Las cosas que no te puedo decir
1
Uno se da cuenta de que hay cambios que marcan el final de la infancia y preparan a las personas para la adultez. Cuando era niño rogaba por volverme un adulto pronto para dejar de temerle a la oscuridad, y aunque en algún punto creí que ese miedo me acompañaría hasta viejo, lo cierto es que con los años el tema se volvió menos importante hasta que, llegada la treintena, me resultó indiferente.
No tuve que pensar mucho el motivo. Conforme me volvía más viejo, menos aprecio le tenía a la vida y menos me atemorizaba la idea de la posible figura de un payaso asesino sacando una motosierra y partiéndome en dos. Con tenerle menos aprecio a la vida no me refiero a un instinto suicida, por cierto, los suicidas al menos tienen un fuerte deseo. Yo apuntaba a algo más rutinario, de esa vida que se va filtrando de a poquitos, sin grandes aspavientos.
Y aunque algunas cosas se iban, otras se quedaban. Como esa manía por imaginar el sabor de la comida moviendo la lengua y cerrando los ojos para decidirme entre un plato o el otro. Justo eso hacía recostado en la baranda del segundo piso de apartamentos donde vivía, en la emocionante encrucijada de elegir entre sopas instantáneas y quedarme encerrado en mi cuarto viendo películas o salir a comer a algún lugar y dejar que los rayos de sol me tocaran un rato.
En eso estaba cuando escuché pasos al lado y me giré para ver a una muchacha que puso una bolsa de compras en el suelo mientras abría la cerradura de la puerta veintiocho, al lado de mi apartamento.
Había escuchado que una inquilina nueva había llegado hacía un mes, pero hasta ese momento me la topé.
―Buenos días ―saludé sin dejar mi lugar cerca del barandal.
Ella vestía unos pantalones holgados y una blusa sin gracia, como una adolescente, aunque se notaba que debía rondar la mitad de la veintena. Se volvió ante el saludo y me miró con un gesto casi sorprendido, aunque entró sin responder.
Gracias a eso, observé el cielo decidiendo que tratar de ser amable no era mi estilo y decidí que ese domingo serían sopas instantáneas.
Perdí mi concentración cuando sentí que me jalaban la manga de la camisa y me encontré a mi lado a la muchacha. Ella levantó una libreta que escribía:
«Buenos días».
―Ah, sí ―respondí extrañado antes de volverme de nuevo.
Ella se retiró sin agregar nada y yo me quedé pensando en lo rara que era la gente. ¿Es que no podía decirlo y ya? Al preguntarme eso, mis neuronas por fin terminaron de despertar.
Qué idiota.
Por primera vez en mucho tiempo, me sonrojé.
2
―¿Vives tu vida o solo mueres cada día? ―leyó Saúl, el tipo que vivía en el apartamento número treinta y tres, que era algo así como mi amigo desde hacía, no sé, quince años.
―¿Qué haces con esa tontería? ―pregunté con la boca llena de fideos.
Tenía entre las manos una revista de esas que traen consejos para que la gente opte por retrasar el suicidio, llena de frases fáciles y con papel reciclado que de seguro en su anterior vida había servido para limpiar el trasero de alguien.
―Estoy tratando de salir con una chica que es... la verdad no sé muy bien. Pensé que era cristiana, pero habla de la madre naturaleza así que no creo. Al final de este artículo dice: «y recuerda: ¡si no tienes a quién donarle un riñón, tal vez estás desperdiciando tu tiempo!».
―¿Qué se supone que significa eso?
―No sé, en otra de las revistas que me dio dicen que cuando donas un órgano también pierdes un pedazo de tu alma. ―Saúl, sentado sobre un sillón, dejó caer el libro al suelo. Después, se quedó pensando―. ¿Tú tienes alguien a quien darle un riñón?
Contesté moviendo la cabeza de un lado a otro.
―Yo sí lo tengo.
―Qué bien, sigue encubando.
Mi amigo dejó el tono perezoso que lo acompañaba hasta que era hora de ir a algún bar y se repuso para dedicar su tarde a echar a perder la mía.
―Ahora que lo pienso nunca te he visto intentando nada con nadie. Ya estás viejo, ¿no piensas buscar a alguien?
No respondí. Me gustaría decir que no me interesaban esas cosas, pero la verdad es que no me había imaginado llegando a los treinta sin una pareja. Cuando estaba en el colegio y pensaba en mi futuro, siempre había una mujer en él. A veces había un niño, a veces no, pero la chica estaba. Y la verdad es que tampoco podía decir que tuve mala suerte, hubo novias que duraron poco y significaron menos, nunca hice el intento por amarlas.
Viéndome en ese momento, supuse que una pareja era algo que quería, pero también algo por lo que no iba a esforzarme.
―¿Tengo que fingir que me interesa comer lechuga por el resto de mi vida? ―retomé la conversación.
―Ah, no es vegetariana ―respondió Saúl refiriéndose a su posible conquista―. El vegetarianismo es la negación de la conexión que existe entre todos los animales formada por la cadena alimenticia. Incluyéndonos ―explicó.
Sí, en definitiva, no iba a esforzarme por eso.
3
El lunes llegando del trabajo vi que la puerta del apartamento veintiocho estaba abierta. Contrastaba con todas las demás, siempre aseguradas, donde uno nunca sabía si la persona que vivía estaba o no. Como desde el día anterior me había quedado con la idea rondándome aproveché para asomarme y golpear dos veces la madera.
Ella estaba sentada en un sillón, con la computadora entre las piernas, a tan solo un metro de la entrada, así que se giró de inmediato y creó que tardó un momento en reconocerme, aunque luego sonrió.
―Hola, solo pasaba a disculparme por lo de ayer. Creerás que soy un imbécil, pero, bueno, no me di cuenta de que tú... ―me quedé con la boca abierta sin saber cómo continuar.
«¿Estás buscando un término políticamente correcto? ¿Capacidades especiales?» escribió en su libreta al acercarse hasta mí.
―No hablar no es una capacidad especial.
Tal vez había sido descortés, pero ser cínico era mi forma de expresarme, no la podía anular de un pronto a otro.
«Lo sé. Muda está bien».
Contrario a lo que esperaba, ella sonrió ante mi despliegue de idiotez.
―Bien, entonces, nos vemos después.
«¿No quieres pasar a tomar algo?».
Y se apresuró a agregar:
«No me malentiendas. Lo que pasa es que soy nueva en este lugar y, por alguna extraña razón, subrayó, aún no conozco a muchas personas. Me gustaría que al menos mis vecinos pudieran identificarme si me atropellan o algo».
No tenía ganas de entrar. No era un ogro que quisiera ahuyentar a todos, pero tener una conversación con alguien que se comunicaba por notas me parecía tan emocionante como los hongos en la pared del baño.
«Si muero, puedes dejarte mi computadora».
Tengo que aceptar que me reí, como un niño que responde infantil ante las tonterías de un viejo. Acepté entrar porque eran las ocho de la noche y no tenía más que hacer en casa, solo comer y dormir para prepararme para el día siguiente.
Había pasado tiempo desde que entraba a la casa de alguien o, en este caso, a un apartamento que daba esa sensación hogareña. Llevaba cinco años viviendo en ese sitio y nunca había decorado con más de lo necesario, pero la de ella tenía un par de cuadros, alfombra y una mesita con un arreglo floral en medio que parecía gritar que ahí vivía una chica. Por su manera de vestir había pensado que era, como todos los demás, alguien que mantenía los puestos de comida rápida, pero incluso el olor suave de las bebidas contradijo esa imagen.
Tuve ganas de llorar cuando probé el chocolate caliente. No es como si no hubiera podido comprar uno en cualquier lado, pero no era algo que yo pediría, y aun así disfruté el primer trago como si fuese una cerveza fría después de cruzar un desierto.
Después de ese momento caí en cuenta de que estaba frente a una chica con la que no tenía intenciones sexuales, y cualquier hombre sabe lo incómodo que es tomar algo con una persona así.
«¿Cuál es tu nombre? Yo soy Cleo».
―Blas.
Estar en esa situación me recordó a cuando me llamaban a la oficina del director y me tenía que sentar en esa silla pequeña con la que sentía que apenas podía ver sobre el escritorio la enorme cara refunfuñando del viejo.
«Eres la primera persona que me saluda en este lugar. Sabía que la gente que elije apartamentos no era muy sociable, pero no esperaba que fuera tan... patológico».
―Cuando tenemos que sacar a algún ruidoso nos reunimos ―me defendí de la fea y muy acertada caracterización―. Y, ¿en qué trabajas? ―pregunté con sincera curiosidad.
Cleo se había sentado en otro sillón al frente y en lugar de la libreta usaba una pizarra para que pudiera leer sus respuestas a la distancia que nos separaba.
«Soy escritora».
―¿Y puedes vivir de eso? ¿Qué escribes?
«Cosas varias. Escribo libros eróticos, casi porno, con un seudónimo femenino, y de terror, casi porno también, con uno masculino. Aunque donde saco mucho más dinero es escribiendo cosas para que escritores famosos lo publiquen a su nombre. Te pagan muy bien un libro dependiendo del éxito que tenga».
―Así que los escritores también hacen eso.
«Sí. Yo le escribí dos libros de una trilogía a una conocida que no tenía idea de cómo responder al éxito del primer libro. Ahora da conferencias sobre los viajes espirituales que tuvo que hacer para poder completar su obra».
―¿Y puedes decírmelo a mí?
Ella levantó los hombros.
«Aunque supieras de quién hablo no te creerían».
―¿Y no te molesta que usen otro nombre en algo que tú escribiste?
«Me da igual, para mí escribir es solo un trabajo».
―Seguro que tus lectores terminarán notando tu falta de ánimo.
«Blas, escribir es como cualquier otro trabajo intelectual. La gente inteligente lo hace bien, la gente tonta lo hace mal. La pasión o el gusto que sientas por ello es indiferente».
Cuando se habla de personas con una discapacidad siempre se les cubre de un manto bondadoso, casi angelical, donde se exalta su manera positiva de luchar ante la adversidad y sobrellevar los puntos bajos de su situación con esperanza.
En mi caso, fue justo al leer esa opinión que dejé de ver a Cleo como una muda estándar y pasé a percibirla verdaderamente como una persona. Una que podía categorizar de manera rigurosa a otros y experimentar tantos malos sentimientos como yo.
También fue la primera vez que sentí una profunda simpatía hacia ella.
«¿Y tú en qué trabajas?».
―Tengo una tienda junto con un amigo, Saúl, vive en el número treinta y tres, por cierto. Arreglamos zapatos.
«Suena a ese tipo de negocio que no se mantiene mucho tiempo».
―Sí, pero nosotros lo hacemos bien. Somos los únicos en toda la ciudad que tenemos una máquina de coser zapatos. Las máquinas son grandes y costosas, no son algo que comprarías para un negocio que podría fracasar, así que tenemos una clientela fija. Los otros lugares solo usan pegamento.
Tampoco me imaginé trabajando en algo así cuando era niño. Tuve trabajos variopintos, como la mayoría de mi generación, antes de quedarme con ese, pero me sentía bien ahí y no pensaba dejarlo.
«¿Y tú cómo conseguiste esa máquina?».
―Era de mi abuelo, él también arreglaba. No tenía intención de seguir un negocio familiar, pero lo hice.
«Tu abuelo debió enseñarte mucho».
Cleo sonrió de seguro imaginando una clásica relación de nieto y abuelo riendo juntos.
―Una vez me dijo que si tocaba la máquina y no me quitaba un dedo, él se iba a encargar de cortármelo ―expliqué contra sus expectativas―. Fue hasta que él se murió que pude aprender.
«¿Entonces era un viejo cascarrabias?».
―No creo. O bueno, sí. Era muy duro con sus palabras, aunque en el fondo solo se preocupaba porque mis hermanos y yo no nos lastimáramos. Ya sabes cómo eran los hombres de su época, no conocían otra manera de mostrar preocupación que no fuera la advertencia.
Cleo asintió como si lo entendiera en verdad.
4
Se volvió común entrar a hablar con Cleo un rato después del trabajo. Cada que veía la puerta abierta me asomaba para saludar y terminaba en el sillón tomando chocolate o cenando. A veces también llevaba algo para que comiéramos los dos.
Yo no había planeado ser alguien solitario, pero cuando empecé a convivir con ella me di cuenta del tiempo que había transcurrido desde que estuve en una habitación que no oliera a mí. Y cuando uno conoce a una persona de manera tan natural, empieza a apegarse a ella casi siguiendo un instinto. Aun así, nuestra relación no se limitaba a una mera necesidad emocional. Aunque nos era agradable estar juntos, no nos necesitábamos, podríamos haber retomado nuestras rutinas al día siguiente de conocernos.
Lo que en realidad nos unía, lo que hacía disfrutable la compañía del otro, era nuestro sincero cinismo. Ese que puede vivir en los mudos y en los no mudos por igual.
5
«Quiero buscar algún trabajo fuera de casa», me compartió Cleo una de las tantas noches que nos encontramos.
―¿No te va bien con los libros?
«No es eso. Es que con este trabajo solo puedo conocer gente por internet y mantener relaciones por medio de la pantalla. También quiero salir y conocer gente de verdad».
―Créeme, conforme te vayas haciendo mayor vas a agradecer cada vez más el no tener que convivir con personas a las que no puedes «bloquear».
Cleo suspiró, como si yo hubiese dicho una gran estupidez, y en parte me sentí así cuando noté su reacción desganada. Comenzó a escribir mientras yo pensaba en cómo sería tener un trabajo que no me obligara a salir de casa.
«No me gusta echar de ver mucho este hecho, pero a veces tengo que recordarlo: soy muda. Ninguna persona que puede salir y hablar tranquilamente con otros desconocidos puede entender lo difícil que es el que la gente deje de verte como una discapacidad y de hecho quieran tener una conversación sobre cualquier otro tema contigo. ¿Cuántas personas crees que realmente tendrían una amistad o una relación con una muda? La gran mayoría diría que sí, que lo importante es la persona, pero lo cierto es que pocos se darían el tiempo de conocer a la persona detrás de la discapacidad para decidir si quieren ser amigos o no, si quieren ser pareja o no.
Para ti está bien tener pocos amigos, te es fácil salir y conseguirlos, pero no es así para mí».
Me habría encantado contradecir a Cleo y decirle que era dramática, y lo habría hecho de no ser porque yo había conocido a gente con discapacidades a lo largo de la vida y no recordaba haberlos visto como una posible conquista romántica o sentir que podían ser mis amigos.
―Voy a preguntar en las tiendas que conozco. Entre los empleados de los puestos cercanos cambiamos billetes cuando los otros no tienen con que dar cambio, así que podría preguntar.
Cleo me observó con fijeza antes de escribir.
«Gracias».
Me miró otro momento y agregó:
«¿Lo haces por lástima?».
Cuando leí eso no pude evitar dirigir mi atención hacia el techo para escapar de su mirada. Con las manos entrelazadas sobre los muslos lo medité para responder con franqueza.
―Sí te tengo un poco de lástima, no lo voy a negar. Pero la lástima que te tengo ahora es menos de la que te tenía hace unos días. Creo que la simpatía le ha ganado a la lástima ya. ―Bajé mi rostro para observarla de frente―. Aunque la parquedad y la embriaguez siguen en la carrera. Y no hay que quitarle los ojos de encima a la amargura.
Cleo rio. No sé si era pura egolatría, pero se me hinchaba el pecho cada que lograba hacerla reír.
Creo que era la primera persona que yo realmente deseaba que estuviera feliz.
6
Le busqué trabajo a Cleo en las tiendas, algunas personas me dijeron que lo pensarían y otras se negaron directamente. A mí me daban ganas de ahorcarlos cada vez que cambiaban el tono de su expresión al saber que no podía hablar, pero luego pensaba que no tenía derecho a juzgarlos.
Sin darme cuenta, Cleo se estaba volviendo importante para mí, no solo como una persona con la que se mantiene una relación cercana, sino como alguien que influía en mi comportamiento.
Me volví cada vez más silencioso. No más serio o frío, tan solo empecé a ser cuidadoso con las palabras que utilizaba al hablar. Aprendí a sentir molestia por las voces que proferían sonidos sin valor, que rellenaban sus intenciones hasta hacerlas engordar, que camuflaban su inseguridad con cascaras de monosílabos. Me volví minucioso con lo que decía, seleccionaba las palabras adecuadas, justo el adjetivo, justo el verbo que necesitaba, sin espacios innecesarios.
En un sitio y en un lugar como el nuestro, hablar bien era sinónimo de ser cortante, de querer generar distancia con otros, así que algunos se molestaban conmigo, pero los alegatos habían pasado a ser parte de las palabras que ya no me gustaba usar.
¿Alguna vez alguien se puso a pensar cuántas palabras gasta al día?
La gente hablaba de gastar dinero o comida, de regular y ahorrar recursos, pero nunca nadie se preocupó por una posible sobreexplotación de la palabra hablada y una inminente escasez de la calidad del producto.
Puede que parezca una tontería, en realidad lo era, sería estúpido prestarle atención a algo como eso mientras existen tantas otras carencias que necesitan una atención pronta. Sin embargo, al menos para mí, se volvió un tema insistente desde que ella se convirtió en la persona frente a la que más hablaba.
7
Con el tiempo, empecé a salir con Cleo los fines de semana. Una vez fuimos a un restaurante de esos caros, pero cuando nos dimos cuenta que no nos sentíamos bien ahí terminamos comiendo hamburguesas en un parque.
―Mi madre murió hace cinco años y desde entonces ya no sé nada de otros familiares. Cuando mamá se fue, mi padre y yo nos dimos cuenta de que no había nada que nos uniera más que ella. Éramos dos hombres adultos que no podían expresar cariño hacia el otro, la diferencia de edad hacía que ni siquiera simpatizáramos. Así que después de una despedida incómoda yo me vine a esta ciudad, y hasta el día de hoy no sé nada de ellos. No sé si papá sigue vivo o no... quizá lo llame mañana ―dije, aunque sabía que no lo iba a hacer―. ¿Tú tienes familia?
Cleo llevaba un foco, ya eran casi las nueve de la noche y con las luces del parque no se lograba distinguir bien la letra. Tenía una caligrafía realmente bonita, redondeada y de líneas perfectas.
«Papá se fue a vivir con otra mujer cuando yo era una niña. Al principio nos visitaba, pero sus visitas se fueron haciendo cada vez menos hasta que no volví a ver. Creo que se fue a vivir a otro país.
Mamá nunca me quiso, al menos no con la intensidad con que una madre debería querer a su hija».
―¿Era violenta? ―pregunté recordando a mi padre.
Cleo negó con la cabeza.
«Era muy amable y cariñosa. Me daba besos en la frente y me apoyaba en lo que fuera... Pero no podía amarme. Nunca me lo dijo y aun así lo sentí desde cierta edad. No pudo aprender a querer a una hija que no podía hablar. Probablemente papá también se fue por eso.
No la culpo, ella siempre me dio lo que estaba en sus posibilidades darme, no se puede obligar a una persona a amar a alguien y yo no se lo exigí. La gente no entiende el impacto de querer tener una familia, imaginar a tus hijos, y que cuando al fin están a tu lado estos no sean lo que esperabas. Y una discapacidad nunca se espera».
Me quedé pensando en eso mientras terminaba mi hamburguesa. La manera de verlo de Cleo no me agradaba, pero a la vez había algo que no me dejaba descargarme del todo. Sí, era difícil tener una hija con una discapacidad, pero ¿no se suponía que debía amarse un hijo como se ama a una pareja de forma incondicional? ¿Es que la paternidad era tan frágil que ante la adversidad tan solo se destruía?
Observé a Cleo mientras acababa de comer también y no encontré más a la muchacha agradable que había visto antes, sino a una mujer inteligente y bella, con una piel morena que se veía mística a la luz del mercurio, alguien con quien debía sentirme nervioso y temer hacer el ridículo mientras sentía cosas en el estómago.
Me di cuenta de que si no me sentía capaz de juzgar a los padres de Cleo era porque yo me comportaba igual.
No me había permitido amarla realmente hasta ese instante.
―Tus padres son unos imbéciles. Deberías viajar y darle una cachetada a tu madre y obligar a tu padre que te pida perdón de rodillas, escupirle en la cara, y aun así no lo perdonarías. ―Mucho más satisfecho dejé la basura en un bote y me acerqué a su rostro sorprendido―. ¿Quieres que seamos novios?
8
Intenté aprender lenguaje de señas. Aprendí a decir «¡la calle es pública, váyase al diablo!» después de tres largas horas, y luego lo dejamos.
9
Un miércoles Saúl y yo nos quedamos hasta tarde acomodando los zapatos, y con eso quiero decir que el desorden era tal que incluso para un puesto entre dos hombres rozaba lo inaceptable. Más bien, yo ordené los zapatos mientras él se acababa varias cervezas y me miraba con rencor. Yo había desarrollado una capacidad importante para ignorarlo, así que fue hasta que habló que volteé a verlo.
―¿Vas a salir con ella? ―preguntó con ese tono pastoso que no llegaba a ser ebrio, pero tenía ganas de imitarlo.
―Sí, después de acá nos vamos a encontrar. Parece que pudo conseguir un empleo durante las mañanas en un almacén de ropa, aunque solo la acomoda ―expliqué.
No me gustaba ese empleo para Cleo, sentía que debía estar en un sitio cubierta de luces o algo así, pero se había hecho amiga de las otras empleadas y eso la hacía feliz a un nivel que yo no podía comprender.
―¿Se supone que son novios o algo?
―No se supone, lo somos ―contesté.
Dejé de lado los zapatos para recostarme en la pared y escucharlo. Saúl era insoportable cuando tomaba, fluctuaba de la risa a la cólera y a veces al llanto. Además, no podía hacerle frente a las discusiones sin ayuda del alcohol, así que me había preparado para esa conversación desde que lo había visto empezar a tomar las cervezas de la pequeña nevera que teníamos en el local.
―Mira, no tengo nada contra los mudos, tengo amigos mudos y de todo...
―Por supuesto que no los tienes.
―Bueno, no, no los tengo, porque no necesito un amigo para quedarme callado. Y tú tampoco. En serio, ¿cómo se te pasa por la cabeza salir con una mujer que no puede hablar?
―¿Cuál es el problema?
―No sé, que no puede hablar, ¿tal vez?
―¿Estás diciendo que por no hablar no es posible tener una pareja?
―No dije que no pueda tener una pareja por ser muda, digo que tú no puedes ser esa pareja. ¿En qué estás pensando, Blas? ¿Tiene una herencia millonaria y yo no me doy cuenta? Los hombres como tú y yo ―dijo señalándose con un dedo tembloroso― no salimos con mujeres mudas, sordas o en silla de ruedas, porque eso implica un compromiso que no estamos dispuestos a aceptar, ¿entiendes? A lo más que podemos aspirar es a una boda rápida que va a terminar seis meses después con una pensión de por medio. No nos interesa hacer de este mundo un lugar mejor, ni más «inclusivo». Nos burlamos de quienes lo hacen. Ese es el tipo de vida que llevamos, y ya estás muy viejo para cambiar.
Después de eso le dio un gran trago a su cerveza y no agregó más.
―Me voy, no olvides cerrar bien.
―Sí, apúrate, vas a llegar tarde a tu clase de yoga.
Me puse un abrigo para el frío y seguí escuchando a Saúl blasfemar sobre mi traición al código de deshonor que habíamos firmado aparentemente sin que yo me diera cuenta. Sonreí mientras terminaba y ya cuando estaba a punto de salir lo escuché resoplar con fuerza para darse por vencido.
―¿Por qué no la vi yo primero? ―se lamentó.
10
Cleo y yo empezamos a vivir juntos. Con eso quiero decir que hicimos un hueco entre la pared que divide los apartamentos. Al principio lo tapábamos con un cuadro grande, pero después de dos horas nos aburrimos y lo dejamos a la vista. La dueña nunca sube a los apartamentos de arriba, pero presiento que ahora que la evidencia está ahí lo hará un día, por casualidad, y tendremos que buscar otro lugar.
Será uno grande, donde haya un cuarto vacío para dar vueltas por si uno no quiere saber nada del resto del mundo.
Son las ocho de la mañana de un domingo cualquiera y Cleo revisa algo en su computadora. Tiene una mirada más interesada de lo normal y me hace una seña para que me acerque.
«Escribí algo», leo en la aplicación de notas de la pantalla de su computador. «Algo propio. Me sentí bien haciéndolo, fui sincera».
Dejo la taza de café que tengo entre manos en la mesita, y recuesto mi barbilla en su hombro.
―¿Sobre qué escribiste?
«Sobre nosotros».
―¿Y qué tal?
«A muchas personas no les gustó. Dicen que no tiene la intensidad de mis anteriores relatos, que le hace falta sentimiento. Y dicen que no tiene sentido que la protagonista sea muda, que no aporta nada a la historia y no tiene razón de ser. Además, dicen que el final no es impactante».
Observo su rostro buscando frustración, pero solo encuentro tranquilidad.
«Blas, nunca sentí que hubiera una razón por la que yo sea muda».
Siento su cabello hacerme cosquillas en la cara y sonrío.
―No la hay.
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