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1. LLORARÉ

Como un perro que mira las estrellas

sin comprender dónde coño fue el sol

hoy te escribo esta carta sin fecha

pa' que te des cuenta que sin ti ya no soy yo.

Lloraré, Boikot.

—Joder, ¡no me lo puedo creer!

Estoy tirada en mitad de la carretera con todos los pilotos del coche encendidos. Al menos, he conseguido apartarme un poco al arcén sin dejar caer el vehículo por el terraplén y ya no corro el riesgo de que un camión convierta una avería en un siniestro total.

—"Cobertura, estés dónde estés". ¡Mis cojones!

Llevo más de veinte minutos dando vueltas por Sierra Madrona, sin alejarme mucho del coche por miedo a quedarme perdida en el bosque. Intento encontrar la cobertura que mi compañía de teléfono siempre me ha prometido, pero parece que el sur de Ciudad Real se encuentra en un vacío legal.

Cuando estoy a punto de tirar el móvil y darme por vencida, consigo una pequeña señal que me posibilita contactar con los del seguro del coche. Tras una pequeña conversación en la que hemos sacado en claro que el tío que me atiende es un idiota y yo estoy demasiado nerviosa, promete enviarme asistencia lo antes posible, aunque sospecho que mi mal humor habrá hecho que, por azares del destino, la ayuda llegue más tarde de la cuenta.

Después de limpiarme el sudor y sentarme en una roca, teniendo cuidado de colocar el chaleco reflectante antes para no mancharme de tierra los pantalones y mantener un poco la dignidad, suspiro mirando el maldito atardecer y pienso en cómo he llegado a esta situación en la que soy esa Ofelia que se pone desagradable con un chico que solo estaba intentando hacer su trabajo.

Es fácil, todo comenzó a desmoronarse hace dos días. Dos interminables días desde que Alfonso me dejó. Tras cinco años y medio de relación, quiso poner las cartas sobre la mesa. «Tenemos que hablar», dijo, como si fuese un cliché malo de sobremesa, y comenzó a echarme en cara mi dejadez física, la falta de pasión y mi poco interés por la vida en general. Todas las cosas que nos habíamos dicho fueron formando una bola imposible de parar.

Y por eso me encuentro en medio de la nada, sola, con el coche averiado y lleno de trastos que conforman toda mi vida. Ropa, libros, utensilios de cocina, el ordenador y hasta los skies que me regaló en uno de mis cumpleaños que he usado solo una vez. Me los he llevado por vergüenza, pues una de las cosas que me echó en cara fue no haber querido compartir sus aficiones y señaló esos malditos palos, a lo que mi respuesta ha sido llevármelos para intentar demostrar un punto que ya está perdido.

Dos coches pasan casi seguidos por la carretera. No creo que ninguno pare a ayudarme y lo agradezco. No me apetece tener que lidiar también con posibles asesinos en serie o depredadores sexuales.

Esa es otra de las cosas que molestaban a Alfonso: mi manera de exagerar las cosas, pero es algo que no puedo evitar. Siempre imagino el peor de los escenarios y así no me llevo sorpresas. Ahora, después de tanto tiempo, dice que se ha dado cuenta de que no puede estar con una persona así. Pues podía haberse aclarado antes, sobre todo para que yo no tuviese que dejar toda mi vida, trabajo, amigos y familia para que pudiese realizarse profesionalmente mudándonos a otra ciudad.

Cuando estoy a punto de volver a llamar al seguro para, olvidando mi arrepentimiento, volver a insultar de nuevo al desdichado que tenga la mala suerte de contestar, veo cómo una grúa amarilla y desvencijada se acerca a donde estoy. Me levanto con los brazos en alto hacia el coche, temiendo que pase de largo.

El señor, que no parece muy contento por tener que trabajar un domingo, tras unas indicaciones de cortesía e identificarme como la tomadora del seguro, levanta el capó y comienza a mirarlo mientras se rasca su pobre barba de tres días. Esto, unido a que parece tardar una eternidad, empieza a ponerme muy nerviosa y no puedo evitar morderme las uñas. Otro de los defectos que a Alfonso tanto le gustaba señalar.

Toca unos cables que están fuera de mi vista y me pide que arranque el coche. Con un suspiro y notando que el sudor que recorre mi cuerpo se va enfriando, cumplo sus órdenes. El sonido del motor rugiendo hace que las lágrimas acudan a mi rostro y no sé si lloro de tristeza, de felicidad o histeria nerviosa. Por la cara con la que me mira el hombre de la grúa parece que es la última opción. Tras unos segundos trasteando en su móvil, me lo tiende para que firme y, después de preguntar en varias ocasiones si me encuentro en condiciones de conducir, inicia su marcha de vuelta, no sin antes lanzarme una mirada de compasión de la que me doy cuenta.

Miro el espejo retrovisor. Mi cara es un poema: lágrimas, mocos y maquillaje se mezclan sin cubrir las rojeces causadas por el sofoco. Con una mano intento buscar papel o toallitas para limpiarme, pero, con la parte de atrás llena de los retazos que han conformado mi vida en los últimos años, me es imposible encontrar nada. Cojo lo primero que pillo. Resulta ser una camiseta que Alfonso me regaló en nuestro primer aniversario. La he sacado de dentro de una bolsa de rafia en la que, por un venazo sentimental, guardé pequeños recuerdos.

Esa camiseta, amarilla con un corazón blanco, no me entra ni aunque me esfuerce y es una de esas cosas que guardas por cariño y si alguna vez te la puedes volver a poner, pero en el fondo sabes que eso nunca volverá a pasar.

En un inesperado arranque de dignidad por mi parte, la uso para limpiarme el rostro y, con un total desprecio por el medio ambiente que luego me dará cargo de conciencia, la tiro por la ventana mientras me incorporo con velocidad a la carretera dejándola en compañía del chaleco amarillo que olvidé en la roca.

Las últimas horas de luz del inicio del verano me acompañan mientras cruzo el valle de Alcudia. Me queda poco para llegar a mi destino, aunque no tengo ninguna gana de hacerlo. Volver a casa de tus padres a vivir no es el sueño de ninguna treintañera, pero ¿qué puedo hacer?. Por más que Alfonso insistiese en que podía quedarme en el piso el tiempo que necesitara, me es imposible pensar siquiera en esa idea. Buscar un piso para mí sola es imposible y me niego a alquilar una habitación con desconocidos por el precio que tienen en esa zona. Además, yo solo estaba allí por él.

Mientras me relajo poco a poco, concentrándome en la carretera, y sopeso si debería parar a cenar con tranquilidad, a pesar de que me queda poco de viaje, suena mi teléfono. Al ver el nombre en la pantalla del manos libres me tenso, pues sé que me espera una buena reprimenda.

—¡Ofelia! ¿Dónde estás? ¿Ha pasado algo?

La voz nerviosa de mi madre inunda el coche. Pongo los ojos en blanco, dejándola explayarse y que suelte toda la mala leche que ha estado guardando por no recibir ninguna llamada por mi parte anunciándole mi retraso. María Jesús, o Chus para los amigos, es una madre de las que siempre está demasiado pendiente de todo lo que acontece en la vida de su única hija. Puede sonar hipócrita por mi parte, ya que he heredado su manía de exagerar las cosas como he contado anteriormente, pero me pone muy nerviosa tener que estar informando de cada cosa que hago durante la semana. La quiero muchísimo, es la mejor madre del mundo, pero con esta llamada mi sensación de que va a ser una vuelta muy dura se afianza.

—Mamá, no tenía cobertura. He parado a comer algo y se me ha pasado el tiempo volando. Necesitaba descansar —miento, pues si le cuento la avería la conversación se va a hacer mucho más larga y estoy a punto de verla en casa.

—Haces bien, no puedes conducir si estás cansada. ¿Te has tomado un café o algo? —Su tono parece suavizarse.

—Sí, mamá —contesto intentando no sonar demasiado condescendiente.

—Perfecto. La próxima vez recuerda avisarme. No sé para qué quieres el móvil —responde obviando mi referencia a la cobertura—. Tu padre ha preparado salchichas al vino para cenar. ¿Te esperamos?

Mis tripas rugen en respuesta y decido que la parada para tomar algo queda descartada. Además, mi madre volvería a llamarme y me tocaría calmarla de nuevo. Conversamos unos minutos más, hasta que mi madre decide nombrar a Alfonso para preguntarme cómo estoy, al igual que lleva haciendo las últimas cuarenta y ocho horas, desde que se enteró de nuestra ruptura. Aún no le he contado nada, la convencí diciéndole que prefería hacerlo en persona cuando llegase a casa, pero en realidad estoy inventándome cualquier excusa para evitar que haya la mínima posibilidad de que mi madre acabe echándome también la culpa de lo que ha pasado. Acabaré diciéndole que se ha acabado el amor y, como estoy segura de que pasará, acabaré llorando y ella no insistirá, pues también compartimos la incapacidad de tratar con personas cuando están llorando por miedo a romperlas más.

Cuelgo el teléfono con la promesa de no pisar demasiado el acelerador y estar atenta a la carretera, pues hay mucho loco suelto. Así que aquí estoy, rodando y con miedo a que se pare de nuevo el coche, volviendo a mis orígenes y recordando lo mucho que odié el día que, quince años atrás, llegué a ese pequeño pueblo que marcaría un punto de inflexión en mi vida y donde he sido tan feliz.

Y lloraré, lloraré, lloraré por hacértelo otra vez.

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