La fe es nuestra parte más vulnerable como ser humano. La guardamos en lo más profundo de nuestro pecho y nos aferramos a ella en los días malos. Encuentro irónico que aunque la fe mueva montañas, sea tan ridículamente frágil.

La fe es irónica.

No creo en muchas cosas, ni siquiera en Dios. No se me dificulta dejar de creer, para nada. Y ¿quién puede juzgarme? La iglesia, supongo, pero ellos juzgan a todo el mundo. El punto es que hasta la fe tiene un punto de quiebre, sólo se puede esperar a que algo suceda por tanto tiempo sin perderla. Algún día se acaba y a mí ya se me acabó.

La pregunta es: ¿puedes culparme? ¿Dónde estabas cuando te necesité? ¿Dónde estabas cuando despertaba y me encontraba con que la única razón por la que me movería sería para matarme? ¿Dónde, mamá?

Esperé y esperé, y seguí esperando. Hasta que ya no quise hacerlo más. Ya no quiero creer en ti, porque daña aferrarte a algo que sabes que no va a suceder, así que prefiero no creer en nada.

Las decepciones son llegar a casa con una sonrisa que no cabe en tu rostro y luego sólo dejarla desaparecer por completo. Es ser un globo pinchado con una aguja.
Con cada decepción gano un agujero más, llegué al punto en el que no puedo volver a inflarme con esperanza porque no puedo contenerla por un segundo; se me escapa y no quiero perseguirla porque ya no quiero golpearme contra la realidad.

Es más fácil no creer, vivir sin esperar nada. No es mejor, pero es más fácil.

Creí en Dios, y papá murió. Creí en ti, y me dejaste sola.

¿Cómo quieren que siga creyendo en quienes sólo saben fallarme?

[20/04/18]