Última oportunidad
Dos años antes de la muerte de la abuela Minerva, Andrea se enteró de que la mujer había sido diagnosticada con «mal de Parkinson» por medio de una llamada de Omara.
—Deberías ir a verla —Le aconsejó Fabiola mientras Andrea la ponía al tanto de lo que se había discutido en la llamada.
—¿Para qué? No puedo hacer nada por ella —contestó Andrea, con expresión vacía, meneando la cabeza de un lado al otro—. Tiene a mis tíos y a todos sus otros nietos, no me necesita. Y yo estoy mejor sin verla.
Fabiola suspiró, dando la conversación por pausada de manera temporal, pero cada pocos días volvía a sacarla a flote, hasta que logró convencer a su esposa de ir a Mérida.
—Yo voy contigo —Le dijo, apretando su mano—. Así aprovecho a ver a mis tíos y a mi papá.
—¿Te vas a ir a Chetumal? —preguntó Andrea, considerando que a lo mejor su esposa quería visitar la tumba de su mamá.
—No —respondió Fabiola—. Le voy a decir a mi papá que vaya a Mérida a verme. No hay nada en Chetumal para mí.
~
Mientras estaban en el taxi que las llevaría del aeropuerto de Mérida al hotel en el que se quedarían por diez días, Andrea no podía creer lo cambiada que se veía la ciudad. Fabiola, que regresaba más seguido que ella, le había contado de la cantidad de inversionistas extranjeros que habían estado levantando nuevos negocios, pero ella no había podido visualizar lo que eso estaba ocasionando en la ciudad y el modo en que la estaba volviendo irreconocible.
Después de dejar sus maletas, darse un baño y comer algo, Fabiola le preguntó si quería que pidiera un Uber para ir a la colonia, pero Andrea le propuso ir en autobús. Fabiola sonrió, recordando cuantas veces usaron ese tiempo para platicar.
Cuando por fin llegaron a la colonia, Fabiola la acompañó hasta la puerta de la casa de la abuela.
—¿Quieres que entre contigo?
—No —respondió Andrea, con un tono que distaba mucho de ser firme o seguro—. Tu papá y tus tíos te están esperando.
—Llámame cuando salgas —Le pidió su esposa antes de comenzar a caminar hacia la casa de sus tíos.
Andrea asintió en silencio y la vio alejarse un poco antes de decidirse a entrar.
La puerta principal estaba abierta.
—¿Tía? —preguntó, casi gritando, mientras atravesaba la terraza y entraba a la sala.
A lo lejos, se podía escuchar ruido que parecía provenir de la cocina.
—¿Andy? —preguntó la tía Landy, asomando medio cuerpo y haciéndole señas con las manos, indicándole que entrara—. Pasa, pasa, estoy lavando los platos.
Andrea obedeció y siguió caminando, pero al llegar a la puerta del cuarto de su abuela, se detuvo y no pudo seguir continuar. A pesar de haber presenciado cómo la edad y las enfermedades habían diezmado, pedazo a pedazo, el temple de acero de la abuela Minerva, estaba muy lejos de sospechar que la encontraría en un estado tan deteriorado.
La abuela, que había tenido sobrepeso durante toda su edad adulta, estaba echa un palo. Su cabello, que había sido grueso, abundante y color negro azabache, estaba completamente blanco, delgado y era escaso. Había perdido muchos dientes. Sus manos y brazos estaban llenos de pecas, manchas y pequeños moretones.
—¿Andrea? —preguntó la mujer.
El corazón de Andrea se hizo añicos al notar que esa voz, que había sido robusta y capaz de hacer temblar montañas, ahora era suave, débil y difícil de escuchar.
Andrea no pudo moverse.
La tía Landy dejó lo que estaba haciendo para acercarse a paso veloz, secándose las manos mientras caminaba hacia ella.
—Pásale, hija. ¿Tienes sed? ¿Tienes hambre? ¿Ya comiste? ¿A qué hora llegaste? ¿Quieres pasar a la cocina o te quedas en el cuarto con la abuela?
—Hola tía —Fue lo único que atinó a responder mientras abría los brazos para recibirla. Luego se aclaró la garganta, intentando poner orden a sus pensamientos—. Me quedo aquí, con la abuela, gracias.
—Bueno, pasa, siéntate y ahora te traigo agua de jamaica. Seguro tienes mucha sed, hace muchísimo calor. Pasa, pasa.
—Gracias —Andrea asintió y pasó al interior de la habitación mientras su tía regresaba a la cocina.
Andrea sintió un nudo en el pecho al notar cómo los temblores habían convertido a la abuela Minerva en la esclava permanente de la voluntad de otros: la mujer ya no podía comer sola, no podía caminar sin ayuda, no podía siquiera sostener un vaso de su preciada Coca-Cola sin la asistencia de alguien más.
La mujer que había tenido dos, y hasta tres trabajos al mismo tiempo, esa que había sacado adelante a sus hermanos y a su mamá, a sus tres hijos y a su nieta, ahora no podía valerse por sí misma.
Su habitación entera olía a enfermedad, a dolor, a cansancio... tanto suyo como de la tía Landy.
Andrea se sentó en la silla que el tío Pascual había estacionado permanentemente junto a la cama; la misma que ocupaban los demás nietos cuando llegaban a visitarla.
—¿Cómo estás, abuela? —preguntó Andrea, reprendiéndose de inmediato por no haber podido pensar en un mejor modo de romper el hielo.
—¿Y cómo quieres que esté? —respondió la mujer—. Mira la cantidad de medicamentos con los que me tienen —Señaló su buró con una mano temblorosa.
A ojo de buen cubero, había unos diez contenedores de medicamentos sobre el mueble de madera.
—Y además, esos doctores de ahora —se quejó la abuela con esa vocecita capaz de romper hasta el corazón mas huraño—, que se cuelgan de cualquier pretexto para quitarle a uno los pocos placeres que le quedan en la vida. Son puras estupideces.
Andrea no necesitaba adivinar, sabía que se refería a las restricciones alimenticias.
No supo qué responder, así que se limitó a sonreír y asentir, intentando comunicarle empatía.
—Quiero ver fotos de Roma —pidió la abuela repentinamente—. Y de todos los otros lugares que has visitado en Europa.
—¿De verdad? —preguntó Andrea, sorprendida.
La abuela asintió con mucha dificultad.
Emocionada, Andrea sacó su teléfono y sostuvo la pantalla frente a su abuela para mostrarle fotos mientras le contaba historias sobre sus viajes.
—¿Tienes de París? —preguntó la mujer, después haber recorrido media docena de países en el celular de Andrea.
—Muchas, pero hay una con nieve que seguro te va a gustar —respondió, con una alegría que nunca había sentido en presencia de su abuela.
Tardó poco más de un minuto buscándola entre los cientos de imágenes que había en su teléfono. Mientras lo hacía, la abuela estiró la mano con gran esfuerzo y atrapó la muñeca izquierda de Andrea.
—¿Cómo está Fabiola? —preguntó la mujer, con curiosidad sincera.
Andrea sintió un agujero en el estómago y un sudor frío en la frente.
—Está muy bien, abuela. Contenta. Le gusta mucho su trabajo y le encanta Roma.
—Quiero ver fotos de tu boda —pidió la abuela, soltando la muñeca de Andrea, intentando reprimir una queja de dolor—. Omara solamente me mostró una que encontró un día en no sé qué cosa de la computadora.
Andrea asintió, encontró las fotos rápidamente y le mostró la primera.
—Nos casamos en España —Le cuenta mientras su dedo va pasando una tras otra.
—Qué contentas se ven —dijo la abuela, sonriendo—. Dile que venga a verme uno de estos días.
Andrea, que nunca había tenido una conversación tan amigable con ella, se relajó por fin y continuó mostrándole fotos de la pequeña ceremonia en la que participaron únicamente Vanesa, Martín y Diego.
Después hablaron del trabajo de Andrea, de las cosas que hacía en el museo y de cuánto disfrutaba encargarse de restaurar artefactos antiguos.
Cuando la abuela ya se veía muy cansada, Andrea se despidió de ella y de la tía Landy.
Los siguientes días Andrea y Fabiola fueron a visitar a la abuela para hacerle compañía, ayudarle a comer y tomar turnos apoyando a la tía Landy en sus diversas actividades diarias, hasta que fue momento de regresar a Roma.
#
Al abrir la puerta, Andrea encuentra la habitación exactamente como estaba dos años atrás. El olor y el silencio son abrumadores. La presencia de la abuela Minerva es casi palpable después de haber pasado tanto tiempo sentenciada a esta cama.
La silla que usaban quienes venían a visitarla sigue aquí. Andrea se sienta, mirando el colchón y la almohada, ambos marcados con el peso constante del cuerpo de su abuela.
Andrea coloca ambas manos sobre el colchón y cierra los ojos. Deja escapar un suspiro tembloroso, buscando en su interior el valor necesario para pronunciar las palabras que necesita decir.
—Lamento no haberme puesto nunca en tus zapatos —dice en voz muy baja—. Lamento no haber sido agradecida por las cosas que me diste; por lo que sacrificaste, por todo lo que hiciste por mí durante quince años.
El pecho de Andrea se contrae.
—Lamento no haber comprendido que solo hacías lo que creías que era correcto, que me educaste lo mejor que pudiste con lo que tenías para dar.
Andrea hace una mueca, reprochándose a sí misma.
—Verte como la villana de mi historia era muy fácil. Nunca me interesó indagar qué había detrás de tus barreras, de tus gritos ni de tu supuesto temple de acero.
La voz de Andrea se quiebra.
—Ahora sé que nunca quisiste hacerme daño ni causarme inseguridades o traumas. Lamento que nunca hayas logrado ser feliz, que hayas sufrido tantas tragedias desde que eras una jovencita.
Una lágrima solitaria resbala por su mejilla.
—Lamento mucho que no hayas podido llorar la muerte de mi papá porque intentabas ser fuerte para mí.
Andrea suspira.
—Y por sobre todas las cosas, abuela, lamento no haber podido entenderte y decirte estas cosas cuando aún estabas viva para escucharlas.
Entonces las lágrimas se apoderan de ella.
Andrea se cubre el rostro con las manos y llora escandalosamente.
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