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Capítulo 23


ADAM


Me dejo caer en una banca de la sala de espera, hundo el rostro entre las palmas y permito correr las lágrimas, tan jodido y abatido, que no me importa que el hospital entero se dé cuenta. Trato de sollozar en silencio, pero uno que otro lamento rebelde se me escapa de la garganta.

Una mano amplia y pesada se posa en mi hombro, levanto el rostro de golpe y veo a mi padre. Que me dedica unn rostro lastimero y los labios fruncidos, ahogando la pena de verme deshecho. En un arrebato, me alzo para abrazarlo y hundir el rostro en su hombro, para asfixiar los sollozos. Me da unas palmadas cariñosas y suelta el aire de golpe.

—Venga, tranquilo, hijo. Luna te necesita entero.

—¡Luna no me necesita de nada! —reclamo dolido.

—Eso no es cierto, te necesita más que nunca.

—¡Que no, papá! ¡Que está casada! —digo alzando notoriamente mi voz y llevándome varias miradas ajenas.

Él no dice nada, pero se aparta del abrazo para mirarme a los ojos y me doy cuenta de que ya lo sabe. Me percato de que Lluvia está a unos pasos detrás de él, con los brazos cruzados y el rostro fiero.

—Cariño —le dice a mi hermana—. ¿Podrías traernos café?

Ella alza una ceja molesta, pero mi padre reafirma la orden con un asentimiento de cabeza, a lo que ella responde poniendo sus ojos en blanco, y retirándose del lugar.

—Ven, siéntate —me indica.

Obedezco, y lo hago limpiándome las lágrimas del rostro con rudeza, en un fallido intento por verme menos jodido.

—Voy a hacerte una sola pregunta —dice imponente—. ¿Tú la quieres?

Desvío la mirada, porque además de jodido, me siento humillado, y mi padre viene a pisotearme más con esa puñetera pregunta.

—¿No es obvio? —respondo irónico.

—Sé que ahora todo luce de una manera muy... Complicada.

—Jodida —corrijo.

—Vale, jodida. Pero... ¿Has escuchado su versión de las cosas?

—¿Qué puta versión, papá? ¿En la que me vio la cara de imbécil?

Me dirige una mirada retadora y niega con la cabeza.

—Cuando tu madre y yo...

—No, por favor. Otra vez la historia no. Ya lo sé ¿vale? Me la has repetido cien veces. La comunicación lo es todo, bla bla. ¡Joder, que aquí estoy! —reclamo herido.

—Y estoy orgulloso de eso —dice palmeando mi hombro—. Pero tú más que nadie debería saber que ella podría estar en una situación que no quiere y que tampoco puede salir.

—Ni siquiera deja que me acerque.

—Entonces quédate, a un metro o diez, pero donde ella pueda verte, con la mano abierta y dispuesta a sujetarla para ponerla de pie cuando decida tomarla. —Suelta el aire, largo y tendido, con la mirada perdida en el horizonte—. Tienes que ser lo que ella necesite, y si ella necesita solo un apoyo, lo serás.

—¿Y qué hay de lo que yo necesito? —cuestiono resentido.

—Por eso te pregunté si la querías. Porque de ser así, si ella es la única que te ha hecho sentirlo todo... Yo te aseguro, que si te alejas de aquí, no importará que tantas actividades hagas para no pensarla, con cuantas mujeres diferentes lo intentes, o que tan lejos te mudes, de país o de planeta. Su sombra va a perseguirte siempre, y nunca podrás olvidarla.

—¿Qué pasa si no quiero ser su amigo?

—No tienes que ser su amigo, Adam. Tienes que ser suyo: su apoyo, su confidente, su confianza y alegrías. El tiempo te premiará tarde o temprano.

—No lo sé, papá —replico desconfiado.

—Lo hará, Adam. Y tú tienes que estar cerca para verlo.

Sonrío, muy a mi pesar y con amargura, pero lo hago. Porque aunque deteste su consejo, tiene razón. No soportaría alejarme de ella, ni siquiera ahora que sé que soy el puto amante en toda esta mierda.

—Sus cafés —dice mi hermana, colocando los dos vasos de plástico aislante frente a nosotros y de mal humor—. ¿Ya terminó su plática?

Mi padre asiente dando un apretón cariñoso en mi hombro.

—Sí, ahora sigue la acción. Y tú vas a ayudarme —le ordeno.

—Joder —se queja ella.

La voz furiosa de un hombre armando un escándalo en recepción, llama la atención de los tres.

—¡Tengo todo el puto día dando vueltas! ¡Quiero información ahora!

Me pongo de pie de un salto, con cada músculo tensado y rechinando los dientes.

—¿Adam? —pregunta mi padre, con la preocupación tambaleando su voz.

Una enfermera le señala al pendejo la habitación de Luna, y en cuanto lo veo dirigir un pie en esa dirección, me dejo ir con toda la cólera que me quema el torrente completo.

—¡No te atrevas a acercarte! —grito furioso.

Guzmán confundido, me observa y me percato en el momento que los cables en su cabeza se unen para conectar la idea. Pero para cuando lo hace, yo llego a su lado rápidamente, agarrando firmemente su camiseta con ambas manos y lo empujo con fuerza contra la pared, provocando un estruendoso impacto.

—¡No vas a tocarla, hijo de puta! —gruño a unos centímetros de su rostro.

—¡Adam! —chilla Lluvia.

Guzmán suelta una carcajada estridente y sarcástica, que me eriza los vellos de la nuca.

—Debí imaginarlo, escuincle, pendejo —dice irónico, y entonces escupe mi rostro.

Sintiendo la humedad viscosa en la mejilla, la rabia me sube electrizante, como si acabara de morder un cable con los dientes. Lo lanzo al piso, tirando sillas y una mesilla llena de panfletos.

Cegado por la furia, lo alcanzo en el suelo para reventarle el rostro a puñetazos.

Mi padre intenta quitarme a jalones sin éxito. Los chillidos de mi hermana se escuchan lejanos, y lo único que logro atender, es el rostro del energúmeno que tengo enfrente y que desfiguro con cada golpe.

Dos hombres me sujetan con rudeza y me alejan de mi objetivo. Me tiran contra el suelo, llevándome un golpe en la mejilla tan fuerte, que tengo que apretar los párpados para intentar olvidarme del dolor punzante. Tiran de mis brazos por la espalda, lastimándome y haciéndome soltar varios gruñidos quejosos. Me esposan, y me levantan de un doloroso tirón.

Guzmán se levanta como puede del suelo, con la ayuda de una enfermera, quien analiza sus heridas sangrantes en el rostro hinchado. Y entonces, su mirada conecta con la mía, extendiéndome una sonrisa tan maliciosa y triunfante, que me atiranta cada músculo y amarga mi saliva.

—¡No dejen que se acerque a ella! ¡Ese hijo de puta la violenta! ¡No lo dejen!

Y como en una endemoniada sátira, me sacan esposado del lugar. Entre mis gritos que poco a poco se convierten en sollozos y lamentos, con el villano cruzado de brazos, sonriente y victorioso, disfrutando de como me sacan a trompicones, y mi padre y hermana me persiguen angustiosos.

Me meten a empujones en la patrulla, y lo que veo a través de la ventana, es un perverso cuadro, que me deja helado y derrotado.

Lluvia golpeando el cristal y gritándome no sé qué cosa, mi padre revoloteando por detrás en el teléfono, llamando sabrá Dios a quién, y Guzmán, en el arco de la entrada, riendo con la sangre deslizando por su rostro. Mostrando cada puto diente blanco, extasiado y divertido, en una imagen de lo más aterradora.

La patrulla se aleja, se convierte en movimiento, en edificios, árboles, y cosas que dejo de ver, porque me desparramo en el asiento, deshecho y abatido, entre llanto y lamentos que no me preocupo por ocultar o suavizar.

—¡Cállate ya, maricón! —reniega el oficial del copiloto.

Llegamos a la estación, y de la misma manera agresiva y bruta que me esposaron, me llevaron a rastras a una celda, donde ya estaban otros diez hombres de estilos varios. Algunos lucían como delincuentes de las zonas más recónditas de la ciudad, y otros más normales, como yo... Si estar enrojecido y cubierto de lágrimas se le puede llamar normal.

—¿A este lo trajeron por desorden público y agresión física? Pero si es un puto llorica —dice el vigilante de la celda, mientras vuelve a poner llave después de meterme dentro.

—Se hizo el bravito con un hombre en desventaja —agregó uno de los que me trajo del hospital—. Ponte cómodo, nenaza. Que aquí vas a durar unos cuantos días.

Lo fulmino con la mirada, mientras este se retira con aires de superioridad.

Recargo la frente en los barrotes, mirándome los zapatos, y el suelo, donde me siento ahora mismo. Hundido, jodido, tan derrotado y acabado, que me siento igual de diminuto, como el grano de tierra que me observa desde el piso.

Y da igual que esté rodeado de pandilleros y delincuentes, sintiendo sus miradas filosas y peligrosas atravesarme por la espalda. Yo dejo seguir corriendo mis lágrimas dolidas, porque me es imposible resistir el dolor tan agudo que me punza por dentro.

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