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Verano peligroso

Al regresar a la cocina, Andrea mira su reloj. Han pasado dos horas desde que llegó. «Nada mal», piensa. «Si me doy prisa, quizás en una hora más logre terminar y salir de aquí».

Andrea saca unas cuantas libretas de la caja, las hojea rápidamente, y las tira en la bolsa de basura.

«Runaway train» de Soul Asylum comienza a sonar, y entonces la invade una oleada de malos recuerdos.

El verano de 1994 fue especialmente difícil. Pascual se había casado en marzo y se había marchado de la casa. A partir de ese momento, Andrea se convirtió en el centro de todos los reclamos de su abuela; en el blanco de cada uno de sus dardos venenosos.

Cada mañana era un pleito distinto y por tres meses no se le habían agotado los pretextos para pelear. A esas alturas, Andrea estaba convencida de que en realidad su enojo no era con ella sino con Landy y Pascual, por haberse convertido en adultos.

Cada mañana, los gritos de la abuela comenzaban más o menos diez minutos antes de que sonara la alarma de Andrea; duraban todo el tiempo que pasaba preparando su desayuno, consumiéndolo, cepillándose los dientes, dándose una ducha, peinándose, y vistiéndose; se mantenían en los mismos decibeles mientras metía todas sus cosas a su mochila, agarraba sus llaves y caminaba hacia la puerta principal.

Andrea podía seguir escuchando las amenazas de su abuela incluso desde la calle, mientras se encaminaba hacia el paradero del autobús: «debería cambiar la chapa mientras no estás, para que no puedas entrar cuando regreses».

Algunas mañanas, Andrea lograba silenciar la voz de su abuela casi por completo, cantando en inglés en su mente, pensando en Fabiola, envolviéndose en un mundo de fantasía en el que nada podía causarle un solo rasguño a su paz mental. Sin embargo, también había mañanas en las que su sangre hervía a tal grado, que se sentía al borde de explotar; en esas ocasiones, mientras su abuela vociferaba de manera incontrolable, ella fantaseaba con gritarle del mismo modo hasta hacerla callar. Cuando eso sucedía, Andrea experimentaba un peculiar cansancio, una carencia de energía, una ausencia total de alegría y unas ganas incontenibles de detener el mundo para poder bajar de él como si se tratase de un juego de la feria que resultó demasiado aterrador.

Aproximadamente un mes antes de terminar el ciclo escolar, la abuela comenzó con un tema que se volvería recurrente.

—¿Qué, no piensas comenzar a maquillarte para salir a la calle? —preguntó la mujer, observando a su nieta que estaba parada frente al espejo, peinándose.

—No —respondió Andrea, mirándola en el reflejo.

—Peinarse no es lo mismo que arreglarse. Estar en fachas no es modo de salir a la calle. ¿Por qué me saliste tan floja?

—No es flojera —respondió Andrea, arrepintiéndose de inmediato. Sabía que con la abuela no se discutía porque no había modo de ganar—. Simplemente no me gusta.

—¿Y qué? ¿Tus compañeras van a clases en las mismas fachas que tú? ¿Ninguna se pone bonita para ir al colegio? —El tono de la abuela era incredulidad pura.

—Algunas —dijo Andrea—, pero a mí no me gusta.

—Pues aunque no te guste, tarde o temprano lo vas a tener que hacer, sino nunca vas a encontrar novio. Y menos así como te vistes.

Andrea apretó su mandíbula, del modo que había aprendido a hacerlo desde muy pequeña. Su opinión no había importado entonces y no importaba ahora tampoco. Terminó de peinarse y comenzó a preparar su mochila.

La abuela se fue a la cocina, refunfuñando y levantando la voz.

—No puedes seguir vistiéndote como un chamaco. Ya no voy a permitir que te compres playeras, bermudas y pantalones de mezclilla. A partir de ahora me voy a asegurar que solamente tengas blusas, faldas y vestidos. Sino, nunca vas a encontrar a alguien que te quiera. Y yo no pienso aguantarte aquí en la casa hasta los cuarenta años, quedada para vestir santos.

Andrea agarró sus llaves y comenzó a caminar hacia la puerta.

—Y esos malditos tenis que no dejas ni a sol ni a sombra. Algún día vas a tener que madurar y aprender a usar zapatillas, como una verdadera señorita... no voy a permitir que seas una machorra el resto de tu vida.

Andrea salió de la casa y cerró la reja, negando con la cabeza, encontrando consuelo en que cada día era un tema distinto el que se peleaba en ese hogar y que la abuela habría olvidado todas esas amenazas al día siguiente.

Le tomaría solamente veinticuatro horas descubrir que aquel era un tema que había llegado para quedarse. Criticar su apariencia era el nuevo deporte favorito de la abuela. «¿Vas a ir a recibir tus papeles de la secundaria vestida como un mamarracho?», «¿Cómo pretendes que los sinodales te tomen en serio si te presentas al examen de admisión de la preparatoria pareciendo un adefesio?», «Sólo vas a hacer pasar vergüenzas a tu nueva amiguita si sales vestida así. Nunca va a volver a invitarte al cine», «¿De qué circo te caíste, bicho raro?», «¿Qué no ves lo simplona que estás, niña? Necesitas toda la ayuda que pueda darte el maquillaje».

Andrea apretaba la mandíbula en cada ocasión, respiraba profundo y seguía su camino sin responder. Pero cuando su abuela comenzó a avergonzarla frente a otras personas, su armadura comenzó a caerse en pedazos.

La primera vez, fue frente a Landy.

—¡Mírala! Se viste como hombre, dile algo —insistió la abuela Minerva, señalando a Andrea pero mirando a su hija—. Y se niega a maquillarse por más que le insisto.

—Mamá —respondió Landy, corriendo detrás de Omara, que se había convertido en un torbellino desde que había comenzado a caminar—, todavía es una niña. Por ahora que se concentre en estudiar... ya cuando tenga quince, la empiezas a atosigar con eso del maquillaje y la ropa.

Decepcionada de no haber conseguido una aliada que se uniese a su cruzada, la abuela comenzó a pelear con Landy, pero la atención de ésta estaba concentrada en Omara; era como si ya nada de lo que dijera la abuela pudiese hacerle daño.

Andrea se preguntó si esa era la magia de tener hijos: ganar perspectiva de lo que es importante y lo que no.

«La abuela tuvo tres hijos y cero perspectiva», dijo la voz de su interior. Andrea se rió mentalmente y continuó su camino.

En otra ocasión fue frente a Pascual y su esposa, Aracely.

—Ya le dije que una jovencita no debe estar saliendo a la calle pareciendo un esperpento —dijo la abuela.

Pascual, que nunca tuvo agallas para contradecir a su madre, se limitó a balbucear algo ininteligible.

—Tienes que hacerle caso a tu abuela, Andrea —Se apresuró a decir Aracely, que no dejaba pasar la oportunidad de quedar bien con su suegra—. Ya estás grandecita y tienes que comenzar a cuidar tu apariencia.

La última palabra de su oración, la había acompañado con un movimiento de su mano derecha, señalando a Andrea de pies a cabeza.

Andrea reclamó la ayuda de su tío con una mirada, pero éste se encogió de hombros mientras bajaba la cabeza, sacaba un cigarro de la cajetilla que llevaba en el bolsillo de su guayabera y salía a la terraza a fumar.

Las siguientes veces, la abuela la había avergonzado delante de una variedad de vecinas que eran tan insoportables como ella, todas chapadas a la antigua, criticonas y sin nada mejor qué hacer que meterse en las vidas de los demás.

Una tarde que Andrea había quedado de verse con Vanesa en el centro para ir por un helado y luego al cine, la abuela por fin cruzó una línea de la que ya no hubo retorno.

—Tu mamá debe estar revolcándose en su tumba de ver el mamarracho que tiene por hija —dijo la mujer, apenas despegando los ojos de la tele por unos instantes—. Y no es que tu mamá fuera pura elegancia ni que fuera guapa, pero si algo bueno tenía, era que sabía arreglarse para salir. Qué lástima que no heredaste su única cualidad.

Andrea permaneció inmóvil, con la mirada agachada, apretando sus llaves con todas sus fuerzas, mientras éstas se clavaban en la palma de su mano y sus dedos.

Se moría de ganas de contestarle dos que tres majaderías, pero sabía que si comenzaba a pelear, no llegaría a tiempo para ver a su amiga, así que se tragó su ira y se marchó sin decir nada. «Siempre encuentras razones para no contestarle. ¿No serán pretextos?», interrogó la voz de su interior.

Esa tarde, mientras se comían un helado en la Michoacana, Andrea estuvo muy callada escuchando a Vanesa hablar de algo llamado «Windows 3.11». Por lo que había alcanzado a entender antes de desconectarse por completo de la conversación, era algo relacionado con computadoras y era una gran maravilla de la tecnología que tenía a su amiga muy emocionada, usando la computadora de su papá.

Más tarde caminaron hacia el Cine Internacional y entraron a ver «Mentiras Verdaderas». En un día común y corriente, la trama tan boba le hubiera echo reír a carcajadas. Pero esa tarde, mientras Arnold Schwarzenegger y Jamie Lee Curtis se metían en un problema tras otro, Andrea solamente podía pensar en salir corriendo, en huir de su casa y desaparecer a un lugar en el que el veneno de su abuela no pudiera alcanzarla ni hacerle más daño.

Cuando las luces del cine se encendieron, Andrea sintió pesar. No quería regresar a su casa, no tenía ganas de escuchar más gritos. Deseó poder irse con Vanesa y quedarse a dormir en su casa, pero sabía que su abuela nunca le daría permiso.

—Te acompaño a tu parada —Le dijo a su amiga, con tal de alargar el momento de tener que regresar a casa.

—Pero te vas a desviar y luego vas a tener que caminar como seis calles para ir a la tuya —respondió Vanesa.

—No importa, cuéntame más de la cosa esa... ¿Windows?

Vanesa sonrió y, emocionada, retomó el tema donde lo había dejado.

Durante el camino de regreso, Andrea pensó en Fabiola y en cuanto la extrañaba. Pero no a la versión distorsionada de su amiga, sino a la que había conocido en la primaria; la que tenía tiempo de sobra para ella y con quien había vivido tantas aventuras en un sólo verano. Y sintió un anhelo tan profundo, que le dolió el pecho.

Al bajar del autobús, Andrea caminó con lentitud hacia su casa; intentando prologar su llegada. Cuando estaba abriendo la reja para entrar, escuchó voces y risas escandalosas que venían de la terraza de doña Effie, la señora más amiguera de la colonia, quien siempre invitaba a sus vecinas favoritas a tomar unas copas los fines de semana para ponerse al tanto de los acontecimientos de varias manzanas a la redonda, algo así como una versión primitiva y bastante local de lo que una década más tarde serían las redes sociales.

Andrea suspiró con hastío, esas reuniones le parecían casi vulgares, pero al reconocer la voz de su abuela entre las voces de las otras mujeres, sintió alivio en la promesa de un par de horas de paz y tranquilidad.

Entró a su habitación y prendió el viejo televisor que había heredado cuando Pascual le compró uno a control remoto a la abuela para su sala. La caja con pantalla de doce pulgadas descansaba sobre el buró y estaba eternamente sincronizada en MTV. Andrea giró la perilla que subía el volumen en espera de que los bulbos se calentaran y eventualmente la imagen comenzara a aparecer.

Pero ni en el silencio de la casa vacía, ni en la privacidad de su habitación, ni en la densidad de la música que estaba escuchando, pudo encontrar las dos cosas que tanto anhelaba: su interior no tenía paz, y al parecer, su mente había olvidado lo que era la tranquilidad.

Se sentó en su escritorio y comenzó a abrir sus cajones, no sabía qué estaba buscando, solamente sabía que necesitaba distraer su mente y la televisión no estaba ayudando en nada.

Cuando el video de «Runaway Train» comenzó, los primeros acordes de la canción estrujaron con intensidad algunas fibras que ya de por sí estaban sensibles. El video comenzaba con una escena de violencia intrafamiliar y un niño huyendo de casa, justo antes de mostrar una lista de fotografías y nombres de jóvenes extraviados. Después, venían escenas de prostitución infantil, violaciones, raptos y toda una serie de atrocidades que los adultos cometían en contra de niños y adolescentes.

Andrea sintió como si su corazón se hubiera hecho sólido, pesado, difícil de cargar.

En uno de sus cajones estaba un cúter de mango amarillo, grueso, que contenía cuchillas bien afiladas en su interior. Andrea no lo había estado buscando, ella estaba segura que no, pero al verlo ahí, tendido dentro del cajón junto con sus otros útiles escolares, su mano derecha fue directo hacia él. Lo sacó del cajón, lo contempló, sacó varios centímetros de la cuchilla y lo admiró bajo la luz de su lámpara, asegurándose de que en verdad tenía tanto filo como ella pensaba.

Parece que nadie puede ayudarme ahora,

estoy sumergido en lo más profundo,

No hay manera de salir.

Esta vez realmente me he descarrilado.

Decía la letra de la canción y Andrea pudo haber jurado que las respuestas a todas sus plegarias se encontraban en el filo de la cuchilla que estaba sosteniendo frente a sus ojos.

Andrea extendió su mano izquierda hacia el frente con la palma mirando al cielo, cerró el puño con fuerza y las venas de su brazo saltaron a la vista. Colocó la punta del cúter en su muñeca, a unos milímetros de la palma de su mano, en el lugar exacto en el que parecían converger varias de sus venas.

«Tus papás te salvaron del accidente, Andy», dijo la voz de Ileana en su mente. «Si de verdad hay algo más allá, estoy segura de que los torturas cuando deseas haberte muerto con ellos». Andrea apretó con fuerza el mango de plástico del cúter. «Vamos a preguntarles, a ver si es cierto», respondió la voz de su interior.

—¿Mamá? —preguntó, casi gritando, la voz de Landy desde la sala—. ¿Andrea?

En un moviendo rápido y casi elegante, Andrea alejó el cúter de su muñeca, guardó la cuchilla retráctil, aventó el cúter en su cajón, cerró el cajón y se limpió la gota de sangre del lugar en el que apenas había alcanzado a enterrar la punta de la cuchilla.

Se puso de pie, bajó el volumen de su televisor y contestó.

—Estoy en mi cuarto.

—¿Dónde está mi mamá? —Landy abrió la puerta sin tocar.

—En casa de doña Effie —contestó Andrea, encogiéndose de hombros.

—Me choca que vaya con esa señora —respondió, más para sí misma que para su sobrina.

Sin darle explicaciones, le entregó a Omara, a la cual tenía entre sus brazos y dejó sobre el escritorio la enorme bolsa que colgaba de su hombro izquierdo, en la que cargaba biberones, pañales y mil otras cosas que, aparentemente, Omara necesitaba durante el par de horas que salían a la calle.

—Voy a ir a buscarla.

—Está bien —respondió Andrea, haciéndole gestos a su prima, intentando hacerla reír.

Los pasos de su tía hicieron eco en la sala. El tono del repique de sus tacones cambió cuando atravesó la terraza, y lo hizo nuevamente cuando dio sus primeros pasos sobre la acera.

Mientras cargaba a su prima con la mano izquierda, Andrea se tapó la boca con la derecha, contemplando su escritorio como si se tratase de la escena de un crimen. Sintiendo una vergüenza intensa y devastadora, convencida de que si sus papás o Ileana, Vanesa o Fabiola la hubieran visto así, se hubieran decepcionado de ella.

«Algo tiene que cambiar», dijo la voz de su interior. «No puedes seguir acumulando rencor hasta que la muerte resulte más tentadora que vivir con la abuela».

#

Andrea mira su muñeca izquierda, sus venas, que siempre han estado bastante a la mano la miran de regreso con la misma intensidad. Niega con la cabeza, reviviendo la resaca moral de esa tarde, sintiéndola tan real como aquel día.

Se pone de pie y va al refrigerador por otra Tecate, la abre y toma un trago. Mira su reloj, son las tres con cuarenta. «En Roma son las diez con cuarenta», piensa.

Da unas vueltas entre la mesa y la puerta de la cocina, duda un poco, luego toma el celular, busca el apodo de su esposa en su lista de números favoritos y presiona el botón de llamar.

—¿Ya mero llegan mis pizzas? —pregunta ella al contestar.

—Tus invitados se van a quedar con hambre —responde Andrea, sintiendo que el alma le regresa al cuerpo al escuchar su voz.



Momento de viajar en el tiempo: A inicios de los noventa, esta fue la versión de Windows que nos llegó. Miren nomás que gráficos, y ese método de instación que requería horas de tu tiempo :)

En los noventas, la heladería «La Michoacana» era el lugar de encuentro por excelencia de adolescentes que quedaban de verse para ir al cine o a realizar cualquier otra actividad. Sus helados y sus paletas son simplemente riquísimas, pero además, tenía la ventaja de estar en el mero Centro Histórico, por lo que resultaba un lugar muy conveniente para esperar, en caso de que alguna de las otras personas se retrasara.

Mis amigas de la secundaria y yo nos decíamos «nos vemos donde siempre», cuando quedábamos de acuerdo para hacer algo divertido, es por eso que esta heladería tiene un lugar tan especial en mi corazón.

Aquí les dejo el cartel publicitario de la película mencionada, que curiosamente ahora ya tiene serie en Netflix. Esta película la recuerdo por dos razones: la primera, que me reí como una demente; la segunda, una escena en la que Jamie Lee Curtis baila en ropa interior, la cual, debió ser otra señal muy clara de que a mí me gustaban las mujeres, porque esa escena se quedó en mi mente por MUUUUUCHO tiempo. 

También les dejo una foto del Unplugged de Soul Asylum en MTV en 1994. Y, finalmente de una Tecate, que es mi cerveza favorita, ñam, ñam.

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