Capítulo 10
LUNA
Temblaba por completo, un gorgoteo comienza en mi pecho, sube por mi garganta y me obliga a estallar en carcajadas frenéticas, como si estuviera poseída por la locura en plena calle. Mi cuerpo no responde y se entrega al éxtasis que me inunda. Intento cubrir mi boca, tratando de devolver la risa por donde vino, pero resulta imposible. Hacía mucho tiempo que no me sentía tan feliz, tan completa. Y por más que me lo repitiera, no podía terminar de creerlo.
Tengo un amigo. ¡Un amigo de verdad!
Desde la educación básica que no tenía uno. Y aunque es un poco bruto, me agrada de verdad. Me hace sentir cómoda, a pesar de que hace unas horas intenté romperle la sien con mis patines.
Después de esa noche, Adam y yo nos convertimos en una rutina. En una que, aunque me encantaría que fuera diaria, era solo por las noches en las que Guzmán terminaba frito. Donde él me esperaba en el pórtico y yo llegaba directo y sin distracciones. Los paseos nocturnos se habían terminado, para dar paso a noches de conversaciones.
Ya me había contado sobre su vida tan maravillosa, lo divertido que fue el instituto, el montón de amigos que tenía y con los que salía de fiesta cada fin de semana. Sus padres, que se amaban y se daban mimos todo el tiempo, y sus tres hermanas con trabajos y vidas de revista. En general, una jodida vida de envidia que llevaba.
Yo no hablaba mucho de mí, porque no había nada que quisiera contar. Pero escucharlo a él, era tan entretenido y esperanzador, porque me permitía imaginar que, allá afuera, había más a lo que podía aspirar para el futuro.
También había noches en las que yo no me sentía con el ánimo para charlas, entonces Adam, sin preguntar, y por su simple percepción sobre mi humor, ponía una película. Y hoy, había elegido la peor hasta el momento. Una tontería adolescente tan falsa como el cabello de Guzmán, que incluso me causaba gracia.
—¡Oh, vamos! Eso ni siquiera pasa en la vida real —me quejé con molestia.
—¿Qué tienes en el pecho mujer? ¿Una piedra?
—Ningún adolescente lleva una limusina repleta de flores al baile del instituto.
—Claro que sí: uno romántico.
—A esa edad ni siquiera tienes plata.
—Uno romántico y con papas ricos.
—¿Para una limusina? Yo más bien diría que son idiotas.
Él me observa con las cejas fruncidas, sin creerse lo que digo.
—¿De qué hablas? Eso es de lo más común. ¿Nadie llevó una rentada a tu baile de graduación?
Dejo de respirar por unos segundos, porque, en realidad, no lo sabía.
No había asistido a mi baile, ni a la mitad del instituto por limpiar los pañales de Hope. Pero eso, era algo que todavía no había tenido el valor de contárselo.
Me paso las manos nerviosas un par de veces por el pantalón.
—Sí... claro —digo desviando la mirada—. Pero eso no les quita lo idiota.
Me pongo de pie nerviosa, lista para huir de ahí, como ya era una costumbre cada vez que la conversación comenzaba a ponerse personal, pero él rápidamente me alcanza en el pasillo.
—Luna...
—¡Qué! —respondo agresiva.
Él mueve la cabeza hacia atrás de un respingo, reaccionando ante mi hostilidad. Puedo ver en su mirada la confusión, las miles de preguntas que se pasean en sus pupilas, y también algo más, en sus labios carnosos, delineados, y bien fruncidos por una tristeza casi palpable.
—No fuiste a tu baile de instituto.
Dijo tajante, sin cuestionar, sino afirmando. Lo supo en el momento que patiné mis ojos al responderle.
Me sentí una tarada de no saber mentirle de la misma manera que lo hago con Guzmán, porque había algo en él, que cada vez me incitaba más a liberarme de las cuerdas que me colocaba en casa. Y aunque odiaba tener que ocultarle parte de mí, por no decir que todo, tampoco estaba lista para contarle nada.
¿Cómo? Al tío perfecto de familia perfecta, sin problemas y una vida de azúcar.
No iba a entender jamás lo que me sucedía, porque ni siquiera yo lo hacía. El miedo que provocaba pensar en su reacción, el casi seguro rechazo de mi único amigo, no me dejaba pensar y me nublaba por completo el juicio. Por lo que reacciono de la única manera que sé: explotando.
—¡No todos tenemos una vida de puñetera comedia romántica, Adam!
Siento una furia desbordante, un fuego interno que no iba dirigido realmente hacia él, sino hacia la vida que me había tocado vivir. Pero el enojo me ciega, me ensordece, me convierte en una necia, y cuando noto el escozor en mis ojos, amenazando con derramarse, aprieto los párpados y me lanzo a la huida.
—¡Luna!
En un par de zancadas, Adam me alcanza y me atrae hacia él de un tirón, abrazándome con fuerza contra su pecho. Yo lo empujo, pataleo, me sacudo todo lo que puedo intentando liberarme.
—¡SUÉLTAME, IMBÉCIL!
Siento que pierdo la batalla contra mis lagrimales, la humedad comienza a picar de forma punzante y me retuerzo en su pecho con más intensidad. Tenía que huir antes de que se diera cuenta, porque sentía que sería lo peor que me podía suceder si me viera tan vulnerable.
—¡Que me sueltes!
Mi voz me traiciona, revelando que había perdido. Sonó quebrada, completamente agotada, como si apenas tuviera la fuerza para pronunciar palabras. Entonces, derrotada, me dejo caer.
Lloro, sollozo y me odio. Me odio muchísimo por permitirme llegar a este punto, por dejarme romper y mostrarme tan frágil. Hacía años que me había prometido a mí misma, ser fuerte. Un pilar de acero imposible de doblar y romper, y lo había logrado frente al monstruo que habitaba bajo mi propio techo. Y ahora, este jodido blandengue que lloriquea frente a una película cliché para adolescentes, me había vencido.
Adam permanece en silencio mientras mi llanto inunda la casa, y mis puños golpean su hombro con derrotada frustración. Siento posar su barbilla en mi coronilla y su mano acaricia una y otra vez mi espalda, dándome consuelo.
Pasan lo que parecen ser horas, y finalmente consigo empezar a tranquilizarme, a regular mi respiración y a dejar de agarrotar mis dedos tensos.
Trato de elevar discretamente la mirada, procurando que él no lo note, pero me doy cuenta, de que ni siquiera me observa. Su vista está perdida en el horizonte, hacia el inmenso ventanal del pasillo.
Anticipando mi pregunta, suspira y me dice que mire también. Obedezco, dirijo la cabeza hacia el cielo, y luce hermoso. La vista desde esa ventana es envidiable, pero no logro percibir nada extraordinario. Incluso podría afirmar, que la primera vez que la vi, lucía mucho mejor, con la luna llena, redonda y resplandeciente, a diferencia de hoy, donde apenas es perceptible, como una delgada uña.
—Hoy la luna está menguante, cóncava —dice.
Lo observo confundida, con las mejillas humedecidas y un poco decepcionada por su ingenuo intento por desviar el tema.
—Se está ocultando... Al igual que tú.
Y aunque las palabras las ha dicho en un tono terso y lleno de dulzura, las siento filosas y directo al pecho. Bajo la mirada y aprieto los puños notoriamente, frustrada por la guerra perdida.
—¿Por qué no fuiste a tu baile? —pregunta con delicadeza.
No sabía qué hacer. Me debatía por dentro con uñas y dientes sobre mentir o contarle la verdad, una parte al menos. Mordisqueaba el interior de mis mejillas buscando mil respuestas, pero Adam, no estaba dispuesto a dejar el tema tan fácil.
—¿Problemas en la escuela?
Niego con la cabeza.
—¿Problemas en casa?
Asiento.
—¿Con tus padres?
Niego nuevamente, y percatándome de que sigo cobijada entre sus brazos, decido que quiero un rato más de su consuelo. Me encojo de hombros y me acurruco un poco más contra su pecho, a lo que él corresponde apretando más su abrazo.
—No tengo padres —logro decir en un hilo de voz.
Sus brazos se ponen rígidos a mi alrededor, y escucho claramente como traga con esfuerzo.
—El hombre con el que vives, ¿no es tu padre?
Respondo negando con la cabeza.
—¿Tío?
Misma respuesta.
—¿Padrastro?
Le doy vueltas en mi cabeza, y asiento lentamente e insegura, porque sí, supongo que sí lo es, o lo fue un tiempo.
No emite sonido por unos minutos, mientras nos quedamos ahí, yo temerosa de su siguiente pregunta, y él aún con la vista perdida en el ventanal.
De pronto y con suavidad, se aleja un poco de mí para verme directo a los ojos, con su ceño fruncido y la mirada filosa.
—Quiero que me veas a los ojos cuando me respondas —dice implacable—. ¿Te trata mal, Luna?
Y yo, aunque respeto su petición de mirarlo a los ojos, soy incapaz de responder. Porque perdida en su mirada, café como la miel, con los tintes verdosos que le dan un color avellana exquisito, único y reconfortante, bajo sus pestañas rizadas, y el marco de cejas pobladas. Me permito admitirme a mí misma, una realidad que no solo escondo de los demás, sino de mí también. Y es una realidad tan amarga y monstruosa, que siento que si algún día tengo el valor de pronunciarla en voz alta, voy a vomitar. Voy a vaciarme el estómago, el corazón, para quedarme hueca, y darme cuenta, de que no soy más que un triste cascarón al que le han robado el contenido.
Su apretón en mis hombros me saca de mis ácidos pensamientos.
—¿Te trata mal? —pregunta de nuevo con impaciencia.
Yo respiro agitada y caigo en cuenta de que en el pasillo, de pronto, ha comenzado a haber más luz de lo normal.
—Está amaneciendo —digo en susurro temeroso.
Adam frunce los labios con aparente frustración y me suelta los hombros. Yo, siendo incapaz de decir nada más, bajo las escaleras y salgo de su casa, sin despedirme, ni con palabras, ni con miradas, sin dirigir la vista a aquella casa de techos triangulares, donde de manera voluntaria, acabo de dejar un pequeño pero significativo pedazo de mí.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro