LAS DOS ESPADAS
«Tener diecisiete años es una mierda».
Es la cantinela que me repito mientras suena en mi reproductor el último éxito de BTS de camino al instituto. Con diecisiete ya no eres un niño, pero tampoco te consideran un adulto para tomar tus propias decisiones. Sí. Es una mierda. Sin embargo, aún lo es más no encajar en ningún lugar.
La música se acaba justo cuando llego frente al edificio de ladrillo, grandes cristaleras y puertas rojas que constituye mi instituto, en Chingford, un distrito al este de Londres, en el que vivo desde que perdí a mis padres siendo apenas un bebé. Me cuelgo los cascos al cuello y entro para dejar que transcurra un día más de mi aburrida vida, aunque sea el día de mi cumpleaños. Porque no habrá fiesta ni felicitaciones, como no las ha habido ningún año desde que tengo memoria.
Recorro los pasillos hasta el aula sin recibir ningún saludo. No tengo amigos porque me consideran raro. ¿Soy raro porque tengo el pelo rojizo y los ojos grises como el acero, o porque me fascinan las culturas antiguas? Esto último se debe, sin duda, a haber sido criado en una tienda de antigüedades por el viejo cascarrabias de mi tío, que parece una enciclopedia. Seguro, mis compañeros de clase me considerarían raro de narices si supieran que, de vez en cuando, tengo visiones. Algo que, por supuesto, no he contado a nadie, ni siquiera a mi tío Eamon.
Me siento en mi puesto, dejando caer la mochila a un lado del pupitre y estirando mis largas piernas por debajo. Pueden considerarme raro, pero, aparte del vacío que hacen a mi alrededor, nadie se atreve a molestarme. Mi altura supera el metro ochenta y cinco y poseo un cuerpo musculoso gracias al constante ejercicio al que lo someto por insistencia de Eamon y, la verdad, porque me hace sentir bien conmigo mismo.
Los murmullos a mi alrededor se acallan cuando entra el profesor.
—Buenos días —saluda con esa voz nasal que me adormece—. Hoy vamos a retomar nuestra lección de ayer sobre el ciclo artúrico.
Suspiro para mis adentros. Me gusta la literatura inglesa, pero todo ese rollo de Merlín me parece una chorrada. Si de verdad hubiese sido un mago poderoso, no habría dejado que Arturo muriese, ¿no? Prestando atención solo a medias a lo que dice el profesor, observo a mis compañeros. Bueno, más bien observo a Diane, que se sienta dos filas por delante de mí, a la derecha, con lo que puedo ver parte de su rostro, porque además lleva el cabello rubio recogido hacia atrás. Me pregunto, otra vez, si no será ella una de mis compañeras en el Spiorad an chlaíomh, porque el avatar de Eileen es clavadito a ella.
El Spiorad es un juego de rol multijugador al que me invitó a jugar hace un tiempo alguien llamada Kelly. Supuse que sería alguna chica del instituto que no se atrevía a hablarme en clase, y acepté la invitación para tratar de averiguar quién era. Todavía no he logrado descubrirlo, pero estoy mega enganchado al juego. Somos un equipo, Eileen, Kelly, Aldahir y yo mismo, y juntos nos hemos embarcado en un viaje para recuperar la Mothraician, una espada mágica. Me gustaría saber quién se esconde tras esos nombres. Sería bueno tener amigos y no sentirse un extraño, aunque fuese solo por una maldita vez.
En realidad, estoy convencido de que Diane es Eileen, y Kelly y Aldahir son Megan y Ricky, sus amigos con los que pasa todo el tiempo. Llegan juntos a clase, comen juntos y se van juntos. Hace tres años se transfirieron aquí desde otro instituto y son inseparables. Algo más por lo que tenerles envidia. Aunque no han hecho amigos, al menos se tienen entre sí. Me pregunto si el hecho de invitarme a jugar con ellos al Spiorad tendrá algún significado. Lo cierto es que me da miedo arriesgarme a preguntar para no sentirme humillado ante el rechazo.
Sacudo la cabeza cuando noto el picor en el antebrazo. Hace unos días, para celebrar mi cumpleaños, me hice un tatuaje: un árbol de la vida. Me dijeron que quizá la piel me picaría al principio, pero no esperaba que fuese tanto. Es como una quemazón, y contengo las ganas de apretarme el músculo en un intento por controlar el dolor. Entonces, todo ocurre de nuevo. Primero empieza el mareo y esa pulsión en las sienes, como si alguien estuviese clavándome un clavo a lo Frankenstein. Luego pierdo la visión real de las cosas mientras el corazón me va a mil por hora, haciendo que me sea difícil respirar, y entonces llega la visión.
Me adentro en un bosque. Las ramas de los árboles se entrelazan de tal manera que en él reina casi la oscuridad. Mientras camino, puedo escuchar el crujir de las ramas y hojas bajo mis pies. Frente a mí se abre una cueva y sé que allí se encuentra lo que busco. Una voz me sobresalta.
—Ha llegado la hora.
Cuando salgo del trance, mi cuerpo está tan caliente como si tuviera fiebre y me siento mareado y con el estómago revuelto. El aire escapa de mis pulmones en jadeos.
—No creo que quedarse dormido en mis clases le vaya a conseguir un sobresaliente, señor Brendan O'Connor.
La voz del profesor hace que me estremezca.
—Yo...
No puedo hablar. Tengo la garganta reseca y ardiente. Él parece darse cuenta de que algo no va bien, porque se acerca y toca mi frente. Enseguida retira la mano y chasquea la lengua.
—Tiene fiebre. Será mejor que se vaya a casa.
Sí, será lo mejor. Me siento fatal y creo que voy a vomitar. No sé por qué en esta ocasión ha sido peor que en las anteriores. Cojo mi mochila de nuevo y me levanto con un esfuerzo. Mis ojos tropiezan con los verdes de Diane, que trata de averiguar si finjo. Su mirada es tan penetrante que un escalofrío recorre mi cuerpo. Quizá es solo la fiebre, me digo.
Abandono el aula, arrastrándome más que caminando, y salgo a la calle, donde el viento fresco de finales de octubre azota mi rostro caliente. Mientras me dirijo a la tienda de antigüedades —nuestra casa está justo encima de esta—, me pregunto si mi tío Eamon se habrá marchado ya. Suele viajar por estas fechas. Dice que el Samhain es el mejor periodo para encontrar objetos viejos, y debe ser cierto, porque siempre vuelve de sus viajes con alguno.
La campanilla suena cuando abro la puerta y el malestar se intensifica al entrar al interior del local. El ardor en el tatuaje del brazo me quema por dentro y aprieto los dientes para no gritar.
Me conozco la tienda como la palma de mi mano —de niño solía recorrer cada recoveco mientras buscaba sitios en los que esconderme—, y sé que, casi enterrada entre un montón de muebles, en uno de los pasillos laterales, hay una silla. Necesito sentarme un momento o voy a caerme redondo. Avanzo con dificultad, apoyándome sobre muebles que tienen casi el triple de años que yo, pero que en este momento lucen mucho mejor que mi rostro, descompuesto y empapado en sudor.
El olor a linóleo y polvo me envuelve cuando consigo encontrar la silla que busco. Según mi tío pertenece al periodo de Luis XVI, a mí me basta con que no se derrumbe cuando me deje caer en ella. Cojo la espada antigua que descansa sobre el tapizado en rojo y oro, y suspiro cuando me siento. Apoyo la punta de la espada en el suelo mientras me aferro a ella y me inclino hacia delante, colocando la cabeza entre mis brazos para detener el mareo. El frío roce metálico de la empuñadura parece aliviar algo mi sufrimiento. Juro que no voy a volver a hacerme un tatuaje más en mi vida.
—¿Quién anda ahí?
La voz firme y grave de tío Eamon me sobresalta.
—Soy yo.
Sus grandes pies —mide casi dos metros— entran en mi campo de visión mientras mantengo la cabeza agachada y respiro a borbotones un aire antiguo y rancio.
—¿Qué narices haces aquí? ¿Te han echado del colegio?
—Me encontraba mal y me he venido. Pensé que ya te habrías marchado de viaje —añado. Cuando levanto mi rostro, veo sus pobladas cejas grises fruncirse en un ceño que arruga su frente como un acordeón.
—Dime lo que te pasa.
Es curioso. El timbre de su voz no revela solo preocupación. También noto, como camuflada entre las palabras, ansiedad y un ligero anhelo.
—No voy a morirme —le suelto con sarcasmo.
—Is mór in bét!
Me rio entre dientes ante su respuesta. Me ha hablado en gaélico —lo hace a menudo para que no olvide mis raíces, según dice—. Y yo sé que ese «¡qué pena!» no es sincero. Lo observo, con sus brazos cruzados sobre el pecho a la espera de mi explicación. Voy a contárselo. ¿Por qué no? Solo lo tengo a él.
—He tenido una visión.
Percibo todos los matices de su rostro, pulido por el tiempo, mientras recibe mis palabras en las que le narro todos los episodios que he vivido. Cuando termino, de sus labios escapa un suspiro. Supongo que me dirá que estoy grillado.
—Ya era hora.
Eso no me lo esperaba, así que lo miro con curiosidad, a la espera de que él la satisfaga. Retira la espada de mis manos y la observa con atención, casi con tristeza, mientras acaricia con delicadeza la piedra preciosa incrustada en la empuñadura.
—¿Qué quieres decir? —lo apremio al verlo perdido en sus pensamientos.
—Que tenemos que volver a casa. —Titubea un momento sobre qué hacer con la espada. Al final, hace que me levante y vuelve a dejarla sobre la silla—. Ven.
Lo sigo hasta la pequeña oficina que tiene en un rincón de la tienda. El interior está poblado de armarios atestados de libros y pergaminos, la luz tenue de una lámpara ilumina la sombría estancia y la raída alfombra que cubre el suelo de madera. Me siento, a la espera de que me explique sus palabras.
—¿Entonces? —Vuelvo a la carga, porque mi capacidad de ser paciente dura entre tres y cinco segundos.
Lo veo agacharse y tomar una esquina de la alfombra para retirarla mientras me suelta como si fuera lo más normal del mundo:
—Tú y yo no pertenecemos a esta época. —Sus ojos dorados me atraviesan al tiempo que continúa—: Naciste en Irlanda, en el siglo XII. Perteneces a la Casa real de Connacht, de hecho, eres el heredero. Tu pueblo lleva tiempo esperándote, es hora de volver.
Me gustaría reírme, pero supongo que mi tío se lo tomará a mal. Así que decido seguirle la corriente. Es lo que dicen que hay que hacer con los locos, ¿no? Me levanto y me pongo a su lado cuando me llama. Lo veo coger del escritorio su bastón, una larga y retorcida rama de roble, con el que golpea el suelo. Al mirar hacia abajo descubro que me hallo dentro de un doble círculo dibujado en negro con símbolos desconocidos a su alrededor. Oigo el golpeteo del bastón contra el suelo una segunda vez, acompañado del murmullo de palabras ininteligibles. Luego noto la pesada mano de Eamon sobre mi hombro y de nuevo un golpe. Una luz blanca me ciega y siento como una explosión en mi cabeza.
Todo está oscuro. Tengo los ojos cerrados y las sienes palpitantes. Creo que me he desmayado. ¡Maldito tatuaje! Respiro hondo para que se me pasen las náuseas y expulso el aire despacio. El gorjeo de unos pájaros me sorprende y abro los ojos de golpe. Contengo el grito que sube a mi garganta cuando veo la punta de una espada demasiado cerca de mi cuello. Retrocedo, arrastrándome de espaldas sobre los codos, hasta que choco contra un árbol. ¿Un árbol?
—¿Cómo he llegado aquí?
Mi voz sale temblorosa, y, precisamente, delante de ella, Diane. Está, como siempre, rodeada de sus amigos: Megan, o Kelly, como se hace llamar en el Spiorad, y Ricky, que es Aldahir. Lo más curioso es que visten igual que en el juego.
—Te ha traído Eamon —responde Kelly, que me sonríe con cierta timidez. Su cabello es más rojo de lo que recordaba, o quizá sea por el contraste con el verde brillante que viste los árboles del bosque—, pero ha tenido que marcharse.
—¿Se ha ido? —Mi voz ha sonado como un graznido, pero es que estoy furioso de verdad.
—Tenía cosas que hacer.
—Diane...
—Mi nombre es Eileen —me corrige. Vaya, parecía más simpática en el instituto que en este momento, mientras me fulmina con sus ojos tan verdes como el mismo bosque—. Y nosotros también tenemos cosas que hacer. Toma.
Alucino cuando deja caer sobre mi regazo un arco y un carcaj con flechas, y, sin poder evitarlo, suelto una carcajada.
—¿Estás de broma? ¿Quieres que juguemos al Spiorad como si estuviésemos en una realidad virtual?
Mi sonrisa no puede ser más amplia, aunque se borra de golpe cuando la escucho dirigirse a su amiga pelirroja.
—Ya te había dicho que era un idiota, Kelly. Tendremos que arreglárnoslas sin él.
—Sabes que no podemos. Quizá si le explicamos bien las cosas...
El bufido de desdén que suelta Eileen patea mi orgullo. Así que me pongo de pie y me encaro con los tres.
—Un momento, ¿de qué va todo esto?
Kelly se muerde el labio inferior y me mira indecisa. Eileen y Aldahir, con su postura de brazos cruzados, me observan como si yo fuera poco más que un gusano. Algo que me resulta demasiado familiar y me hace hervir de rabia.
—¿Qué te ha contado Eamon?
Recuerdo las palabras del viejo, pero ni loco estoy dispuesto a repetirlas y darles material para que se burlen todavía más de mí.
—¿Qué debería saber? —pregunto yo. Prefiero ir sobre seguro.
—Estamos cerca de la aldea de Drumberg, en Irlanda. Estos bosques y la tierra que los rodea pertenecen a la Casa real de Connacht, los descendientes legítimos de Brian Boru, el Rey Supremo de Irlanda. —Mi cara debe de ser todo un poema de incredulidad, porque noto que Kelly ha comenzado a balbucear, aun así, debo concederle el mérito por seguir adelante con esa absurda historia que sobrepasa los límites de mi imaginación—. Los Tuatha Dé le otorgaron dos espadas rúnicas forjadas por el dios herrero Goibniu, cuyas empuñaduras llevan incrustadas una gema extraída de la Lia Fáil, la piedra del destino.
—Kelly, no tenemos tiempo —la interrumpe Aldahir, aunque el chaval tiene la mirada perdida en algún punto lejano del bosque.
—Necesitamos que nos ayudes a recuperar una de esas espadas, que ha sido robada por los fomorianos, que son hadas oscuras —termina de forma casi atropellada.
—¿Y Merlín va a venir también a esta fiesta sorpresa? —me burlo, aunque estoy cabreado. No entiendo lo que sucede, pero no voy a permitir que se rían de mí.
Si las miradas matasen, yo ya estaría muerto. Tal es la rabia que veo brillar en los ojos verdes de Diane, bueno, Eileen.
—Déjalo, Kelly, no está a la altura de lo que se le pide.
La miro con dureza. Odio que me juzguen sin conocerme realmente, que digan que no soy capaz de hacer algo cuando ni siquiera me han visto intentarlo.
—¿Sabes lo que te digo? —replico al tiempo que me agacho para recoger el arco y el carcaj que permanecen a mis pies.
No tengo tiempo de añadir nada más. Una rápida corriente de aire, acompañada de un zumbido, ha pasado sobre mi cabeza. El sonido cimbreante que surge de la flecha clavada en el tronco del árbol que hay a mis espaldas me pone la piel de gallina.
—¡Los fomorianos!
No tengo ni idea de lo que significa el grito de Aldahir, pero si esto es una réplica del juego del Spiorad, lo han hecho muy bien. Me parece todo tan real que me quedo alelado cuando veo surgir de la espesura del bosque a un tipo alto, de pelo largo, casi blanco, que me apunta con un arco como el que sostengo yo en la mano. Mientras me mira a los ojos, su boca se curva en una sonrisa siniestra.
—¡Mierda! —susurro, porque de repente me siento como un ciervo ante un cazador—. ¡Mierda, mierda, mierda!
Suelto mi letanía de palabras con rapidez mientras mis pies se mueven con la misma velocidad detrás de Eileen, Kelly y Aldahir que ya han salido corriendo. Otra flecha se clava justo en el lugar que yo ocupaba poco antes.
Uno de los fomorianos, delgado y con una agilidad impresionante, aparece por un lateral, algo más adelante, y me apunta con una flecha. No puedo detener el impulso de mi carrera y sé que me va a ensartar como a un pavo de Navidad. El corazón me late a mil. Eileen prepara su arco, sin dejar de correr, y dispara. Salto por encima del cuerpo ensangrentado y un sudor frío me baja por la espalda.
—¡Date prisa, perdedor! —me grita Aldahir—, ¡o te coserán a flechazos!
—¡Menuda mierda!, esto no es como en el juego —murmuro sin detener mi carrera. En la pantalla la sangre no parecía tan real, no me faltaban la respiración ni las fuerzas, y cuando disparaba una flecha no me temblaban las manos y hacía blanco. En el Spiorad yo era el mejor guerrero del grupo, pero aquí no soy más que un estorbo. Sé que así es como piensan Eileen, Kelly y Aldahir. Me muerde el orgullo. Quiero demostrarles que se equivocan.
—Por aquí. —Eileen señala un pequeño agujero entre las frondosas ramas y todos le siguen, incluido yo. Escucho el sonido del agua y, tras varios arañazos y tropiezos con algunas raíces, descubro un río—. ¿Qué pasa? ¿Tampoco sabes nadar? —se burla.
No sé en qué momento creí que podría gustarme. Aprieto los dientes con rabia, a pesar de que su mirada verde hace que se me acelere el corazón.
Me lanzo al agua tras ellos y braceo con furia para llegar al otro lado, agotado.
—Tú serías mejor reina que tu hermano. No está preparado.
Kelly se sonroja ante el susurro de Aldahir, que yo he podido escuchar con claridad a pesar del rumor del río y mis jadeos en busca de aire que llene mis pulmones. Las palabras me provocan un escalofrío. ¿Kelly es mi hermana? Pero yo no tengo familia, ¿o sí? Necesito hablar con Eamon o voy a volverme loco.
Camino detrás de ellos sin dejar de mirar de reojo a Kelly. No puedo negar que nos parecemos. Miro hacia atrás. Los fomorianos esos no nos siguen. «¿Alguien le habrá dado al game over?», me pregunto, y una sonrisa irónica curva mis labios.
—Estamos cerca de Drumberg —me dice Aldahir, como si hubiese leído mis pensamientos—. La aldea está protegida por un hechizo druida.
Supongo que nota mi mirada incrédula, porque me dedica una sonrisa sesgada. A pesar de todo, empiezo a darme cuenta de que lo que me rodea es real. Sobre todo cuando ante mí aparecen las primeras chozas de la aldea. Primitivas, toscas... antiguas. Frente a ellas, con los brazos cruzados sobre el pecho en actitud impaciente, está Eamon. Bien, porque tengo ganas de decirle cuatro cosas.
—¿Algún problema?
Su vozarrón nos llega incluso desde la distancia.
—Fomorianos —responde Aldahir de forma escueta.
—Y tu... sobrino —añade Eileen, recalcando la última palabra—. No creo que pueda...
—Puedo hacerlo —la interrumpo con brusquedad.
Lo miro desafiante y, por primera vez, me percato de que viste una túnica larga, lleva el largo cabello gris suelto sobre la espalda —siempre lo lleva recogido en una trenza, como si fuera uno de esos viejos moteros hippies—, la poblada barba cae sobre su fuerte torso y sostiene el bastón de roble en la mano.
Asiente.
—Estoy seguro de ello.
Respiro aliviado. Su confianza me tranquiliza.
Entramos en la aldea y un montón de ojos se posan sobre mí, incomodándome; parecen esperar que yo solucione todos sus problemas. Pero, en este momento, ni siquiera sé quién soy.
Al acercarnos a una de las cabañas, la más grande, una mujer nos aguarda en la entrada. Su cabello es como un atardecer y sus ojos como la plata fundida, y yo siento un hormigueo de reconocimiento en mi estómago. Ella se estruja las manos con nerviosismo, pero cuando nos acercamos a la puerta, se retira para darnos paso al interior.
—Sé bienvenido. —Su voz es dulce y suave, y me recorre un cosquilleo, pero me distrae el gesto de Eamon para que lo siga.
Nos sentamos ante una tosca mesa de madera en una habitación que hace las veces de comedor y cocina, con una enorme chimenea de piedra. El olor de la paja que cubre el suelo me llena las fosas nasales.
—Creo que es hora de que te cuente todo. —Sí, eso mismo pienso yo, aunque no lo digo, solo espero que siga hablando—. Los O'Connor de Connacht lleváis sangre real en sus venas. Cuando naciste, la espada del destino te eligió como rey de Irlanda y legítimo heredero de Brian Boru. Hace años, durante la guerra de los reinos, Brian hizo un pacto con los Tuatha Dé: si le entregaban Irlanda a él y a sus descendientes, les prometía que, durante las festividades de Beltane y Samhain, cuando las barreras entre el mundo de los mortales y el mundo feérico desaparecen, les permitiría volver a Tara, su corte, de la que habían sido expulsados.
—¿De verdad me estás hablando de hadas?
Con un golpe que me sobresalta, Eileen coloca ante mí una flecha de punta negra.
—Has visto a los fomorianos, ¿no? —Asiento mientras cojo la flecha para examinarla—. Yo que tú no tocaría la punta, está impregnada de veneno de hada oscura.
La contemplo con el ceño fruncido y luego vuelvo la mirada de nuevo a mi tío.
—Los Tuatha Dé aceptaron. Goibniu forjó dos espadas. Aimsir, la espada del Tiempo, y Mothraician, la del Destino, que elegiría siempre a un heredero de Brian para gobernar.
—Y me eligió a mí.
Eamon asiente.
—Los fomorianos con los que pactó el clan de Cenél Eóghain para alzarse con la corona buscaron matarte. Tu padre murió para salvarte, y por eso tu madre y tu hermana consintieron en que te llevara lejos.
—¿A nueve siglos de distancia? —El sarcasmo de mi pregunta está empañado por un ligero temblor. Tengo una familia. Las miro de reojo y Kelly me ofrece una sonrisa tímida. Mi madre solo clava en mí unos ojos grises cargados de esperanza.
Pensaba que esta lucha no iba conmigo y ahora me encuentro en el centro mismo de ella. Ellas me necesitan.
—El juego del Spiorad fue tu lección de historia y tu campo de entrenamiento —responde Eamon—. Siempre has estado cerca de tu tierra y de los tuyos.
Me conoce y sé que ha visto en mis ojos la aceptación. Por eso sonríe.
—¿Qué tengo que hacer? —Ni siquiera yo reconozco la fuerza en mi voz.
—Sabemos dónde se encuentra la espada —interviene Aldahir—. Ante ti responderá, porque te reconocerá como rey. Cuando la empuñes, deberás cumplir tu pacto con los Thuata Dé; ellos nos librarán de los fomorianos.
—Nosotros te ayudaremos.
El ofrecimiento de Eileen me sorprende, sobre todo porque parece sincero. Su tono, mezcla de respeto y admiración, hace que me ruborice, y asiento.
—Pues cuanto antes lo hagáis, mejor —nos señala Eamon.
Nunca he caminado tanto en mi vida ni con tanto sigilo, pero agradezco que mi tío insistiese en mi entrenamiento deportivo. Supongo que lo hizo pensando en este momento.
El aire a mi alrededor se ha enrarecido, proviene de la enorme boca de la cueva que tenemos delante.
—Está ahí dentro —me susurra Kelly.
Lo sé. De alguna forma puedo percibir la espada. Pero, en el Spiorad, cuando algo es demasiado fácil huele a trampa.
—Pues vamos a ello.
—Creo que te juzgué mal —me dice Eileen, justo antes de entrar—. Puedes llegar a ser un gran rey.
—No, gracias. Cogeré la espada y volveré a casa, a Chingford —añado por si acaso. Y como veo que va a protestar, entro en la cueva sin pensármelo dos veces.
Mis ojos tardan en acostumbrarse a la oscuridad. Cuando lo hacen, percibo entre la negrura un resplandor claro que brota del fondo. El corazón retumba tanto en mi pecho que parece el sonido amplificado de un tambor.
Como si me llamara, avanzo despacio hasta donde la caverna se ensancha. No se escucha en el aire más que un leve zumbido.
—Solo tú puedes cogerla —me dice Eileen cuando me detengo frente a la espada, que emite un ligero resplandor azul—. Eres el heredero legítimo.
Un cosquilleo me recorre la espalda. Por fin hay algo que solo yo puedo hacer, que depende de mí. Cuando la cojo, vibra en mi mano y una energía cálida fluye por mi cuerpo.
—Vámonos de aquí cuanto antes —nos apremia Aldahir, con el ceño fruncido.
Sí, yo también noto que algo va mal. Y enseguida descubro el qué. La salida está bloqueada por un grupo de fomorianos.
—No podemos luchar contra todos —susurra Eileen, con rostro tenso—. ¡Tienes que usar la espada!
¿Se ha vuelto loca? No puedo preguntarle por la contradicción de sus palabras, porque un grito, que me hiela la sangre, surge de las gargantas fomorianas antes de lanzarse contra nosotros.
¡Mierda, esto va en serio! El primer golpe hace que salten chispas de la espada y que todo mi cuerpo se sacuda. El dolor del brazo me hace apretar los dientes, pero sigo luchando. Kelly me protege la espalda, Eileen y Aldahir los costados.
—¡Brendan, usa la espada! —Otra vez las mismas palabras—. ¡Invoca a los Thuata Dé, renueva su pacto!
—Claro, ¿cómo no se me había ocurrido?
Mi tono irónico queda fuera de lugar en medio de una batalla, lo sé, pero es que nadie me ha explicado cómo funcionan las espadas mágicas. Y necesito saberlo ya, porque me preocupa la seguridad de todos.
—¡Lee las palabras! —me indica Eileen con urgencia.
En ese momento me alegro de que Eamon me haya enseñado gaélico. Pronuncio las palabras escritas sobre la afilada hoja y las paredes de la cueva parecen vibrar. No sé cómo, pero, de repente, aparecen una especie de elfos, como esos de la película El Señor de los anillos, que nos rodean y hacen de escudo para defendernos de los fomorianos. Entonces, nos desvanecemos en el aire.
—¡Eso ha sido flipante! —grito cuando veo que estamos en Drumberg.
—Las espadas mágicas pueden llevarte a donde quieras. —Eileen me sonríe por primera vez de forma sincera y yo me sonrojo. Quiere decirme algo más, pero Eamon nos interrumpe.
—Muy bien, muchacho. —Coloca su mano sobre mi hombro y me aprieta con fuerza. Noto el orgullo que siente por mí—. Hay que organizar de inmediato tu nombramiento como rey.
—¿Qué? No, no, no. Para ahí. No va a haber ningún... nombramiento. Ya he traído la espada, ahora tienes que enviarme a casa.
—¿Para qué quieres volver ahí?
Entiendo su escepticismo. No es que mi vida en Chingford sea el paraíso, pero al menos vivo en la seguridad de mi siglo XXI. ¿A quién narices le gustaría vivir en el XII?
—Quiero volver —insisto.
Me siento incómodo ante las miradas de mi familia, de mis compañeros de instituto —o, más bien, de mi equipo del Spiorad—, y de la gente que me rodea; sobre todo, ante la mirada de decepción de Eamon. De todas formas, asiente. Me conoce bien y sabe que es inútil discutir. Le entrego la espada cuando me la pide y siento como si arrancaran una parte de mi cuerpo.
Traza en el suelo un círculo con su bastón y hace que me coloque en el centro.
—Si te vas, no podré ayudarte a volver, Brendan. Yo me quedo aquí, con mi gente.
No sé por qué sus palabras me hacen sentir mal, aunque asiento.
—Gracias.
Escucho cómo murmura lo que ahora reconozco que es un rito mágico y la luz blanca me envuelve. Mientras me pregunto si hago lo correcto, oigo por última vez su voz.
—Recuerda que este es y será siempre tu hogar.
***
Dejo atrás el instituto. En mi reproductor suena el último éxito de BTS de camino a casa. El regreso a la realidad ha sido duro. Al ocupar mi lugar en la clase esa mañana, los pupitres de Eileen, Kelly y Aldahir no estaban. De hecho, nunca estuvieron ahí. Todo formaba parte de la magia. Diane, Megan y Ricky no fueron alumnos de mi instituto, solo una proyección virtual, igual que el Spiorad.
La tienda de antigüedades me resulta extraña y vacía cuando entro. Las últimas palabras de Eamon todavía resuenan en mi cabeza. Un hogar, un lugar donde encajar, amigos... Se apodera de mí un intenso deseo de volver a Drumberg, con mi familia. Pero ya es tarde.
El tatuaje de mi brazo comienza a quemar mi piel. Ahora sé lo que anuncia, el final del Samhain. Se cerrarán las fronteras entre los dos mundos, el humano y el de la magia. Mi última oportunidad de regresar a casa.
El pensamiento duele, pero el dolor me hace recordar las últimas palabras de Eileen. Atravieso el pasillo corriendo y giro hacia mi lugar favorito. Allí, sobre la silla, descansa Aimsir, la espada del Tiempo, una gemela perfecta de la que dejé en Drumberg. La cojo y me dirijo a la oficina. Levanto la alfombra y entro en el círculo. Golpeo el suelo con la espada y leo las palabras grabadas sobre el acero. Una luz me envuelve, tan resplandeciente como mi sonrisa.
«Cumplir diecisiete no está tan mal».
Yo he encontrado mi lugar en el mundo.
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