Capítulo 14
Los pasos de Zarpa Escurridiza eran cautelosos, y su mirada estaba fijada en el campañol de agua, que estaba ocupado limpiando sus largos bigotes cerca de unos juncos. Brinco de Conejo lo observó con aprobación oculto en un helecho, mirando cada movimiento de su aprendiz.
Mordisco de Granito le enseño bien, pensó con tristeza. Pero como Zarpa Escurridiza había dicho, eso ya no importaba. ¿Cuándo se había vuelto tan sabio?
El vientre del gato blanco rozaba el suelo, y el aprendiz se agachó, preparado para saltar.
Sin embargo, repentinamente, se agachó un poco más, el tiempo suficiente para que el campañol lo viera, y saliera corriendo entre los juncos. Zarpa Escurridiza chilló de sorpresa, y sin más, saltó y desapareció en las cañas doradas, olvidándose de mantener la cola baja. Su mentor suspiró. Aún era un principiante en el tema de la caza.
No muy lejos, unos juncos tiritaron, llenando de incertidumbre a Brinco de Conejo, quién salió del arbusto que lo ocultaba sacudiéndose las hojas del pelaje. Pronto una figura blanca se hizo presente, cargando con el maltrecho campañol de agua, que parecía haber sido mordido en el cuello. Al menos lo mordió en el lugar correcto.
Zarpa Escurridiza dejó su presa en el suelo, y comenzó a alisar los pelos de sus flancos, que estaban todos enredados al correr entre los juncos.
Una vez que su aspecto demacrado ya no lo estuvo tanto, preguntó con duda:
—¿Cómo lo hice?
—Tu pose para acechar estuvo bien, pero te demoraste demasiado en saltar, lo que hizo que el campañol te alcanzara a ver y desencadenara aquella persecución —los ojos de su aprendiz estaban atentos en él—. Más que una falla de técnica, me pareció duda.
Zarpa Escurridiza irguió las orejas. Esto sigue siendo un poco raro para mí, admitió el guerrero entre pensamientos.
—Tuviste la oportunidad ante tus ojos, pero no saltaste. ¿Por qué?
—Tenía la duda en si el campañol me había visto o no, y me agaché un poco en caso de que me hubiera mirado como de reojo —admitió con la vista baja.
Brinco de Conejo acarició la espalda de su aprendiz, comprensivo. Se sentía muy responsable de Zarpa Escurridiza. ¿Será porque voy a ser padre...?
—Cuando creas que es el momento correcto para saltar: hazlo. Aunque tengas la duda, salta igual. Porque apenas cualquier tipo de presa te vea, saldrá huyendo inmediatamente. ¿Está claro?
Zarpa Escurridiza asintió, con un brillo de seguridad en la mirada, tras recoger su campañol. Aprende rápido, pensó su mentor. Era bastante alocado de cachorro, pero ahora está concentrado en ser un guerrero.
—Vayamos a recoger ese pinzón -indicó, dirigiéndose junto al gato blanco al roble donde habían oculto el pájaro de pecho anaranjado.
—¿Mañana entrenaremos con Relámpaga y Mordisco de Granito? —preguntó el aprendiz mientras caminaban.
Brinco de Conejo agitó una oreja.
-Planeaba que fueramos a practicar movimientos de pelea los dos... y quizá después cazar peces.
—¿Peces? ¡Son raros! —reclamó Zarpa Escurridiza, con asco—. Una vez probé uno cuando aún estaba en maternidad. ¡Estaba básicamente lleno de huesos! ¡Apenas tenía carne! ¿Por qué cazamos esas cosas?
—Porque somos el Clan de la Ribera —ronroneó el atigrado—. ¿Ese no es el árbol donde enterraste el pinzón?
El aprendiz se volteó hacia el roble, y partió a desenterrarlo. No se demoró mucho en tenerlo sujeto entre las mandíbulas, tras sacudirle la tierra de las alas.
Una vez llegaron al campamento, se encontraron con Relámpaga y Mordisco de Granito, que habían llegado un poco antes que ellos.
—¡Les ganamos! —celebró Relámpaga, inflando el pecho con orgullo.
—Eso no hace ninguna diferencia ahora —maulló autoritario el guerrero gris con negro—. Vayan a dejar las presas a la pila, y luego a cambiarle los lechos a Helecho Polar y Mirada Quemada.
—Pero no podemos salir del campamento sin un guerrero —observó la aprendiza negra y marrón.
—Ala de Guijarro ya se ocupó de eso. Vayan a pedirle a su guarida musgo. Y créanme que no faltará nada —replicó Mordisco de Granito con una pequeña sonrisa.
—Bueno... ¡Te apuesto a que yo llego primero! —gruñó la aprendiza, corriendo disparada a la guarida del gato negro.
—¡No es justo! —reclamó su hermano en sus talones—. ¡Comenzaste antes!
—Puede que sean aprendices, pero en sus corazones aún son cachorros —comentó Mordisco de Granito, pasándose una pata por las orejas—. Tienes mucha suerte, Brinco de Conejo.
El recién nombrado levantó las orejas, la curiosidad burbujeando en su pecho.
—¿Por qué?
—No todos los gatos pueden tener una vida como la tuya. Resplandor de Niebla está esperando tus hijos.
El atigrado marrón se mantuvo en silencio, parpadeando, sin saber qué decir.
—¿Tú... quieres tener hijos? —dijo por fín.
—Me encantaría —algo se iluminó en su mirada, y de pronto el guerrero parecía estar cubierto de una alegría joven—. Colmillo Férreo también. Pero aún no tenemos suerte —su felicidad anterior parecía haberse desvanecido.
Brinco de Conejo lo comprendió. Nunca había pensado muchos en todos los gatos y gatas que querían cachorros y no podían, y en lo afortunado que era él de tenerlos, a pesar de ni siquiera haberlo conversado mucho con su pareja. Nuestros pequeños son una bendición.
—Ojalá los Solares y Lunares te den la oportunidad de ser padre —pidió al cielo.
—Confío en ellos. Sé que lo harán —maulló el felino de pecho negro.
—Oye, Brinco de Conejo —dijo una voz de aprendiza a su lado. Brinco de Conejo se volteó y vio a Relámpaga. Estaba preocupada—. Ala de Guijarro quiere que vayas donde él.
El corazón del guerrero se aceleró.
—¿Por qué...?
—No lo sé —dijo en voz baja la gata de pelo largo—. Pero tienes que ir. Es urgente. Yo...
Pero Brinco de Conejo ya no quería oír nada más. Y sin decir una palabra, se encaminó a la guarida del curandero. Una vez adentro, sintió un escalofrío al ver a Corazón de Ciprés parado junto a Ala de Guijarro, con su ojo lastimado del color de una nube de tormenta.
Ese ojo, que alguna vez había sido de un precioso color anaranjado, ahora era de un gris claro.
—¿Brinco de Conejo? —preguntó, con voz debilitada—. No te puedo ver. Todo está... gris. —Movió su cabeza, y su ojo sano se clavo en él.
—Yo... —comenzó el curandero.
—¿Qué pasó, Ala de Guijarro? —gruñó el gato marrón—. ¿Por qué... no veo nada de un ojo? ¡Qué me hiciste, estúpida bola de pelos...! —siseó, antes de derrumbarse jadeando—. Apenas respiro...
Ala de Guijarro se acercó a Brinco de Conejo, quién no podía dar crédito a sus ojos.
—Traté con todo. Pero no sirvió nada. Lo lamento... su ojo quedará ciego por el resto de su vida.
Brinco de Conejo bajó la cabeza, derrotado. No puede ser... no mi hermano...
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