Capitulo 35.-Felicidad Soñada
El aire estaba cargado con el aroma acre de la sangre fresca, mezclado con la esencia etérea del bosque mágico. Los árboles gigantescos se inclinaban hacia el cielo nocturno, sus ramas retorcidas proyectando sombras inquietantes bajo la luz de la luna. Aún podía sentir el sabor de la sangre en mis labios, un elixir amargo que recorría mi garganta como fuego líquido. El cuerpo del animal yacía inerte a mis pies, su magia apagada en un último suspiro. Había sido rápido, más de lo que esperaba, pero el hambre, esa insaciable sed, había dictado mis movimientos, y yo simplemente me había dejado llevar.
El tercer consejero, un medio elfo de mirada serena, me observaba con la calma de quien ha presenciado estas escenas incontables veces antes. Mi hermana, siempre imponente, estaba a mi lado, su presencia tan familiar y reconfortante como aterradora en su perfección. Su mano se posó en mi hombro, transmitiendo un calor que apenas lograba penetrar la frialdad que me envolvía.
—Lo hiciste bien, Tiara —dijo en voz baja, con una firmeza que no admitía dudas.
Pero sus palabras no lograban calar en la tormenta que se desataba dentro de mí. Un vacío oscuro y profundo se abría en mi pecho, una conciencia abrumadora de lo que acababa de hacer. No era solo el animal muerto, ni la sangre que aún cubría mis manos, sino lo que representaba: un recordatorio de que ya no era la misma, de que nunca volvería a serlo. Mi vida se había transformado, mi naturaleza humana, mi inocencia, se habían perdido para siempre en ese acto.
Los latidos de mi corazón, que antes golpeaban como tambores en mis oídos, comenzaron a desacelerar, reemplazados por un frío glacial que se extendía desde mis entrañas. Mi respiración se volvió superficial, y el mundo alrededor mío empezó a desvanecerse, como si estuviera envuelta en una neblina impenetrable.
—Tiara —escuché la voz de mi hermana como un eco lejano, su tono ahora más urgente—. Tiara, mírame.
Intenté escuchar esa voz, aferrarme a ella como si fuera lo único que me quedara, pero era imposible ignorar lo que se avecinaba. Viviría de la sangre para siempre. Cada vez que tomara una vida, cada vez que viera esa sangre en mis manos, me recordaría en qué me he convertido. Un monstruo. Una criatura que da miedo. Las piernas me empezaron a temblar, y antes de darme cuenta, me caí al suelo. Sentía un nudo en la garganta, como si no pudiera respirar, y mi pecho dolía tanto que pensé que se rompería. Era demasiado, todo se sentía tan pesado, tan oscuro, y lo único que podía hacer era quedarme allí, temblando, mientras todo lo que alguna vez conocí se desmoronaba a mi alrededor.
El tercer consejero se inclinó hacia mí, sus ojos élficos destellando con una sabiduría que parecía penetrar hasta los rincones más oscuros de mi mente. Sin pedir permiso, colocó su mano firme sobre mi frente, y en ese instante, un torrente de magia poderosa y cálida fluyó a través de mí. La oscuridad que me oprimía comenzó a desvanecerse, sustituida por una claridad inesperada, como si Darick hubiera disipado mis miedos con solo un pensamiento.
—Este es tu destino, Tiara —susurró, su voz cargada de una verdad ineludible—. Pero no estás sola en él. Es un camino difícil, pero tienes a tus hermanos, y a nosotros, para guiarte.
Respiré hondo, intentando recuperar el control de mis emociones. Sabía que tenía razón, pero eso no hacía que el peso fuera menos aplastante. Al menos no en ese instante.
Mi hermana, siempre fuerte, siempre decidida, me ayudó a levantarme. Su mirada, aunque severa con otros estaba teñida de un afecto que pocas veces mostraba. Ante otros que no fueran su familia. Sus palabras me sacaron de ese abismo interno en el que estaba cayendo.
—Esta noche —comenzó— te llevaré al gremio de incógnito. Reinald nos acompañará. Quiero que veas con tus propios ojos todas las cosas que antes te ocultamos. Es tiempo de que enfrentes esta nueva vida en su totalidad, sin secretos, sin ilusiones.
Su declaración era tanto una orden como una promesa. Había un desafío en su voz, pero también una invitación. Sentí una chispa de determinación prenderse dentro de mí, una pequeña llama que, aunque débil, era suficiente para empezar a disipar la oscuridad que me envolvía.
Asentí, aún temblorosa, pero con una nueva resolución naciendo en mi interior. La noche aún era joven, y mi viaje apenas comenzaba.
Respiré profundamente, sintiendo el aire fresco del bosque llenar mis pulmones y tratar de calmar mi mente. La caza había terminado, y aunque el sabor de la sangre seguía en mi boca, me estaba empezando a sentir un poco más tranquila, como si el torbellino de emociones empezara a calmarse. Miré al medio elfo que caminaba junto a mí, llevando el cuerpo inerte del animal mágico. Antes había sido una criatura llena de vida y poder, pero ahora solo era un silencio pesado, un sacrificio que había saciado mi hambre por ahora.
—Gracias —murmuré, con una voz pequeña y un poco temblorosa, intentando encontrar las palabras para decir lo que sentía. Aunque el animal ya no estaba, sabía que había hecho mucho por mí. Era lo menos que podía hacer.
El consejero asintió en silencio, su mirada era suave y entendía lo que sentía. No sabía qué haría con el cuerpo del animal, pero decidí no preguntar. Mi mente estaba llena de preguntas y verdades que no estaba lista para enfrentar todavía. Mei, que había estado mirando con esa expresión tan difícil de leer, dio un paso adelante y me hizo un gesto para que la siguiera.
—Ven conmigo, Tiara —dijo Mei, su voz tranquila pero firme.
Caminamos en silencio, dejando atrás al consejero y al cadáver del animal, adentrándonos en una parte más profunda del bosque. La vegetación se hacía más densa, y el sonido de una cascada cercana comenzó a llenar el aire. Cuando llegamos, el paisaje que se abrió ante mí fue impresionante: una cascada aún más grande y majestuosa que la que recordaba de la escuela, sus aguas cristalinas cayendo con fuerza en un lago sereno rodeado de rocas y árboles antiguos.
Mei me condujo hasta el borde del agua, donde el sonido del agua cayendo y los susurros del bosque nos envolvieron en una calma inesperada. Sin decir una palabra, Mei se inclinó hacia adelante y, con cuidado, comenzó a lavar mi rostro, retirando la sangre seca que había quedado después de la caza. El contacto del agua fría en mi piel fue un alivio, como si cada gota arrastrara un poco del peso que llevaba en el corazón.
Cuando terminó, Mei me guio hacia una gran piedra lisa junto al agua. Me senté, sintiendo la fría roca bajo mí, mientras Mei se acomodaba en un tronco cercano. Con paciencia y ternura, Mei comenzó a soltar las ataduras de mi cabello, dejando que mis mechones oscuros cayeran libremente. Luego sacó un cepillo de madera finamente tallado y empezó a peinar mi cabello con movimientos suaves y rítmicos.
El momento era tan íntimo y sereno que sentí que una parte de mi alma herida comenzaba a sanar. Con cada pasada del cepillo, los nudos y la tensión se deshacían, no solo de mi cabello, sino también de mi corazón. Mei, siempre la hermana mayor, siempre fuerte y controlada, había creado un refugio de paz en medio de un mundo que ahora me parecía extraño y aterrador.
Mientras Mei cepillaba mi cabello, empezó a tararear una melodía suave, una nana antigua que resonaba en lo más profundo de mí. Era una canción que no recordaba haber oído nunca, y, sin embargo, me resultaba extrañamente familiar, como si despertara un eco de algo perdido en el tiempo. Cerré los ojos, dejándome llevar por la cadencia de la canción, y una imagen borrosa de mi madre, a quien nunca había conocido, surgió en mi mente. Una sensación de calidez y amor me envolvió, como si a través de esa canción Mei estuviera reconectándome con mis raíces, con mi pasado.
Cuando Mei terminó de cepillar mi cabello, abrí los ojos y me sorprendí al ver mi reflejo en el agua. Mi aspecto había cambiado, sí, pero lo que más me impactó fue el vínculo que sentía en ese momento, no solo con Mei, sino también con la figura de mi madre que apenas conocía. Las lágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas, pero antes de que pudiera decir algo, Mei sacó un trapo limpio y, con ternura, secó mis lágrimas, eliminando cualquier rastro de dolor visible.
Finalmente, Mei se acercó por detrás de mí, rodeándome con sus brazos en un abrazo protector. Continuó tarareando la misma nana, su voz como un susurro cálido en la noche. Cerré los ojos de nuevo, dejándome arrullar por esa voz, y por primera vez desde mi transformación, sentí que tal vez, solo tal vez, no todo estaba perdido.
Mientras Mei tarareaba la nana con ternura, me dejé llevar por la melodía. No me di cuenta, pero Mei sí: una presencia familiar estaba cerca. Reinald había llegado. Mi hermano mayor, quien raramente mostraba su verdadero corazón, estaba allí, observando desde las sombras.
Reinald permanecía oculto entre los árboles, sus ojos azules fijos en las dos figuras junto a la cascada. La luna se reflejaba en el agua, iluminando la escena con un brillo etéreo. Mei, con su elegancia natural, parecía una figura de ensueño mientras cantaba, peinando mi cabello con calma. La visión le recordó a Reinald los tiempos antes de la oscuridad, cuando esa nana era el único consuelo que tenían en un mundo lleno de sombras.
Mientras escuchaba, una ola de nostalgia invadió a Reinald. Esa canción, tan simple pero cargada de significado, siempre había tenido un efecto profundo en él. Recordaba cuando nuestra madre la cantaba, y él se sentía protegido, amado, y, por unos breves instantes, completamente feliz. Era una felicidad que se desvaneció el día en que fue convertido, el día en que su vida cambió para siempre.
Observó en silencio cómo Mei limpiaba las lágrimas de Tiara y la abrazaba, un gesto lleno de cariño y protección. Una mezcla de orgullo y tristeza cruzó por su pecho. Tiara, su pequeña hermana, estaba comenzando su camino en este oscuro mundo, un camino que él conocía demasiado bien. Su deber era asegurarse de que no tropezara, de que nunca se sintiera sola en este viaje. Aunque no siempre lo mostrara, su deber hacia ella era más fuerte que cualquier otra cosa, incluso si sus acciones a veces decían lo contrario.
Reinald se quedó un poco más, disfrutando del suave eco de la nana que resonaba en el aire nocturno. Le daba paz escucharla, algo que rara vez sentía. Sabía que pronto tendría que revelarse, unirse a ellas, pero por ahora, quería quedarse con ese último momento de serenidad.
Cuando la última nota de la nana se desvaneció, Reinald dio un paso hacia adelante, dejando que sus pies crujieran ligeramente sobre las hojas caídas. Mei giró la cabeza con suavidad, ya consciente de su presencia, y le dedicó una leve sonrisa. No era necesario intercambiar palabras; ambos entendían el significado de esta noche.
Reinald se acercó despacio, su mirada suave pero intensa. Sus ojos se encontraron con los de Tiara, y por un momento, el peso de la responsabilidad, la protección, y el amor fraternal se hizo evidente en su expresión. Sin decir nada, se inclinó hacia Tiara y le susurró, integrando partes de la nana como si no quisiera romper la tranquilidad de la noche.
la nana
Duerme, mi pequeña estrella,
la noche extiende su manto,
en tus venas corre la sangre,
que en mi pecho late tanto.
Las sombras te envuelven suave,
como el abrazo que te di,
el dolor se tornará en fuerza,
y en mis brazos serás feliz.
Cada lágrima que derrames,
es un paso hacia el poder,
el sendero de los inmortales,
te enseñará a no temer.
Con cada gota que bebas,
más cerca estaré de ti,
mi amor en tu alma vive,
y en la oscuridad brilla al fin.
Duerme, mi pequeña estrella,
que el alba nunca vendrá,
pero en esta eterna noche,
mi amor te guiará.
Cuando el frío toque tu alma,
y el hambre quiera vencer,
recuerda que, en mis brazos,
siempre hallarás tu querer.
Así como la luna vigila,
yo cuidaré tu andar,
pues en cada sombra que cruces,
mi espíritu te acompañará.
Duerme, mi pequeña estrella,
ya la transformación pasó,
en tus ojos brilla el legado,
de la sabiduría que el tiempo nos dejó.
Y aunque el mundo sea un susurro,
y el dolor un viejo amigo,
mi amor siempre será escudo,
y en tu corazón, abrigo.
Esa noche, mientras Tiara descansaba después de la intensa experiencia de su primera caza, Reinald cayó en un sueño profundo, arrastrado por los ecos de la nana que Mei había tarareado. La melodía lo envolvió, llevándolo de vuelta a un tiempo que casi había olvidado, un tiempo en que todo parecía más simple, más seguro.
En su sueño, Reinald se veía a sí mismo como un niño de no más de cuatro años, acurrucado en los brazos de su madre. Ella estaba sentada en una mecedora, con una sonrisa suave en el rostro mientras lo sostenía con cuidado. Su madre, con su cabello oscuro y ojos bondadosos, tarareaba la misma nana, la misma que Mei había cantado horas antes.
El niño Reinald se aferraba a ella, sintiéndose completamente protegido, sin preocupaciones en el mundo. Cada nota de la nana lo envolvía como un cálido manto de seguridad. Frente a ellos, su padre, un hombre de porte serio, pero con una mirada llena de orgullo, los observaba desde un sillón cercano. Aunque su rostro rara vez mostraba emociones, había una suavidad en su mirada mientras contemplaba a su esposa y su pequeño hijo.
El ambiente en la habitación era tranquilo, con la luna llena asomándose por la ventana y la suave brisa nocturna moviendo ligeramente las cortinas. Mei, que en ese entonces tenía siete años, dormía plácidamente en su habitación, ajena a la escena en la sala. La imagen era la de una familia unida, llena de amor y protección, antes de que el peso de la inmortalidad cayera sobre ellos.
Reinald, en su sueño, sintió una calidez que hacía años no experimentaba. Ese momento, en los brazos de su madre, fue uno de los últimos en que se sintió verdaderamente feliz, antes de que la transformación y el dolor cambiaran sus vidas para siempre. La nana continuaba, susurrando promesas de protección y amor eterno.
De repente, el sueño comenzó a desvanecerse, las figuras de su madre y su padre se volvieron difusas, la voz de su madre se fue apagando, y la realidad empezó a reclamarlo.
Reinald abrió los ojos lentamente, despertando en su habitación. Por un momento, el eco de la nana aún resonaba en sus oídos, y una sonrisa triste apareció en su rostro. Recordaba esa felicidad perdida, ese amor que su madre les había dado a él y a Mei.
Pero Reinald sabía que no podía aferrarse a esos recuerdos. La realidad, con toda su dureza, lo llamaba de vuelta. Lentamente, se levantó de la cama, caminando hacia el espejo de su habitación. Allí, se mojó el rostro, eliminando cualquier rastro de la tristeza que su sueño había evocado. Sus ojos recuperaron la firmeza habitual, y su rostro adoptó la expresión imperturbable que siempre mostraba.
Se vistió rápidamente, listo para la misión que tenía por delante. Sabía que esa noche llevarían a Tiara al gremio. Reinald, con su sentido del deber renovado, salió de la habitación, dirigiéndose hacia el lugar donde Mei y Tiara lo esperaban. La nostalgia y la melancolía quedaban atrás, reemplazadas por la determinación de proteger a sus hermanas, sin importar lo que el futuro les deparara.
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