin saber que desde hacía un año y medio venía batallando para no decirle que lo amaba por temor a que un viejo temor se volviera real.

—Contigo podría ensuciar mis manos sin remordimiento —espetó antes de besar mi coronilla—. Sin importar con qué —añadió, tomando lugar en el taburete junto al mío.

Quise preguntarle cuán lejos llegaría, con qué estaría dispuesto a manchar sus manos, no obstante, no pude. Esmeralda intervino colocando una canasta de tostadas frente a nosotros y la duda quedó sembrada en mi cabeza.

¿Jean sería capaz de ayudarme a cumplir la promesa que les hice a mis hermanos y padres? Dudaba que yo pudiera corromper su noble alma de esa manera, dudaba en poder hacer que sus manos se marcharan con algo más que fuera grasa de motor. Nunca me atrevería a pedirle algo tan despreciable e insano como asesinar por amor.

—Dense prisa o llegarán tarde —espetó Esmeralda, dejando una taza de té rojo y otra de humeante café negro frente a nosotros.

Siguiendo la orden de mi tía, Jean comenzó a desayunar como si la comida frente a sus ojos estuviera a punto de la extinción. En su pequeño desespero por ingerir la primera comida del día intentaba sorber pequeños tragos de café sin quemar su boca mientras le echaba un vistazo a la pantalla del móvil, aunque, resultaba imposible pasar por alto las expresiones adoloridas que surcaba cada vez que inevitablemente se quemaba.

—Come despacio, bestia.

—Intenta detenerme y morderé tus nalgas —amenazó, jocoso—. Y no me digas bestia. Sabes que no me gusta —hundió las cejas, ofendido.

—Ahógate, Jean —espeté colocando mi atención sobre la taza de té rojo.

—Lo impedirías —se mofó. Por reflejos pude verlo elevar su mano y llevar la taza de nueva cuenta hasta su boca—. Si me ahogo me salvarías.

—Por mí puedes ahogarte y morirte por apresurado —refuté, a pesar de que él tenía razón. Lo salvaría. Sin importar el riesgo, siempre pondría su vida por delante de la mía.

—¡Mackenna! —reprendió mi tía, quien se encontraba bebiendo café junto al microondas.

—Él me provoca —me defendí.

—Mentira —exclamó él—. Ella siempre comienza a insultarme en las mañanas. Me patea fuera de la cama todas las noches y en más de una ocasión encontré mi cepillo de dientes dentro del cesto de la basura —declaró con tono dramatizado.

Volteé indignada.

—Pobre de ti.

—Mackenna Alejandra Ochiagha —intervino Esmeralda. Levanté la mirada de modo inquisitivo—. Detente o te lamentarás —advirtió y sin más, viró depositando su taza dentro del fregadero.

—Bien —mascullé—. Iré por mis lentillas.

Odiaba tener que soportar las reprendas que Esmeralda me daba por culpa de las tonterías de Jean, más detestaba que él fuera su favorito y no yo, su sobrina.

Estúpido e irresistible Clausen.

De regreso hacia la sala pude oír la risa burlona de Jean taladrando intensa y sonoramente mis oídos, mas no quise darle importancia o terminaría quitándole algo que también me gustaba hacer con él y me negaba a pasar más de diez noches sin tocarle una sola hebra.

Inspiré con profundidad, en un intento por llenar mis pulmones de tranquilidad y exhalar la irritación que Jean me causaba con sus juegos mañaneros. Habiendo recuperado una parte de paz interna, extendí los dedos en el pasamanos barnizado con la intención volver a subir los peldaños de concreto, sin embargo, unos brazos fuertes asieron firmemente mi cintura y me jalaron hacia atrás.

Jadeé sorprendida al percibir musculación sólida tras mi espalda.

—Mackenna cero. Jean uno —exhaló contra mi oído.

—Jean.

—Vas perdiendo, pecadora —tronó un beso en mi cuello.

Ignorando las exhalaciones colmadas en fastidio, apretó levemente el lóbulo de mi oreja entre sus húmedos y cálidos labios. De inmediato mi cuerpo lo reconoció enviando una intensa ola de calor a mi vientre en compañía de un suave, pero también agudo, shock eléctrico que se instaló en la más pequeña de mis tensiones nerviosas.

Eché la cabeza hacia atrás, incapaz de contener el deseo e incluso la necesidad repentina de sentir sus dedos escabulléndose entre mis prendas. Mierda, no. Esmeralda estaba en la otra habitación. No podía arriesgarme a entretenerme más o ella nos pillaría cometiendo —según su perspectiva— un hecho pecaminoso en nuestra sala.

—Suéltame —demandé intentando quitar uno de sus brazos alrededor de mi cintura.

—Si lo hago vas a golpearme —puntualizó colocando su barbilla en mi hombro. 

No tenía intención de hacer lo mencionado por esa boquita, en su lugar, pensaba frenéticamente en lo que podía hacer con ella y el secreto rosado escondido en su interior.

Volteé obteniendo la perfecta vista de su perfil derecho. 

Podía quejarme cuanto quisiera, porque así era parte de mi personalidad, pero con todo y berrinches adoraba cuando él colocaba el mentón sobre mi hombro y me dejaba observarlo por minutos. Amaba cada parte de su ser, especialmente sus ojos.

—Te tocará correr.

—Te espero en el coche —murmuró dejando un ligero y certero beso en mi mejilla—. No olvides que te amo —con agilidad depositó otro en la punta de mi nariz—. Y no seas tan dura —comentó antes de liberarme e irse tan pronto logró abrir la puerta.

—Voy a patearte… 

Suspiré con una sonrisa.

No, no podría hacerlo ni en mil años de vida. Era mío y jamás haría un acto que pudiera lastimarlo, lo necesitaba más que al sol y el oxígeno que respiraba. Amaba a Jean con tanta profundidad que imaginarlo lejos dolía, quemaba.

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