2. COSAS QUE JODEN
En la vida hay que hacer cosas que joden.
Por ejemplo, jode pisar una mierda o trabajar.
Cuando estoy en un sitio en el que no debo estar me quiero morir.
O matarte.
Cosas que joden, Mama Ladilla.
El primer día que llegué a Villalegre pensé en que era uno de esos pueblos a los que su nombre no le hace justicia. Estaba demasiado enfadada y conseguí sacarle defectos a todo lo que veía. Mis padres llevaban meses interactuando con los vecinos, mientras hacían la casa, pero yo me había negado a visitar lo que pensaba que sería mi prisión en los siguientes años de vida.
El pueblo se componía de una carretera principal, nacional para mi disgusto, en la que el tráfico era insoportable. A ambos lados se repartían las pocas casas en pequeñas calles que trazaban una forma irregular y sin sentido. No había ningún edificio que se acercase al cielo, la más alta de las viviendas tenía dos pisos, excepto el ayuntamiento y el colegio. Es lo poco que pude comprobar en nuestro trayecto en coche hacia el que sería mi nuevo hogar.
Con la mayoría de edad recién cumplida, lo que menos me apetecía era mudarme desde la confortable calidad de nuestro piso en el centro de una pequeña pero bulliciosa ciudad a un pueblo alejado de la civilización con menos de mil habitantes y cuya media de edad estaba segura que sobrepasaba el medio siglo. Pero mis padres, tras años ahorrando y trabajando, habían tenido la genial idea de cambiar de aires. Habían construido una casa enorme con vistas al campo, que a pesar de lo idílico que pudiese sonar, era una zona seca y yerma que solo tenía verdor en época de lluvias y las ovejas se encargaban de que la hierba fresca no durase mucho.
—Sigo sin entender por qué tenemos que vivir aquí —dije con lágrimas en los ojos. Llevaba días sin parar de llorar y me parecía que ya lo estaba haciendo por inercia.
—Ofelia, no te lo vamos a repetir más veces —respondió Roberto, mi querido padre mientras descargaba las cajas que faltaban del coche. Todas mías, me había negado a traerlas hasta el último momento—. Con el dinero que teníamos no podríamos haber comprado una casa como esta en la ciudad. Además, deja de protestar, estamos a solo veinte minutos en autobús y podrás ver a tus amigas todos los días. Incluso invitarlas a venir.
—Claro. Como si visitar un pueblo de mala muerte sin discotecas y con dos bares de viejos fuese un plan perfecto para ellas. ¡Auch!
Mi madre me había dado una pequeña colleja que, aunque no me hizo daño, había causado que mi rabia aumentase. Entré corriendo a la casa para evitar montar una escena en la calle y casi me caigo por las escaleras que adornaban la puerta principal. Escuché cómo mi padre le recriminaba sus acciones, pues sabía que ese gesto me molestaba en exceso, pero pude escuchar desde mi habitación cómo la pequeña discusión se transformaba enseguida en risas por la ilusión de estar en su nuevo hogar.
Cerré la puerta con fuerza, esperando que escuchasen el portazo y buscando confrontación por motivos que solo mi yo adolescente comprendía. Me di la vuelta, contemplando lo que sería mi dormitorio. Tenía que admitirlo, no estaba nada mal. En el piso donde vivíamos era tan pequeña que no tenía espacio ni para un escritorio, así que tenía que usar la mesa del comedor para hacer mis deberes. Sin embargo, disfruté viendo el espacio que tenía para poder guardar todas mis cosas de la universidad. Cajoneras, el ordenador que ya estaba colocado y un sitio para poder colocar mis libretas y bolígrafos. La cama era mucho más grande que la que tenía y mis padres habían comprado unas sábanas amarillas preciosas que hacían juego con los pequeños detalles en la madera que tenían el armario, las estanterías y la silla, además de con las paredes que estaban pintadas en un color más suave, pero que daba mucha alegría al conjunto.
Sonreí durante un segundo, pensando en lo bonitos que quedarían mis libros colocados por orden en la gran estantería, pero el buen humor me duró poco al recordar que, por mucho que intentasen comprarme, yo no quería estar ahí.
La ventana de mi cuarto daba a otra calle, en oposición a la puerta principal. La casa solo tenía un piso, por lo que unas rejas forjadas de hierro oscuro bloqueaban el paso de cualquiera que intentase acceder a ella. Me senté en la ventana, intentando relajarme mientras me limpiaba la cara con unas toallitas que llevaba en el bolso y navegaba entre los pensamientos intrusivos que analizaban las posibilidades de que algún asaltante usase las rejas como escalera para subir al tejado y entrar hasta el patio en mitad de la noche.
Mirando hacia el infinito, me di cuenta de que esas vistas eran aún más deprimentes que las otras. Desde el salón, al menos, no tenías que estar viendo los ladrillos de las demás casas y los viejos coches aparcados. Podía ver la puerta de dos casas parecidas a la nuestra, pero más antiguas, con varias tejas rotas y la pintura descascarillada en la fachada. Estaba tan embobada pensando en las musarañas que no me di cuenta de que una de las puertas se abría y aparecía un chico por ella. Debió de quedarse mirándome un rato, pero no estaba segura, pues cuando al fin fui consciente de su presencia en sus labios se dibujaba una sonrisa divertida.
Levantó una mano en señal de saludo hacia mí y un pequeño gruñido salió de su garganta antes de continuar su camino con las manos en los bolsillos de su chándal gris. El polo granate que completaba su conjunto daba cuenta de la moda de ese momento en el que los chicos se arreglaban utilizando una combinación de prendas que más adelante sería impensable para cualquier persona que tuviese un poco de sentido del ridículo. A mí, personalmente, me resultaba irresistible. Respondí a su saludo demasiado tarde, pues ya estaba demasiado lejos, pero me había dado tiempo a admirar su melena rubia y corta, lo alto que parecía y la adorable tripa que se adivinaba bajo su polo. Tendría que tener más o menos mi edad y pensé en que debía de tener cuidado con dejar las persianas abiertas mientras me encontraba en la habitación. Más que por mi seguridad, por la suya. No quería que tuviese la desgracia de contemplar el bochornoso espectáculo que ofrecía desnuda.
Sí, al igual que muchas jóvenes a esa edad sufría el complejo de ver totalmente distorsionado. Mi yo del futuro echaría de menos la cintura, pechos turgentes y falta de arrugas que tenía en esa época, ya que nunca estamos contentas con lo que tenemos. Pero, para mí, sentía que la inseguridad me atrapaba cada vez que me miraba al espejo. Por mucho que me dijesen que estaba estupenda en todos los sentidos, no dejaba de ver que mi tripa no estaba plana, que mis caderas eran demasiado anchas para llevar los pantalones de tiro bajo, que mis piernas eran cortas, mi pelo rebelde y mi cuello muy largo. Y, cuando no pensaba eso, era lo contrario.
Olvidé mis complejos por un segundo para mirarme al espejo y comprobar, con alivio, que mi nuevo vecino no había visto un monstruo cubierto de mocos y lágrimas mirándole desde la otra ventana. Las toallitas habían obrado su magia. Aproveché el momento y me coloqué un poco el pelo. Lo llevaba muy corto, con la raya en un lado dejando una especie de flequillo y la parte de atrás de punta gracias a cantidades ingentes de gomina. Estaba muy orgullosa de él, aunque me costase una barbaridad arreglarlo a mi gusto cada mañana.
Me dispuse a salir de mi habitación, intentando enterrar el hacha de guerra. En ese momento no quería admitirlo, pero la perspectiva de tener un nuevo vecino posiblemente guapo y joven había mejorado mi humor. Pero, como siempre, el universo y mis padres habían decidido no poner de su parte.
—¡Ay! —grité mientras me intentaba levantar. Habían dejado todas mis cajas en la puerta de la habitación y al no darme cuenta me había golpeado con todas y cada una de ellas en un intento fallido de recuperar el equilibrio—. ¡Mamá!
—¿Qué pasa, Ofelia?
Mi padre llegó con cara de preocupación, seguido de mi madre. Cuando vieron la posición tan ridícula en la que me encontraba no lo pudieron evitar. Una carcajada estalló en los labios de Roberto mientras Chus intentaba taparse la boca para disimular, pero no lo consiguió. Al final, no sabía si por cansancio o porque me había rendido, comencé a reírme también. Los tres, un poco más animados, nos pusimos a recoger las cajas y a meterlas en la habitación. Decidí colocar las cosas al día siguiente, pues tendría todo el domingo para poder hacerlo y sabía que mis padres no iban a poner impedimento.
El día prosiguió con normalidad e incluso intenté ver las cosas nuevas que tenía nuestro nuevo hogar. Tenía un gran patio donde mi madre quería colocar un pequeño huerto, macetas, un cenador y barbacoa para poder juntarnos cuando hiciese buen tiempo con nuestros amigos y familiares. Además, tenía un baño para mí sola, cosa que el otro piso tenía que compartir con ellos y la hora de arreglarse era interminable. Fue lo único que coloqué en todo el día, mis productos de aseo, cintas para el pelo, coleteros y utensilios. Acabé con una sonrisa en el rostro.
Estando en el salón, esperando que el horno se calentara para meter unas pizzas precocinadas que mi padre había comprado antes de venir al pueblo, llegó un mensaje a mi teléfono. Era una de las cosas de las que más me gustaba presumir, pues su cámara de fotos y tapa hacían que fuese muy distinto al de mis amigas. Me lo habían regalado mis padres hacía poco tiempo, coincidiendo sospechosamente con la proximidad a la fecha de nuestra mudanza, pero no hice preguntas. Si me querían chantajear con regalos no sería yo la que se lo impediría.
Miré los mensajes y vi que Pilar me había escrito. Era increíble la capacidad que teníamos de abreviar cada palabra con el menor número de letras posible, pues si te pasabas de carácteres tenías que pagar dos mensajes y el saldo en nuestra vida de estudiantes era algo que escaseaba bastante. Tras descifrarlo de una manera tan eficaz que sorprendería a cualquier analista de códigos, una sonrisa se dibujó en mi rostro.
—¡Papa! Llévame a la ciudad. Voy a salir con Pilar y las chicas. —Aparecí en la cocina justo en el momento en el que este miraba a mi madre con complicidad y el rostro serio.
—Cariño, tu padre está muy cansado con los viajes que ha dado hoy con el coche. ¿Por qué no te quedas hoy en casa con nosotros? Después de cenar podemos jugar un Trivial o ver alguna película que pongan en la televisión. Déjame mirar el teletexto.
—No me apetece, mamá. Hemos acabado el instituto y queremos disfrutar del verano antes de la universidad. —Me crucé de brazos, oliéndome lo que estaba por venir.
—Lo siento, Ofelia. No me apetece nada coger el coche. Además, tendría que echar gasolina —dijo mi padre mientras sacaba la primera pizza del horno con destreza—. Vamos a pasar un rato juntos, nuestra primera noche en la nueva casa.
Una sonrisa se dibujó en los labios de los dos mientras me miraban, pero el buen humor que había estado teniendo durante la tarde desapareció en un segundo. Eso no era en lo que habíamos quedado. Me sentí traicionada a unos niveles que solo la juventud podía comprender.
—¡Me lo prometisteis! Dijisteis que no cambiaría nada, que podría seguir saliendo con mis amigas y que la ciudad estaba al lado. Y el primer día que lo pregunto descubro que me habéis mentido.
—Y podrás hacerlo —respondió mi madre acercándose y tomándome del hombro—, pero el fin de semana que viene. O incluso mañana. No es solo llevarte, Ofelia. Luego tendría que recogerte de madrugada y está cansado.
—Me puedo quedar en casa de Pilar o Miriam. —Puse mi mejor cara de pena, intentando apelar a su comprensión.
—Mañana te acerco y pasas el día con ellas —dijo mi padre a la vez que iba poniendo la mesa para cenar.
—¡No quiero pasar el día de mañana con ellas! ¡Quiero ir ahora! —grité perdiendo toda la compostura.
Había algo que Roberto García no podía soportar y se había dado cuenta demasiado tarde como para echarse atrás en su decisión de tener hijos. Esto era la voz estridente que tenía su hija desde que la adolescencia y las hormonas habían cambiado su tono. Me di cuenta demasiado tarde del error que había cometido al chillarles de esa manera y encima le había dado un pequeño empujón a mi madre para que me quitase los brazos de encima mientras lo decía, por lo que la había perdido como posible aliada.
—De acuerdo, pues mañana tampoco irás a la ciudad —respondió mi padre intentando mantener la compostura.
—¡No es justo! Me voy a perder una noche de fiesta por vuestra culpa.
Miré a mi madre, buscando ayuda, pero estaba cruzada de brazos y observándome con desaprobación. La batalla estaba perdida y no podía evitar sentir cómo las pocas lágrimas que me quedaban acudían a mi rostro. Salí corriendo hacia mi habitación, dispuesta a tumbarme en la cama y negarme a levantarme en el tiempo que tuviese que vivir bajo ese techo.
—Podrías empezar a ser un poco menos egoísta, hija —dijo mi padre en voz lo suficientemente alta para que le oyese.
—¡Y vosotros de ser unos mentirosos!
Di un portazo en la puerta y me tumbé en el colchón sin apartar las sábanas. Durante un segundo pensé que si hubiese jugado mejor mis cartas podría haberles pedido dinero para un taxi, pero era demasiado tarde para esa opción. Ya estábamos todos lo suficientemente encendidos como para que cualquier intento de conciliación fuese infructuoso por esa noche. Escribí a Pilar confirmándole mi ausencia y pensé en los posibles escenarios que me podía perder por faltar esa noche. Era algo que todo el mundo sabía, cuando no salías pasaban las cosas más extraordinarias como que Fulanito se había liado con Menganita o alguien había vomitado en un portal haciendo que llegase la policía. Encima, escuché por la ventana risas y gritos de lo que parecía la gente joven del pueblo. Me asomé y había un grupo llamando a la puerta de mi vecino. Estaba demasiado oscuro y no pude cotillear como me hubiese gustado, así que cerré la persiana antes de que se pensasen que era una especie de acosadora.
Volví a la cama y tapé mi cara con la almohada. También podía escuchar las voces apagadas de mis padres discutiendo en la cocina, seguramente por mi culpa. Me daba igual, solo quería quedarme ahí para siempre, ya que mi vida social se había acabado y eso, cuando tenías dieciocho años, era lo más importante.
A veces decapitaría por un segundo de silencio.
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