Sueños Compartidos
Andrea toma la foto de su primer día de clases, junto con la de sus padres y coloca ambas dentro de su mochila, que está sobre la mesa del comedor. Luego, camino a la cocina, pasa por su antigua habitación y la contempla desde el umbral, incapaz de poner un pie adentro.
Su habitación luce parcialmente como la recordaba: su cama sigue ahí y también el raquítico escritorio de aserrín prensado que la tía Landy le compró cuando entró a la secundaria. «Ahora vas a tener mucha tarea y vas a necesitar algo más cómodo para estudiar que la mesa del comedor», le había dicho.
El armario eduardiano y la cómoda victoriana, ambos mucho más viejos que ella, también siguen en sus respectivos rincones.
Salvo por la ausencia de los mapas y pósters de arquitectura Maya que adornaron estas paredes, desde mitad de los noventas hasta ya entrados los 2000, es casi como si el tiempo se hubiera detenido.
Andrea niega con la cabeza «ve por tus cosas a la bodega y sal de aquí», piensa. Vuelve a dar una mirada a su antigua habitación y luego continúa su camino hacia el cuarto contiguo a la cocina, que según las historias del tío Pascual, se había construido con la intención de resguardar víveres en caso de que un huracán o algún otro siniestro azotara la ciudad, provocando un desabasto súbito de alimentos por tiempo indefinido.
Sin embargo, desde que ella tenía memoria, en lugar de una bodega de alimentos, esa habitación había sido el lugar en el que sus familiares iban a dejar olvidadas las cosas que ya no les servían. Ahí dentro había docenas de cajas llenas de cosas viejas; antiguas pertenencias de tíos, primos, la abuela Minerva, Andrea e incluso de familiares lejanos, como los primos de su papá que habían pasado alguna temporada viviendo bajo este mismo techo.
Al empujar la puerta hacia adentro, Andrea se encuentra con un caos más indomable que el que pudo haber anticipado. La cantidad de cajas parece haberse triplicado desde la última vez que puso pie aquí.
El pequeño tragaluz que está justo en el centro de la habitación, ilumina lo suficiente para permitirle leer los nombres escritos en los costados.
—¡Lo que me faltaba! —dice en voz alta, al descubrir que tendrá que mover varias para liberar las suyas.
Después de arrastrar cuatro cajas pesadas hacia la cocina, comienza a abrirlas, sin reparar demasiado en el contenido de cada una. No le toma más de unos instantes decidir que la mayoría de sus pertenencias merece acabar en la basura. No hay gran cosa que salvar aquí.
En la tercera caja que abre, encuentra su vieja grabadora Panasonic, su colección de casetes y también la de discos compactos. Andrea toma los casetes para colocarlos sobre la mesa de la cocina: Flans, Luis Miguel, Mecano, Timbiriche, Hombres G; que eran parte de su colección de música de los ochentas. Cristian Castro, Flavio César, Maná, Magneto, Ricardo Arjona; que eran parte de la de los noventas.
Emocionada con este tesoro que había olvidado, conecta la grabadora, preguntándose si algún milagro divino la hará funcionar; la enciende y cruza los dedos mentalmente. Entonces escucha estática. Contenta, decide poner un casete que lleva por título «Radio Lobo». La primera canción es «La puerta de Alcalá». Después de unos instantes, se escucha una voz masculina que dice «Radio Lobo, auuuuu».
El aullido le arranca una carcajada, y con ella viene el primer recuerdo: Ileana, su amiga de la infancia, hija de los zapateros que vivían en la casa de la esquina, estaba con ella ahí mismo, en la cocina, sosteniendo la silla en la que Andrea se había subido para alcanzar el teléfono y poder llamar a Radio Lobo. Las piernas le temblaban mientras pedía la canción. Así fue cómo, a sus siete años de edad, descubrió que la experiencia de hablar por teléfono le ponía los pelos de punta.
Después de colgar, saltó de la silla y ambas corrieron a la habitación para subirle el volumen a la grabadora, esperando el momento estratégico para apretar el botón rojo que decía «Record».
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Andrea saca de la alacena varias bolsas negras para basura y las deja sobre la mesa. Luego regresa a la caja en la que están sus cuadernos y libros de texto de la primaria; después de darles una ojeada rápida para asegurarse que no hay documentos importantes ni separadores dentro de las páginas, los va echando en una de las bolsas.
Mientras está entretenida en esa tarea, comienza «Cuando seas grande» de Miguel Mateos, y entonces recuerda que a sus siete años estaba perdidamente enamorada de él. Casi sin darse cuenta, ya está haciéndole coro:
Pero pierdo el control,
llego a casa y escucho su voz,
siempre la misma canción...
Andrea convierte su micrófono imaginario en una batería y posteriormente en una guitarra eléctrica. Ella, la mujer orquesta, interpretando esa canción como nunca nadie la escuchará jamás.
Para el momento en que llegan los últimos acordes, el contenido entero de la primera caja está ya dentro de la bolsa de basura. «Esto será mucho más rápido de lo que creí», piensa, sonriendo, pero entonces comienza «Sueños compartidos» de Laureano Brizuela, y el mundo entero se desvanece:
Tanta tristeza hay en tus ojos,
tanto dolor hubo en los dos
Mil silencios simulados
y aquel adiós sin mas razón...
«Fabiola», piensa, y su pecho se hincha con emociones que únicamente ella le provoca hasta el día de hoy.
Fabiola es su primer recuerdo real; el único que importa. Los momentos más preciados de su niñez la llevan a ella por protagonista: Fabiola corriendo por la explanada de la escuela, trepando árboles, saltando de bardas que le doblaban la estatura. Fabiola pasando al pizarrón para resolver un problema dificilísimo de matemáticas. Fabiola peleándose a golpes con los niños que le llamaban «huérfana» a Andrea o se burlaban de la muerte de sus padres. Fabiola abrazándola y dándole un beso en la mejilla para consolarla cuando lloraba —Andrea casi nunca permitía que los maltratos de sus compañeros le afectaran, y casi nunca lloraba, pero cuando lo hacía, Fabiola estaba ahí para protegerla—. Fabiola tropezándose de la manera más torpe en la clase de educación física, abriéndose la ceja, el labio y la barbilla en la misma caída; asustando a la clase entera y al profesor también.
—Sigues siendo la mas bonita del salón —Le había dicho Andrea el día que por fin le quitaron las puntadas y ella le mostró sus cicatrices.
—Estás loca —Había respondido Fabiola, riéndose, empujando con su hombro el de Andrea y sonrojándose.
Ambas sabían que la niña más bonita del salón era Paloma, pero para Andrea en verdad no existía belleza más perfecta que la de Fabiola, ni color más hermoso que el miel de sus ojos.
A estas alturas de su vida, Andrea sabe a ciencia cierta que estaba perdidamente enamorada de Fabiola desde antes de tener edad para saber lo que era el amor.
Fabiola era la razón para ir a la escuela todos los días; sus ojos eran lo que le daba sentido a las canciones tan absurdas que tocaban en la radio; y su sonrisa... su sonrisa podía iluminar la ciudad entera en el día más sombrío.
Y al final del verano de 1988, cuando se marchó de su vida por primera vez, Fabiola se convirtió en la primera persona en romperle el corazón en mil pedazos.
Ese verano vivieron tantas aventuras, que había sido simplemente perfecto. En la primera semana de vacaciones, se habían armado de valor y habían entrado, por fin, a la casa abandonada de la esquina. Y aunque no habían encontrado evidencia de que estuviera embrujada, como aseguraban los adolescentes de la colonia, ellas salieron de ahí con una docena de historias paranormales, dignas de una entrevista en «¿Y usted, qué opina?».
El siguiente fin de semana, los papás de Fabiola las habían llevado a las grutas de Balankanché. En varias partes del recorrido, se habían visto en la necesidad de tomarse de la mano para ayudarse, para cuidarse mutuamente en las áreas resbalosas y para no perderse. Pero aunque Andrea había disfrutado cada ocasión en la que Fabiola había tomado su mano, el momento más especial había sido cuando el guía de turistas les indicó que se sentaran —en el suelo o en las formaciones rocosas— y pidió por radio que apagaran los reflectores. En la obscuridad absoluta de las cavernas, Fabiola entrelazó sus dedos en los suyos y no la soltó hasta que se encendieron las luces nuevamente.
Días después, la tía Landy, que por aquellas épocas tendría veintiún años y era bastante imprudente, había accedido a rentarles «La mosca» en VHS y ellas la habían visto en la sala de la casa de la abuela, envueltas entre sábanas, abrazadas y muertas de miedo.
Juntas, habían jugado a las guerritas de globos llenos de agua contra Landy y Pascual, habían aprendido a lanzar el frisbee, le habían ganado en «Basta» a los demás niños de la colonia, habían ido a tomar incontables helados, y habían pasado tardes enteras en el parque, tomando turnos para montar la bicicleta de Fabiola.
Andrea hubiera dado cualquier cosa por hacer que ese verano durara para siempre. Pero una tarde, mientras estaban en la habitación de Fabiola jugando Turista Mundial y «Sueños compartidos» estaba sonando en la radio, su amiga se puso muy seria.
—Mi papá encontró trabajo en Chetumal —dijo sin apartar la mirada del tablero.
Andrea no se movió. Sintió un hueco en el estómago y una opresión en el pecho muy similar a la que sintió el día que perdió a sus padres. Andrea no dijo nada ni permitió que su rostro delatara tristeza.
—Nos vamos la próxima semana —continuó Fabiola.
La garganta de Andrea se cerró, y sus ojos comenzaron a arderle. «Ahórrate esas lágrimas para mi funeral», dijo la voz de su abuela en su mente. Andrea se tragó sus sentimientos, como había estado practicando por más de un año. Respiró, tomó el control de sus emociones y encontró el valor que estaba necesitando para levantar el rostro.
—¿Vas a venir de vez en cuando a visitar a tus tíos y abuelos? —Fue lo único que se le ocurrió preguntar, para averiguar si algún día volvería a verla.
—Sí, supongo que en Navidad —Fabiola se encogió de hombros.
—Entonces puedes ir a visitarme cuando vengas —dijo Andrea.
—Sí —Sonrió Fabiola.
—Ya tengo que irme —Andrea se puso de pie.
Nunca antes se había marchado sin terminar una partida de ningún juego, pero tenía que salir de ahí. Le urgía llegar a su casa, enterrar la cara en su almohada y llorar hasta que sus ojos se pusieran en huelga.
Fabiola se puso de pie también, caminó hacia su cajón y sacó una pulsera de hilos entretejidos. Luego se acerco a Andrea y se la colocó en la muñeca.
Andrea la miró sin preguntar nada.
—Es para que nunca me olvides —dijo Fabiola. Luego se acercó y le dio un beso en la mejilla.
—Nunca —Hubiera querido responder Andrea, con énfasis y con seguridad, pero la voz se le escondió. No quería llorar frente a Fabiola, y en su intento de esconder todas esas emociones tan grandes, lo único que se le ocurrió fue salir corriendo.
Las tres calles que separaban la casa de los papás de Fabiola de la suya se le hicieron más cortas que nunca y no bastaron para ayudarle a calmarse.
Andrea sentía que las mejillas se le encendían con un fuego desconocido. No iba a llorar, no iba a llorar por nada del mundo, pero tenía hacer algo, lo que fuera, porque sentía que la angustia le reventaría el pecho.
Se detuvo al pasar por la casa abandonada. La contempló por un momento. Miró hacia un lado de la calle y luego hacia el otro. Suspiró. Y entonces se dirigió hacia el agujero de la reja que los adolescentes de la colonia usaban para entrar en ese territorio prohibido.
Recogió algunas piedras que distinguió entre la mala hierba y comenzó a lanzarlas con todas sus fuerzas contra la fachada de la casa, atinándole de vez en cuando a algunas de las pocas ventanas que aún tenían vidrios.
En el futuro, cuando otras personas contaran la historia de ese día, le asegurarían que varios vecinos la regañaron y le gritaron que dejara de lanzar piedras, pero Andrea solamente recordaría la furia que sentía, el dolor en su corazón y el ardor del momento en que la abuela Minerva fue a sacarla de ahí casi a rastras, torciéndole la oreja izquierda.
Navidad y Año Nuevo vinieron y se fueron, y Fabiola no apareció. La década entera se terminó sin que ella volviera a saber nada de la niña cuya sonrisa le había iluminado los días más lúgubres de la primaria.
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Andrea voltea hacia sus cajas y comienza a revisarlas apresuradamente sin reparar demasiado en libretas y libros, lo que está buscando debería ser relativamente fácil de encontrar. Finalmente, en la segunda caja que revuelve, sus dedos topan con la lata de un viejísimo contenedor de galletas danesas. Andrea suspira involuntariamente mientras contempla el vejestorio medio oxidado con la misma admiración que Indiana Jones estudiaba cada una de las reliquias que encontraba en sus películas. Toma el contenedor entre sus manos, sosteniéndolo como si se tratase de un objeto invaluable, digno del museo más prestigioso, y lo deposita sobre la mesa.
Al abrirlo encuentra notitas escritas a mano, boletos de autobús cuyos números de serie suman 21, un reloj de Rosita Fresita, un yo-yo rojo de la Coca-Cola y una pequeña colección de corcholatas cuyas gomas interiores tienen estampados de los Looney Tunes. Debajo de todo eso, está la pulsera: rota, vieja y sucia.
Andrea la usó durante cinco años hasta que, finalmente, el tiempo hizo lo suyo y la pulsera se rompió.
La pulsera es lo único de esa lata que tiene valor. Y bueno, también el yo-yo rojo que tanto trabajo le dio conseguir.
Además de la pulsera y el yo-yo, Andrea rescata un recorte de periódico antes de vaciar el resto del contenido de la lata dentro de la bolsa negra de basura.
«Radio Lobo» era mi estación favorita cuando era niña. Muchos de mis amigos y familiares no la recuerdan, pero yo la tengo clavada en la memoria, y el aullido al inicio de cada canción forma parte de mi soundtrack personal. Incluso en su página de Facebook, seguían haciendo referencia al aullido hasta hace unos años :)
El Programa «Y usted, ¿qué opina?» era presentado por el famoso periodista Nino Canún, y aunque trataba docenas de temas (principalmente muy serios), los que se hicieron más populares fueron los que hablaban sobre OVNIs y fantasmas, por eso la referencia en el párrafo sobre la casa abandonada.
Las grutas de Balankanché menciondas, fueron mi primer contacto con las múltiples grutas y cenotes de la zona y fue amor a primera vista entre ellas y yo (inserte un emoji de corazoncito aquí).
Para quienes disfrutan de la geografía, les ubicaré un poco en la región: La Península de Yucatán se encuentra en el sureste mexicano y divide el Golfo de México del Mar Caribe. La Península está conformada por 3 estados: Yucatán, Campeche y Quintana Roo.
Y, finalmente, les dejo algunas de las cosas que estaban en la lata de Andrea ;)
Nos leemos en el siguiente capítulo.
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