Escuché que ibas a salir del país. No supe cuándo ni cuánto tiempo estarías allá. Y digo «escuché» porque eso fue lo que creí captar de las conversaciones que tenías con tu esposo, en las que no era participante.

Me dolió que me vinieras a avisar el mismo día en que te ibas, pero dolió más saber que lo único verdaderamente herido fue mi ego porque me diste menos de veinticuatro horas para ajustarme al hecho de que me quedaría sola con mis hermanas y tú no estarías ahí para decirme qué hacer y qué no hacer.

Me despertaste diez horas después, a las 5:00 a.m., para despedirte. Pensé en no moverme, en decirte que te fueras y que me dejaras dormir en paz. Pero sabes que no lo hice, sabes que me levanté, te ayudé a no olvidar varias cosas y caminé hasta la puerta de entrada contigo; me despedí de ti con un beso y un abrazo incómodo. En otra época habría llorado como si el cielo me cayera sobre la cabeza, ese día sólo me regresé a dormir.

Eso debería decir mucho de nosotras.

No me gusta. No te extraño y tengo que sentirme culpable por eso. Lo odio. Es tu culpa, en realidad. No se puede extrañar lo que no está ahí, lo que dejó de estar ahí hace mucho tiempo.

Sin embargo, me sigo sintiendo culpable.

[08/05/18]