24 horas (y contando).
Gabriela entra a la casa con los hombros caídos y la espalda encorvada. Una correa de su bolso escolar se le resbala por el antebrazo; el material, junto al sudor, le da picazón.
Se pasa la mano por la frente. No sabe qué es peor, que las perlas de sudor se le acumulen sobre las escasas cejas o el ardor que le deja la fricción. Para colmo, el aire acondicionado no sirve en la sala de estar. Bueno, mierda.
El estómago le ruge con fuerza, un recordatorio efectivo que no ha ingerido alimento alguno hace más de dieciocho horas. Genial. Tira la mochila en el mueble más cercano y se dirige a la cocina. A esas alturas, sabe que no hay nadie en la casa, así que para qué molestarse en avisarle a las paredes que ya llegó.
Abre las puertas de la nevera y luego el freezer, ambos andan vacíos. Jarras de agua y verduras en sus respectivas gavetas, nada más, nada más. Toma agua de la botella directamente y cierra la nevera. Echa un vistazo por los mesones, pero no haby ninguna taza con su nombre. Ah, ya. Arquea una ceja y tuerce la boca.
Su pecho comienza ha sentirse pesado.
Como última esperanza, abre el microondas. Pero eso no es mucho decir; se trata de Gabriela, una piedra tiene más esperanza. No hay nada en el electrodoméstico.
Aprieta los dientes con fuerza. Mira el techo rendida. Se aprieta las sienes y se las masajea como si sus dedos tuvieran capacidades curativas y pudieran hacer que el creciente dolor de cabeza desapareciera (no lo hacen). Se relame los labios y aprieta los ojos.
Vuelve a la nevera, a escudriñar sus profundidades. De la monstruosidad, sólo encuentra medio paquete de galleta de soda. Lindo. Prácticamente aspira las galletas. Y toma otro trago de agua; este se siente más obstruido que el anterior.
Arruga la bolsita plástica y aprieta la... cosa que hace que la tapa de la papelera se abra. Su mano se congela en el aire.
En la papelera hay platos de cartón, sucios con los restos de hamburguesas y envueltos en bolsas plásticas. Y cómo no, la icónica botella de Coca-Cola que nunca puede faltar. Interesante que no la haya visto en la noche o en la mañana. Interesante, de hecho.
Qué bien.
Las rodillas le tiemblan y la vista se le nubla con cada movimiento brusco, pero ellos se jartaron de hamburguesa y refresco. Le parece genial. Bota la bolsa de papel y sale de la cocina.
Mientras recoge su bolso del sofá, la perilla suena y gira. Se echa la mochila a la espalda y sube la escalera de dos en dos aunque su cuerpo se sienta pesado.
-¡Gabriela, ya llegué! -grita Rebeca.
No tiene ganas de referirse a ella como mamá.
Los ojos le arden entonces mientras da zancadas por el pasillo. Escucha el tintineo de las llaves y la pequeña voz de Génesis hablando sobre algo que no le interesa.
Entra a su cuarto. Y tira la puerta tan fuerte como sus débiles brazos le permiten, al menos es suficiente para llamar la atención de Rebeca. Sus zapatos deportivos chillan en el piso. Génesis sigue hablando sobre su día en el preescolar.
-¿Gabriela? -la llama Rebeca.
Le pone seguro a la puerta. El mecanismo resuena en su habitación. Rebeca también lo escucha.
-¿Gabriela? -repite, una pizca de confusión se cuela por sus palabras.
-¿Qué?
-¿Qué tienes?
-Nada.
-Gabriela...
-¿Qué quieres?
-Abre.
-¿Por qué?
Un segundo de silencio.
-Compré las entradas para el cine, son para hoy, ¿recuerdas?
Un pedazo de papel sisea en el piso como una serpiente. Gabriela observa el rectángulo blanco como si le fuera a crecer una cabeza en cualquier segundo. Resopla.
-Lo siento, el hambre me nubló la mente hoy. Lo olvidé.
Como tú me olvidaste a mí.
Rebeca no dice nada. Punto para ella, entonces.
Pisa el papel con una muy sucia converse y con la punta la desliza al otro lado de la puerta. Finge que la pequeña patada que le proporciona a la madera es accidental.
Pasa un momento en completo silencio, como si hubiera muerto alguien y nadie supiera como reaccionar. Hasta que escucha los pasos de su madre alejarse y los de Génesis siguiéndoles. Gabriela apoya la frente en la puerta y cierra los ojos. El labio le tiembla, las rodillas le tiemblan, todo su cuerpo tiembla. Se voltea y desliza la espalda hasta que queda sentada en el suelo porque ya no puede soportar su peso.
El pequeño dolor de cabeza que ha ignorado todo el día, se vuelve punzadas importadas directo del séptimo círculo del infierno. Los vellos del brazo se le erizan y un escalofrío la recorre completa.
No quiere llorar. No tiene sentido, en la mañana todo seguirá como siempre, a nadie le importará que nadie haya recordado que no había comido nada en todo el día, a nadie le importará que haya llorado hasta sentir que iba a desmayarse.
Pero las lágrimas no entienden el orgullo. Así que llora hasta que siente que puede desmayarse.
Pasa un rato sentada en el piso, con las piernas estiradas, la espalda encorvada y gotas de sudor bajando por su sien y pecho. El desastre ahora tiene nombre y apellido.
Se levanta y apaga las luces. Con pasos débiles se mete bajo la colcha aún sin doblar. Al diablo el sudor y el calor. Al diablo todo, en realidad.
Se arropa hasta el cuello y deja que la fatiga la jale a la inconsciencia.
Al despertar, no recuerda lo que soñó pero tiene una pesadez en el pecho que no puede ignorar. El estómago se le retuerce, recordándole que roza las veinticuatro horas sin haber ingerido nada aparte de las galletas de soda. Récord personal; las dieciocho horas de la última vez palidecen en comparación.
La habitación se encuentra en oscuridad total. Ha de estar entrada la noche entonces, su madre debe de estar a mitad de cual sea película esté viendo, lo que sea.
Se sienta en el colchón. Esto prueba ser un tremendo error ya que manchas blancas danzan en su campo visual, aunque no vea nada en realidad. Puntos más pequeños aparecen también, como un televisor sin señal de cable. La cabeza le da vueltas y la fatiga la posee. Sin embargo, no se mueve.
Planta las manos en las sábanas como si fueran anclas y aguanta hasta que se le pase. Así es siempre, después de todo. No puede dejarse caer cuando siente que tambalea, no. Aprieta fuerte y espera que pase; debe aguantar.
Es más fácil aguantar que caerse para levantarse después.
Estira las piernas fuera del colchón. Es una brisa fresca después de un día bajo el sol. Se vuelve consciente de lo pegajosa que tiene la piel y de la forma incómoda que se le pega la cola de caballo en la espalda. Su habitación parece más un sauna que otra cosa.
Se levanta hasta el interruptor y enciende la luz, sus movimientos lentos y fatigados. Apoya la mano en la pared y espera a que el mareo que le azota la cabeza se pase. Con la otra mano, agarra el control del aire acondicionado y lo enciende sin ver los botones realmente.
Debería ir a bañarse, debió hacerlo al llegar, pero la cabeza le palpita y siente como si tuviera bolas de hierro atadas a los pies como algún tipo de prisionera. El estómago se le aprieta en nudos de hierro, por poco no se dobla sobre sí misma.
Debe soportar.
Da zancadas de nuevo a la cama y se tira sobre ella. El piso le da vueltas y tiene una sensación pesada en el fondo de la garganta como si fuera a vomitar, aunque no tenga ningún contenido que expulsar. Entierra la cara en la almohada, humedecida por el sudor de su cuello. Antihigiénico, pero ¿a quién le va a importar? Ciertamente a ella no.
No nota cuando cae dormida otra vez.
Hay sueños, también pesadillas. Pero no recuerda ninguna, los fragmentos flotan como el humo, están ahí pero no puede agarrarlos.
Nota de la autora:
No pensé que fuera a hacer capítulos narrados, pero ¿qué se puede hacer cuando ataca la inspiración?
Quiero aclarar que no apoyo en nada los hábitos alimenticios de Gabriela, son poco saludables y están simplemente mal. Sé que la mayoría de usuarios de wattpad son adolescente fácilmente impresionables así que quiero que tú, niña o niño que piensas que esto puede estar bien, sepas que no lo está. No piensen que por haberlo leído en una historia deja de ser malo para su salud, es estúpido.
Dicho eso, les aviso que no quedan más de quince capítulos para terminar con esta historia. Estoy emocionada.
[14/05/18]
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