17. La Reina Mariposa:
ADVERTENCIA: Este capítulo es especialmente fuerte, si es demasiado sensible, lea con cuidado.
Además: Esta obra NO es apta para todo público y es cien por ciento FICCIONAL. Por lo tanto, las opiniones expresadas y los hechos siguen la misma lógica. No se busca ofender a nadie, tómelo como un personaje más. Lea bajo su propia responsabilidad.
Recobrar tus sentidos cuando te drogan es difícil, normalmente hay nauseas, vértigo y una sensación de pesadez increíble. Ellos, con su estúpida fachada indulgente, piensan que, como la loca del pueblo, no sé lo que digo, que no tengo el juicio suficiente como para dar realidades. Que he golpeado a ese...hombre, porque mi nublado cerebro se accionó de forma involuntaria y azarosa. Admito que fui impulsiva, que me enajené a un punto extremo, pero la razón está de mi lado, siempre ha estado.
Abren la puerta, mi madre aparece del otro lado.
—Hola, qué bueno que despertaste —. Sonríe a medias.
—¿La encontraron?
No acabo de formular la pregunta cuando su mirada desciende en negativa.
—Están en eso, la policía rastrilla la zona.
—Entonces, ¿he estado horas acostada?
Asiente:
—El doctor decidió que era lo mejor debido a tu estado...
—Seguro, madre. Ustedes siempre saben lo que es mejor para mí, ¿no es así? —La enveneno.
—Golpeaste salvajemente a Felipe, tienes suerte de que te haya perdonado.
La mera idea de obtener su perdón me produce escupir bilis.
—¿Está en su casa? Podría disculparme yo misma.
—No, por supuesto que no. Fue al hospital. Posiblemente venga mañana.
Mi mente guarda la palabra...mañana.
Mañana.
Mañana.
—Está bien, será mañana —miro el techo con frialdad—. Déjame sola, por favor, voy a descansar —. Le doy la espalda.
La madera suelta un chirrido, luego se cierra.
Me levanto a trancarla y busco mi celular.
Me forzó a agendarlo por si sucedía algo, jamás pensé que realmente lo utilizaría.
Dos pitidos, atiende:
—¿Rebecca?
—Ven.
Corto.
No pasan ni veinte minutos cuando está en mi ventana con gesto sombrío.
—¿Qué pasó? —Toma mi rostro entre las manos, asegurándose de que yo esté bien. Es obvio que, si lo llamé, se trata de una situación cuya gravedad supera los límites.
—Es Elena. Ha desaparecido. Estoy segura de que fue él quien la raptó.
Sus puños se cierran y tiemblan, los dientes le rechinan. Hablé de mi infancia una vez con él, me ofreció meterle una bala entre los ojos, y no lo quise en ese entonces.
—¡Maldito enfermo! Voy a rellenarle la garganta de plomo. Dime donde está —. Su furia es notoria, aunque jamás se comparará con la mía.
—No —fijo mis ojos en los suyos— sólo necesito que hagas exactamente lo que te voy a pedir, para mañana.
Escucha con atención, una que no le había visto jamás, siquiera cuando revelé mi historia.
—De acuerdo, tengo amigos que pueden conseguírmelo. ¿Estás segura de lo que vas a hacer?
Nos quedamos observando unos instantes. Su pregunta repitiéndose en la expresión.
—Estoy harta de la escoria.
Al día siguiente ya tengo los planos de la casa, y los demás elementos.
Siento el hielo acumularse sobre mis hombros. La decisión tomada desde el instante en que lo vi, mi insensibilidad a un nuevo nivel, uno que en verdad me aterra.
La noche se agazapa, y me invita a cazar. Lo bueno de ser parte de las tinieblas, es que te dan la oportunidad de entremezclarte con ellas.
Abro la ventana y me trepo al árbol, dejo caer el bolso pesado y bajo sin problema.
Me lo coloco al hombro y, siendo la encarnación de Lucifer, me deslizo entre la oscuridad como serpiente, oyendo el murmuro de los pasos que ni la muerte se atreve a dar. Ya no hay nada en mí, un gramo de bondad, cualquier intento de neutralidad se ha ido, dejando a una ramera famélica, masturbándose entre risas nerviosas y enfermas, la fiel representación de la codicia pujante del sadismo.
Luciano está esperándome en el fondo, al lado de la puerta.
—Desactivaron la alarma y forcé la cerradura. A partir de aquí irás sola. ¿Estás...? —Se detiene un segundo en mi mirada y comprende — Más te vale que vuelvas —. Besa mi frente.
Es el momento. Mis manos empujan la entrada al infierno. No le prometí volver, porque eso no me interesa. Lo único seguro es que Elena estará a salvo. Ella estará a salvo.
—Hola —. Juego con una pequeña bolsa, pasándola de una mano a otra.
El heladero empieza a sacudirse, despejándose del sopor que le induje con una buena cantidad de fármacos directo al cuello.
Habiendo memorizado el plano, rastrearlo fue fácil. El puerco estaba durmiendo plácidamente. Me vi tentada a apuñalarlo repetidas veces, pero primero quiero información, así que opté por doparlo con lo que empleo en Nelson.
Trata de enfocarse en mí, atado a la silla con cuerdas gruesas.
—¿Qué? —habla, pero inmediatamente después toma conciencia del dolor, un dolor que me complace escuchar —¡Ah! ¡Ah! ¿Qué has hecho? —Grita cada vez con más fuerza. Da igual, nadie puede oírlo desde el sótano— ¡Ahh! —Como puede, se fija en sus pantalones, donde una enorme mancha negra se expande— ¡¿Qué demonios me hiciste?!
Me levanto de mi sitio y se los bajo, también los calzoncillos, que le muestran lo roja que es su sangre.
Escapa de él un alarido horrendo.
En la mitología, todos los monstruos o héroes tienen un punto débil. Su talón, el cabello, su belleza. A este le cercené el origen de su maldad, le arranqué su preciada virilidad.
No más bulto, sólo una costura burda y desagradable, como lo que es.
—No iba a permitir que perdieras demasiada sangre. De nada por la sutura, te la hice con cariño.
Libero el contenido del morral sobre sus piernas: Testículos, sus testículos.
Ahí enloquece, gimiendo y maldiciendo, agitándose. Espero pacientemente a que se canse.
—¿Por qué me haces esto? —Llora.
—¿Dónde está Elena?
La gente cree en las sonrisas limpias, la gente cree en los postres entregados por una mano suave, la gente cree en las buenas acciones. Pero son sonrisas que engañan, postres malintencionados, y buenas acciones que ocultan parásitos y gangrena. Sólo un enfermo destapa a otro enfermo, y sólo una criatura enardecida es capaz de acorralar a otra, y exigirle que quite su máscara de blanca porcelana angelical.
—No sé de qué hablas, Rebecca, cariño, necesitas ayuda —. Jadea.
Busco la cuchilla del bolso y me le acerco, a pocos centímetros de su contrariado rostro.
—Déjate de estupideces y dime, ¿dónde está Elena?
Su facie entera se arruga, temblando:
—No...lo...sé —. Escupe.
Sin apartar la mirada de la suya, clavo la hoja en su pierna. Grita hasta rasgarse las cuerdas vocales.
—¿Y bien? —Inclino la cabeza, apoyando parte de mi peso en el mango y ensuciándome con el líquido caliente de su miembro.
—¡No lo sé! Maldita. ¡No lo sé!
—Oh, de acuerdo —retiro el arma sin piedad ni expresión alguna. Cuando se tiene tanto enojo, cuando la espesa hiel fluye en las venas y llega al corazón, no hay palabras, cara o mirada que le haga justicia. No. Simplemente está latente el vacío de un ente ardiendo, fuego helado y quieto, pero más poderoso, más peligroso que el Averno—. Entonces hagamos algo —apuñalo su otra pierna y realizo un corte muy largo, desde la pelvis hasta la rodilla. No es un muy profundo, pero una catarata rojiza brota de allí— dejemos que se te escapen los litros de sangre que te quedan, lo que tardará un par de horas.
Dispongo a subir la escalera cuando finalmente se le da por hablar:
—Revisa el baúl, querida —se ríe, sin energías. Su cuello cuelga como un derrotado.
Mis dedos se crispan al pensar que en ese mueble podría caber Elena. Levanto la tapa y un escalofrío recorre mi espalda desde la nuca. Es ropa interior infantil. —¿Ves esa que está arriba de todo? Es mi favorita, siempre me gusta tenerla a mano.
De color celeste, y tiene unas pequeñas frutillas por doquier. Todavía la recuerdo, esa era mía.
Controlo mi respiración, jamás caeré en su juego. Nunca.
—Dime dónde está Elena.
No emite palabra, al menos por unos instantes. Me detengo a contemplar el intenso rojo. Es mi color predilecto, y me fascina observarlo crear un charco, cual bella fuente de un parque tranquilo.
—¿Sabes? Tú y yo no somos tan diferentes...nos gusta lo prohibido, nos atrae lo torcido, nos...
—Lo sé —interrumpo— no soy mejor que tú —realizo una pausa— tampoco soy igual que tú. En este mismo lugar te mostraré que puedo ser peor, mucho peor que tú.
—¿De dónde sacaste tanto valor, Rebecca? —Carcajea— Noté que se lo enseñaste a ella. Casi escapa. ¿Sabes? Primero llamó a su Mamá, luego a su Papá. Y, adivina a quién llamó después... —No, no — A ti. Y no viniste a buscarla, no la rescataste.
Del bolso retiro un galón de gasolina, y un estremecimiento satisfactorio me invade al presenciar el esperado pánico. Un espejo de lo que sentí hace años. Un espejo de lo que sintieron otros.
—Si me dices donde está, no te mataré.
—¿Cómo voy a creerte? —Con un trozo de tela le realizo un torniquete en ambas extremidades.
—Sabes que soy honesta, no hubiese esperado tanto tiempo si quisiera matarte realmente.
—Desátame entonces, y hablaremos.
—No soy idiota, Felipe. Te desataré cuando la encuentre. Ahora dime, dónde está —agrego— y no se te ocurra mentirme.
Frunce el ceño. El sudor corre por su contorno y respira con dificultad. Está sufriendo.
—La enterré en el jardín —. Suspira y cierra los ojos, cansado.
Salgo disparada hacia allí. Negando rotundamente lo que la razón chilla.
La tierra fue recientemente removida en la parte más lejana, y hay una pala clavada a un lado. La tomo con el pulso acelerado, y retiro el suelo profano, el polvo, la mugre, todo lo que la haya dañado.
Caigo de rodillas y lastimo mis uñas, rasco la turba entre sofocos.
Tengo que sacarla, tengo que sacarla.
Una lona verde, se me va el aliento. Destapo el grueso velo inmundo, descubriendo una estrella extinta. Rostro calmo después de un calvario. Siempre durmiendo.
La acuno en mis brazos y alzo los ojos a la luna llena. Enorme piedra fría, testigo.
Por favor, Elena, sonríe.
Por favor, Elena, háblame.
Por favor, Elena, abrázame.
Por favor, Elena, sé mi amiga.
La garganta se me abre, y de ella escapan miles de fantasmas desconsolados, sus gritos de pena llegan al cielo, rogando que se detenga, que pare. El pecho se estruja y se quiebra, hundiéndose en los huesos y muriendo intoxicado. ¿Esto es el dolor? ¿Esto es la culpa? Ríos salados y ondulantes se desbordan de mis órbitas, amenazan con ahogarme. ¿Quién diría? La oscuridad llora por la luz. Luz que ha muerto, sueños perdidos, palidez de un hasta nunca.
—Te...te quiero.
Abro la apertura con sutileza.
—¿Y? —No hablo. Le quito la tapa a la gasolina, generándole alarma. —¡¿Qué haces?! ¡Suéltame! —Rocío la silla y su cara, empapándolo y haciéndolo tragar—¡Suéltame! ¡Te dije dónde encontrarla!
Enciendo un fósforo, viendo la llama de cerca.
—Lo hice —susurro— ahora ella está con la Reina Mariposa.
Arrojo el fuego a sus pies.
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