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Capítulo 3


ADAM


Mi madre siempre cuenta de una manera muy divertida mi nacimiento. Qué nací entre llanto, arañazos y gritos estridentes. Como un león atacando a una presa, furioso, retorciéndome en la camilla, impidiendo que las enfermeras me ducharan. 

También cuenta que si cierra sus ojos, puede recrear en su mente la oficina del director: cada repisa, cada decoración, cada mancha en la pared. "Estabas más ahí que en el aula, querido", decía.

Yo también me divertía escuchándola, recordaba cada travesura y cada broma. Pero también recordaba, que eso duró solo unos cuantos años. Que los problemas de críos se transformaron poco a poco en fiestas, en alcohol, en travesuras de calibre mayor que terminarían en arrestos, mujeres, discusiones y decepciones. Muchas, muchas decepciones. Nunca me lo dijo, pero tampoco fue necesario, porque ver su rostro desencajado y abatido después de descubrir cada una de mis burradas, era suficiente mensaje.

No me hago el imbécil, sé que desde siempre he dado problemas. Me buscan, los busco, y además, me gustan. Pero no puedo evitar plantearme, si quizá el hecho de que mis hermanas sean todas tan jodidamente perfectas, dejan la vara de la medida mucho más alta de lo que debería. 

Mi hermana mayor es una prestigiosa neurocirujana, casada y con una nena preciosa, con quien disfruto hacer compañía en sus travesuras. Después de todo, vivir en esa casa tan cuadrada y llena de reglas, cualquier crío necesita de aventuras, y quien mejor que su tío para enseñar ese arte.

Después está mi hermana del medio, quien se acaba de comprometer esta primavera y junto a su prometido, son parte de una prestigiosa orquesta en Viena. Y mi hermana menor: quien se acaba de graduar de la universidad y dirige la empresa familiar, junto a mi padre.

Y después de esa lista de éxitos y logros, estoy yo, el chiquillo del medio, que sigue dando arañazos treinta y tres años después. Que ha dejado tres veces la universidad, se ha mudado otras tantas, cambia de trabajo casi cada año, y que, además, jamás ha llevado una chica a casa. No me malentiendan, eso no quiere decir que no las tuviera, pero ¿presentarlas? Jamás. Eso era jodidamente sagrado, y el que nunca hubiera aparecido una que me despertara ese deseo, me hacía pensar que quizá, y solo quizá, el problema sí era yo.


Todo se jodió en la fiesta navideña de la empresa de mi padre. Habían organizado un menudo fiestorrón por la visita de Charlie, mi hermana del medio, y dar el anuncio de su compromiso. Ella estaba extremadamente nerviosa, quería que todo saliera perfecto, y yo también. Pero no conté con que la nueva directora del departamento de marketing estuviera tan jodidamente buena, ni que llevaría unos pantalones de vinil tan ceñidos al culo, que en cada paso que daba, rebotaran como dos globos rellenos de agua. Ni tampoco con que estuviera tan desesperada como yo por un polvo, y nos llevaría a encerrarnos en una de las bodegas de la empresa para follarla sobre unas cajas apiladas. Y mucho menos saber, que dentro de esas cajas, estaban las botellas de champán que fueron a buscar en medio de nuestro acto, justo después de que dieran el anuncio, del cual me perdí, por estar embistiendo ese redondo e inflado trasero.

La puerta se abrió y cientos de ojos nos observaron semidesnudos. A mí, el único hijo varón del dueño, y a ella, de quien ni siquiera pregunté su nombre, y a quien acababan de contratar hace un par de meses.

Detonó una de las más largas y fuertes discusiones de mi familia. Mi hermana mayor me gritaba todas las ofensas que existen y algunas otras nuevas. Mi madre, con la mirada acuosa, húmeda en decepción, consolaba a Charlie, quien berreaba humillada sobre su hombro.

Mi padre presionaba el puente de su nariz con tanta fuerza, que parecía querer romperlo en pedazos. Y mi hermana menor, se unía a la otra para adjuntar algunos calificativos que le hicieran falta gritarme.

No hace falta especificar que el prometido de mi hermana me odia desde ese día, y que el único motivo por el que sigo invitado a la boda, es por ser el favorito de Charlie, aún y con mis tantas cagadas, ella siempre ha sabido perdonarme.

Y puede que ahora cuente esto de una manera tranquila, incluso divertida, pero la realidad es, que también fue mi punto de quiebre.
De sentirme un ser tan miserable por haber arruinado un momento tan importante para ella, quien siempre ha estado para mí, aún y cuando las cosas se han puesto turbias, que tratándose de mi vida, era bastante frecuente.

Decidí cambiar, esta vez de verdad. Cansado de ser la oveja negra de la familia, el fracaso, el de los ojos cerrados en la foto familiar perfecta.

Decidí empezar por cambiar de aires. Reemplazr mi loft de soltero por una casa más hogareña, mi trabajo de vendedor por uno más estable, y lo más importante, cambiar las noches de fiestas, rodeado de amigos caraduras iguales a mí.

Entonces llamé a Reese, un viejo amigo de la secundaria, con quien había perdido contacto casi por completo desde que se casó. Me ayudó a conseguir una casa en su mismo barrio, que por lo que sé, era uno tranquilo, familiar. Justo lo que necesitaba, empaparme de ese ambiente y esperar a que el deseo por usar bermudas, calcetas a media pierna y sandalias, me llegue algún día.

—La mesa de cristal va por allá —indiqué al hombre de la mudanza.

—Tus muebles son tan... —agregó Reese observando todo a su alrededor.

—¿Increíbles?

—Brillosos —dice formando una mueca en el rostro.

—¿Eso es malo?

—Supongo que no... 

No tan convencido, me giro a observar la habitación. Tenía razón. La casa era tan pintoresca, cálida, que mis muebles negros y blancos, de vinil y cristal, lucían tan fuera de lugar, como una oveja entre leones. Un paso a la vez, me dije.

—Sí, vale. Se ven un poco extraños.

—Un poco mucho —corrige y yo sonrío.

—Eso es porque eres un señor aburrido y casado. ¡Estos son los muebles de un soltero cotizado en busca del amor!

Reese suelta una carcajada y yo me uno.

—No has cambiado nada. Me parece tan raro verte aquí, en lugar de en un antro lujoso con una copa en la mano.

—Pues acostúmbrate, hombre. Porque ahora me verás en las mañanas con una taza de café mientras leo el diario.

—Si tú lo dices —dice entre risas escépticas.

Los hombres de la mudanza terminaron esa tarde de acomodarlo todo, y yo terminé de firmar los papeles necesarios con la vendedora de la casa, quien, al parecer, tenía demasiadas cosas que decir sobre la misma.

—... los pisos son de madera de roble, está recién pintada, ¡oh!, y lo mejor de lo mejor: los vidrios están polarizados.

Me giro a verla, extrañado.

—¿Eso quiere decir que no me pueden ver por fuera?

—Así es, por fuera lucirán como espejos en lugar de mostrar el interior de la vivienda.

—Bien. Me gusta la privacidad.

Acostumbrado a los apartamentos, donde uno podía pasearse en pelotas con el único riesgo de que me observara una paloma, ese era el mayor inconveniente que le veía a la casa, y esta tía acababa de disipar esa inquietud.

Cosa que valió lo mismo que un puñetero cacahuate, porque una noche una pequeña cría en patines me vio toda la retaguardia. Y estoy completamente seguro, de que ese jodido cristal me cubrió el culo lo mismo que un dedo al sol, porque esa enana pervertida pasó lento y con la quijada desencajada.

La gran puta, lo que me faltaba. Que me denuncien por acoso a menores.

Estuve nervioso los siguientes días. Preocupado de que el chisme corriera como mecha encendida por el barrio, y más pronto de lo que esperaba, fuera tan odiado aquí que tuviera que irme y cambiar el plan que tenía. Pero me di cuenta por las noches continuas, de que esa pequeña no solo no diría nada, sino que además se paseaba por aquí cada noche, buscando con la mirada.

Vaya niñata depravada.

Decidido a encarar a la pequeña precoz, me quedé una noche en su espera, fumando un cigarrillo. Esta vez, no me buscaba en las ventanas, sino que miraba el asfalto, sumida en pensamientos, con los hombros caídos y la cabeza oculta bajo el gorro de esa sudadera enorme y oscura que siempre llevaba.

—¡Hey! ¡Pequeña pervertida!

La enana pegó un brinco del susto como un gato recibiendo un cubo de agua. Comenzó a tambalearse, intentando mantener el equilibrio sin éxito, azotando en el suelo de un costado.

—¡Joder!

Joder, joder, joder. Si ahora la he cagado completa, que además de acosador, agresor. 

—¡Niña!

Llego acelerado a su lado y me pongo de rodillas.

—¿Estás bien? Déjame ayudarte.

Deslizo una mano bajo su nuca y al sentir la humedad de su piel, un terror recorre la mía. 

Joder, que no sea sangre, que no sea sangre.

Asomo la vista a mi palma y me doy cuenta de que no, no lo es. Es agua, esta niña está empapada en sudor. Lo poco que veo de su rostro está colorado, ahogándose sin poder respirar por el golpe.

—Joder niña, estás poniéndote morada. Con esta cosa no puedes ni respirar.

Jalo su capucha hacia atrás decidido, y la sorpresa que me encuentro, me deja a mí también sin aire, casi tan ahogado como lo está ella.

Porque no se trata de una cría, sino de una chica. Una adulta.

Y hostia, qué chica.

Algunos mechones largos y oscuros caen del gorro, enmarcando el rostro tan angelical que tengo enfrente. Con la piel más tersa que he visto en mi vida, como un jarrón de porcelana, blanco, suave, y brillante. Y sus labios, tan redondos, rellenos, rojos. Una pequeña fresa pintada en el jarrón.

La chica abre los ojos de golpe, su mirada encuentra la mía, y aunque me observa aturdida por la caída, desorientada, creo que yo me siento más perdido que ella. Sin saber cómo respirar, parpadear, o conectar el cerebro con cualquier parte del cuerpo.

Seguro que mi rostro es todo un poema, porque ella reacciona espantada, cubriéndose de nuevo bajo la capucha, e intenta ponerse de pie de un tirón, tambaleándose, a punto de caer nuevamente. La sujeto por la espalda, y logro evitarlo.

—Tranquila. Te has golpeado la cabeza, ¿segura que no quieres que te lleve a un hospital?

Me costó un carajo pronunciar palabra. De pronto me parecía un esfuerzo sobrehumano ubicar mi lengua, mi paladar, y mis labios, y mucho más lograr sincronizarlos para decir lo que sea con seguridad o coherencia.

La chica comienza a respirar agitada, su mirada va de la mía a todos lados, detrás de mí, a la calle, a la casa, como un ratoncillo acorralado por una pandilla de gatos. Desvío la mirada intentando buscar lo mismo que ella, pero la muy cabrona toma ventaja para huir.

Tardo en entender que la chica está escapando, porque el golpeteo en el pecho me hacía sentir mareado, confundido, y justo cuando iba a dar vuelta en la siguiente calle para perderse de mi vista, logro reaccionar.

—¡Espera! ¿¡Cómo te llamas!? —grito desesperado.

¡Pero qué pedazo de pendejo! La he dejado ir y no tengo ni puta idea de quién es, ni de dónde salió. Bufé como toro, coloqué ambas manos en jarras, eché la cabeza hacia atrás, observando las estrellas. Y sonreí, ancho y tendido, porque me pareció muy curioso, que justo hoy no hubiera luna en el cielo, cuando yo acababa de ver dos en la mirada de esa chica. 



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