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4. El entierro:


NOTA DE AUTORA:

ATENCIÓN: Esta obra NO es apta para todo público y es cien por ciento FICCIONAL. Por lo tanto, las opiniones expresadas y los hechos siguen la misma lógica. No se busca ofender a nadie, tómelo como un personaje más. Lea bajo su propia responsabilidad.  

Una culebra, negra y gruesa, es lo que imagino al observar la fila de vehículos fúnebres yendo al cementerio. Nosotros somos los primeros en seguir la marcha, decorada por flores recién cortadas y fragantes. Dudo que la fallecida goce del esmero que tanto le ponen a su entierro. La muerte no es más que la creación a la inversa. Así como un embrión multiplica sus células y se alista para nacer, así como la fecundación y el momento en que se introduce la vida es un misterio espontáneo; el cadáver destruye sus células para morirse, y el acto mismo es de igual misterio y espontaneidad. Si resulta demasiado complejo para algunos, sólo basta con mencionar que siempre "viene" un niño al mundo, y "se va" un ser querido.

Mi madre guarda silencio al lado de su esposo, y mi hermano se mece hacia adelante y hacia atrás con el cinturón puesto, tarareando algún intento de canción babosa.

Llegamos unos minutos después a los límites de la "tierra sacra". Se nos abre el gran portón de hierro, y este libera un quejido animoso y oxidado antes de dejarnos pasar.

El público pétreo aplaude a la nueva integrante con plácida indiferencia. Tal vez quinientos, tal vez mil. Todos se alzan en ovación mortuoria bajo forma de cruces o estatuas de ángeles.

Me salgo del auto y estiro las piernas, percibiendo el aroma inconfundible de la bruma fresca del invierno, fantasma poético y silencioso.

Se llevan el cajón y lo colocan en la plataforma. Hay demasiadas tumbas clavadas a lo largo del terreno. No me apena, pero sí fastidia, que se malgaste tanto espacio en desperdicios. La gente cree que el cuerpo de quien muere es casi intocable, sublime. Se aferran a él como lo más preciado, vierten en su interior las añoranzas. En realidad, se debe al reflejo. Aquel trozo de tejido muerto desvela la naturaleza de la mortalidad, la pérdida del sentido, el arrebatamiento de la sobrevivencia. Expone tajante la realidad de nuestros finales. Y en este tópico aparece la dependencia, la cobardía y la ignorancia. Bailan una orgía salvaje y paren a la desesperación. Dicen que la soledad corta como un puñal, que es la idea, la cereza de que el individuo que conociste ya no está -ni estará-, la que proporciona grandes dosis de tristeza al corazón de cada quien. Mas es falso. Lo que duele, es pensar durante un segundo la posibilidad de sufrir el mismo destino, o mejor dicho, la seguridad de que ocurrirá.

Pronto los conocidos emiten palabras de consuelo y exclaman lo buena persona que era, exaltan su personalidad rozando la bajeza de la exageración. Jamás lograré interpretar la santificación de los fallecidos. A este punto la muerte da vuelta las cosas: En vida, se escupen improperios a la espalda, y en muerte, se gritan elogios a la cara. A una cara disfuncional, a un rostro sin ojos, ni nariz, ni boca, ni oídos que logren captar el mensaje. Si considero superfluas e innecesarias las demostraciones de cariño, cualquiera puede imaginar lo que pienso respecto a si se lo aplica a un cadáver.

—Fabiana era mi hermana, y la quería demasiado —acaricia la madera del cajón. Mi madre estalla en llanto. Cosa que ya ha hecho innumerables veces. Me pregunto, ¿qué pasaría si le dijese la verdad? ¿Berrearía más alto? ¿Me odiaría? ¿Le daría igual? No lo sé. Y por mi conveniencia, no debería averiguarlo— ahora de seguro es un ángel viéndonos desde arriba, al servicio de Dios todopoderoso. Ella fue tan pura y bondadosa, ella...ella...perdonen —se aparta para volver al refugio del pecho de mi padre.

El cura le lanza una insignificante mirada de pesadumbre y alza la voz:

—¿Alguien más quiere decir unas palabras?

Para sorpresa de todos, Nelson suelta la lengua:

—¡Rebecca habla! ¡Rebecca habla! —Me señala y da saltos cortos.

—Eso sería lindo, amor —. Comparte mi progenitora con una leve sonrisa.

Me paro con parsimonia y muevo un pie tras otro hasta situarme al lado del féretro.

—Bien. Mi tía me decía Reb. Era ruidosa —dejo que mi voz dibuje de forma natural una línea recta— y frágil —al igual que todos los presentes—. Ella murió y no la volveremos a ver nunca más. Espero que lo entiendan. Ah...y que conste que está mejor así. Fumó demasiado, se acostó con varios, fue mentirosa, y tuvo muchos defectos más.

— ¡Rebecca! —Mi padre reclama, y otros prosiguen con murmullos de desaprobación y miradas agresivas.

— Es la verdad. Que haya muerto a los treinta años no le da méritos extra. Fue lo fue, hizo lo que hizo. Fin. Además —continúo antes de que salgan de su asombro— que alguien se atreva a declarar que la prefería pudriéndose en una camilla, con más suero que sangre, y es posible que me retracte —todos permanecen pasmados, nadie siquiera respira— ya veo que no les daré el gusto.

No termino de volver a mi sitio cuando me toman del brazo y me llevan al auto con tirones.

Al llegar a casa, ambos me obligan a sentarme en el living.

—Debería darte vergüenza —los ojos del hombre que me ha criado se vuelven turbios y fríos. Envían claramente indignación por los dos focos—. Lo que hiciste allí no tiene perdón...¡Insultaste a tu tía! ¡Nos insultaste a nosotros!

Me mantengo callada, sondeando sus expresiones y memorizándolas. Son nuevas, nunca las había visto. O al menos no lo recuerdo.

—Dime, —ella me apuñala con sus córneas inyectadas, reclamando respuestas— ¿qué te hemos hecho para que seas así?

Pestañeo.

— ¿Hay algo malo conmigo, Mamá?

Me abofetea. El golpe suena en cada habitación y mi cara se voltea con violencia. Giro para mirarla de nuevo. Lo único que se escucha es su respiración agitada, mezclada con gemidos lastimeros de frustración.

—Tú...¡Eres un monstruo! —Chilla enfurecida.

Mi padre la retiene un tanto horrorizado. Observándola como si la desconociera.

—Ivana...—. Susurra.

Lo ignora completamente y sigue gritándome en medio de un ataque de histeria:

—¡Dios sabe que intento quererte! ¡En serio intento quererte! —Sus cuerdas vocales parecen asfixiarla por dentro. Libera alaridos desgarradores, un demonio embravecido— ¡Pero siento rechazo! —Se golpea el pecho con las manos—¡Me enferma verte a la cara!

—¡Ivana, es nuestra hija! —La toma de los hombros y la sienta— Rebecca, vete a tu habitación. Hablaremos en otro momento.

Me incorporo y salgo de allí. Mi mejilla arde, auch.

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